jueves, 31 de diciembre de 2015

Nochevieja

La Nochevieja es la jornada que más me gusta de todo este periodo navideño. La magia que hay en terminar un año (por fortuna, por desgracia) y comenzar otro (las expectativas, las sorpresas). Doce campanadas y doce uvas -si seguimos la tradición- separan un año del otro. Quién sabe lo que vendrá después de ese momento. Empecé el 2015 presentando `La mujer de al lado´ en Madrid (con Laura Freixas y Terele Pávez) y lo termino con una invitación para hablar próximamente de `Corrientes de amor´ en el club de lectura de una biblioteca de esta ciudad. Mucho trabajo hay detrás de todo eso, muchas ilusiones, muchas complicidades, mucho esfuerzo. Seguimos escribiendo. Seguimos en la carretera. Seguimos en la búsqueda. A pesar de que los años -todos los años, por buenos que sean- vayan dejando nuevas cicatrices en nuestros rostros y debajo de ellos. Enfermedades, desengaños, decepciones, cansancios... El año tiene muchos días y en ellos hay cabida para todo. La fragilidad (por fuertes que nos hagan las cicatrices: ¿nos hacen fuertes, realmente?) no disminuye con el paso del tiempo. Eso ya no los contó Marguerite Duras en alguno de sus últimos libros. Pero vamos a respirar hondo (o algo así) y a pensar que el nuevo año va a acercarnos a alguno de los caminos con los que soñamos. ¡Feliz 2016!

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Los ojos de Charo López

Este artículo ha sido publicado en El Huffington Post


Charo López tiene los ojos expresivos, la melena inquieta, las manos delicadas. Se mueve de un lado a otro del escenario con la soltura de quien conoce bien el terreno que pisa. Lleva un año recorriendo los teatros de todo el país con `Ojos de agua´, ese monólogo en el que interpreta a una Celestina muy especial. Más luminosa, más cercana, más actual. Menos dramática, menos oscura, menos resentida. La sala se queda en completo silencio cuando suena esa voz que continúa siendo tan honda, tan personal, tan poderosa. Charo habla, ríe, grita, llora, recuerda, se estremece, se vuelve pícara o sensual, se burla de sí misma... Habla, a través de su personaje, del paso del tiempo, de la belleza que va marchitándose, de las cosas perdidas. Lo hace con cierta nostalgia, sí, pero sin dejar atrás la alegría ni las ganas. Esto es lo que hay: hasta aquí he llegado y todo lo anterior lo he vivido plenamente. Eso viene a decirnos la obra, el personaje. La Celestina, en cualquier versión, es mucha Celestina. Y Charo, a ratos escondida detrás de ese delicioso y tremendo personaje, también es mucha Charo.
Vamos a continuar riendo: ése viene a ser el lema. "Riendo salvajemente en medio de la más tremenda aflicción", escribió Samuel Beckett. Y eso ella, Charo, lo hace como nadie. Y no me refiero solo a aquella obra, `Carcajada salvaje´, que interpretó en diferentes épocas de su vida (al lado de Abel Vitón y, casi veinte años después, al lado de Javier Gurruchaga: cada uno en su estilo, los dos magníficos), sino así, en general. Charo ríe y la sonrisa (la carcajada) se le sube a los ojos. A Charo se la puede descifrar por esos ojos (de agua, de acero). Por esa mirada que no necesitaría palabras para explicarse, a pesar de lo mucho que nos gusta esa voz profunda e inconfundible. Charo se llevó el Oso de Plata de Berlín (junto al resto de sus compañeros: inolvidable elenco) por aquella Nati a la que le bastaban cinco minutos de metraje y de honda mirada para no olvidar jamás la historia de su personaje en `La colmena´, la espléndida adaptación de Mario Camus de la obra de Camilo José Cela. Charo López y Pepe Sacristán, frente a frente, en aquella posguerra helada y siempre en penumbra. Y también en otras muchas horas de teatro representando `Una jornada particular´: aquí y en Argentina, donde la propia Charo regresó hace un par de años para interpretar `En el estanque dorado´, en un mano a mano con Pepe Soriano. Nos quedamos con las ganas de verles por aquí.  
Muchas horas de teatro a sus espaldas. Muchos personajes inolvidables. También en cine (siempre nos quedará la duda de lo que hubiese hecho con el personaje de `Matador´, ay) y en televisión. Muchos trabajos. Grandes trabajos. De esos que permanecen sin dificultad en la memoria colectiva. Y unos cuantos premios: el Goya, el Premio Nacho Martínez del Festival de cine de Gijón, el de la Unión de Actores, el Ercilla, varios Fotogramas de Plata... Y los que vendrán.
Hace unos tres años, en Oviedo, le dije, casi al oído, que no se podía ir de este mundo sin interpretar `La noche de la iguana´ y  `¿Quién teme a Virginia Woolf?´. Creo que son dos trabajos que le faltan (para nuestro deleite) a su carrera. Ella levantó su copa, bebió un sorbo de vino, me miró (ah, esa mirada: de agua, de acero) y volvió a reír. De ese modo en que sólo ella sabe hacerlo. Con ese toque único que contagia sensualidad, sabiduría, experiencia, dureza y fragilidad al mismo tiempo, cierto escepticismo, y muchas ganas de vivir.   

lunes, 28 de diciembre de 2015

Chirbes y la lluvia

Salgo a la calle. Voy a buscar el nuevo libro de Rafael Chirbes que Anagrama me ha enviado a mi editorial. Tiene pocas páginas, parece un texto exquisito. El título me gusta: `Paris-Austerlitz´. Dejo atrás el portal y empieza a llover. No llevo paraguas. No importa. No acelero el paso. No pienso comprar un paraguas de tres euros en ningún chino. Me gusta sentir la lluvia sobre la cara. Primero, llueve poco. Lentamente. Pequeñas gotas que chispean y que dejan diminutos puntitos de plata en mi trenca azul marino. Luego, llueve con intensidad. Camino hacia casa sintiendo esa lluvia tan necesaria en la piel. (El libro va protegido en la bolsa). Lluvia que relaja. Parece que, en cuestión de instantes, todo ha cambiado: el color del cielo, la atmósfera, la temperatura, el ambiente. También huele diferente. Huele a lluvia, simplemente. Ese olor que tanto echábamos de menos por aquí. Esa lluvia que tanto se necesitaba para ahuyentar el fuego, la sequía, las tierras resecas, para rellenar los pantanos. Ya estoy en casa, detrás de la ventana. Escribo esto y siento la lluvia a mis espaldas, ese repicoteo tan reconfortante. Empezaré a leer a Chirbes sintiendo esa lluvia, sintiendo (y mucho) que sea el último libro suyo que vaya a leer por primera vez.    

domingo, 27 de diciembre de 2015

Y sigue la Navidad

Es Navidad, vamos a decirlo así. Estamos en el período navideño, realmente. Ahí, en el Parque San Francisco, por donde tantas veces hemos pasado caminado a una hora y a otra, hay barracas para niños, lo que me parece bien, ojo, y hay adultos disfrazados de personajes infantiles. Ahí están Mickey y Minnie Mouse, entre otros. Yo no sé quiénes están debajo de esos disfraces. Una rumana, un ovetense, un madrileño, una joven de Mieres o de Salinas. Y tan felices, pensarán ellos (l...ógico), pese al calor de esta Navidad que parece primavera, por llevarse unos pocos euros (imagino). Es Navidad. Una Navidad que nada tiene que ver con la de hace unos años, la verdad. Subimos, bajamos (caminar, caminar, caminar), pero no hay dinero, y eso es lo determinante. Juguemos al juego que juguemos. La crisis, digan lo que digan, sigue ahí, aquí, muy cerca. Y la Minnie sonríe, y la madre que sube al niño o a la niña a una atracción, también. Y nosotros, también sonreímos, sí, como tantos otros, porque hacer lo contrario no conduce a nada y, por otro lado, para qué vamos a amargar las Navidades a nadie, ¿no?, que bastante tiene cada uno con lo que tiene...

viernes, 25 de diciembre de 2015

La otra cara de la Navidad

Ayer, después de algunas compras de última hora y de nuestros habituales paseos matutinos, mi madre y yo nos encontramos con una vecina cuyo hijo, dos años menor que yo, estudió en mi colegio y murió hace unos años de manera trágica. Mi madre iba agarrada de mi brazo. La mujer nos vio, nos dio un par de besos y se echó a llorar. Lo que daría yo por ir agarrada del brazo de mi hijo, susurró. Buf. Qué revoltijo de sentimientos. Cuánta fragilidad. ¿Qué decir ante eso? Nada, evidentemente. Darle un abrazo y desearle que pasen pronto estos días en los que todo se acentúa, y más aún algo así. Ha transcurrido un día, hemos cenado, brindado y reído con la familia. Y hoy volveremos a hacer lo propio, también en familia. Como (casi) todo el mundo. Pero esa imagen, la de la vecina que perdió a su hijo tan joven, no se me quita de la cabeza. En ningún momento. Ni su imagen, ni sus palabras. "Lo que daría yo por ir agarrada del brazo de mi hijo". La vida, el destino, la fatalidad, qué sé yo. El lado más duro de todo este jolgorio. Las heridas que no cierran. La puñetera suerte.  

