domingo, 31 de julio de 2016

Espárragos

Estamos en una de las mejores vinaterías de la ciudad. Música agradable, ambiente relajado, velas encendidas en cada mesa, dos copas de vino blanco. En la tele, sin sonido, un canal de cocina donde están preparando constantemente suculentos platos que a esas horas, alrededor de las nueve de la noche, animan el apetito. A nuestro lado, una pareja de unos cincuenta años, con sendos gintonics. No parecen ser los primeros que toman. Él, hablando en un tono demasiado alto. Ella, algo más moderada. Le estoy contando a Íñigo el entusiasmo con el que estoy retomando estos días la lectura de varios libros de Don DeLillo. Hay veranos para muchos autores. Puede que este sea el verano del señor DeLillo. De repente, en el canal cocina, aparece un cocinero preparando un suculento plato con espárragos. Grandes, gordos, con una pinta exquisita. Ahora mismo, qué extraña combinación, le están poniendo almendras por encima. Nunca los hemos probado así. Y es entonces cuando el tipo que tenemos al lado suelta, con el mismo tono de voz: Mira, esos espárragos tienen el mismo tamaño que mi rabo. Ella, a medio camino entre el hartazgo y la sinceridad, dice: No me hagas hablar, no me hagas hablar... 
Avanzando el siglo 21, y así seguimos. 

sábado, 30 de julio de 2016

Mamá

En las primeras horas de la mañana, mientras tomamos café, escucho tu voz al otro lado del teléfono. Me cuentas cómo has pasado la noche. He podido dormir algunas horas, los dolores no me han dejado hacerlo. Según el día, con el primer café, una cosa u otra. No puedes ver mi cara y, si la opción es la segunda, como el actor frustrado que soy, modulo la voz y disimulo. Un mal día lo tiene cualquiera, miento, consciente de que lo tuyo no es un mal día. No es sólo un mal día. Es la maldita mala suerte: la enfermedad que te ha tocado. Pero disimulo, claro, qué voy a hacer. Y, aunque no tenga ganas de risas, digo alguna tontería, hago alguna imitación y te recuerdo que te veo en diez minutos para dar un pequeño paseo y tomar un café. En el trayecto hasta tu encuentro, tarareo alguna canción estúpida, y disimulo. Las fuerzas salen de donde tienen que salir (que no sé muy bien de dónde es), aquí no vale derrumbarse. Sé que si yo me derrumbo, tú también lo harás, y eso es casi peor que la jodida enfermedad. 
Las circunstancias de la vida tienen la culpa de que lleve cinco años y medio al paro. Eso es algo duro, muy duro (para la mente y para el bolsillo: para la mente y para el bolsillo), pero a veces pienso que si no fuera así, no podría estar contigo. Y entonces respiro, y dejo de  quejarme, y te voy a buscar, y sonrío. Y dejo que pase la vida. Y me aferro a ella, a la vida, consciente de que es lo único que tengo, de que es lo único que tenemos. La vida, a cada instante. Ahora mismo. Mamá. 

jueves, 28 de julio de 2016

Ambulancia

La mujer está tirada en el suelo, boca abajo, en plena calle. Parece que no puede moverse ni incorporarse. Dos personas intentan ayudarla. La ponen boca arriba. Tiene unos cincuenta años mal llevados y un aire a la actriz irlandesa Brenda Fricker. Está completamente borracha. Aún no son las once de la mañana y empieza a salir tímidamente el sol. La gente se arremolina a su alrededor y le pregunta cómo está. No puede hablar. Sólo mueve la cabeza, con un gesto absurdo que no se sabe muy bien qué quiere decir, y agarra su bolso como si le fuera la vida en ello. Tiene la cara hinchada por el alcohol. ¿A qué hora empezaría a beber para estar en ese estado tan temprano? ¿Cuáles pueden ser las causas que llevan a la mujer a este estado antes de las once de la mañana? No parece algo puntual ni una casualidad. Las dichosas causas. En todo eso voy pensando, según me alejo de allí, en dirección al parque donde he decidido pasar parte de la mañana leyendo y escribiendo. Ya sabemos que la vida es complicada, pero hay veces que esa palabra, complicada, se queda corta. Suena casi hasta ridícula. En eso también pienso, sí, mientras la sirena de una ambulancia que se dirige al lugar donde la mujer está tirada en el suelo es el único sonido que, de repente, se escucha en esta mañana en la que aún no sabemos muy bien si lucirá el sol o empezará a llover de un momento a otro

