miércoles, 24 de junio de 2015

San Juan

Para mí, el día de San Juan siempre estará asociado a Mieres. A la casa de los abuelos. A la exquisita comida que nos esperaba después de tomar el vermú por los alrededores. Al sabor del Bitter Kas. A las barracas que se instalaban cerca. Al billete de cien o de quinientas pesetas que el abuelo me ponía en la mano para que comprase un troco de coco, unas aceitunas o me subiese a alguna atracción. A la risa contagiosa de la abuela. A la juventud de mis padres. Al olor de mi hermana recién nacida. A los primeros libros que me compraba en algún quiosco con lo que me sobraba de aquellos billetes que el abuelo me ponía en la mano. Al descubrimiento de que debajo de la careta de la bruja del tren había un hombre con la cara mal pintada y barba de dos días. A todo eso que conservo no ya como un tesoro -el tesoro de quien tuvo una infancia feliz-, sino como el hilo que, aún hoy, sigue tirando de mí.

martes, 23 de junio de 2015

Los ojos de Laura

 Incluso en sus años de mayor esplendor, en esas fotografías en las que se la puede considerar indiscutiblemente uno de los rostros más hermosos de la historia del cine, hay un halo de tristeza alrededor de sus ojos que parece indicar que, pese a la belleza y los buenos tiempos, los amores y los focos, el glamour y la fama, los premios y los directores importantes, las cosas nunca fueron del todo bien. Laura Antonelli sostiene un cigarrillo, sonríe pícaramente a la cámara, muestra al desnudo sus piernas o casi todo su espléndido pecho, desliza la mirada hacia Jean Paul Belmondo o hacia cualquier otro tipo con la misma clase que ella, o su elegante figura se eleva en medio de miles de flashes en el festival de cine más importante del mundo, pero la tristeza sigue ahí, permanece. Casi la misma tristeza que tienen esos ojos, hundidos en un rostro tan hinchado y deformado como el resto de su cuerpo, que se ve en sus últimas fotografías. Las fotografías de una mujer arrasada por completo por la vida. La depresión, las drogas, los engaños, la ingenuidad, la fragilidad, la suerte, las malas decisiones (o las buenas, quién sabe), la pobreza, el olvido, la locura... Y la tristeza, ya presente en aquellas fotografías de los primeros años. Esa tristeza que te vuelve vulnerable, que te aísla, que irremediablemente te acaba traicionando. La finísima línea que separa la cordura de la locura. Los complicados entresijos de la mente humana. La indefensión. Finalmente, al margen de otras consideraciones, la tristeza termina ganando la batalla. No suele haber escapatoria. No, no la hay.
Resulta casi espeluznante ver las fotografías de los años dorados -el pelo ondulado, el rostro perfectamente maquillado, la ropa cara, la elegancia, la clase, el estilo...- e imaginar a esa misma mujer, años más tarde, encerrada en su casa, rodeada de pobreza, con la televisión siempre apagada, escuchando programas religiosos por la radio, queriendo huir de todo. Posiblemente, de sí misma -de aquel fantasma, de aquellos fantasmas: el tiempo convertido ya en fantasmas, irremediablemente-, la primera. Conmueve y espeluzna, como digo, pensar en esas dos imágenes. En los años que las separan: en todo lo ocurrido entre medias. Quizá lo único que reconforta es pensar que, por fin, haya encontrado cierto sosiego. Que la tristeza haya dejado de ser aquella especie de condena que ni la intensa belleza de su rostro -los ojos de Laura Antonelli- podía ocultar.

 

viernes, 19 de junio de 2015

Un faro. Un río. Un escritor.