jueves, 24 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad

Este cuento ha sido publicado en El Huffington Post

Hay recuerdos que, con el paso del tiempo, se diluyen en la memoria y no sabemos distinguir muy bien si fueron del todo reales o si estuvieron a punto de serlo. Hay otros, sin embargo, que son tan nítidos que parece que hubiesen sucedido ayer mismo. Mi madre conserva muy vivo uno de estos últimos recuerdos. Esta mañana, cercana ya a una nueva Navidad, me lo vuelve a contar. Tenía unos ocho o nueve años, a finales de la década de los cincuenta. Años de alargadas y silenciosas sombras aún. El precio de la posguerra, tan alto, seguía ahí. Y también era Navidad. Una de aquellas Navidades en las que las montañas, en el norte, solían cubrirse de una nieve densa que parecía rozar el cielo y que destacaba poderosamente entre aquellos paisajes rodeados de minas de carbón donde trabajaban la mayoría de los hombres. A pesar de que era una buena estudiante, le gustaba quedarse en casa aquellos días de vacaciones: cerca de la cocina de carbón, del calor, de la trémula luz que surgía del carbón y de la leña ardiendo. Te vas a quemar las manos, le decía la abuela cuando las acercaba demasiado a la cocina. Mi madre odiaba el frío y, en aquellos años, por estas fechas, hacía muchísimo frío. Aquel frío y una enfermedad mal diagnosticada la llevaron a padecer la enfermedad reumática y degenerativa que hoy padece. Pero ésa es otra historia. La historia que hoy me ha vuelto a contar mi madre es la del pavo. El que toda la familia iba a tomar en la cena de Nochebuena. Había que ir a comprar el pavo al mercado. Por entonces, aquellos pavos se vendían vivos y los compradores debían encargarse de terminar con sus vidas para cocinarlos. La abuela, en el pueblo de Galicia del que procedía, había aprendido a hacerlo. Ahí van: mi madre y la abuela, de casa al mercado, muy abrigadas (gorros, bufandas, guantes, leotardos), contentas, tal vez resguardadas de la lluvia bajo el enorme paraguas del abuelo. Puedo verlas, de la mano, mientras ella, mi madre, me cuenta de nuevo la historia. La abuela era muy alegre y su sonrisa y su sentido del humor lo contagiaban todo. Llegaban al mercado y tenían que hacer una larga cola. Siempre se encontraban con alguna conocida del barrio durante la espera. Todo el mundo quería un pavo para aquella cena. Un buen rato más tarde, algo cansadas, regresaban a casa. Nada más llegar, aquel pavo, tal vez consciente de su inmediato futuro, corría de un lado a otro de la cocina y del balcón. Aquel balcón en el que, cuando llegaba el buen tiempo, las mujeres se sentaban para charlar, realizar sus tareas y sentir los primeros calores en las piernas sin medias. Mi madre recuerda las carcajadas nerviosas de la abuela. Las suyas propias, también nerviosas. La sensación cómica (y un tanto surrealista) del asunto. Llegaba un momento en que, a sus ocho o nueve años, mi madre no quería que la abuela acabase con la vida del animal. Podemos cenar otra cosa, decía tímidamente. Tal vez pescado, aunque mi madre aborrecía limpiarlo. La abuela la miraba con incredulidad y volvía a reírse. El pavo estaba listo para ser cocinado. Sólo faltaba quitarle las plumas. La abuela se las quitaba, una a una, cantando alguna de sus coplas favoritas.
Ahora, a sus ocho o nueve años, mi madre está sentada a la mesa con sus padres y su hermano mayor. El pequeño, medio dormido, aún está en la cuna. Mi madre lleva puesto su vestido nuevo y algún complemento en el pelo hecho con un retal del mismo género del vestido. El último que la abuela, modista de profesión, le ha confeccionado. El pavo está ahí, en la bandeja. Es enorme. El guiso tiene muy buen aspecto (la abuela era una gran cocinera) y huele deliciosamente. Sin embargo, mi madre no quiere comerlo. No puedo, susurra. Se acuerda de cuando estaba vivo. El pavo en el mercado, de camino a casa, corriendo por la cocina y el balcón. Intentando huir de su destino. Mi madre no puede quitarse esas imágenes de la cabeza. Las sonrisas nerviosas de ambas. Los abuelos la miran y le indican, sin decir palabra, que tiene que comérselo. Mi madre va partiendo aquel trozo de carne en pedacitos, desganada. Y se los lleva a la boca lentamente, reprimiendo las lágrimas, pensando en otras cosas. Pensando en los días de calor. En aquella playa, la de Gijón, a la que los abuelos solían llevarla cuando llegaba el verano. En aquella cometa que volaba de un lado a otro y que estuvo a punto de romperse varias veces cuando, al final de uno de aquellos días, se levantó una fuerte e inesperada ráfaga de viento.   

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Veintiún años

Ayer se cumplieron veintiún años de la muerte del abuelo Tomás. Aquel abuelo que siempre le compraba a mi hermana su tableta de chocolate con almendras favorita y que, cuando éramos pequeños, nos daba un billete de cien o de mil pesetas -toda una fortuna por entonces- al despedirnos de ellos hasta la semana siguiente. Aquel abuelo que de joven se parecía a Gary Cooper, que estaba muy enamorado de su mujer y que camina de su brazo en dirección al cine en uno de los relatos de mi último libro, `Corrientes de amor´. Veintiún años, casi la mitad de mi vida. Veintiún años, y aquí seguimos, abuelo, enfrentándonos a todo esto como sabemos, como podemos. Como, seguramente, hiciste tú, en aquel tiempo en el que te parecías a Cary Cooper y en el que vino después, tan presente aún en nuestro recorrido.

sábado, 19 de diciembre de 2015

El final del viaje

Hay algo muy poderoso en `45 años´, la película de Andrew Haigh. Y no me refiero sólo al impresionante trabajo de sus dos protagonistas, Charlotte Rampling y Tom Courtenay. Es un misterio, un enigma. Algo inquietante que atraviesa toda la película y la convierte en lo que es: una delicadísima disección de las relaciones de pareja, de los sentimientos más profundos del ser humano (silenciados o compartidos: eso no importa). Ahí está el misterio, el enigma al que me refiero. Ese temblor que acecha siempre sobre las relaciones humanas. Ese miedo que. aunque no se nombre, está muy presente. El miedo que surge cuando de repente pensamos que todo puede venirse abajo. Nadie mejor para representar ese temblor, esos miedos, que Charlotte Rampling: con sus silencios, con sus miradas, con el leve gesto de beber un vaso de agua, de encender un cigarrillo que no conviene encenderse o de apartar una mano de otra mano. Es cierto que sobre Rampling cae el peso de la película -el temblor, el miedo-, pero también lo es que Courtenay le sigue muy bien los pasos. Hasta ese baile final de giro inesperado. Hasta esa última imagen que, enfrentados ya a los miedos, diseccionados los temblores, nos deja helados, noqueados, con el corazón en un puño. Literalmente. Los silencios que, una vez más, pueden expresar mucho más que unas cuantas palabras. Sí, hay silencios tan demoledores que consiguen hacerlo.  
Hay algo en la película que remite a los cuentos de dos autoras extraordinarias: Alice Munro y Soledad Puértolas. En los relatos de ambas escritoras siempre está presente esa atmósfera, ese miedo a que, al más mínimo gesto, todo pueda desmoronarse por completo. La fragilidad, sí, de las relaciones humanas, de los comportamientos que -a veces- se sitúan más allá de nuestra comprensión. A ese territorio inexplicable e inesperado es al que nos lleva esta película: sencilla en apariencia (podría convertirse perfectamente en obra de teatro) y demoledora en su trasfondo, allí donde nos conduce el final del viaje (del baile), cuarenta y cinco años después.  

jueves, 17 de diciembre de 2015

Empieza el espectáculo

Me cansa tanto todo lo relacionado con las elecciones que tengo unas ganas tremendas de que llegue el periplo navideño, aunque termine saturándome también. Así que -aunque pienso ir a votar, evidentemente- voy a centrarme en los menús navideños, que este año, debido a que mi madre no se encuentra demasiado bien tras su recaída (¡qué ganas de que termine el 2015!), soy yo el encargado de prepararlo todo. Empieza el espectáculo. Hoy. Allá vamos, mi madre y yo, a la compra. Hacer las compras en las tiendas del barrio, recuperar ciertas esencias que parecían perdidas. Organizar cosas, incluidas algunas sorpresas.  Como entonces: cuando yo ya tenía vacaciones y ella parecía, a los ojos de aquel niño (como narro en uno de mis relatos), una actriz de cine. Lo mejor de todas las comidas -de todas las fiestas, en realidad- siempre son los preparativos, la algarabía previa. Es una de las pocas cosas que, pasen lo años que pasen, permanecen intactas. Afortunadamente

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Islandia

Me gusta regalar libros. Hoy en día no puedo regalar tantos libros como quisiera. Aún así, cuando corresponde, lo hago: regalo libros. Estoy en una librería, veo un título que sé que le gustaría leer a alguien de mi entorno y mi primer impulso, sin mirar el precio, es comprarlo. He regalado muchos libros. A gente que se lo merecía y a otra que el tiempo me demostró lo contrario. Qué le vamos a hacer. Los vaivenes que tiene todo esto. También me los he regalado a mí mismo, qué demonios. Hoy, a través de una noticia que ha colgado en su muro de Facebook la bibliotecaria Chelo Veiga, descubro que en Islandia todo el mundo regala libros tras la cena de Nochebuena. Y, de repente, me acuerdo del gran relato de Sergi Bellver que se titula precisamente así, Islandia, y vuelvo a leerlo, y pienso que pocos lugares me gustaría tanto conocer a día de hoy como ése. Cualquier rincón de ese país, Islandia. Más aún tras leer esta noticia. Coger un avión y "cruzar Reikiavik de madrugada", como el protagonista del relato de Sergi. Recibir el nuevo año así, cruzando Reikiavik de madrugada, cargados de libros y de copas de vino. Empezar el año cruzando una ciudad desconocida y regresar después, muy cansados, conscientes de que ya estamos en un nuevo año y de que el viaje no ha sido ningún sueño.   

martes, 15 de diciembre de 2015

Melanie

¿Qué te han hecho, Melanie? ¿Qué te has hecho? Aún recuerdo tu atractiva cara y tu sonrisa fresca en aquella magnífica película de Jonathan Demme, `Algo salvaje´, que yo vi en una de las salas de los cines Clarín, hace ya casi treinta años. Qué buena actriz, pensé. Qué grandes posibilidades tiene esta chica sensual, descarada, atrevida. Un personaje que bordabas y por el que tendrían que haberse abierto todas las puertas a tu paso. En `Armas de mujer´, poco después, estabas d...eliciosa y cómo te crecías al lado de la no menos estupenda Sigourney Weaver y de un Harrison Ford más atractivo que nunca. Jodie Foster te arrebató el Oscar cuando lo lógico es que hubiese sido la Glenn Close de `Las amistades peligrosas´ la que te lo hubiese arrebatado. Cosas de los premios. Fueron pasando los años y algún retoque, pase: eso pensamos. Que si las actrices después de los treinta y pocos somos invisibles, que si Hollywood es un lugar salvaje y despiadado, que si esto y lo otro y lo de más allá. En `Locos en Alabama´ volvías a lucir todo tu esplendor porque eres una buena actriz, carajo. Una buena actriz con poca suerte, eso sí. La vida es cruel y muchas veces pasan cosas así. No estás sola. Te seguiste retocando la cara y te seguimos queriendo porque los mitómanos somos como somos. Esperábamos que llegase algún día ese nuevo gran papel que te merecías, que te mereces. Pero hoy, al ver en el periódico esa foto donde ya no se sabe muy bien quién eres (a dos pasos de Mickey Rourke, un suponer, aunque me duela -y mucho- escribir esto), he pensado que ya no te llegará ese ansiado papel que muchos soñábamos para ti. ¿Qué tipo de expresiones podrías realizar con ese rostro que nada tiene que ver con el de aquella muchacha alegre a la que se vislumbraba un gran futuro por delante? Un futuro donde aquel rostro natural y hermoso asumiese sus riesgos. Los riesgos de vivir, de beber, de reír, de sufrir, de amar... No, Melanie, no hemos dejado de quererte (los recuerdos del cinéfilo suelen ser muy agradecidos), pero no del mismo modo. Lo contrario sería completamente imposible.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Un poema para Frank

De mi casa a la tuya, cuando te conocí, iba yo siempre tarareando alguna canción de Frank Sinatra. Aún recuerdo aquellos nervios atravesando la boca de mi estómago por volver a verte. Lo común -creo- en todas las historias que merecen la pena, a pesar de que todos pensemos que en esos momentos somos las únicas personas del mundo en padecerlos. Aunque aquellos nervios, después de tantos años juntos, han desaparecido (como es lógico), la emoción cuando entras en casa después del trabajo y vuelvo a verte sigue intacta. Las mismas ganas de besarte que entonces, qué quieres que te diga. Y, a veces, aunque no me oigas porque lo hago de un modo casi inaudible, vuelvo a tararear a Sinatra, que hoy, por cierto, cumple cien años. Cualquiera de sus canciones. Todas me sirven. Es lo que tienen los clásicos. Las tarareo y recuerdo los momentos que sirvieron de banda sonora para esta historia, la nuestra, que siempre ofrece luz sobre todas esas complicaciones que estamos teniendo últimamente a nuestro alrededor. Y termino, que el poema (o lo que sea) era para Frank y, ya ves, te has quedado con él, una vez más.