martes, 26 de julio de 2016

Abuelas

La abuela, de unos casi ochenta años, estaba sentada en la mesa de al lado, leyendo el periódico. Ya la habíamos visto más veces en esa misma terraza, siempre con el periódico entre las manos. Me recordó a alguna de aquellas mujeres de su edad que solían venir por la librería para que les recomendara nuevas lecturas. Algunas de esas abuelas me las he encontrado en varios de los clubes de lectura a los que me han invitado. Mujeres despiertas, con ganas de hacer cosas, de no dejarse consumir por el tiempo ni por el aburrimiento o las depresiones. Con ganas de leer. De leer mucho. De leer libros interesantes, importantes: nada de relleno. Hace poco, Laura Freixas me contó que su madre era una lectora empedernida y que se leía mis libros y todo esto que voy escribiendo por aquí (muchas gracias).
Volvamos a la abuela de la terraza. Casi ochenta años. Leyendo de cabo a rabo la prensa. En estas, llega un niño de unos siete u ocho años. Tiene el pelo alborotado, habla muy alto y le da sonoros besos a la abuela, que levanta la vista del periódico. Te traigo un regalo, dice el niño. Y le muestra un camión hecho de plastilina. Muy bien hecho, por cierto: con sus luces, su volante, su cabina... La abuela se muestra encantada con el regalo. El niño le pide dinero para un helado y la abuela se lo da. Mientras el niño está en el quiosco de al lado, la abuela nos muestra el camión de plastilina, llena de orgullo. Sonreímos y le decimos algo amable. Y de repente, esa abuela es mi abuela y ese niño soy yo, muchos años atrás. Sólo tenemos que cambiar el camión de plastilina por la hoja de un cuaderno donde había escrito una especie de poema o algo así. 

domingo, 24 de julio de 2016

Una protesta

Muchas veces he agradecido públicamente al médico y a las enfermeras que tratan la enfermedad de mi madre. Y sigo haciéndolo. Ahora, que mi madre tiene que cambiar su tratamiento, añado mis agradecimientos a las doctoras y enfermeras con las que nos hemos encontrado en las numerosas pruebas que está teniendo que realizar para ese cambio de tratamiento. Además de la eficacia, como ya he señalado, está el trato personal, afectuoso e inmejorable. Sin embargo, tengo hoy que añadir un pero, que no tiene nada que ver con el personal sino (me temo) con los dichosos recortes. Mi madre lleva esperando más de tres meses para esa cita (el 16 de agosto) en la que le asignarán el nuevo tratamiento. Hemos intentado por todos los medios que le adelantaran la cita, pero no ha sido posible. Están desbordados, dicen. (¡Y tantos médicos en el paro!). No es un capricho. Mi madre tiene dolores muy fuertes que ninguno de los medicamentos que está tomando ahora le alivian. Y, sinceramente, amigos, creo que no hay derecho. No se puede tener a una persona esperando tanto tiempo cuando la gravedad del asunto alcanza estas cotas. Todos los que la rodeamos intentamos hacerle la vida más llevadera. La clave está, como siempre apunto, en que esté distraída y que tenga un plan para cada día. Pero, evidentemente, no es suficiente. Los dolores están ahí. Y es responsabilidad de esos políticos a los que votamos hacer que estas cosas dejen de suceder. Vamos, digo yo. 

