miércoles, 30 de septiembre de 2015

Un apunte sobre Esther

Lo leí esta madrugada, de un tirón. `Chicolate espeso´, de Esther Prieto (Ediciones Trabe). Historias cortas que a veces son una caricia, y otras un zarpazo. Caricias y zarpazos. Como la vida misma: la de ahora y la de entonces, cuando fueron escritos para el semanario Les Noticies, ya desaparecido. Sólo perdura la literatura que se escribe para los periódicos si se trata de buena literatura. Es el caso que nos ocupa. Las cosas cotidianas, la política, el asombro por lo que está pasando desde hace años, la protesta, la poesía, los desengaños, y los aires y los paisajes de esta tierra nuestra, Asturias, que, como estas pequeñas historias, nos da una caricia o un zarpazo, según le venga en gana. Pero que sigue siendo, pese a todo, nuestro refugio, nuestro referente, nuestra trinchera. El lugar donde nos reconocemos y donde reconocemos nuestras raíces (ah, aquellos años de juventud). Simplemente. Lo que fuimos y lo que somos. Lo que el tiempo quiso hacer con nosotros, o lo que nosotros le dejamos hacer, que nunca se sabe muy bien. Escribe, Esther, de modo directo y claro, sin retóricas. Con un lenguaje que, acaso, es el lenguaje de una mujer que escribe poesía, que va por la calle distraída  (como nos cuenta), a su aire, pensando en versos o en palabras sueltas que ahuyenten los miedos, las injusticias, los temores. Palabras que llegan a convertirse en versos o palabras que el viento se lleva de modo inesperado. De un modo u otro, palabras que habrán servido para unos instantes de evasión, para vencer el insomnio o para dulcificar durante unos minutos los zarpazos que se presentan sin avisar y que nos asaltan a traición. Esos instantes -la literatura, al fin-  que, sin temor a exagerar, a ratos nos salvan la vida.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Palabras del periodista Iván Alonso sobre `Corrientes de amor´

"En los autobuses, en medio del otoño, en Navidad o en Londres hay corrientes de amor que de repente unen a las personas desconocidas con su energía haciéndolas inseparables e inolvidables. El nuevo libro de relatos de Ovidio Parades investiga esas corrientes, las pone al descubierto y traza un mapa del amor urbano en estos tiempos."


`Corrientes de amor´, mi nuevo libro (de relatos), estará a la venta los próximos días. Si alguien desea recibirlo por correo (gastos de envío gratuitos durante las primeras semanas), sólo tiene que llamar a Ediciones Trabe (985 208 206) o enviar un correo a samuel@trabe.org

sábado, 26 de septiembre de 2015

Está pasando

Estoy en una librería de segunda mano. Es viernes y son casi las ocho de la tarde. Hay muchos títulos interesantes, bien conservados y a buen precio. Llevo un rato ahí, hojeando, decidiendo qué libros me voy a llevar y cuáles tengo que dejar. El librero está a sus cosas, silencioso. De repente, un padre joven (bastante más joven que yo), atractivo, vestido con ropa informal y cara, entra en la librería con sus tres hijos. Los dos mayores (niño y niña) tendrán ocho o nueve años y el pequeño, subido a los hombros de su altísimo padre, dos o tres. Los mayores se dirigen de inmediato a la sección infantil y juvenil. Se ve que ya la conocen, que ya han estado más veces en esa librería. Hablan entre ellos y disfrutan descubriendo nuevos títulos. Me reconozco de inmediato en esos niños. Yo también era así a su edad. Las librerías empezaron a ser muy pronto una especie de paraíso. El padre apura a la niña: venga, venga, pregúntale al señor por el libro que necesitas para el colegio. La niña dice el título. El librero niega con la cabeza y la niña continúa hojeando los libros de la sección. Tanto ella como su hermano disfrutan con ello. El padre les dice que dejen eso: venga, venga, que hay que ya es tarde, que ya es hora de irse para casa, bañarse y preparar la cena. Los niños protestan: quieren seguir allí, hojeando libros, leyendo las primeras páginas de esos libros que aún no tienen. La niña dice con voz melosa: Papá... Y el padre la interrumpe, sabiendo lo que la niña le va a pedir: un libro. No, dice tajante. Vámonos ya, exclama con seriedad. La niña y su hermano protestan, se enfurruñan. El padre ya está en la calle. Los niños salen de la librería: enfadados, medio llorosos, desencantados. Su único deseo era estar un rato más allí, en la librería, descubriendo libros.
El librero y yo nos miramos. Creo que los dos pensamos lo mismo: ¡Con la cantidad de padres que tienen que forzar a sus hijos en la lectura! Aún recuerdo las historias de muchas madres desesperadas que venían por las librerías en las que trabajé y que no sabían ya qué hacer para que sus hijos cogiesen un libro. El librero y yo no pronunciamos ni una palabra porque hay expresiones que ya lo dicen todo. Tengo la sensación de que no se trata de otra batalla perdida, sino de que, entre unas cosas y otras, estamos empezando a perder la guerra.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