domingo, 6 de diciembre de 2015

El insomnio de Elvira Lindo

Este artículo fue publicado en El Huffington Post

Vaya por delante un pequeño apunte personal: duermo poco y mal, a trompicones, nunca más de cinco horas seguidas. Es lo que hay. Con los años he aprendido a disfrutar de ese tiempo. Leer, escribir, ver películas o cocinar son algunas de las tareas que realizo a esas horas, con la casa en completo silencio y el frío o el calor arañando el cristal de la ventana, según las estaciones. Es mejor aliarte con el insomnio que hacerle frente. Eso también te lo enseña la edad. Algunas veces, durante esos insomnios, me encuentro con Elvira Lindo por las redes sociales. Nos dejamos un comentario, intercambiamos -si viene al caso- algunas palabras y cada uno sigue con lo suyo, tratando de llenar nuestros respectivos insomnios de la mejor manera posible. Ella muestra ahora, en su nuevo libro, un diario titulado `Noches sin dormir´(Seix Barral), la productividad de esos insomnios. Palabras, recuerdos, sensaciones, sentimientos, olores, sabores, lecturas, músicas, poesías, copas, amistades, amor. El itinerario de un invierno, el último, que pasó en Nueva York. Y el itinerario de una vida, la que la llevó hasta el momento en que escribe estos hermosos textos. Una ciudad que va más allá, según cuenta alguien que la conoce a fondo, de los llamativos carteles de los teatros, de lo mítico de sus calles o de sus parques y de ese ideal romántico que el cine dejó inevitablemente en nuestras retinas y en nuestra memoria. El cine y sus referencias, tan presentes, por otro lado, en estas páginas.
Elvira Lindo escribe como debe hacerse en un diario: sin tapujos, con sinceridad. No hay que esconderse detrás de un personaje (o de varios personajes): hay que enfrentarse con valentía a las páginas en blanco como el que se enfrenta sin contemplaciones a un espejo bien iluminado. La conexión, entonces, con el lector será inmediata. Y así sucede con este libro. Como ejemplo, el poema que ella pensó en una de sus caminatas por la ciudad y que está incluido en este diario que viene acompañado de numerosas fotografías realizadas por la propia autora. Fotografías que se complementan perfectamente con los textos, que dan color a la melancolía de determinados pasajes y que otorgan a la ciudad, tan protagonista del diario como la propia autora o su marido, la verdadera imagen que ella, después de vivir allí once años, quiere mostrar. Elvira es sincera con lo que escribe y con lo que fotografía: ya sea un paisaje nevado, el rostro de Antonio o una de esas mujeres extravagantes que pasean por Nueva York y detrás de las que se pueden adivinar varias vidas dentro de una sola vida.
Hay melancolía, sí, pero una melancolía sosegada, como escribe ella misma de las canciones que escucha del malogrado Nick Drake mientras pasea a orillas del Hudson. Hay más melancolía que en aquel otro libro, `Lugares que no quiero compartir con nadie´, que también podía considerarse una especie de diario de sus años neoyorquinos. De otros años, quizá. No de este último invierno en la ciudad: aquí reflejado con esa melancolía sosegada, que es una melancolía de bonito nombre que no asusta y que no sienta mal. Ni siquiera en los domingos por la tarde, siempre tan propensos a ella, refugiados de la intemperie.
La vida se va componiendo de etapas. Eso también lo vamos descubriendo con los años. Etapas en las que nos dejamos llevar por el torrente de la vida y etapas en las que nosotros decidimos -cuando podemos, en la medida de lo posible- lo que queremos hacer con el tiempo que tenemos por delante. Elvira Lindo ha decidido decir adiós a Nueva York, en ese invierno que narra en este libro (uno de sus mejores libros: lo digo claramente antes de terminar). Adiós a una larga etapa. Adiós al frío. Adiós a la nieve. A esa nieve a la que, casi como en un poema, se refiere así: "Qué rara la nieve, tan pronto te amarga la vida como te enciende el alma".  Te enciende el alma. Eso es, precisamente, lo que hace este conmovedor, bellísimo relato.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Huyendo del cansancio

A veces, cuando uno se levanta cansado (no hablo de cansancio físico), se pregunta dónde le gustaría estar. Por unas semanas, por unos días, por unas horas. Son muchos los lugares que vienen a la mente, dependiendo del día o del cansancio. Pero siempre hay un lugar recurrente: el mar. Una playa solitaria, sin más compañía que la que uno elija. Hace tiempo que tengo elegida la compañía. Esa compañía, sí, y un cuaderno: ¿para qué necesito más? Sin embargo, la ubicación de la playa también varía. Hoy, al ver una de las espléndidas fotografías de mi amiga Conchi Sasa ha colgado en su página de Facebook, lo tengo claro. Hoy me gustaría estar ahí, en esa playa que ella ha fotografiado con su maestría habitual. Por unas semanas, por unos días, por unas horas. Malgrat del mar, en la provincia de Barcelona. La fotografía es tan buena que por un momento puedo sentir el rumor del mar, el sol sobre la piel, la arena arañando los pies, el pájaro de la felicidad, la placidez del silencio.    

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Otro apunte sobre la muerte

Esta mañana, de sopetón, me entero de la muerte de la madre de una amiga. Veníamos, mi madre y yo, de dar un largo paseo y, al entrar en un café, nos encontramos con mi amiga y con la noticia. Qué decir en esos momentos. Sobran las palabras, creo. Un gesto de apoyo, de afecto: una mano en un hombro, un beso. Y ya está. Sigo sin entender la muerte, sin entenderla en absoluto, como apuntaba aquí el otro día a propósito del sufrimiento de Francesca (está mejor, aún recuperándose lentamente). Y la vida continúa, y lo único que podemos hacer es vivir los días, el momento. Aprovechar esos paseos, esos cafés. Aprovechar las horas: todas ellas. Todo el tiempo, por insignificante que (a ratos) nos pueda parecer. Y no pensar demasiado. No es tarea sencilla.     

martes, 1 de diciembre de 2015

Los 80 años de Woody

Creo que es de bien nacidos ser agradecidos. Por eso hoy, aprovechando que es su cumpleaños, quiero agradecerle al señor Woody Allen todos los momentos de buen cine que me proporcionó a lo largo de esta vida. Ahora, desde algunos sectores, parece que está de moda derribar mitos o intentar ensuciar el nombre de tantos creadores que nos ayudaron en nuestro crecimiento intelectual y en nuestros desvelos. Con Woody Allen, pese a sus películas menores (nadie tiene la obligación de hacer una obra maestra al año, hombre), no podrá nadie. Ya está ahí, en la Historia, con mayúsculas, del cine. Películas gloriosas, momentos inolvidables. Cine, en su mayoría, que perdurará porque trata, de manera más cómica o más dramática, asuntos que a todos nos atañen. El amor, el miedo, la muerte, las inseguridades, la fragilidad, la risa, la infancia, el humor, el deseo... Son muchos los intérpretes que trabajaron con él, y más aún los que sueñan, aún hoy, con hacerlo. Las mujeres, las actrices. No recuerdo una sola mujer que estuviese mal bajo sus órdenes. Me quedo con Diane Keaton, Anjelica Huston, Geraldine Page, Gena Rowlands, Mia Farrow, Dianne Wiest, Barbara Hershey, Cate Blanchett... En realidad, me quedo con todas -con Oscar o sin él-, pero son tantas que es casi imposible enumerarlas en este espacio.
Creo que puedo recordar (tener buena memoria a ratos resulta positivo) cada uno de los momentos en los que salí eufórico de un cine después de ver una de sus películas. La sensación de que caminando por las calles de mi ciudad estaba caminando por las calles de la suya, Nueva York. Y así, caminando por estas calles que tan bien conozco, podía escuchar las músicas -siempre exquisitas- que sonaban de fondo en las historias que salían de su cabeza y de las que, convertidas ya en imágenes, acababa de disfrutar. Caminaba por las calles de mi ciudad como si flotase. Con esa sensación que nos atrapa después de haber disfrutado plenamente de algo realmente bueno. De un cuadro, de un poema, de un concierto, de una interpretación en directo, de una película... Porque, sin ánimo de ponernos estupendos, eso es lo que tiene el arte: que nos permite elevarnos de nuestras rutinas y flotar. Alejarnos de nuestros problemas y sobrevolar los aspectos más crudos de la realidad. Y sentir esa sensación, que es, como digo, muy parecida a la de flotar. Ustedes ya me entienden.
Que cumpla en plena forma muchos años más, señor Allen. Sus trabajos (todos ellos) serán, como siempre, un alivio para nuestras batallas cotidianas.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Un sueño

Anoche soñé que íbamos al cine. A los Clarín, aquellos cines que tenían tres salas y en los que pasé muchísimas horas de mi adolescencia y juventud. Los cerraron hace unos cuantos años  y en su lugar pusieron un supermercado Día al que nunca entro, aunque esté cerca de nuestra casa, por respeto y por tristeza. Por pena. Por rabia. Ya entonces, a pesar de que la crisis llegaría más tarde, de que ese supermercado sustituyera a los cines, me pareció que era una metáfora de la decadencia que se avecinaba. La (absoluta) decadencia que hoy impera. En mi sueño, entrábamos claramente en una de las salas, la 3, la más pequeña, mi preferida. Sentados en aquellas butacas de desgastado color rojo, veíamos una película de Marcia Gay Harden (no supe, en el sueño, reconocer la película: quizá se trataba de una película que no existía más allá del propio sueño), que es una actriz que me encanta y que siempre está bien, en versión original subtitulada. No recuerdo nada más. Sólo eso: nosotros dos, en aquella sala, disfrutando de una película que parecía gustarnos. Un domingo cualquiera de invierno. Como el de hoy. Pequeñas ráfagas de felicidad. Tan reales, tan fugaces. Tan reales o tan fugaces como algunos sueños. Como este sueño sobre el que ahora escribo.

sábado, 28 de noviembre de 2015

Otro recuerdo

Hace más de veinte años, cuando esta ciudad era otra ciudad, mi amiga Araceli y yo salíamos mucho. Salíamos por la mañana y llegábamos a casa al amanecer del día siguiente. Éramos modernos, sí. Pero ser modernos no significaba que no nos gustara la Pradera, como es lógico. Íbamos a sitios donde ponían músicas atronadoras y a otros sitios donde mujeres como la Pradera o como Chavela eran auténticas diosas. Adorábamos a esas diosas. Seguimos haciéndolo. Bebíamos vino y las escuchábamos. No nos poníamos nostálgicos. Eso vendría al día siguiente, tal vez con un poco de resaca (¿quién tiene resaca a los veinte años?). Canturreábamos con ellas: la Pradera, la Vargas. Qué tiempos. Esta ciudad, nos pongamos como nos pongamos, ya no es la misma. Una pena. La crisis la transformó por completo. Como a todas, imagino. La música, sí, permanece.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Besar el pan