miércoles, 20 de julio de 2016

La mirada de Emma Cohen

Este artículo fue publicado en El Huffington Post

Hay ojos que no dicen nada y hay ojos que lo dicen todo, sin necesidad de gestos ni palabras. Los ojos de Emma Cohen pertenecían a este último grupo. No importa la etapa de su vida en la que esté tomada la fotografía. Sus ojos, grandes y claros, transmiten magia, misterio, ternura, sabiduría, sinceridad, verdad, rebeldía, inconformismo, transparencia, serenidad, lucidez, limpieza. Esa limpieza, tan difícil de encontrar en los adultos, y que remite inevitablemente a la infancia, paraíso que en ella, Emma, intuías siempre cercano, siempre presente. Hay algo en esos ojos que te lleva a pensar que, de niña, corría a esconderse en algún rincón para escribir, para jugar, para imaginar. Que subía al desván o a lo alto de un árbol para crear sus propios mundos. (Eso mismo que pensamos de aquella mujer genial que fue Ana María Matute, constantemente recordada). Era un placer contemplar esos ojos que inventaban mundos y pasiones, que cruzaban salas o teatros para encontrarse con otros ojos (los del espectador o los de algún amor, quién sabe), que le decían a la cámara lo que pululaba por el interior de su cabeza y de su corazón. Ojos que acumulaban enredos y travesuras. Ojos que imaginaban historias y guardaban más de un secreto. Ojos que seducían y que nunca engañaban. 
Ha muerto Emma Cohen, a los sesenta y nueve años, casi en silencio. Y la tristeza no sólo viene provocada por esa muerte, sino porque uno tiene la sensación de que, una vez más, este país no ha sido demasiado justo con ella. No le hubiese venido mal algún premio o reconocimiento a una carrera tan variada y extensa. El trabajo de una mujer inquieta, que no se conformaba con ponerse delante de una cámara o subirse a las tablas de un teatro. De aquellos años de mito erótico y underground a los últimos tiempos, convertida en una venerable señora de pelo blanco con alma de vagabunda y la inquietud intacta. Eso decían sus palabras. Y sobre todo, claro, sus ojos. Ese enérgico resplandor. 
Entre medias, entre el mito erótico y la venerable señora del pelo blanco, películas, cortometrajes, teatro, literatura, televisión... Muchos personajes, creados o interpretados. Y para toda una generación, un personaje inolvidable: la gallina Caponata que vivía en aquel Barrio Sésamo y con la que tantos niños merendábamos. Hay que ser muy inteligente para pasar de aquella imagen sensual a meterse en el pellejo de una gallina tan particular. Esta clase de transiciones nunca son casuales. La lucidez y la inteligencia suelen estar detrás de ellas. 
El amor. He dejado el amor para el final. ¡Qué ternura producen esas imágenes de los dos, ya casi ancianos, Emma y Fernando, apoyados el uno en el otro! Ya sabemos que hay gente que criticó que ella dejase su carrera para cuidarle durante sus últimos años. Verdaderamente, hay gente que todo lo critica, qué cansancio. Cuando la norma básica debería centrarse en el respeto de las decisiones libremente tomadas y aceptadas por cada persona. Ella misma lo dijo en una entrevista: Fernando fue el faro que iluminó mi vida durante treinta y siete años. Sinceramente, creo que no se puede añadir nada más. Descanse en paz, señora Cohen. Tardaremos en olvidarla.

sábado, 16 de julio de 2016

Las cosas sencillas

Las cosas sencillas. Levantarse muy temprano. Preparar café. Escribir durante un buen rato. Acariciar a la gata. Leer un cuento de Richard Ford en el que dos tipos le piden a una chica que cuente una historia de amor. Preparar una de las comidas favoritas de tu pareja. Llamar a tus padres para saber que están bien y comprobar, efectivamente, que lo están. Salir a la calle. Comprar el periódico. Subir al coche. Dejar que el sol caliente tus párpados. Escuchar algo de música. Llegar al final del viaje. Perderse durante unas horas. Ahí, cerca del mar. Juntos. 