A veces nos complicamos demasiado la vida. O ella misma, la vida, lo hace sola. Y nosotros nos dejamos llevar. A veces no sabemos (o no podemos) ponerle un dique -imaginario pero contundente- a la vida. A sus problemas. Siempre hay problemas. Siempre los habrá, menores o mayores, independientemente de nuestra situación laboral, económica o de la salud propia o de las personas que nos rodean. Los problemas siempre están ahí, agazapados. Y no dudan en surgir en cualquier instante. Conviene -ya sé que no es fácil- obviar todo esto: los problemas que están, los que acechan, los que vendrán.  
Lo hago: me olvido de todo eso. Recibo `El faro del fin del Hudson´, el nuevo libro de Antonio Muñoz Molina y me olvido de todo. Los problemas que están ahí, los que acechan, los que vendrán. Hace sol, salgo a la calle con él, me siento en una terraza, pido un gintonic. Y leo. `El faro del fin del Hudson´. Los viajes del escritor por los alrededores del Hudson. Las caminatas, los hallazgos, los descubrimientos, las ideas, los pensamientos, los personajes que se encuentra a su paso. De repente, ya no hay problemas. Sólo el sabor suave de la ginebra, el sol que calienta la piel, los paseos del escritor por los alrededores de ese río. La prosa que te lleva -casi como el propio río- hacia delante y hacia atrás, reconfortándote. Esa prosa que hace que estés ahí, a su lado, en Nueva York, junto al río, en pleno invierno o en las estaciones en las que todo se vuelve más ligero. Sigue el camino. Sigue el viaje. Siguen los paseos por los bordes del río. Leo el libro de una sentada, casi durante el tiempo que me dura el gintonic. Pero no importa. Sabes que volverás a sus páginas, que abrirás el libro por cualquiera de ella y que leerás. Como tantas veces uno vuelve a las poesías que alivian los dolores de los que hablaba al principio. Volverás a ese libro, a esas caminatas, a los personajes que el escritor se va encontrando -¡esa mujer que tira algo misterioso al río!: qué gran historia tiene que haber detrás-.
Dejo de leer, cierro el libro, pido otro gintonic. La tarde sigue agradable. No hay problemas. Una brisa ligera se acaba de levantar. Parece que el verano, después de todo, piensa hacer sus primeras apariciones. Tímidamente, eso sí. Junio, en el norte, no suele ser el principio del verano: sino una prolongación de los meses más crueles del invierno y de la primavera. La brisa de esta ciudad no es la brisa de Nueva York, la ciudad de la que escribe Muñoz Molina. Sin embargo, con el libro cerrado, ya leído, ajeno a las personas que me rodean en esta terraza y a sus conversaciones, puedo sentir aquella brisa. La brisa que remueve el río y que está atrapada en las palabras del escritor. En la memoria. Sí, atrapadas ahí, en la memoria. Como un hallazgo que define cada palabra de este hermoso libro, cada uno de los misterios que se esconden detrás de ellas.    

miércoles, 17 de junio de 2015

La voz que se alza

 
Reseña del nuevo libro de Laura Freixas, `El silencio de las madres y otras reflexiones sobre las mujeres en la cultura´ (Editorial Aresta), que aparece en el nuevo número de la Revista Clarín.