Este artículo fue publicado en El Huffington Post

La primera vez que vi a alguien besar el pan cuando caía un trozo al suelo o cuando, ya excesivamente duro, había que tirarlo a la basura fue a una pareja que tuve hace muchos años, casi diez años mayor que yo. Su madre, que había conocido bien la posguerra, así se lo había enseñado a todos sus hijos. Besar el pan. Qué extraño me parecía aquel gesto. Nunca lo había visto en mi casa, ni siquiera se lo había escuchado mencionar a los abuelos, que también supieron de buena mano lo que había sido la guerra y la interminable posguerra. Eso sí lo decían, todos ellos: interminable posguerra. Una de mis abuelas, la paterna, también decía que prefería morir antes que volver a pasar por todo aquello. Y no era, precisamente, una mujer frágil. Todo lo contrario. Una mujer con carácter duro, frío, poco cariñoso. Pero decía eso: prefiero morir que volver a pasar por todo aquello. Ahora, con motivo de la publicación de su nueva novela, `Los besos en el pan´ (Tusquets Editores), se lo escucho de nuevo a Almudena Grandes. Besar el pan: cuando caía al suelo o cuando había que deshacerse de él. Besar el pan, sí, en aquella posguerra y, quizá, en estos tiempos (también interminables) de crisis.
La crisis. La que vive un barrio cualquiera de Madrid. Un barrio donde muchas tiendas de toda la vida se han ido cerrando, donde los propietarios de diferentes negocios se ven obligados a rebajar sus tarifas, donde sus habitantes ven reducidos drásticamente sus sueldos o son directamente expulsados de sus trabajos, sin miramientos ni consideración alguna. Esa crisis que palpita por cualquier barrio de este país. Esa crisis que todos, en mayor o menor medida, conocemos. Como los abuelos conocieron la guerra y la (interminable, sí) posguerra. Eso es lo que cuenta Almudena Grandes en este nuevo trabajo, que me atrevería a señalar como una de sus novelas más acertadas. Por la capacidad -ante todo- de reflejar con la máxima contención ese mapa del mundo que tenemos ante nuestros ojos. Esa crisis que, en forma de grandiosa tomadura de pelo, nos rodea. Y a la que asistimos -impotentes, desconcertados, furiosos, casi resignados- pensando que mañana tal vez las cosas vuelvan a su sitio, a aquel lugar que un día conocimos. Pobres ingenuos.
Historias que llevan a otras historias, cuentos que enlazan con otros cuentos (a veces terribles) hasta conseguir el latido de ese barrio de Madrid que podría ser cualquier barrio de este país, un tejido humano muy bien trazado que nos alcanza en su verdad y nos conmueve. Jóvenes, personas de mediana edad y, sobre todo, abuelas y abuelos que conocieron aquellos lejanos tiempos y que son los que, en muchísimos casos, tiran del resto de la familia con su sentido práctico de la vida, su experiencia, su trabajo y su capacidad de darle la vuelta a las cosas, como antes ellas, las abuelas, delante de sus máquinas de coser, les daban la vuelta a los abrigos para que durasen una temporada más. Ese reflejo, el de los abuelos y las abuelas (ay, esa abuela que pone el árbol de Navidad tres meses antes de lo que corresponde para animar la casa y para animarse a sí misma), me parece extraordinario en esta novela. Y convierte lo que venía siendo una historia casi de terror, dadas las circunstancias (ausencia de dinero, de expectativas, de trabajo, de futuro), aunque sólo sea por unos momentos, en una historia dulce de la que poder tirar para seguir adelante, besando el pan o recordando a quienes lo hacían. Siempre adelante. Qué remedio.
 

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Noches sin dormir

Francesca se pasa el día encima de mis piernas: adormilada, cansada, maltrecha aún. Y yo escribo, como puedo. Estoy escribiendo nuevos cuentos y otra historia de la que de momento no quiero decir nada. Con los años, qué cosas, me estoy volviendo un poco supersticioso. También leo. He leído el diario de Elvira Lindo, `Noches sin dormir´. Su mejor libro hasta el momento, con permiso de `Lo que me queda por vivir´, aquella novela. Acabo de terminar la reseña. No dejes nunca de escribir, querida Elvira. Cuando leáis el diario (no tardéis en hacerlo), sabréis el motivo de estas palabras.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Invierno

Tengo cuarenta y cuatro años y sigo sin entender muy bien todo el asunto de la enfermedad y de la muerte. Quizá sea un inmaduro o un ingenuo, o ambas cosas a la vez, no lo sé. Llevo cinco días dedicado casi exclusivamente al cuidado de Francesca. Apenas come si no es de mi mano. Apenas bebe si no le quito el collar y estoy pendiente de sus movimientos para que no se lama la herida. Su recuperación está siendo muy lenta. Es un dolor verla caminar con pasos torpes e inseguros, cómo intenta con extrema dificultad subirse a la cama o al sofá (algo que antes hacía con gran agilidad), cómo apenas puede maullar y cómo nos mira preguntándose qué demonios es todo esto. Yo también me lo pregunto, Francesca. (Supongo que todo es, como siempre, cuestión de tiempo). Mientras afuera, dicen, ya ha llegado el invierno.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Fragilidad

Son increíbles los sentimientos que pueden provocarte los momentos de indefensión y fragilidad de una gata. Caminas por la calle y no piensas en ese párrafo al que le estás dando vueltas, en las lecturas en las que andas metido o en los planes para el invernal fin de semana que se avecina. Sólo piensas en llegar a casa y ver cómo se encuentra, si ha mejorado un poco respecto al momento en que saliste a la calle, si la herida se va cerrando poco a poco (la recuperación está siendo más lenta de lo esperado). Piensas también en su estado de ánimo: un poco decaído por la enfermedad y por ese collar que tiene que llevar en la cabeza y que tanto la agobia. Algunas personas dirán: es sólo una gata. Sí, es una gata. Pero basta con estar un segundo a su lado para comprender que los sentimientos son muy parecidos a los nuestros. Por no decir iguales. Los ojos desvalidos que reclaman tu cariño constante. Los mismos ojos que te suplican que cambies de actitud cuando tú te sientes fuera de este mundo injusto. Esos ojos -fieles- que no se apartan de ti en ningún momento. Puedo entender que haya que convivir con uno de estos pequeños animales para comprender todo esto. Muchas otras personas, supongo que la mayoría, sabrán perfectamente de lo que hablo, de lo que escribo, de lo que siento.  

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Francesca

Francesca, nuestra gata, está muy enferma. Tienen que operarla de urgencia. En dos horas entrará en el quirófano. Francesca tiene seis años y medio. Llegó a nuestra casa y no hizo otra cosa que alegrarnos la vida. Conoce cada uno de nuestros estados de ánimo y reacciona ante ellos con una inteligencia apabullante. En esos días en los que casi todo parece derrumbarse, ella siempre está ahí: como si intuyese que las cosas no van demasiado bien y su cometido fuera darle la vuelta a esas cosas. En los días alegres, salta alrededor de nuestros pies. Y la cocina, cuando los tres estamos de buen humor, se vuelve una algarabía. Creo que esos días son los más parecidos que he conocido a la felicidad. Eso sí: prefiere estar con nosotros solos a recibir invitados. Ayer se pasó el día en mi regazo. No quería moverse de allí, como si de alguna manera intuyese lo que iba a pasar hoy. De vez en cuando, lamía mis dedos y cerraba los ojos. Si movía mi cuerpo, los abría al instante. Le decía que no me iba a ninguna parte y su corazón volvía a latir al ritmo normal. Ahora, mientras escribo, está a mi lado: sentada con esa pose que siempre me recuerda a Elizabeth Taylor en `Cleopatra´, aunque Francesca sea rubia. Lleva un rato pidiendo comida y bebida (no puede tomar nada). No me atrevo a mirarla a los ojos. Sólo la acaricio, lentamente, mientras esperamos.

lunes, 16 de noviembre de 2015

El Clan

Si no fuera porque se asociaría con otro tipo de películas, podríamos definir `El Clan´ como una cinta de terror. Va más allá de la inquietud, el miedo o el desasosiego. Es terror puro y duro lo que suscitan sus imágenes. Lo que transmite la mirada helada de su despiadado protagonista (extraordinario Guillermo Francella). Lo que se esconde en las cloacas más inmundas del ser humano. Más aún, si cabe, al saber que la historia que Pablo Trapero nos cuenta está basada en hechos reales. La historia va hacia atrás y hacia delante en el tiempo, la narración capta la atención del espectador desde el primer momento y la música sirve para acentuar cada uno de esos actos de terror y la asombrosa frialdad con la que "el clan" los ejecuta. Todos esos actos ejecutados sobrecogen, pero el último que muestra la película alcanza unos niveles realmente insoportables. Una buena película. Una película durísima. Merece la pena verla: para comprobar, una vez más, hasta qué punto el ser humano es capaz de devorar a otros seres humanos (incluidos sus propios hijos).

sábado, 14 de noviembre de 2015

París, sin palabras

Abrir la ventana muy temprano. Sentir en el rostro el frío de la calle que contrasta con el calor de la  casa. Leer los periódicos, ver las imágenes. Cerrar los periódicos, apartar la vista de las imágenes. Como se aparta la mano del fuego o del hielo. Recordar esas calles por las que todos caminamos como si lo hiciésemos por el luminoso interior de una película: eso que tienen algunas ciudades. París, una de esas ciudades. París: su luz, sus evocaciones, sus escritores. Buscar las palabras y no encontrarlas. Sentir que hay determinados acontecimientos que nos desbordan. Esos fanatismos que lo emborronan todo. Intuir que no estás a salvo en ninguna parte. La fragilidad es tan poderosa como el horror. Llorar. Sí, llorar porque más de 120 personas inocentes ya no podrán hacer nunca más ese gesto tan simple que tú acabas de hacer ahora mismo, abrir la ventana muy temprano. Sentir en el rostro el frío de la calle. Refugiarte, impotente, en las palabras que otros han escrito. Hacer eso. Y no decir nada más.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Día de las Librerías (3)

Ayer, por diversas razones, no fue un día demasiado bueno. Sin embargo, ya de noche, me llegó este comentario de un lector de `Corrientes de amor´ (Ediciones Trabe) que me animó lo que quedaba de jornada. Y hoy, a pesar de lo mucho que echo de menos en días señalados (todos los días, en realidad) mi trabajo en la librería, sigue haciéndolo.

" Me encantó Corrrientes de amor. Me gustaron particularmente, Hallazgo, Agua y Círculos. Pero, por encima de todos los demás, mi preferido, el que más me llegó, fue, sin duda, Despedida. No voy a hacer spoiler a tus muchos lectores, pero seguro que tú te imaginarás por qué. Enhorabuena, Ovidio."


Gracias, José Antonio Rodrigal.

Día de las Librerías (2)

Todos los días son buenos para comprar libros, qué duda cabe. En esta jornada en la que se celebra el Día de las Librerías y donde está presente ese significativo descuento que a todo el mundo nos viene muy bien, no hay disculpa. Como librero, como escritor y como lector apasionado, desde este pequeño rincón desde el que continúo soñando, os dejo algunos títulos que he leído (o estoy terminando de leer) últimamente y que, a mi juicio, merece la pena no perderse.

-`Pedigrí´. George Simenon. Acantilado.
-`La camisa del marido´. Nélida Piñón. Alfaguara.
-`Un día cualquiera´. Hebe Uhart. Alfaguara.
-`Beethoven tenía algo de negro´. Nadine Gordimer. Bruguera.
-`Seré un anciano hermoso en un gran país´. Manuel Astur. Silex.
- `Suicidios ejemplares´. Enrique Vila-Matas. Debolsillo.
-`Los amores equivocados´. Cristina Peri Rossi. Menoscuarto.
-`La mujer helada´. Annie Ernaux. Cabaret Voltaire.
- `La ley del menor´. Ian McEwan. Anagrama.