La mujer del tren

La mujer está esperando, delante de nosotros, a que el tren se pare para bajarse de él. Tendrá unos sesenta años, un cuerpo menudo y un intenso olor corporal. Viste un abrigo de tonos grisáceos y su pelo está cubierto con un pañuelo negro. Lleva cinco viejas y pesadas maletas: cada una de ellas cerrada con un diminuto candado plateado que contrasta con el tamaño de las propias maletas. Cuando el tren se detiene, mueve todo ese equipaje con dificultad. Sólo una de las maletas tiene ruedas. Pese a que somos varias las personas arremolinadas en torno a la puerta, nadie le echa una mano. Nosotros lo hacemos. En el andén, con un carrito para el equipaje, la está esperando un trabajador de la estación. Es un chico joven, sonriente, que parece contrastar datos en el móvil. A la ciudad están llegando los primeros refugiados. Antes de irse, la mujer busca mi mirada y me dice gracias en francés. Su voz es dulce y cristalina. Tiene los ojos vidriosos. Sólo dice eso: Merci. Y yo -creo que por primera vez en mi vida- no puedo decir nada. De hecho, no decimos nada hasta un buen rato después, cuando dejamos atrás la estación y el sol calienta tibiamente nuestras cabezas como en aquellos septiembres en los que nuestra única preocupación era volver al colegio después de las vacaciones.

martes, 22 de septiembre de 2015

La tan comentada fotografía

La fotografía. La tan comentada fotografía. Mariano Rajoy y su esposa posan con Javier Maroto y su marido, recién casados. Sin ironías, sarcasmos ni rencores: veo positiva esa instantánea. Maroto ha hecho lo que tenía que hacer -vivir libremente su vida, dejar los armarios para la ropa y casarse con quien considera- y a Rajoy no le ha quedado más opción que aceptar su posicionamiento. Veo esa fotografía y pienso que la derecha más retrógrada y los "roucos" de turno tienen que estar rasgándose las vestiduras, y también pienso en Pedro Zerolo, en Zapatero, y en tantas y tantas personas, conocidas y menos conocidas, que llevamos años luchando para que ese señor, Maroto, esté ahí, en esa fotografía, recién casado con su marido, y que ese otro señor, Rajoy, que un día criticó y recurrió la ley del matrimonio homosexual, le acompañe.  

