viernes, 31 de julio de 2015

La lluvia de verano

Sigue lloviendo. No importa. Me gusta la lluvia. La lluvia de verano, como tituló Marguerite Duras aquel libro (la historia de aquel padre y de aquella madre que leían libros que robaban o que la gente abandonaba en los trenes de cercanías, la historia de aquellos niños). Me gusta sentirla desde la cama, caminar por las calles agarrando con fuerza el paraguas, esquivar los charcos más profundos, sentarme bajo los toldos de las terrazas y no pensar en nada (o pensar en todo). Decía una mujer que conocí hace mucho tiempo que en Asturias el primer día de agosto es el primer día de invierno. Puede ser. Aquí ya nadie le tiene miedo a los inviernos. Ni a la lluvia, creo. Me gusta la lluvia, aunque la humedad deteriore nuestros huesos. Me gusta la lluvia, sí. Y escuchar a Marina Rossell. Cuando, como hoy, no deja de llover.

miércoles, 29 de julio de 2015

Un día como cualquier otro

Llueve. A través de la ventana abierta entra una brisa agradable, más propia del otoño que del verano (siempre son raros los veranos en el norte). He terminado las correcciones de `Corrientes de amor´, mi nuevo libro. Un día de estos las entregaré a la editorial. Cuando uno da por finalizadas esas correcciones, siente algo extraño. Como si de algún modo el libro, poco a poco, fuera alejándose ya de quien lo escribió. Es una sensación agridulce, por así decir. Y extraña. Como extraña (y fascinante) es una de mis canciones favoritas de The Beatles. `A day in the life´, que no me canso de escuchar (sobre todo, en los días tristes o lluviosos como el de hoy). Un día como cualquier otro, quizá.

martes, 28 de julio de 2015

Café Comercial

Pienso en el Café Comercial y pienso en todos mis viajes a Madrid. En invierno o en verano, era visita obligada. La sensación de estar en un espacio donde el tiempo no corría de la manera en que lo hace. La sensación de estar en un lugar que, en cierto modo, te pertenecía. Aunque estuvieses de paso. Un café, en invierno o en verano, detrás de las cristaleras, frente a los espejos, planeando la jornada -siempre intensa, siempre- por esa ciudad en la que, en cada nueva visita, siempre descubres algo nuevo. Pienso en el Café Comercial y pienso también en un cuento del extraordinario escritor José Ángel González Sainz,  en una película de David Trueba. En su leyenda. Y en todo (cines, teatros, cafés, librerías...) lo que vamos perdiendo en estos últimos años a favor de la horterada, la franquicia y la superficialidad. Una pena grande. Un mundo que, de alguna forma, ya no es el nuestro. En la última visita, a finales de enero, con Íñigo, mi marido, y con Esther Prieto,  editora y amiga, al día siguiente de que mi admirada Laura Freixas presentara `La mujer de al lado´ (Ediciones Trabe), con la ilusión y la satisfacción del escritor de provincias que presenta su trabajo en la capital. La última visita a otro lugar que forma parte indiscutible de nuestra memoria, de nuestro itinerario personal.