Son sólo algunos ejemplos. Hay miles de posibilidades. Libros que se acaban de publicar o libros que están ahí, en una esquina de las buenas librerías, esperando la llegada de alguien que se fije en ellos y que se los lleve para su casa. También señalo que la editorial Comba acaba de reeditar `La sinrazón´ y `De mar a mar´, de la inclasificable, olvidada y fascinante Rosa Chacel.
No hay disculpa, como veis. Disfrutad de los libros (los que queráis). Y sobre todo, comprad en las librerías. Siento ser reincidente, pero -creédme- no hay nada más triste que el cierre de esos espacios donde uno sólo puede encontrar libertad y belleza.

Día de las Librerías (1)

Hoy es el Día de las Librerías. Un día agridulce para mí, ya me entendéis. No obstante, os deseo a todos los libreros y libreras (libreros y libreras, recalco el término: no hace falta decir nada más) que sois y estáis una estupenda jornada (mucho ajetreo, mucho movimiento, muchas ventas, entre otras cosas, porque las circunstancias así lo reclaman, bien lo sabemos). Y aprovecho para solicitar desde aquí y a quien corresponda en esta ciudad un premio para Paquita Laguna, librera que fue durante más de treinta años, que un día puso su librería (Aldebarán) en mis manos y me hizo uno de los hombres más felices de la tierra.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Libros y teatro

Desde que, a los 14 años, vi a la gran Lola Herrera en `Cinco horas con Mario´ no dejé nunca de ir al teatro. En mi ciudad y en todas las ciudades a las que pude (y puedo) ir. Yo era ese chico solitario de dieciocho o veinte años que cogía un tren o un autobús para ver las obras que se representaban en Gijón o Avilés. (Luego, vendrían otras ciudades más alejadas de la mía: Bilbao, Madrid, Barcelona...). La emoción por ver aquellas obras era inmensa. Sigue siéndolo. Yo tengo cuatro duros y me voy a Madrid a ver a Natalia Dicenta, a Charo López, a Terele Pávez, a Concha Velasco o a Aitana Sánchez-Gijón...  (Por citar sólo algunas de mis favoritas). Me voy a Madrid (nos vamos a Madrid) por verlas a ellas, exclusivamente. Ah, los cuatro duros. Si los hay, allí estamos. En Avilés, justo al lado del teatro Palacio Valdés, hay un café emblemático: el Café Lord Byron : "El sabor del teatro", estupendamente llevado por Agustín Gutiérrez González. Yo era aquel joven que iba al teatro, siempre con mucho tiempo por delante, y me paraba en aquel café: a hacer tiempo, hojear un periódico, leer un libro, tomar algo. Me paraba allí para aposentar el nerviosismo que me suponía ver una función anhelada. Hace unos meses, la tertulia literaria de ese café me invitó a hablar de mi última novela (gracias, Cristina Muñiz), `La mujer de al lado´. Fue una tarde maravillosa. Les conté que estaba ultimando los cuentos que conformarían mi siguiente trabajo y les prometí que presentaría allí ese nuevo libro, `Corrientes de amor´ (Ediciones Trabe). Hoy es ese día. Os espero a todos los que os apetezca acompañarme. Con esa magia, la de los libros y la del teatro. Con tantos recuerdos. Los que conforman lo que soy y lo que escribo.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Los placeres sencillos

Me gusta caminar. Solo o acompañado, depende del momento. Me gusta caminar solo y pensar en mis cosas: en lo que estoy escribiendo, en lo que voy a escribir. Me gusta caminar solo y observar a la gente que pasa por mi lado. Siempre encuentro argumentos ahí, en la mayoría de esas vidas. Me gusta caminar acompañado (con Íñigo, como tantas veces) y hablar de todo. Hoy, entre otros asuntos, del espléndido artículo que acaba de publicar Antonio Muñoz Molina, Elogio del conocimiento, sobre la importancia de la escuela pública, sobre la constante necesidad de aprender. Me reconozco en esas palabras. Me gusta caminar, solo o acompañado, en este otoño que remite a los último días del verano. Los paseos siempre consiguen ahuyentar cualquier tipo de ansiedad. Los placeres sencillos -como el de ahora mismo, a primera hora de la tarde- me devuelven esa serenidad que a ratos, ay, se desvanece. El paisaje no puede estar más acorde.  

sábado, 7 de noviembre de 2015

Carme Riera

Cuando menos te lo esperas, sucede. Caminas por la calle, en dirección a casa de unos amigos con los que vas a comer y pasar la tarde rememorando anécdotas y tratando de olvidar algunas cosas de este presente incierto, y la descubres. Una tienda que vende muebles antiguos y libros de segunda mano. Todo entremezclado: los libros sobre esas mesas bajas de salón que había en todas las casas a principios de los años ochenta o al lado de esas lámparas de aquella misma época que hoy parecen de rabiosa actualidad. Cosas del vintage, ya sabemos. En medio de ese barullo de cosas antiguas, descubres un libro de Carme Riera bastante hecho polvo y al precio de un euro. `Cuestión de amor propio´, editado por Tusquets hace casi treinta años. Lo compras, evidentemente. Y te vas tan contento con el hallazgo al encuentro con tus amigos.  
Semanas más tarde, comenzado ya el mes de noviembre, le otorgan a Carme Riera el Premio Nacional de las Letras. Y te alegras, claro. Te alegras mucho. Porque has leído casi todos los libros de esa escritora, porque has seguido su trayectoria con interés, porque consideras que se merece el premio. Porque su última novela publicada `Tiempo de inocencia´ es una maravilla y `La mitad del alma´, otra. Por citar dos de las obras de la escritora mallorquina que más te gustan (ambas publicadas por Alfaguara). Y porque sus libros, en los tiempos en los que trabajabas de librero, siempre estaban ahí, como fondo, aunque ya no fuesen novedad, para recomendar a quien te pidiese opinión sobre buena literatura. Carme Riera, escritora de amplio y diverso recorrido.
Ese mismo día, el de la concesión del premio a la escritora, te acercas a la estantería donde están colocados sus libros y cada uno de ellos, como esa nueva adquisición, te transporta a una época concreta de tu vida. Uno de ellos, `Contra el amor en compañía y otros relatos´ (Destino), te lleva a una habitación de hotel, en Buenos Aires, con el cuerpo cansado por las largas caminatas y la felicidad de encontrar ese otro hallazgo en una de las librerías de la calle Corrientes. Es lo que tiene la memoria. Lo que tiene la literatura que te va acompañando a lo largo de todos estos años. La visión de ese libro te lleva de nuevo a aquella habitación de hotel, a aquel viaje, a aquella lectura tras el cansancio acumulado. Tiempos felices que conservas, al amparo imprescindible de los libros, como preciados tesoros.
Abres otro de sus libros -`Te entrego, amor, la mar, como una ofrenda´- y lees algo que está subrayado: "Porque en el fondo, pese a mi fracaso, tú me compensas de todo cuando apareces de nuevo ante mí y dejas que te mire como entonces. Tu belleza me devuelve la serenidad que tanto necesito y mi memoria deja por unos instantes su acuciante labor."
Recuerdos de otros tiempos. Tiempos que, al hilo de un más que merecido premio, se enroscan de nuevo en este tiempo y te devuelven, por duplicado, instantes imborrables de tu biografía.
Felicidades, señora Riera.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Un Oscar para Gena Rowlands

Este artículo fue publicado en El Huffington Post.

Hay mujeres que, aunque se lo propusiesen, jamás podrían pasar desapercibidas. Por su talento, por su inteligencia, por su belleza, por su clase, por su estilo. O por todo ello junto. También por su manera de ponerse un pañuelo o unas gafas, de sujetar un cigarrillo o una copa entre los dedos, o de leer un poema en voz alta. Gena Rowlands es una de esas mujeres. Cumplidos ya los ochenta y cinco años, manteniendo intactas la lucidez y la elegancia, la Academia de Hollywood le entregará el catorce de noviembre un Oscar Honorífico. ¿Llega tarde? Por supuesto. Como tarde le llegó a Lauren Bacall y a tantas otras actrices irrepetibles. Por `A woman under the influence´, su primera nominación a los Oscar, ya se lo merecía. Y aún más, si cabe, por `Opening night´, por la que ni tan siquiera fue nominada (aunque se llevó el Oso de Plata de Berlín por su interpretación). Ya conocemos las injusticias de esos premios. De todos los premios, en realidad. Creo que si se hiciera una lista con las cincuenta mejores interpretaciones femeninas de la historia del cine, la de Rowlands en `Opening night´ merecería un puesto destacado. Es imposible no emocionarse con esa interpretación en cada nueva revisión de la película (¿la mejor de John Cassavetes?). Seamos claros: Gena alcanza la genialidad. Insuperable en ese permanente estado entre la borrachera y ese enmarañado estado mental en el que se encuentra durante toda la película. Ah, la mirada. Esa mirada que bordea la desesperación, el vacío, la falta de comunicación, la incomprensión y la impotencia por el velocísimo paso del tiempo y sí, digámoslo abiertamente, esa frágil línea que separa la cordura de la locura. Estremece su fragilidad y cómo durante las más de dos horas que dura la película esa fragilidad no se desvanece en ningún momento. Esa fragilidad que, junto a las abundantes copas de alcohol, parece que la derrumbará de un momento a otro. Pero no: Gena y la actriz a la que da vida, Myrtle Gordon, se mantienen en pie. Ambas sobreviven y se llevan los aplausos.
¡Lo que nos hubiese gustado a más de uno asistir al rodaje de aquella película! Y más aún, después de escuchar las palabras que la propia actriz pronunció sobre aquellos años, los compartidos (en los rodajes y en la vida) con John Cassavetes, su marido: "Vivíamos para el cine. Fueron años intensos y apasionantes. Los mejores de mi vida".   
Pero no fue en las películas de Cassavetes donde descubrí a Gena, sino en una pequeña joya -otra- de Woody Allen, `Another woman´. Tenía diecisiete años y en esta ciudad desde la que escribo, Oviedo, aún había cines más allá de los centros comerciales. Woody homenajeaba a su admirado Bergman, y Rowlands estaba soberbia. Por aquella época, la actriz hizo muchas películas para la televisión. Productos dignos donde las actrices que ya no encontraban buenos papeles en el cine se refugiaban. Como también lo hacían en el teatro. Por ejemplo, Bette Davis, con la que Rowlands compartió protagonismo en una de aquellas cintas televisivas, desarrolló la última parte de su admirable carrera en este medio. Alguien debería reeditar en deuvedé lo mejor de aquellos trabajos.
Pese a lo que ha tardado en llegar este premio, todos sus admiradores aplaudiremos como la aplaudieron a ella, y a Myrtle Gordon, en aquella memorable noche de estreno.
  

domingo, 1 de noviembre de 2015

Pongamos que se llamaba Martha

Esta madrugada, leyendo un cuento de Vila-Matas, me he acordado de ti, Martha. De aquellas lejanas y solitarias noches en las que yo estaba ahí, en la penumbra de otra habitación, escribiendo, y tú no sé muy bien en qué lugares andabas perdida (o sí lo sé). En aquel tiempo, escribía y pensaba en ti. No podía evitarlo. Así eran las cosas entonces. Han pasado casi cuarenta años, como en la canción de Tom Waits. Yo sigo aquí, escribiendo, y a ratos soy feliz (muy feliz, aunque esté mal decirlo: que les den a los envidiosos), pero ya no pienso casi nunca en ti, Martha, ni en qué lugares andarás (perdida, imagino, como siempre). De hecho, hacía mucho tiempo que no pensaba en ti. Vamos a echarle hoy la culpa a Vila-Matas y a su cuento. Que es lo bueno que tiene la literatura

jueves, 29 de octubre de 2015

Corrientes de amor

Este artículo fue publicado en El Huffington Post.