Paralelamente a una carrera literaria que abarca casi todos los géneros (novela, cuento, autobiografía, ensayo, diarios, biografías de escritoras imprescindibles...) y a unas labores de traducción, de dirección de destacadas colecciones o de coordinadora de imprescindibles recopilaciones de textos, Laura Freixas ha ido ejerciendo otra importante tarea, la de dar voz a las mujeres, denunciar las injusticias y los despropósitos que muchas veces tienen que sufrir por el mero hecho de pertenecer a un género, el femenino, que la sociedad ha intentado una y otra vez relegar a un segundo plano de las maneras más inusitadas, más violentas, más despiadadas. Sin miramientos. Lo ha hecho en conferencias, artículos, ponencias, prólogos, críticas literarias, teatrales o cinematográficas, mesas redondas... Allí donde la voz de Laura tenía cabida, lo tenía el derecho de protesta. Pese a ello, toda protesta resulta insuficiente. Ahí siguen las estadísticas de la vergüenza y el despropósito. Mujeres violadas, asesinadas por sus parejas, marginadas, apaleadas, relegadas a planos inferiores pese a sus capacidades... Mujeres que la Historia va dejando arrinconadas, perdidas en esas nebulosas despiadadas del olvido. Siempre en un segundo plano. Por no decir en tercero o cuarto. Laura no ha perdido la capacidad de razonar, de defender lo que a todas luces resulta injusto, de denunciarlo cuando considera que se han traspasado los límites de una forma cruel y totalmente vergonzosa y ridícula. Su voz no ha dejado de alzarse, afortunadamente. Es más: lo sigue haciendo -alzar la voz- con la contundencia y la seguridad que le da estar en posesión de la razón frente a tanta injusticia y, llegado el caso, tanta barbarie. Laura alza la voz de modo impecable e implacable. No queda otra opción. Ahí está esa voz para denunciar el regreso a viejas leyes que ya creíamos superadas (como la del aborto) o para poner sobre el papel las cuotas femeninas en los premios literarios más destacados. Son sólo dos ejemplos. Hay muchos más.
Muchos de esos prólogos, artículos y reflexiones están aquí, en este libro de precioso título del que hoy hablamos. Son todos ellos textos vivos, llenos de fuerza, donde queda reflejada la lucha de la autora, la rabia y la perplejidad por un mundo del todo injusto en este sentido (y en tantos otros, cabría añadir). Y donde conceptos tan poco frecuentados como la maternidad también tienen cabida. Se han ido escribiendo en los últimos años, pero conservan toda la vigencia y el sello de su elegante estilo literario. Cabe destacar la belleza de algunos textos, como el que le dedica a la escritora Elizabeth Smart y a esa novela de culto que es `En Grand Central Station me senté y lloré´.  
La  voz que se alza aún continúa siendo una voz más que necesaria. Como lo es, necesaria, la lectura de este libro.

sábado, 13 de junio de 2015

Cumpleaños

La fotografía está ahí, en una esquina de mis nuevas estanterías. Sólo tengo que girar la cabeza hacia la izquierda desde la mesa donde estoy escribiendo para verla. Mis padres. Los dos. Jóvenes, guapos, delgados, ilusionados, sonrientes. Su hijo -el único que tienen en esos momentos- acaba de cumplir un año. Tengo un año en esa fotografía que tiene más de cuatro décadas. Tengo el pelo más rubio que ahora y la sonrisa de los bebés cuando sus padres les hacen alguna gracia. Me reconozco en esa sonrisa. En realidad, incluso en los momentos más duros, siempre ha estado ahí. Estamos los tres sentados en uno de aquellos sofás rojos de escay tan característicos de la época (principios de los setenta). Una lámpara que hoy se consideraría una buena pieza vintage (y que no desdeñaría para esta nueva vivienda), al lado. No hay muchos muebles en el salón de la casa de mis padres. Se han casado hace poco, tienen un hijo muy pequeño, van decorando la casa con lentitud. Una pareja joven que acaba de empezar su viaje. La aventura. ¿Quién sabe lo que les deparará el destino? Nadie lo sabe aún. Mi madre lleva el pelo moreno, largo y liso. Viste un pantalón de espiga marrón y un fino conjunto de jersey y chaqueta naranja. Los zapatos, también de color naranja, están ahora mismo de plena actualidad. Mi padre va vestido de azul marino. Lleva un pantalón y un jersey azul y una corbata, su complemento preferido, también azul. Ella, mi madre, tan guapa, parece una actriz de cine. Se la ve feliz. Los dos lo están. Su viaje, ya lo he dicho, acaba de comenzar. Aún no se han muerto los abuelos, aún no le han diagnosticado la enfermedad a mi madre, aún... Los problemas no existen. Son felices. Soy feliz. Sonríen. Sonreímos. Es una de esas fotografías en las que es imposible ocultar la felicidad. No sé quién ha hecho la fotografía (luego se lo preguntaré a mi madre), pero sé que es imposible ocultar toda esa alegría -toda esa verdad- que irradian sus rostros, nuestros rostros. Me gusta girar la cabeza hacia la izquierda y mirarla. Aunque asome un rastro de melancolía por la rapidez con la que han pasado los años. Más de cuarenta. Ahí, en la fotografía, tengo un año y en tres meses cumpliré cuarenta y cuatro. El vértigo es inevitable. Seguimos avanzando. A ratos, con firmeza. Otros, a tientas. Conviene hacerlo día a día, sin grandes planes ni proyectos a largo plazo. Es una de las enseñanzas que vas aprendiendo con los años. Vivir el momento. ¿De qué sirve lo contrario?
Hoy mi madre cumple sesenta y seis años. Aunque no es la misma mujer de la fotografía, no resulta complicado reconocerla en ella. La misma sonrisa, la misma bondad, la mirada que dirige a ese hijo de un año y que es la misma que le dirige ahora, casi cuarenta y tres años más tarde.  No ha ido envejeciendo mal, mi madre. (Mi padre, tampoco). Nada ha podido con su sonrisa, con su buen carácter. Todos los que la conocen lo saben. Lo sabemos.
Seguimos en el camino, avanzando. Sonriendo por momentos. Deseando que el viaje sea largo, muy largo. Por un momento, me gustaría volver al tiempo de esa fotografía, quedar atrapado en esos colores de los años setenta, tener unos pocos meses de vida, no recordar nada, ser feliz sin ser consciente de que lo estás siendo (como siempre ocurre). Por un momento, me gustaría sentir que tenemos otra vez toda la vida por delante. Y no dudar de que los momentos en los que avanzamos con firmeza van a ser superiores a los otros, los que avanzamos a tientas. No dudarlo nunca, bajo ningún concepto.  