lunes, 21 de septiembre de 2015

`Ma ma´: fundido en azul

Una niña rubia de cinco años camina por los parajes helados de Siberia. Ése es el poético e inquietante comienzo de `Ma ma´. Aún no lo sabemos pero esa niña rubia de cinco años, caminando por esos parajes helados o flotando sobre las cálidas aguas de un mar de verano, será la metáfora que atraviese toda la película de Julio Medem. La vida -como aquel dique contra el Pacífico de la novela de Marguerite Duras- contra la muerte. La vida que, a pesar de desarrollarse en un cuerpo brutalmente herido, consigue salir adelante: balbucear, sonreír, mantener muy abiertos los ojos (esos ojos grandes y expresivos que heredará de su madre). Como también lo hacía la protagonista de aquella obra maestra de Krzysztof Kieslowski , `Azul´, única superviviente del accidente automovilístico en el que moría su familia y que le ganaba la partida a la muerte (numerosos fundidos en azul y tintineos musicales que remitían siempre a ese color). O, aunque sólo fuese por unos instantes confusos y extraños, lograba mantener los ojos abiertos -ojos también grandes y expresivos, los ojos de Najwa Nimri- Ana, la novia de Otto, en la que probablemente sea la mejor película de Julio Medem hasta el momento, `Los amantes del Círculo Polar´ (más fundidos en azul, también parajes helados y precisos tintineos musicales).
No desvelamos nada si decimos que a Magda, la protagonista, le diagnostican un cáncer en el pecho. Y tampoco desvelamos nada si decimos que a partir de ahí, de ese diagnóstico, atravesará todos los estados emocionales posibles. La rabia, el dolor, la impotencia, la resignación, el optimismo. Sí, el optimismo. La propia Penélope en una de las entrevistas promocionales ha dicho que el optimismo no es algo superficial y que hay que tener muchos cojones para practicarlo y defenderlo. Y, aparte de estar de acuerdo con esa afirmación, son esas palabras, precisamente, la clave de esta película que, pese a lo terrible del tema que trata, tiende más a la luminosidad que a la tragedia. El optimismo para enfrentarse al dolor. Eso no quita, como es lógico, que la película esté repleta de momentos muy emotivos, dado el viaje que la enfermedad emprende en su cuerpo y las circunstancias que irán rodeando a ese viaje. Para ello, para ese viaje terrible en el que se ha optado a pesar de todo por el optimismo, se necesitaba a una gran actriz. Ahí está, Penélope Cruz. El rostro de la actriz ha cambiado. No ha envejecido: ha cambiado, simplemente. Y con el cambio ha dado un paso adelante como actriz. A través de ese rostro, asistimos a todos los estados de ánimo por los que atraviesa el personaje hasta alcanzar ese optimismo que no es, como la propia actriz ha señalado en esa entrevista, algo superficial sino más bien todo lo contrario. Hay que conocer algunos infiernos para llegar a valorar y asentarse en ese optimismo. Hay que haber aprendido mucho para salir airosa de ese pequeño monólogo que su personaje graba con el móvil. No creo exagerar si digo que la actriz realiza uno de los grandes trabajos de su ya extensa carrera. Todo gira alrededor de ella, sí, pero, para ser justos, también hay que señalar que está muy bien arropada por los trabajos, diferentes y complementarios entre sí, de Luis Tosar y Asier Etxeandia.
La música, esencial en las películas de Medem, vuelve a encontrar en Alberto Iglesias un cómplice excepcional. Esa música que arropa en el dolor, que calibra el optimismo, que acompaña a la niña rubia de cinco años por los parajes helados de Siberia. Esa niña rubia que, atrapada en metáfora y fotografía, es la brújula imprescindible de este hermoso y sereno viaje.

(Este artículo fue publicado en El Huffington Post).

martes, 15 de septiembre de 2015

Amistad

Y de repente, como en tantas otras ocasiones, nos sorprendió la noche. Así viene sucediendo desde hace más de veinte años. Años en los que, como a todo el mundo, nos ha ocurrido de todo. Momentos de risas, como los que se quedan atrapados en las fotografías que conservamos, y momentos de menos risas, que mejor nos los guardamos para nosotros. La complicidad con las personas ni se busca ni se puede inventar: existe o no existe, y punto. Y con ella, Araceli, viene existiendo desde aquel tiempo en que éramos muy jóvenes los dos y buscábamos sin descanso: la diversión, las palabras, los amores, las oportunidades... Todos esos momentos -de risas y de menos risas- que conforman nuestras biografías. Nuestras tardes y amaneceres en común, que no son pocos. Nuestra amistad. Seguiremos haciéndolo, dejando que la noche nos sorprenda, esquivando todas esas trabas que la vida -tan puñetera, tan puñetera- nos impone, bebiendo copas de vino, riéndonos hasta de nuestras propias sombras. Como la otra noche.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Umbral, más allá del personaje