Empecé a escribir con ocho o nueve años. En la cocina de la casa de mis padres, los sábados por la mañana. Eran mañanas luminosas, sin colegio. Mi padre estaba trabajando y mi madre, en aquella cocina llena de luz, escuchaba música en la radio y preparaba la comida. En una esquina, rodeado de mis primeros libros y cuadernos, sentado en una pequeña silla de madera y utilizando una de las banquetas como mesa, escribía. Cuentos: eso fue lo primero que escribí. Basándome en los personajes de los libros de `Los Cinco´ y de la familia de los inolvidables hermanos Zipi y Zape, mis lecturas favoritas por entonces, escribía mis propias historias. Grapaba las hojas, les ponía un vistoso título y se lo enseñaba a mi madre, siempre pendiente de mis tareas. Mi madre fue mi primera lectora. No conservo ninguno de aquellos cuentos. Ella, tampoco. Una lástima. Desde aquellos momentos, los de mis ocho o nueve años, a los actuales, en los que acabo de cumplir cuarenta y cuatro, no he dejado nunca de escribir. Cuentos, novelas, artículos, diarios... He publicado siete libros. Dos de ellos son novelas. El resto, se trata de prosa miscelánea. Mi séptimo libro, el que ahora publico, es mi primer libro de cuentos. Pese a los muchos cuentos (de mayor o menor extensión)
que he escrito a lo largo de estos años y de haber recibido algunos premios y de haber quedado finalista en otros, es el primero que publico de un género que me apasiona como lector y como escritor. No es un terreno fácil. Hay que estar siempre alerta: no dejar que en el texto falte ni sobre una sola palabra. Algo parecido a lo que sucede con los poemas. Es un género exigente. Hay grandes escritores a los que admiro y que comencé a leer muy pronto, poco después de aquellas luminosas mañanas de sábado. Antón Chéjov, Truman Capote, Alice Munro, Soledad Puértolas, Ana María Matute, John Fante, Raymond Carver, John Cheever, Cristina Fernández Cubas, Carson McCullers, Ignacio Aldecoa... Sus libros siempre están ahí, al alcance de la mano. Muchas veces he pensado cómo resolverían ellos algunas de las cuestiones que se plantean mis protagonistas. Siendo sinceros, a todos nos gusta fantasear. Definitivamente, los escritores somos gente un poco extraña. Pensando en palabras y pensando qué harían otros con esas mismas palabras. Qué le vamos a hacer. Es lo que hay. Somos así. Buscamos nuestro camino revisando el camino que otros han recorrido previamente.
`Corrientes de amor´ (Ediciones Trabe), mi nuevo libro, es una colección de cuentos, variaciones de amor y desamor, de amores posibles e imposibles, momentos que atrapan un instante (complicado, decisivo) en las vidas de los hombres y mujeres, sobre todo, mujeres, que pueblan sus páginas. Gente que viaja, que huye, que recuerda, que busca su lugar, que mira hacia delante. Cuentos que nos advierten que la vida no es fácil, que va en serio y que eso lo descubrimos -tal vez- un poco tarde. Todos los cuentos están atravesados por esas corrientes de amor del título, que les da unidad. Porque está bien que los libros de relatos tengan un  denominador común. El amor, en casi todas sus variantes, aquí presente. O como escribió John Cheever: "La espectral compañía del amor siempre con nosotros".

martes, 27 de octubre de 2015

El don y el látigo

Hace cinco años, en la misma plaza donde hoy presento mi último libro, más o menos por la misma fecha, presentaba `El extraño viaje´. Fue una tarde memorable. Conseguimos llenar esa plaza, tan bonita como enorme. Han pasado muchas cosas desde entonces. Un mes después de aquella tarde, cercana ya la Navidad, me comunicaron que la librería en la que trabajaba cerraba sus puertas. Eso, como comprenderéis, lo cambió todo. Desde entonces, no he hecho otra cosa más que escribir. Escribir con auténtica disciplina. Suena bien, lo sé, pero las trastiendas de la mayoría de los escritores que no tienen otro trabajo o que no pueden vivir de la literatura (cuatro nombres contados pueden hacerlo, a pesar de lo que algunas personas piensan) suele ser como el rostro de los payasos cuando se retiran de las luces de la pista. Muchas sombras acechan ahí, más aún en estos tiempos. No importa (o sí). Sabemos que nos quedan las palabras y la voluntad de seguir haciendo aquello en lo que creemos y a lo que Truman Capote se refirió con aquellas tremendas palabras: cuando Dios le da a uno un don también le entrega un látigo y el látigo es únicamente para autoflagelarse. En ello estamos, señor Capote. Hoy toca salir a la pista y presentar estos cuentos a los que he dedicado casi tres años de mi vida, compaginando esa escritura con otras. Os espero: a las 20 horas, en Trascorrales. Con la mejor sonrisa: la misma que la del payaso que, bajo los focos de la pista, ofrecerá lo mejor de sí mismo: su trabajo.  

lunes, 26 de octubre de 2015

Presentación de`Corrientes de amor´ en Oviedo

Qué nervios. El tictac del reloj resuena con insistencia. Ya quedan pocas horas para la presentación de `Corrientes de amor´ (Ediciones Trabe) en Oviedo. Mañana, martes 27, a las 20 horas, en Trascorrales. Con Leticia Sánchez Ruiz y Azucen Vence. Con una, Azucena, la amistad viene de años atrás. Y con la otra, Leticia, me bastaron unas risas y unos vinos compartidos una lejana noche para saber que era la chica adecuada para la ocasión. En El Huffington Post podéis encontrar un enlace que os permite leer uno de los cuentos gratuitamente. Se va apoderando de mí esa sensación de que los cuentos ya no pertenecen: la sensación de que ya pertenecen a todas las personas que os estáis haciendo con el libro. Mi agradecimiento para todas ellas. Nos vemos mañana (si queréis, si podéis) en una de las plazas más bonitas de esta ciudad.  

sábado, 24 de octubre de 2015

En memoria de Maureen O´Hara

En aquellas noches de la adolescencia, cuando la casa se quedaba en silencio, yo permanecía delante del televisor, observándolos a ellos, y sobre todo, a ellas. Las actrices. Continúo haciéndolo. Aunque, siendo sinceros, ya no miro el televisor sino los vídeos que pongo aquí o allá. Muchas actrices. Mucha admiración. La actriz Maureen O´Hara era una de ellas. Es una de ellas. Qué poderío. Qué rebeldía. Qué carácter. Qué melena. Uno siempre piensa que estas actrices nunca van a morir, pero mueren porque la vida es así de miserable. Llegó hasta una edad importante (afortunada, O´Hara). Todos los que amamos el cine por encima de casi todo, la recordaremos siempre. En aquella rebeldía. En aquellos golpes de melena. Pelirroja. La pelirroja por excelencia. Una de ellas. El cine de las noches de nuestra adolescencia. Qué viejos nos vamos haciendo. Qué cantidad de recuerdos nos acompañan. Somos, por ello, muy afortunados, aunque a veces creamos lo contrario. Siempre en mi memoria, Maureen. En la memoria de aquellas noches. En la memoria de esta noche, tan próxima ya.

Buscando versos

Como ya he escrito en otras ocasiones, en mi añorada época de librero solía leer en los ratos libres bastante literatura infantil y juvenil: para estar al día, para informar a los clientes (a las clientas, sobre todo, porque siguen siendo las madres las que mayoritariamente compran los libros a sus hijos). Ahora, de cuando en cuando, llegan a mis manos algunos libros dirigidos a ese público tan exigente que sus autores tienen la gentileza de enviarme. Los leo con atención. Como entonces. Acabo de recibir "Bolso de niebla", de María Rosa Serdio. Un libro -primorosamente editado por Pintar-Pintar, con bellas ilustraciones de Julio Antonio Blasco que se adaptan a la perfección a las palabras de la autora- de versos para los más pequeños. Una delicia. De principio a fin. Palabras sencillas (como debe ser) detrás de las que se esconden las cuatro verdades de la vida. El placer de leer, de soñar o de escuchar, de contemplar una mañana de otoño o de primavera, de comer un helado (sin más), de jugar con unas canicas o con unos lápices de colores (hay muchos colores en estos estupendos versos: de esos vivos colores que animan a entregarse a la vida sin reservas ni medias tintas), de atrapar un verso que nos cambie el humor o transformen las circunstancias en algo más amable, más luminoso. Que vuelven a demostrar que la poesía tal vez no sea capaz de cambiar el mundo, pero sí de hacer ese mundo un lugar mucho más habitable. Más aún, si me apuran, en estos difíciles tiempos que nos están tocando vivir por diferentes razones. La poesía, la buena poesía, para afrontar cada mañana. En ello andamos.  
Creo que Serdio ha logrado lo más importante: que los niños puedan llegar a interesarse por la poesía con estos versos suyos. El lenguaje y la inteligente manera de jugar con él no me dejan lugar a la más mínima duda. Aquí, un ejemplo de su maestría: "Por entre los segundos,/ las horas, las tormentas.../se filtra un rayo/ que viene desde allí./ Justo al borde de las/ charcas,/ al borde de las/ sombras,/ al borde de los mapas,/ existe el espacio/ donde esa chispa de luz/ anida./ Existe un paréntesis/ donde se abren/ las palabras/ para ofrecer su corazón/ de colibrí."   
Desde aquí le digo a su autora que nos muestre en un libro los versos que tiene para adultos, que a buen seguro no son pocos. Los esperamos con ganas.

viernes, 23 de octubre de 2015

Palabras de Laura Freixas sobre `Corrientes de amor´

Me ha gustado mucho `Corrientes de amor´(Ediciones Trabe). Es un autor con un mundo propio, que va explorando libro tras libro, sutilmente, con delicadeza, en sordina, con una nota melancólica, y sobre todo con mucho respeto por sus personajes (la mayoría, mujeres de mediana edad, con una situación no muy boyante, sin ser desesperada), por esa dignidad que tienen siempre. También me ha gustado la incertidumbre que deja planear, los finales abiertos, y la recurrencia de algunos temas o elementos: las muertes y accidentes, las mujeres separadas, la homosexualidad, la violencia machista, la presencia de la familia, un cierto tono de desilusión (chejoviano), los momentos de cambio, los autobuses y trenes... el libro se podría haber llamado "Tránsitos" ("Corrientes de amor" no lo entiendo y no me gusta mucho).
Lo negativo: a veces personajes o situaciones son un poco planos, banales. Como se desarrolla muy poco el argumento, habría que compensarlo acentuando la atmósfera (a veces demasiado aséptica, sin relieve, impersonal) y dotando a los personajes de claroscuros ( por ejemplo el cuento en que una mujer vuelve a ponerse en contacto vía FB con un hombre con el que estuvo emparejada años atrás tendría mucha más fuerza, su final abierto intrigaría mucho más, si se nos presentara al hombre como peculiar, un poco misterioso, atractivo pero también inquietante).
En fin, hay cosas mejorables pero en líneas generales repito que me ha gustado mucho. Y pienso que el cuento es un género que se adapta muy bien al mundo de Ovidio Parades.