viernes, 5 de junio de 2015

Primer día, primera noche

Ayer fue el peor día en la vida de Francesca. Así podría resumirse el primer día y la primera noche en esta nueva casa. Todo lo demás -deshacer cajas, colocar libros, montar muebles, limpiar, seguir tirando cosas...- es accesorio y muy pesado, como sabe todo el mundo que se ha visto involucrado en una mudanza. La gata estaba desorientada, perdida, asustada, nerviosísima. No sabía dónde meterse. No entendía nada. Si la cogías y la acariciabas, tampoco se calmaba. Se acurrucaba contra tu pecho, se enroscaba sobre sí misma, pero su corazón latía con una fuerza exagerada. Nada parecía consolarla. Ni siquiera sus galletas favoritas. Esas que, al mover la caja, se encuentre donde se encuentre, la hacen aparecer de inmediato a tus pies, ansiosa por devorarlas. Se pasó toda la jornada en el baño, en un pequeño rincón junto a la bañera. No comió ni bebió durante todo el día. Su cara era un gesto de dolor que parecía decir que nadie la comprendía ni la quería. Un verdadero mapa del desamparo. De vez en cuando, entre trajín y trajín, nos acercábamos a ella y la cogíamos y la acariciábamos, pero ella seguía en sus trece. Enfurruñada. Ajena a un escenario que no reconocía. Extraña en su nueva casa. Ni galletas, ni juguetes, ni mimos, ni caricias, ni su sofá preferido... No quería saber nada del mundo. Cuando pasó mi hermana (con la que, siendo sinceros, Francesca nunca hizo muchas migas) por aquí con una botella de vino para tomar un respiro y celebrar esta nueva etapa, la miró con esa cara de pena que aún le dura y que venía a decir algo así como sácame de aquí, llévame a mi verdadera casa, ten un poco de compasión... Al ver que tampoco había manera, regresó a su rincón del baño. Aún más enfurruñada, si cabe.
Por la noche, la sentí hurgar entre sus galletas, beber agua, caminar sigilosa por el pasillo. Al despertarme, estaba junto a mi almohada. El corazón ya no le latía con aquella exagerada intensidad.