lunes, 27 de julio de 2015

La soledad también era esto

A nuestro lado, alrededor de las doce de la mañana, una mujer de unos cincuenta y pocos años bebía vino rosado. Era la segunda copa que el camarero le servía desde que nosotros estábamos allí. A sus pies, un perro diminuto y feúcho exigía trozos de pan que la mujer sacaba de su ajado bolso negro y que le iba dando con cierta desgana. Ese lugar de la terraza estaba, como el nuestro, alejado del sol, muy poderoso ya a esas horas. Sobre la mesa estaba el periódico del día al que no parecía hacerle demasiado caso: pasaba las hojas rápidamente, con movimientos mecánicos, sin detenerse apenas en las noticias ni en las fotografías. Tenía los ojos vidriosos. Anodinos y vidriosos. Quizá no fuesen las dos primeras copas del día. Tenía todo el domingo por delante y no sabía muy bien qué hacer con todas aquellas horas. Esa era la sensación que transmitía, aquella mujer, alrededor de las doce de la mañana, en una terraza cualquiera, alejada del sol. Sensación de profunda y no deseada soledad. Ningún sitio al que ir, nadie que la esperase, pereza, desgana, cierto abatimiento y tristeza... Tal vez un poco de todo eso. Los días de verano son muy propicios para encontrarte cara a cara con diferentes clases de soledad, que, en el fondo, vienen a ser todas la misma. 
La mujer bebía rápidamente, como si temiese que aquel vino rosado se le calentase en la copa. Abandonado ya el periódico -las noticias y las fotografías-, miraba al frente, a la gente que pasaba por delante de la terraza. A nada en concreto. Al infinito. El perro revoloteaba a sus pies, reclamando más trozos de pan, lanzando unos extraños y furiosos ladridos (como si alguien le hubiese pisado la cola o algo así). Ella ya no le hacía caso. En realidad, ensimismada, no hacía caso a nada. Sólo, en un determinado momento, a los pasos del camarero cuando se acercó a su mesa para servirle la tercera copa de aquel vino rosado y frío que había pedido con un ligero, casi imperceptible movimiento de manos, y llevarse bajo el brazo el periódico del día.

domingo, 19 de julio de 2015

Imágenes de domingo

A pesar de que aún hace mucho calor, me apetece caminar. Salgo a la calle. Doy un largo paseo. Llevo días pensando en ese bebé que apareció en un contenedor de basura. Durante el paseo, esa imagen vuelve a mi cabeza. No hay palabras para describir la brutalidad de ese acto: abandonar a un bebé en un contenedor de basura. No quiero pensar más en ello. No quiero leer más artículos sobre el tema. Sigo caminando. Intento distraerme con la gente que encuentro a mi paso. Diferentes tipos de personas. Tres chicas que vienen de la playa: las pieles bronceadas, las risas contagiosas, el olor a bronceador que dejan tras de sí, la rabiosa juventud. Un chico que escucha canciones por los auriculares y las va tarareando en voz alta. Una pareja de ancianos sentados en un banco (él escucha la radio sin auriculares, ella lee una revista y se abanica con ella cada poco), compartiendo una botella grande de agua. Una mujer con un sombrero de paja que me pide un cigarrillo y que pone mala cara cuando le digo que no llevo tabaco encima. Un joven que va dando voces por la calle, aunque no se entiende nada de lo que dice y no se dirige a nadie en concreto. Hay gente un tanto extraña por la calle. Las tardes de los domingos de verano son así también: un poco extrañas. Todo parece ir a su aire, quizá un poco a la deriva. Sobre todo, en las ciudades. Mejor no pensar demasiado. Me siento en un banco del parque. El sol intenta colarse entre las ramas de los árboles, pero no lo consigue. Es un banco solitario, alejado del resto. Incluso corre un poco de brisa. No se oyen voces, ruidos, palabras. Por unos instantes, no se oye nada: como si estuviese yo solo en la ciudad. Sí, durante esos instantes, tengo esa sensación. Sólo el movimiento de las hojas de los árboles levemente mecidas por esa brisa consigue romper el silencio. Saco del bolso un libro de Alice Munro. Conozco ya esos cuentos, pero no importa. Munro es una de esas escritoras a las que siempre vuelves a descubrir aunque hayas leído sus textos varias veces. De repente, esa sensación de domingo a la deriva desaparece. Las palabras de Munro son tan poderosas como la brisa, como el movimiento de las hojas, como el silencio. La sensación de domingo -domingo en la ciudad, verano, calor- desaparece. Sigo leyendo, en ese banco alejado del resto, esperando la última luz del atardecer.    