Laura Freixas


miércoles, 21 de octubre de 2015

Foto desde Mieres

No voy mucho a Mieres. Sin embargo, cuando lo hago o cuando recibo la foto que un lector se ha hecho con alguno de mis libros y reconozco sus calles, algo me remueve por dentro. Supongo que es inevitable. Todos aquellos viajes, en la infancia, para visitar a los abuelos. Los paseos por los alrededores de la plaza, las terrazas de los días soleados, la casa de los abuelos, el pozo minero (hoy ya desaparecido) y la camaradería de los hombres que entraban en él... Los días de invierno y los días de verano. Todo vuelve a mí, de repente. Según pasan los años (y determinadas circunstancias), podría decir que de una manera más acentuada aún. Más violenta. Todos esos paraísos perdidos, irrecuperables ya más allá de las palabras o la memoria. Uno de los lugares donde fuimos felices sin saberlo. Donde fui feliz sin saber lo que eso -ser feliz- significaba. Cada vez que vuelvo por allí o recibo una foto (como la que he recibido hoy, muy temprano, de una lectora fiel), retorno a todos esos paisajes. Y por un breve momento, ese regreso no se vuelve melancólico sino todo lo contrario. Sé que en ese breve momento, que es como una especie de fogonazo, está atrapada toda mi vida. Lo que soy, lo que siento, lo que escribo. Lo que me importa

martes, 20 de octubre de 2015

El aullido de Aitana

(Este artículo fue publicado en El Huffington Post)

Medea es la mujer herida, humillada, traicionada, enloquecida. Sacerdotisa del amor llevado hasta sus últimas consecuencias y de la monstruosidad más espantosa. La mujer que no acepta su destino, su destierro, y planifica las venganzas más terribles, más sangrientas, más despiadadas. Esas venganzas que culminarán, como sabemos, con el asesinato de sus propios hijos. La mujer que convierte su grito en aullido desgarrador. Todo comienza, en esta arriesgada y sobresaliente versión a cargo de Andrés Lima, como un ciclón, como un paisaje ferozmente arrasado por los sentimientos desmedidos, como un terremoto que presagia lo que vendrá poco después. La sinrazón, el amor excesivo y enfermizo, la brutalidad, la batalla encarnizada, la muerte. El ruido que es una constante en toda la obra desde el momento en que Medea se sube al escenario marcando el ritmo con el sonido de sus tacones negros y que sólo se verá levemente dulcificado con las canciones que dan un poco de tregua al desenfreno. Canciones como nanas que dan una breve tregua al espectador, sí, pero no a Medea que, sumida en su arrebatado dolor, sigue maquinando atrocidades. El grito, mientras planea la venganza final, ya se ha convertido en ese aullido desgarrador que mencionaba antes. No hay vuelta atrás. Su dolor no conoce límites. Y sus ansias de destrucción, tampoco. No hay mayor dolor que el amor, repite Medea a modo de lema premonitorio, preparándonos ya para ese apabullante desenlace que, aunque conocido, no deja de conmovernos.
Aitana Sánchez-Gijón -después de ser la gata de Tennesse Williams, la criada de Genet y la Chunga de Vargas Llosa: por citar tres de sus trabajos teatrales más representativos- es Medea. Su entrega y su transformación son absolutas. Aunque su cuerpo -maternal, perfumado en otro tiempo para las caricias o enfangado en sangre, barro y plumas de peligrosos conjuros- juega un papel muy importante, con la mirada y la voz compone lo más temible de su personaje: esa Medea arrasada por los sentimientos, ese Medea casi terrorífica. Más que a la Medea de Nuria Espert, personaje fundamental en la carrera de la actriz catalana, esta Medea de Aitana me remitió por momentos a algunos de los tramos más salvajes de la Espert de `La violación de Lucrecia´. El mismo nivel de transformación, de sacar la voz de lo más hondo de las entrañas, de colocar la mirada en ese punto donde la cordura va diluyéndose y perdiendo su significado real. Aitana se arrastra, se retuerce, se estremece: todo ello violentamente. El propio aullido que brota de su garganta y de sus entrañas la atraviesa como un rayo que quisiese aniquilarla y darle vida (vida para crear muerte) al mismo tiempo. Aitana ha ganado el premio Ceres por este trabajo, y no es extrañar: en su interpretación (transformación) sólo tiene cabida el elogio. Lo mismo hay que decir de sus compañeros de escenario.
Y sí, aún perdura, tiempo después de abandonar el teatro, de regreso a casa por las calles solitarias, el aullido seco y desgarrado de Medea o de Aitana, que viene a ser lo mismo.
 

lunes, 19 de octubre de 2015

¿Librera?

Estoy en una librería. Es el día que la editorial Destino ha anunciado el lanzamiento de la nueva novela de Álvaro Pombo. Echo un vistazo a las mesas de novedades y no veo el libro por ninguna parte. Le pregunto a una chica por él. Me dice que va a mirar en el ordenador. Sí, hay ejemplares, han entrado hoy. Son las seis y media de la tarde. Añade: deben estar sin colocar. Sí, están en la tienda, repite. A un lado del mostrador, veo unas cajas (pocas). Ella no dice nada. No dice (como diría yo -y como dirían algunas personas que conozco que trabajaron de cara al público y que también están en sus casas sin trabajo- si estuviese en su lugar): espera un momento que te lo busco. No, no dice eso. Me mira, se encoge de hombros, sonríe con falsedad: su sonrisa lleva implícito una especie de ¿por qué no te largas ya de una maldita vez y vuelves mañana, si te parece? Me hierve la sangre. ¡Quiero el libro! Estoy a punto de cumplir cuarenta y cuatro años y me sigue hirviendo la sangre con este tipo de actitudes. Me acerco a las cajas que están a un lado del mostrador, medio camufladas. De repente, entre otros libros, distingo la portada (bastante poco apropiada, por cierto) que ya conozco porque llevo meses viéndola en la página de la editorial, el nombre del escritor santanderino. Lo cojo, como el que coge un anhelado tesoro, y le digo: está aquí. Procuro decirlo sin demasiado retintín, aunque sinceramente me importa un rábano como hayan sonado mis palabras. Oh, exclama. ¡Cuánto sabes! Siento deseos de ponerme a gritar y de decirle antes que una persona que está trabajando en una librería debería echar un vistazo de vez en cuando a los catálogos de las novedades. ¿Es para regalo?, pregunta. Niego con la cabeza. Mientras me cobra, dice: Chico, tú tenías que estar aquí, ayudándonos. ¿Ayudando? ¿AYUDANDO? ¡Yo tenía que estar ahí, si hubiese justicia, ganando el sueldo que tú estás ganando! No lo digo, lo pienso. De hecho, no digo nada más. Respiro hondo. Varias veces. Ya sólo pienso en una imagen: una terraza (a ser posible sin demasiada gente alrededor), una copa de vino tinto y el dichoso libro de Pombo...     

sábado, 17 de octubre de 2015

Menú del desarme

Levantarse con una tarea: preparar el menú del desarme. Garbanzos con bacalao y espinacas, callos y arroz con leche. Un menú -excesivo, nos pongamos como nos pongamos- que es tradición en esta ciudad durante estos días. Mi hermana me pidió que lo preparase. Así que, después de leer la entrevista a Joyce Carol Oates y el genial artículo de Elvira Lindo, aquí estoy: encerrado con Marianne Faithfull en la cocina, removiendo por aquí y por allá, preparando el susodicho menú para seis personas. Y pensando en lo mucho que le agradezco a mi abuela Virginia que hiciese callar a los hombres de la familia (aquello de andar entre tarteras y cucharones de madera era, por entonces, algo exclusivo de las chicas: ¡qué tiempos!) cuando, a mis ocho o nueve años, ya me gustaba revolver por su cocina. Es inevitable: cada vez que preparo arroz con leche, la recuerdo. Pero no hay tristeza en el recuerdo. Todo lo contrario. Es un recuerdo alegre, como era ella. Que siempre viene acompañado de esa especie de serenidad que nos alcanza cuando recordamos a quien sólo nos aportó belleza, sentido del humor, sabiduría.

miércoles, 14 de octubre de 2015

He llegado hasta aquí

He llegado hasta aquí. Cuarenta y cuatro años. Hoy los cumplo, a las cinco y diez de la tarde. No ha sido fácil (¿para quién lo es?). He sobrellevado las dificultades apoyado en los hombros de mis padres, en la fuerza y generosidad de mi hermana, en el amor de mi marido. Y en las risas que compartí con algunas amigas, con algunos amigos. Porque sí, es cierto: también he reído. Sigo haciéndolo. Muy a menudo. He disfrutado mucho: de cada instante, por insignificante que pueda parecer. Ahí está la clave, creo, para seguir en el camino: cumpliendo años, riéndome. Disfrutar de los grandes acontecimientos y de las cosas, en teoría, más pequeñas. Como escribir o leer a estas horas, pensar en la comida que voy a preparar dentro de un rato para mi familia, anotar siempre en un cuaderno las ideas que pasan por mi cabeza, no dejar de ilusionarme con los nuevos proyectos que vayan llegando... No dejar de ilusionarme nunca, pese a las decepciones y a quienes las hicieron posibles. He llegado hasta aquí. Cuarenta y cuatro años. A las cinco de la tarde y diez de la tarde, qué vértigo, ya los tendré. Y, en cierto modo, creo que, por el momento, estoy a salvo de ciertos laberintos.  

martes, 13 de octubre de 2015

Indignación

No puedo expresar más que rabia, tristeza e indignación ante la noticia de lo que le acaban de hacer a la estatua de Mafalda (pintarle la cara con un spray negro). La mismas reiteradas faltas de respeto que tuvieron con las gafas de Woody Allen, director imprescindible para los que amamos el cine y que tantos buenos momentos nos proporcionó con su arte, y nos sigue proporcionando a sus ochenta años. Hay cosas que se escapan por completo a mi comprensión, y ésta, sinceramente, es una de ellas. Absolutamente lamentable.  

miércoles, 7 de octubre de 2015

Cumpleaños

No sé si es tipo más guapo del mundo, pero sé que es uno de ellos. De lo que sí estoy seguro es de que, para mí, es el mejor de todos los tipos. Íñigo, mi marido. Hoy cumple 40 años. Creo que es una cifra importante. La mitad de la vida, por así decir. Cuando yo cumplí esa edad, 40, tuve esa sensación, difícil de explicar de manera apresurada (ya habrá ocasión, si procede, en este espacio o en otro, de reflexionar sobre ello detenidamente). Me gustaría llevarle a cenar a Nueva York, a aquel local que nos recomendó Elvira Lindo y donde le hice numerosas fotografías, pero me temo que hoy no va a poder ser. No importa. Ya habrá tiempo. Intentaré llevarle, con la ayuda de la música del señor Sinatra, a la luna, una vez más, que tampoco es un mal sitio, ¿no?  

jueves, 1 de octubre de 2015

Octubre

Octubre es el mes del año que más me gusta. Quizá influya el hecho de haber nacido a medidos de este mes, no lo sé. Según se acercaba el día del cumpleaños, la emoción iba en aumento: como ocurría en las Navidades, cuando se iba aproximando el día de Reyes. Sé que hay gente a la que no le gusta celebrar su cumpleaños. A mí, sí. Lo ideal es, no vamos a engañarnos, haciendo un viaje. Pero si no se puede, no se puede, y no importa. Me conformo con una buena comida con mi familia. Besos, risas, libros de regalo, un par de botellas de vino y malos rollos fuera. Cuando conocí a Íñigo y descubrí que su cumpleaños era también en octubre, justo una semana antes que el mío, aquello me pareció un buen augurio. Y ahí estamos. Aquí estamos, contando los días, desde esta primera jornada del mes. Esta mañana, al abrir la ventana, sentí ese frío característico de octubre. Se ha presentado sin rodeos, como debe ser. Y aunque ese frío no le sienta demasiado bien a mis huesos, es un frío que me reconforta. Y que me lleva, una vez más, al pueblo de los abuelos, a aquella mesa situada debajo de la higuera que, imponente, se erigía delante de la casa y que por estos días ofrecía ya sus frutos más jugosos. La mesa donde me instalaba para leer, para escribir mis primeras historias y para observar todo aquel mundo que, a punto de cumplir cuarenta y cuatro años, es el mundo más preciado de mi memoria.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Un apunte sobre Esther