miércoles, 13 de julio de 2016

Aquel niño raro

Hay gente a la que no le gusta el Bitter Kas. Lo entiendo: tiene un sabor muy particular, un punto amargo y extraño. A mí me gusta el Bitter Kas. Me gusta ese sabor. Y me gustan los lugares a los que, cuando lo tomo, me lleva. A la infancia, claro. Al verano. Al calor. A las terrazas donde estaban mis padres, mi hermana y mis abuelos. Al sabor de las aceitunas enredado en esa bebida de color rojo. Es raro que a un niño le guste el Bitter Kas, decía alguien. ¡Qué raro es este niño! A mí también me gustaba que dijesen eso. No quería ser como la mayoría de aquellos niños que me rodeaban en el colegio, siempre pendientes de un balón y de una pelea. Yo quería sentarme en una terraza, con mi familia y leer el último libro que mi madre me había comprado. A todo eso me lleva el Bitter Kas. Y así, a lo tonto, la imaginación, tan sabia, empieza a volar. A veces, cuando sale el sol y hace calor, lo tomo. Ayer mismo. Los abuelos ya no están. Mi padre y mi hermana andaban en sus cosas. Íñigo, trabajando. Estaba mi madre. Y el último libro que, como hace casi cuarenta años, me acababa de comprar y del que cualquier día de estos os hablaré. 'Las cosas que perdimos en el fuego' es el título de ese libro. Las cosas que perdimos (en el fuego o en el camino, qué más da), las que conservamos, las que recordamos, las que anhelamos... En lo que consiste todo este juego. 

domingo, 10 de julio de 2016

Apunte


[Escrito en el cuaderno, ayer por la tarde, mientras le esperaba]

Tiene la tarde un aroma a hierba ligeramente mecida por el viento, a piel dulcemente abrasada por el sol y el agua del mar, al vino blanco que se toma a última hora de la tarde, después del cansancio de los paseos casi desde primera hora de la mañana entre las olas que se rompen contra los tobillos, en la orilla. Tiene la tarde la lejanía de un tiempo que se fue y la cercanía de un beso que, por inesperado, resulta aún más tierno y descarado. Tiene la tarde una cadencia sensual como jamás la tendrán las mañanas, presagio de noche revoltosa y estrellada (o así). Tiene la tarde un ritmo de música francesa o brasileña, que lleva a otras tardes lejanas con esos mismos ritmos, comiendo jugosos trozos de sandía y riéndonos salvajemente, y teniendo la certeza de que en las pistas de baile -donde te encontré- siempre hay una oportunidad para el amor. Tiene la tarde la alegría del buen tiempo y también, por un instante, la intuición de que todo eso, por eternas que nos parezcan ahora las tardes de verano, será pronto otro espejismo. Arena que se escurre entre los dedos, agujas que aceleran los relojes, y el amago del retorno. 
Y de repente, sigiloso como siempre, tú. 

sábado, 9 de julio de 2016

Semana Negra 2016

Cuando empecé a trabajar como librero en Trabe, Samuel y Esther ya estaban allí. Durante tres años, ellos estuvieron al frente de la editorial y yo de la librería. El final de la historia ya lo conocéis. La librería se cerró y ellos se quedaron con la editorial. A lo largo de esos tres años que trabajamos juntos no hubo el más mínimo roce entre nosotros. Cada uno tenía sus problemas y su vida, pero el buen rollo, el compañerismo y el afecto siempre estuvieron presentes. Aunque no nos veamos tanto como deseásemos por razones que va imponiendo la vida y sus circunstancias, ese afecto continúa. Ayer, nada más inaugurarse la Semana Negra, Samuel me envió una foto de mi último libro para decirme que 'Corrientes de amor' fue el primer libro que había vendido. ¡Larga vida a las ferias de libros! 