jueves, 16 de julio de 2015

Días en la Semana Negra

Los libros, los escritores, los lectores, las personas que sólo van a pasar la tarde (antes o después de la playa), el sol, la lluvia, el cielo encapotado, el calor, el polvo, la arenilla, la comida dulce y la comida salada, las jarras gigantes de cerveza, el agua fría, los helados, las colas para el baño, el calor humano, los cuerpos gloriosos y los menos gloriosos, la música que te pertenece (esa canción que suena ahora mismo) y la que no lo hace, el jolgorio, las risotadas, las palabras entre los libreros y los lectores, las palabras de los libreros con otros libreros, el periódico que te meten por debajo de la caseta y que alguien te reclama con educación, la clienta que te pide un libro que no tienes y la que te compra uno (o varios) tuyos, los clientes que se sorprenden de ver un libro determinado sobre la mesa y lo compran (o no), los clientes a los que todo les parece caro y te piden una rebaja, la niña que sonríe detrás del mostrador, la que juega con su helado de fresa, la que sorbe su granizado de limón, la que le pide a su madre que la lleve a alguna de las atracciones, el olor a calamares, a perritos calientes, a patatas fritas, el olor del mar que también llega cuando lo hace la brisa y que borra todos los demás olores, la explosión de luces que ves desde tu puesto de librero, y también las luces de la noria que se recortan contra un cielo que poco a poco se va volviendo más y más oscuro. Esa hora en la que se confunden el cielo y el mar, y que determina la hora de la partida. 
Todo esto es lo que compone la Semana Negra de Gijón. Este año, por primera vez, trabajando como librero allí. Hoy es mi último día de trabajo: vendiendo libros, poniéndolos y quitándolos de un lado a otro, hablando con la gente, observando en silencio cada movimiento, contemplando las luces que van y vienen, que confunden mar y cielo, todo ese revoltijo. Ha sido una semana intensa y fructífera de trabajo. Y he podido comprobar eso que dice mi amigo Rafa, el estupendo librero de La Buena Letra, que cuando has sido librero, aunque -lamentablemente- no ejerzas, lo eres ya para toda la vida.
Volveré. No sé cuándo ni cómo, pero sé que volveré a ese oficio. Hay cosas que uno tiene muy claras.   

jueves, 9 de julio de 2015

A través de una ventana abierta

A través de la ventana abierta de la cocina, cuando ya va oscureciendo, llegan una serie de sonidos que te evocan a otros sonidos que ya has escuchado alguna vez, en diferentes casas. La pareja que está discutiendo, la niña que no quiere cenar, las manos que baten huevos para una tortilla, la voz conocida que proviene de alguna televisión, el grifo de agua que corre con fuerza, la tertulia de alguna radio, el ladrido de un perro al que no le hacen mucho caso, el pitido de una olla, el adolescente que escucha una música estridente y la madre que le dice que se ponga los auriculares porque ya no son horas... Estoy ahí, en silencio, escuchando, mientras preparo la comida para mañana. Voces que, como digo, remiten a otras voces parecidas. Voces que se entremezclan y que conforman un tejido cotidiano. Voces a las que no hace falta ponerle rostros. Esas mismas voces que podía escuchar en casa de mis abuelos los fines de semana o en casa de mis padres, también al caer la tarde, cuando, encerrado en mi habitación, estaba terminando de hacer los deberes o leyendo algún libro nuevo que había caído en mis manos. Se podría escribir una historia con cada una de esas voces. Los motivos por los que discute la pareja, por los que la niña no quiere cenar, de quién son las manos que baten los huevos para la tortilla, el tipo de persona que escucha esa radio o esa televisión (qué emisora, qué canal), si el perro quiere salir a la calle o se queja porque es viejo y no le hacen demasiado caso, qué se está cocinando en esa olla (quizá lo mismo que se está cocinando en la mía, quién sabe), la historia de ese adolescente que escucha música estridente a todo volumen y que es la historia de todos los adolescentes que, como él, en cualquier rincón del mundo, están en sus casas a esas horas deseando estar en cualquier otra parte. La historia de su madre, esa mujer -quizá un poco harta de la jornada o demasiado cansada- que le manda ponerse los auriculares. Y a la que, de repente, cosas del cine, mientras miro el reloj y compruebo que es la hora de retirar la olla del calor, yo le pongo el rostro de Adriana Ozores.   