Lo leí esta madrugada, de un tirón. `Chicolate espeso´, de Esther Prieto (Ediciones Trabe). Historias cortas que a veces son una caricia, y otras un zarpazo. Caricias y zarpazos. Como la vida misma: la de ahora y la de entonces, cuando fueron escritos para el semanario Les Noticies, ya desaparecido. Sólo perdura la literatura que se escribe para los periódicos si se trata de buena literatura. Es el caso que nos ocupa. Las cosas cotidianas, la política, el asombro por lo que está pasando desde hace años, la protesta, la poesía, los desengaños, y los aires y los paisajes de esta tierra nuestra, Asturias, que, como estas pequeñas historias, nos da una caricia o un zarpazo, según le venga en gana. Pero que sigue siendo, pese a todo, nuestro refugio, nuestro referente, nuestra trinchera. El lugar donde nos reconocemos y donde reconocemos nuestras raíces (ah, aquellos años de juventud). Simplemente. Lo que fuimos y lo que somos. Lo que el tiempo quiso hacer con nosotros, o lo que nosotros le dejamos hacer, que nunca se sabe muy bien. Escribe, Esther, de modo directo y claro, sin retóricas. Con un lenguaje que, acaso, es el lenguaje de una mujer que escribe poesía, que va por la calle distraída  (como nos cuenta), a su aire, pensando en versos o en palabras sueltas que ahuyenten los miedos, las injusticias, los temores. Palabras que llegan a convertirse en versos o palabras que el viento se lleva de modo inesperado. De un modo u otro, palabras que habrán servido para unos instantes de evasión, para vencer el insomnio o para dulcificar durante unos minutos los zarpazos que se presentan sin avisar y que nos asaltan a traición. Esos instantes -la literatura, al fin-  que, sin temor a exagerar, a ratos nos salvan la vida.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Palabras del periodista Iván Alonso sobre `Corrientes de amor´

"En los autobuses, en medio del otoño, en Navidad o en Londres hay corrientes de amor que de repente unen a las personas desconocidas con su energía haciéndolas inseparables e inolvidables. El nuevo libro de relatos de Ovidio Parades investiga esas corrientes, las pone al descubierto y traza un mapa del amor urbano en estos tiempos."


`Corrientes de amor´, mi nuevo libro (de relatos), estará a la venta los próximos días. Si alguien desea recibirlo por correo (gastos de envío gratuitos durante las primeras semanas), sólo tiene que llamar a Ediciones Trabe (985 208 206) o enviar un correo a samuel@trabe.org

sábado, 26 de septiembre de 2015

Está pasando

Estoy en una librería de segunda mano. Es viernes y son casi las ocho de la tarde. Hay muchos títulos interesantes, bien conservados y a buen precio. Llevo un rato ahí, hojeando, decidiendo qué libros me voy a llevar y cuáles tengo que dejar. El librero está a sus cosas, silencioso. De repente, un padre joven (bastante más joven que yo), atractivo, vestido con ropa informal y cara, entra en la librería con sus tres hijos. Los dos mayores (niño y niña) tendrán ocho o nueve años y el pequeño, subido a los hombros de su altísimo padre, dos o tres. Los mayores se dirigen de inmediato a la sección infantil y juvenil. Se ve que ya la conocen, que ya han estado más veces en esa librería. Hablan entre ellos y disfrutan descubriendo nuevos títulos. Me reconozco de inmediato en esos niños. Yo también era así a su edad. Las librerías empezaron a ser muy pronto una especie de paraíso. El padre apura a la niña: venga, venga, pregúntale al señor por el libro que necesitas para el colegio. La niña dice el título. El librero niega con la cabeza y la niña continúa hojeando los libros de la sección. Tanto ella como su hermano disfrutan con ello. El padre les dice que dejen eso: venga, venga, que hay que ya es tarde, que ya es hora de irse para casa, bañarse y preparar la cena. Los niños protestan: quieren seguir allí, hojeando libros, leyendo las primeras páginas de esos libros que aún no tienen. La niña dice con voz melosa: Papá... Y el padre la interrumpe, sabiendo lo que la niña le va a pedir: un libro. No, dice tajante. Vámonos ya, exclama con seriedad. La niña y su hermano protestan, se enfurruñan. El padre ya está en la calle. Los niños salen de la librería: enfadados, medio llorosos, desencantados. Su único deseo era estar un rato más allí, en la librería, descubriendo libros.
El librero y yo nos miramos. Creo que los dos pensamos lo mismo: ¡Con la cantidad de padres que tienen que forzar a sus hijos en la lectura! Aún recuerdo las historias de muchas madres desesperadas que venían por las librerías en las que trabajé y que no sabían ya qué hacer para que sus hijos cogiesen un libro. El librero y yo no pronunciamos ni una palabra porque hay expresiones que ya lo dicen todo. Tengo la sensación de que no se trata de otra batalla perdida, sino de que, entre unas cosas y otras, estamos empezando a perder la guerra.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

La mujer del tren

La mujer está esperando, delante de nosotros, a que el tren se pare para bajarse de él. Tendrá unos sesenta años, un cuerpo menudo y un intenso olor corporal. Viste un abrigo de tonos grisáceos y su pelo está cubierto con un pañuelo negro. Lleva cinco viejas y pesadas maletas: cada una de ellas cerrada con un diminuto candado plateado que contrasta con el tamaño de las propias maletas. Cuando el tren se detiene, mueve todo ese equipaje con dificultad. Sólo una de las maletas tiene ruedas. Pese a que somos varias las personas arremolinadas en torno a la puerta, nadie le echa una mano. Nosotros lo hacemos. En el andén, con un carrito para el equipaje, la está esperando un trabajador de la estación. Es un chico joven, sonriente, que parece contrastar datos en el móvil. A la ciudad están llegando los primeros refugiados. Antes de irse, la mujer busca mi mirada y me dice gracias en francés. Su voz es dulce y cristalina. Tiene los ojos vidriosos. Sólo dice eso: Merci. Y yo -creo que por primera vez en mi vida- no puedo decir nada. De hecho, no decimos nada hasta un buen rato después, cuando dejamos atrás la estación y el sol calienta tibiamente nuestras cabezas como en aquellos septiembres en los que nuestra única preocupación era volver al colegio después de las vacaciones.

martes, 22 de septiembre de 2015

La tan comentada fotografía

La fotografía. La tan comentada fotografía. Mariano Rajoy y su esposa posan con Javier Maroto y su marido, recién casados. Sin ironías, sarcasmos ni rencores: veo positiva esa instantánea. Maroto ha hecho lo que tenía que hacer -vivir libremente su vida, dejar los armarios para la ropa y casarse con quien considera- y a Rajoy no le ha quedado más opción que aceptar su posicionamiento. Veo esa fotografía y pienso que la derecha más retrógrada y los "roucos" de turno tienen que estar rasgándose las vestiduras, y también pienso en Pedro Zerolo, en Zapatero, y en tantas y tantas personas, conocidas y menos conocidas, que llevamos años luchando para que ese señor, Maroto, esté ahí, en esa fotografía, recién casado con su marido, y que ese otro señor, Rajoy, que un día criticó y recurrió la ley del matrimonio homosexual, le acompañe.  

lunes, 21 de septiembre de 2015

`Ma ma´: fundido en azul

Una niña rubia de cinco años camina por los parajes helados de Siberia. Ése es el poético e inquietante comienzo de `Ma ma´. Aún no lo sabemos pero esa niña rubia de cinco años, caminando por esos parajes helados o flotando sobre las cálidas aguas de un mar de verano, será la metáfora que atraviese toda la película de Julio Medem. La vida -como aquel dique contra el Pacífico de la novela de Marguerite Duras- contra la muerte. La vida que, a pesar de desarrollarse en un cuerpo brutalmente herido, consigue salir adelante: balbucear, sonreír, mantener muy abiertos los ojos (esos ojos grandes y expresivos que heredará de su madre). Como también lo hacía la protagonista de aquella obra maestra de Krzysztof Kieslowski , `Azul´, única superviviente del accidente automovilístico en el que moría su familia y que le ganaba la partida a la muerte (numerosos fundidos en azul y tintineos musicales que remitían siempre a ese color). O, aunque sólo fuese por unos instantes confusos y extraños, lograba mantener los ojos abiertos -ojos también grandes y expresivos, los ojos de Najwa Nimri- Ana, la novia de Otto, en la que probablemente sea la mejor película de Julio Medem hasta el momento, `Los amantes del Círculo Polar´ (más fundidos en azul, también parajes helados y precisos tintineos musicales).
No desvelamos nada si decimos que a Magda, la protagonista, le diagnostican un cáncer en el pecho. Y tampoco desvelamos nada si decimos que a partir de ahí, de ese diagnóstico, atravesará todos los estados emocionales posibles. La rabia, el dolor, la impotencia, la resignación, el optimismo. Sí, el optimismo. La propia Penélope en una de las entrevistas promocionales ha dicho que el optimismo no es algo superficial y que hay que tener muchos cojones para practicarlo y defenderlo. Y, aparte de estar de acuerdo con esa afirmación, son esas palabras, precisamente, la clave de esta película que, pese a lo terrible del tema que trata, tiende más a la luminosidad que a la tragedia. El optimismo para enfrentarse al dolor. Eso no quita, como es lógico, que la película esté repleta de momentos muy emotivos, dado el viaje que la enfermedad emprende en su cuerpo y las circunstancias que irán rodeando a ese viaje. Para ello, para ese viaje terrible en el que se ha optado a pesar de todo por el optimismo, se necesitaba a una gran actriz. Ahí está, Penélope Cruz. El rostro de la actriz ha cambiado. No ha envejecido: ha cambiado, simplemente. Y con el cambio ha dado un paso adelante como actriz. A través de ese rostro, asistimos a todos los estados de ánimo por los que atraviesa el personaje hasta alcanzar ese optimismo que no es, como la propia actriz ha señalado en esa entrevista, algo superficial sino más bien todo lo contrario. Hay que conocer algunos infiernos para llegar a valorar y asentarse en ese optimismo. Hay que haber aprendido mucho para salir airosa de ese pequeño monólogo que su personaje graba con el móvil. No creo exagerar si digo que la actriz realiza uno de los grandes trabajos de su ya extensa carrera. Todo gira alrededor de ella, sí, pero, para ser justos, también hay que señalar que está muy bien arropada por los trabajos, diferentes y complementarios entre sí, de Luis Tosar y Asier Etxeandia.
La música, esencial en las películas de Medem, vuelve a encontrar en Alberto Iglesias un cómplice excepcional. Esa música que arropa en el dolor, que calibra el optimismo, que acompaña a la niña rubia de cinco años por los parajes helados de Siberia. Esa niña rubia que, atrapada en metáfora y fotografía, es la brújula imprescindible de este hermoso y sereno viaje.

(Este artículo fue publicado en El Huffington Post).