jueves, 7 de julio de 2016

Paseos con mi madre

Volvimos a conseguirlo. Ayer. Mi madre y yo. Después de muchas semanas sin poder hacerlo debido a la recaída de su enfermedad, pudimos recorrer el Parque Invierno, llegar hasta el final, tomar un café al otro lado (son varios kilómetros desde nuestra casa). Hay que ir paso a paso, poco a poco, siguiendo su ritmo. Si una cámara nos filmase por detrás reflejaría eso: una madre apoyada en el brazo de su hijo, caminando lentamente, tratando de recorrer un camino que hace tan sólo unos meses no le costaba demasiado. Un madre y un hijo, sí, desafiando a la enfermedad, enfrentándose a ella (a las enfermedades hay que enfrentarse cara a cara, día a día, sin tregua: no valen los cansancios ni los decaimientos, por muy cansados o decaídos que a veces nos podamos sentir). No es un paseo que podamos hacer todos los días (de momento), eso está claro. Pero -podéis creerme- recorrerlo ayer fue tan satisfactorio como deber ser ganar un Oscar o conseguir un empleo digno en esta dichosa ciudad. 

martes, 5 de julio de 2016

En la playa

La playa. Me gusta la playa en invierno, cuando el viento azota con fuerza los rostros y enfurece sin piedad el rugido de las olas. Hay algo relajante en esos paseos, muy abrigados, por alguna playa solitaria. Son paseos que siempre ayudan a desconectar de algún contratiempo o de esos quebraderos de cabeza que nunca faltan. En verano, la playa, también me gusta. Sentir el calor en la piel, los paseos por la orilla, el trajín de la gente, el alboroto de los niños (bien educados), la necesidad de esa jornada de descanso y desconexión. El olor del bronceador, los sorbos lentos de la cerveza helada, el sabor de la tortilla en el pan y el del cigarrillo después de esa comida. ¡Qué hambre da siempre la playa! Por grande que sea el bocadillo, siempre se queda uno con ganas de más. El rumor de las olas a lo lejos, los ojos cerrados, y que el mundo sigue rodando a su aire. Nos quedamos ahí. Y ahí, sobre la toalla, con los ojos cerrados, el pensamiento me lleva a todos aquellos veranos de la infancia y la juventud que pasamos en el sur. El calor sin la humedad del norte, el sabor de los granizados, los paseos con mi madre (que siempre terminaban con la compra de alguno de los libros que le pedía), los cines al aire libre, aquellos chicos que nos empezaban a gustar... Otros días de playa. Me acuerdo de ellos en el primer día de playa de este año, fugazmente. Aunque todos ellos conforman lo que soy, hoy mi vida, a punto de cumplir cuarenta y cinco años, ya es otra. Y está bien que así sea. La serenidad es siempre un bien preciado y en este primer día de playa decide quedarse a mi lado.  

lunes, 4 de julio de 2016

John y Gena

Buscar la Belleza (siempre con mayúscula, como apuntaba el otro día), incansablemente. Una foto de John Cassavetes y Gena Rowlands en blanco y negro preside mi estudio. Cuando estoy harto de tanta injusticia y cansado de toda la vulgaridad y mediocridad que nos rodea en estos tiempos salvajes y despiadados, me quedo un buen rato mirándolos, a los dos. Fantaseo con aquellos rodajes que compartieron y rememoro alguna de las escenas de sus películas. Sueño con que una máquina del tiempo pudiese transportarme a esos años, los 70, y me permitiese comprobar de cerca aquellos rodajes, tanta Belleza y tanto talento. Luego, ya más calmado, regreso a mis cosas. 

viernes, 1 de julio de 2016

Rebajas y libros

Antes, el primer día de rebajas, te podías encontrar libros estupendos a muy buen precio. Antiguos títulos de Alfaguara, RBA o similar. Ahora, como metáfora inevitable de los tiempos que vivimos, todo son caras televisivas a las que les dio por "escribir" un libro una tarde ociosa. Como, probablemente, no vendieron lo esperado (ni la mitad, siquiera), la editorial saca esa morralla a precio rebajado. Después de rastrear toda la mañana, sólo he podido hacerme con un título que no había leído de Ruth Rendell, 'El Club de Hexam Place' (a 5, 95, en Casa del Libro, por si hay alguna persona interesada), publicado en 2013. Sirva como homenaje a esa gran escritora -a mi juicio a la altura de Patricia Highsmith- que supo indagar como pocas en los entresijos de la mente humana.