Me sentaba todas las tardes en un café para leer su columna en el periódico donde escribía. Han pasado más de veinte años de eso. Muchas de sus columnas están recopiladas en libros (como `El tiempo reversible´, de reciente aparición) o recortadas torpemente del periódico cuando en el café el diario estaba ocupado y tenía que comprarlo, y permanecen ahí desde entonces, escondidas entre las páginas de sus libros, sobresaliendo por el borde en ocasiones, muy amarilleado ya el papel por el paso del tiempo. Muchas de sus columnas conservan toda la vigencia. Parece que hubiesen sido escritas esta misma mañana. Las releo a menudo. Los temas de siempre: el racismo, la corrupción, la miseria, la desigualdad social, el auge de los fanatismos, la telebasura, la mediocridad, las muertes, la vida que pasa y la que está a punto de hacerlo... Y Madrid, claro. Las luces y las sombras de una ciudad única, imprescindible, literaria. La ciudad que tuvo en el escritor a uno de sus mejores cronistas. Y los políticos, y los escritores, y las actrices: en aquellas negritas que destacaban del resto de las palabras. Como lo siguen haciendo ahora, pese a que el papel marchito por los años tienda a unificarlo todo. Umbral escribió mucho. Acertó casi siempre. Dijo cosas que chirriaban y que continúan haciéndolo ahora (las críticas contra los nuevos novelistas que empezaban a aparecer en los años ochenta, los ordenadores que escribían solos las novelas, algunos libros que terminaron injustamente en aquella célebre piscina a la que tiraba todo lo que no le interesaba, etcétera, etcétera, etcétera). No considero que ni él mismo se creyese algunas de ellas. A veces, sólo a veces, el personaje quería imponerse al genio indiscutible del escritor. Pero olvidamos el lado menos amable del personaje y nos quedamos con el genio indiscutible. Con los artículos de los libros y los artículos recortados. La leyenda, la vida bohemia -inventada o no- y las noches en el café Gijón, ahora que ya han cerrado casi todos los cafés, que la vida bohemia -inventada o no- ya no se sabe muy bien lo que es y que las leyendas van apagándose poco a poco.
Han transcurrido ocho años desde su desaparición. Como digo, algunas mañanas releo sus columnas. Echo de menos entrar en un café y leer sus opiniones sobre lo que está pasando. La política y todo lo demás. La decadencia, el desgaste y el sinsentido que estamos viendo desde tantos ámbitos. Echo de menos aquellas negritas -sobre todo, las de los escritores y las actrices: dentro y fuera de los teatros, bajo la luz de los focos o fuera de ella- y recortar torpemente con unas tijeras aquellas columnas del periódico. Por las noches, solo en el estudio, como el adolescente que lee poemas a escondidas o contempla en una revista los cuerpos que desea (los cuerpos gloriosos, como tituló el propio escritor uno de aquellos libros repletos de negritas), abro `Mortal y rosa´y leo un párrafo o un par de páginas. A veces, leo más. Otras, en cambio, según el día o el estado de ánimo, no puedo seguir leyendo y cierro el libro, siempre al alcance de la vista, muy manoseado. Pero las palabras siguen ahí, poderosas. El aguijón, duro, siempre al acecho. El runrún del prodigioso poema resonando. "Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido".  
Ocho años después de su muerte, sobre su literatura, a diferencia del papel recortado de los periódicos, no se ha posado aquel tiempo amarillo del que nos habló en su poema Miguel Hernández. Su obra, más allá del personaje, permanece.