miércoles, 3 de junio de 2015

The first time ever I saw your face

Ésta ha sido nuestra última noche aquí. Ha llegado la hora. Nos vamos ya. Hace ocho años comenzamos a bailar en esta casa. Y ahora la dejamos atrás. Con un poco de nostalgia (seré sincero) y con mucha ilusión por todo ese camino que aún nos queda por recorrer (seré optimista). El extraño viaje continúa. El extraño viaje, una vez más, como metáfora. Aquí, entre estas paredes, sucedieron muchas cosas. Cosas que se quedan entre nosotros, como es lógico. Saber que tú eras esa persona con la que siempre quise bailar es la más importante de todas ellas. Y ésta sí puedo escribirla. Lo supe aquí, hace ocho años. Lo supe desde aquella primera noche, en realidad. Noche que destaca poderosamente entre todas aquellas noches borrosas, divertidas, interminables, lejanas: las noches que precedieron a la noche en la que te conocí. Lo supe la primera vez que vi tu cara, como susurra el bueno de Johnny Cash. La primera vez que besé tu boca, lenguas y alcoholes que se deshacían, y así lo escribí en aquella novela -`El tiempo que vendrá´-, la primera. No importan los escenarios. Importan las personas, como le dije un día a alguien que ya no está en nuestras vidas y que sólo es un puñado de palabras -palabras como cenizas- en un poema. Sigo pensando lo mismo sobre los escenarios y las personas. Amar una cara es amar un alma, dice Thomas Mann. Por eso escribo esto, que no sé si es otro poema o un apunte ligero de despedida. Ha llegado la hora, sí. Me voy. Nos vamos. Pero creo que atrás no se queda nada. Sólo estas paredes, ahora vacías. Sólo otra ventana cerrada. El resto viene con nosotros. Apenas necesitamos más equipaje.

lunes, 1 de junio de 2015

Mudanza

Resulta inevitable que te invada una extraña sensación al dejar atrás la casa en la que has vivido los últimos ocho años de tu vida. Todo está revuelto ahora. Libros, cedés, películas, fotografías, ropa que hace tiempo que no te pones, zapatos viejos que te resistes a tirar, novelas que jamás publicarás, billetes de avión, entradas de teatro, billetes de metro, recortes de periódicos y revistas, cuadernos, lápices, platos, tazas, cafeteras y ese poemario que llevabas meses buscando sin éxito. Maletas, cajas, mochilas, desorden...  En unos días, casi todo estará en otra casa. Cerraremos la puerta de ésta y los recuerdos acumulados vendrán con nosotros. Sin embargo, resulta inevitable esa extraña sensación que mencionaba al principio. Algo de esos ocho años se quedará aquí, entre estas cuatro paredes, ya sin los cuadros y las fotografías que las adornaban. Todo lo que he visto a través de estas ventanas, las charlas que mantuvimos solos o en compañía de amigos y familiares, los momentos difíciles a los que tuvimos que enfrentarnos, las risas que le echamos a esos momentos difíciles y a todos los demás. Ocho años son muchos años en una vida. Ocho años en esta casa que ahora dejamos atrás. 
Aún recuerdo la emoción de la primera noche que pasamos en esta casa, los silencios y los ruidos (tan diferentes en cada edificio), los primeros y titubeantes pasos de Francesca husmeando la que iba a ser su nueva casa tiempo después. ¡Tantos recuerdos! La vida se va haciendo por etapas. Ahora, al cerrar las puertas de esta casa y abrir las de la otra, comienza una nueva. Otras ventanas desde las que observar el mundo. Otros espacios donde escribir, leer, charlar, reír, pensar... Preparar comidas, abrir botellas de vino y compartirlas con los amigos que van quedando. Encarar el futuro, derive por donde derive, desde esos nuevos espacios. La luz del exterior, como siempre, inundándolo todo. La luz de las mañanas soleadas y la luz de las mañanas con nieve. Ambas luces nos aguardan en esa nueva casa que, desde el primer momento que la vimos, descubrimos que sería nuestra para esta próxima etapa que ahora, en unos días, comienza.
Aquí me han hecho entrevistas para los periódicos y desde aquí he hablado de mis libros para diferentes radios. Aquí, en esta casa ahora en desorden (cajas por todas partes que me recuerdan a las cajas de la madre del protagonista de aquel relato de Raymond Carver que se titulaba así, precisamente, `Cajas´), escribí todos los libros que he ido publicando desde 2010, todas las entradas de este blog, todas las reseñas que he publicado en la revista Clarín y en algunas otras. Palabras que surgieron desde aquí. Casi siempre de madrugada. En ese silencio que ya era nuestro.
Ahora, ya casi en retirada, escribiendo en medio de todo el desorden, recuerdo todo esto y esa sensación extraña persiste. Sí, una sensación extraña y cierto vértigo. El próximo texto que escriba lo haré ya desde la nueva casa.