miércoles, 8 de julio de 2015

Julio Medem

Me gusta mucho Julio Medem. Me gusta también cuando a casi nadie le gusta. Me gustan todas sus películas. Aún recuerdo el impacto visual de su primera película, `Vacas´ (vista en los tristemente desaparecidos cines Clarín, hace más de veinte años) y de todas las que vendrían después. Me gusta incluso esa que está protagonizada por una actriz que no me gusta nada y que, a mi juicio, en otras manos, su papel hubiese dado mucho más juego. Si tuviera que hacer una lista con mis películas españolas favoritas, `Los amantes del Círculo Polar´ -como alguna vez apunté por aquí- ocuparía un lugar destacado. Creo que su nueva película también me gustará. El tráiler circula ya por Internet. Toca esperar hasta septiembre. Hablaré entonces de ella.

domingo, 5 de julio de 2015

Sueños

Paso todos los días por delante de esa librería que hay entre nuestra nueva casa y la casa de mis padres. Me detengo ante su escaparate y lo observo durante un buen rato, aunque ya me lo sé de memoria. Observo a la gente que está dentro. Me acuerdo entonces de la última librería en la que trabajé, Trabe, y me entra una sensación a medio camino entre la nostalgia y la impotencia. Luego, en el local de al lado, compro un euro de bonoloto y me voy a mi nueva casa o a la de mis padres pensando que hoy sí, que hoy me tocará y podré montar mi propia librería. Con aquella misma inocencia que tenía Charity Hope, la Shirley MacLaine de `Noches en la ciudad´.

jueves, 2 de julio de 2015

Despedida

Ayer, a primera hora de la tarde, estuvimos por última vez en el apartamento en el que vivimos durante los últimos ocho años. Qué extraño cúmulo de sensaciones nos produjo. La casa vacía, las persianas a media ventana, los electrodomésticos en silencio. Un rollo de celo transparente perdido en uno de los armarios era lo único que nos pertenecía ya de ese lugar en el que reímos y lloramos, y organizamos cenas y planes, y construimos una casa en común durante esos ocho años. Aunque nuestra nueva casa es más grande y luminosa, durante ese breve tiempo que estuvimos allí, en la antigua casa, fue inevitable sentir una especie de pequeña nostalgia. A veces uno tiene la sensación de estar despidiéndose constantemente de cosas, personas, paisajes... Todo lo que vivimos nos los llevamos, como otra parte del equipaje (la más importante), con nosotros. Sin embargo, aquel escenario, ahora vacío, remitía a las ilusiones primeras de quien empieza la vida en común al lado de otra persona. Cómo se fueron llenando las estanterías de libros y películas y cedés, las paredes de cuadros y fotografías, la despensa de comida y bebida, la casa del calor necesario. El ruido y los silencios. Las músicas y los olores. Nuestros besos y los besos de los protagonistas de los carteles de las películas y de las obras de teatro que llenaban aquellas paredes. Esos ocho años. Realidad y ficción tan auténtica como la propia realidad.
Cerramos la puerta. No hay pena en ese cierre: todo lo contrario. Sólo esa sensación, pequeña: la de la nostalgia. Por un tiempo vivido, sí. Por un tiempo que, como digo, nos llevamos con el resto del equipaje. ¿Qué nos deparará la vida? En el misterio, una vez más, está lo más importante. Lo que nos aguarda. Lo que está próximo a celebrarse. O eso creo. Ahora que tenemos ocho años más y todo lo que eso conlleva. El viaje -con todas sus alegrías y dificultades-, hoy más que nunca, continúa.