(Este artículo fue publicado en El Huffington Post).

lunes, 7 de septiembre de 2015

Todo cambia: una reflexión

Por la ventana abierta del estudio entra la voz inconfundible de Janis Joplin. Son las siete de la tarde del primer domingo de septiembre. Si giro la cabeza, desde el sillón en el que estoy sentado, puedo ver el cielo completamente azul y despejado y los edificios de enfrente reflejados en el cristal. De una de esas ventanas procede la música de Janis. Todo está en silencio. No hay rumor de conversaciones ni risas alborotadas de niños que juegan o se pelean. Sólo la voz de Janis ahí, al otro lado de mi ventana, rasgando el silencio. El primer domingo de septiembre.
Acabo de llegar de la calle. Salí un par de horas antes a pasear con mi madre. Y ese largo paseo, con la ciudad casi desierta, me llevó a plantearme lo mucho que ha cambiado esta ciudad en los últimos años. Si hubiese estado viviendo fuera y regresase ahora, apenas la reconocería. Cafeterías y tiendas cerradas. Algunas con el cartel de SE VENDE o SE ALQUILA y el correspondiente número de teléfono debajo muy deteriorado por el sol y los años. Produce mucha tristeza ver todo eso. Esas calles que, en otro tiempo, conocieron el esplendor, la bonanza económica, la alegría. Calles donde, aparte de cafeterías y tiendas abiertas, había salas de exposiciones y cines. Hoy, esos locales son centros de estética, supermercados, tiendas de ropa, gimnasios... Ciertamente, uno sigue sin acostumbrarse muy bien a eso. Por eso, aún a riesgo de repetirme, lo escribo. El tiempo pasa a una velocidad apabullante. Le cuento a mi madre aquellos tiempos (noches de jueves o de viernes) en los que salía con mi amiga Araceli a cenar y a tomar unas copas. Y a bailar, si se terciaba. Esta ciudad, por entonces (hace veinte años, más o menos), era otra. Muy diferente. Apenas había carteles de SE VENDE o SE ALQUILA en los cristales de los locales cerrados. Apenas había locales cerrados. Casi todo el mundo tenía un nivel económico aceptable. Un trabajo. Otros tiempos, evidentemente. No me gustaría volver a aquella época (ya está vivida, y bien vivida), le digo a mi madre. No es eso. Lo que me gustaría es ver esta ciudad, mi ciudad, con la alegría de entonces. Sin el miedo que nos atenaza a (casi) todos hoy. Sin la impotencia. Sólo eso.
Abandono estos pensamientos y me dejo llevar por la música de Janis Joplin, que sigue sonando y que, de repente, ha llenado la tarde de cierta melancolía. La que produce ir haciéndose viejo, adaptarse a los nuevos tiempos, resignarse serenamente. Todo ello, si puede ser, sin perder la alegría, la curiosidad, la inquietud. La emoción que siguen transmitiendo determinadas músicas.  
 

sábado, 5 de septiembre de 2015

Canta, Frank, canta

Los exagerados gemidos de placer de alguna vecina traspasan las paredes y me despiertan. Prueba conseguida: ya estoy desvelado. Entro en la cocina, preparo café y enciendo la radio. En un programa religioso, a propósito de las circunstancias del pueblo sirio, hablan de la caridad. No de la solidaridad, de las imprescindibles ayudas económicas y humanitarias, de los acuerdos internacionales, etcétera... Nada de eso. ¡De la caridad! Apago violentamente la radio. Me pongo a preparar la comida para este sábado: albóndigas de merluza. Pocas cosas me ponen de mejor humor que cocinar para mi familia. Olvido que estoy desvelado y que eso ya no tiene remedio. Y abro la ventana de la cocina. Entra frío. El frío característico de las madrugadas de otoño. Me gusta ese frío. (A la gata, no). Me recuerda aquel tiempo en el que pensabas que llegaba el otoño y que las cosas negativas podían cambiar. Pienso en todas las novedades literarias interesantes que aparecerán este otoño -Elvira Lindo, Ian McEwan, Margaret Atwood...- y pienso, de repente, en Frank Sinatra. Y busco el cedé y digo: canta, Frank, canta. Pero bajito, que no son horas.

viernes, 4 de septiembre de 2015

La fotografía

No quería verla. La foto del niño muerto en la playa. Pero la vi. Fue inevitable. Considero que no hace falta verla para comprender la magnitud de toda esa tragedia. Escucho reportajes por la radio, leo las crónicas de los periódicos, y sólo encuentro una palabra para definir todo eso: horror. El horror por lo que le está ocurriendo a toda esa gente, el horror por el futuro que les espera, el horror que produce la falta de solidaridad de algunas personas. Es increíble lo que alguna gente puede llegar a decir en las redes sociales, sin ir más lejos. Debajo de las noticias que cuelgan los periódicos. Creo que se están perdiendo por completo los papeles, las formas, el sentido. Creo que hay que pensar las cosas dos (incluso tres o cuatro) veces antes de soltar determinadas sentencias. Creo que a veces (ésta es una de esas veces) hay que apartar el yo y ponerse en la piel del otro. Creo que el silencio sigue siendo algo positivo y necesario. El silencio que nos ayuda a reflexionar, ese concepto (me temo) tan en desuso. A asumir nuestra impotencia y nuestra fragilidad. Escribo todo esto y las palabras del padre de Aylan, el niño muerto, las palabras que ningún padre tendría que pronunciar nunca -"Las manos de mis niños se escaparon de las mías"-, me dejan por completo fuera de juego. Mudo y desarmado.

jueves, 3 de septiembre de 2015

El cierre de las librerías

Cada día, al leer las noticias, descubrimos el cierre de una nueva librería. La persona (o personas) responsable de la misma se queda en la calle y la cadena que hay detrás se debilita un poco más. La rabia, la impotencia y el dolor se apodera de las personas que amamos la literatura. Quizá esos sentimientos -rabia, impotencia y dolor- sean aún más fuertes en los hombres y las mujeres que nos vimos en la calle por las mismas circunstancias. Desde entonces, desde que me quedé en la calle, mi situación económica no me permite comprar todos los libros que deseo. A pesar de ello, cada mes reservo un dinero para comprar, al menos, un libro. Ese dinero es sagrado. Seguiré haciéndolo mientras pueda. También, todos los meses, mi madre y mi hermana (¡que las diosas del cine -que son las únicas diosas en las que creo- las bendigan!) me regalan un par de libros. Leo las novedades que me interesan gracias a las bibliotecas y a su estupendo servicio de reserva. A veces hay que esperar, sí, y eso para una persona impulsiva como yo es complicado, lo reconozco. Pero la edad te enseña a manejar de otro modo la impaciencia. Con los años aprendes a dosificar y a relativizar todas las cosas. Jamás he descargado un libro gratis ni pienso hacerlo. No pretendo ser mejor que nadie. Sólo tener la conciencia tranquila. Y, en este aspecto, la tengo.

martes, 1 de septiembre de 2015

Otro septiembre

Septiembre. Empieza el mes con el sonido de la lluvia y la luz del móvil parpadeando. Una amiga me cuenta que tampoco puede dormir. El vuelo inquieto de un mosquito y algunos problemas sirven para desvelar a cualquiera. A ella, hoy, concretamente. Lo bueno del insomnio, si es que algo bueno tiene, es que sabes que nunca estás solo. Siempre hay alguien al otro lado. Lo importante es ocupar esas horas, las del insomnio, de la mejor manera posible. Leer, escribir, cocinar... O charlar por mensajes con una amiga y maldecir juntos a los problemas y a los mosquitos. O revisar los clásicos. Ahí estamos. No conviene perder las buenas costumbres. Comenzar septiembre (que es como comenzar el año), refugiado de la lluvia y de las tremendas noticias de los periódicos, con esa pequeña joya del señor Allen, `Septiembre´. Como si no hubiesen pasado más de veinticinco años. Como si la viésemos por primera vez.