jueves, 27 de noviembre de 2014

El cuadro

 
Éramos jóvenes y nos besábamos
en cualquier rincón apartado.
Una casa abandonada,
un parque poco transitado,
un garaje sin cámaras:
cualquier lugar nos servía.



Éramos jóvenes y no poseíamos dinero,
pero teníamos ideas y con eso
era más que suficiente.



Un día, inesperadamente,
me pintaste un cuadro.
Un autorretrato de Francis Bacon
que venía en la portada de una revista y
que a mí me apasionaba.
La cara desfigurada del pintor,
las sombras que lo devoraban,
los fantasmas que acechaban,
el miedo que mordía.



No poseíamos dinero,
pero sí algunas ideas,
reflejos de talento
que quedaron plasmados
en algunos poemas
y en aquella reproducción
que aún está colgada en
una de las paredes de mi habitación.



Éramos muy jóvenes,
y tú y yo,
a pesar de lo que pensaba
el resto del mundo,
no nos besábamos
en parajes solitarios,
ni en casa abandonadas
ni siquiera en garajes sin cámaras.
 
Éramos amigos.
Sin besos,
sin sexo a escondidas,
sin deseo inconfesable.
Éramos amigos y teníamos ideas,
motivos para la risa
y ganas de devorarnos el mundo.
 
Esta mañana, siento que las ideas
van flaqueando,
los bolsillos siguen vacíos
y el mundo consiguió su propósito:
darnos una buena lección.
 
Ya no somos amigos,
pero el cuadro sigue colgado
en una de las paredes de mi habitación.
Siempre ignoré -si te soy sincero-
que el cuadro
iba a durar más que nuestra amistad.
 
Las cosas de la juventud, supongo.





Poema Finalista en el Premio Internacional de Poesía Jovellanos. El Mejor Poema del Mundo, 2014

  

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Mi mapa del mundo

Todos tenemos mapas, reales o metafóricos, a los que agarrarnos. Pueden ser varios mapas. Nuestros mapas del mundo. Cuando la vida se complica, echamos mano de ellos. Una bolsa, por ejemplo. Una bolsa llena de papeles, recortes, entradas de cine y de teatro, billetes de metro o de avión, servilletas escritas con un nombre (su nombre) y algo más, fotografías en color y en blanco y negro... La primera vez que fuimos al cine juntos, que pisamos Nueva York, que cenamos en París, que nos regalamos un libro. Todo eso está ahí y no tiene olor a viejo. Todo lo contrario: tiene un sentido. El que rige nuestro mundo. Mi mundo. A estas alturas, desgraciadamente, ya tengo la absoluta certeza de que no voy a trabajar nunca más en una librería. Fue un tipo afortunado durante casi diez años trabajando en uno de los oficios más hermosos del mundo, uno de los que más me gustan. Pero las cosas están claras. La pequeña librería no tiene presupuesto para contratar a nadie, bastante tiene con poder mantenerse, y la grande, cuando contrata, no se acuerda de mí. Perdonad la nostalgia, pero como este viernes se celebra el Día de las Librerías es normal que me ponga un poco de aquella manera. Son cuatro años ya alejado de aquel trabajo...  Al que sé que no voy a volver a no ser que me toque una lotería y pueda montar mi propia librería: El extraño viaje, como este blog, así la llamaría, siguiendo con el homenaje a aquel cómico que nos resulta imposible olvidar. Por eso necesito agarrarme a mis mapas. Los que, en cierta forma me guían y consiguen que no pierda el control, siempre tan frágil, tan endeble.
Ver todas las mañanas el rostro recién despertado del hombre con el que duermo, pasear con mi madre, escuchar las risas de mi hermana, las quejas de mi padre porque todo está tan complicado y más que va a ponerse, saber que eres imprescindible para una gata que es el ser más feliz del mundo cuando quito el ordenador de mis piernas y la dejo instalarse en ellas... Todo eso también son mis mapas. A los que me aferro con fuerza para no derrumbarme. Para que la nostalgia no se apodere por completo de mí. Para que la depresión no me alcance. Para que la escritura no me abandone, como le ocurrió a tantos escritores cuando los malos momentos acechaban.  
Y las esquinas de mi ciudad. Y los cafés, desde donde continúo escribiendo mientras veo a toda esa gente pasar -extraña o fascinante o anodina o cabreada-, y las luces de Navidad -esas luces que anuncian ya la proximidad de un tiempo de euforia y de tristeza, como siempre- iluminan tímidamente unas calles que ya no son las de entonces pero que siguen siendo parte de este otro mapa del que, por diversas razones, nunca quise huir. Mi mapa del mundo también está en ese cuaderno donde ya están anotadas las frases de otra historia que aún es una incógnita. Otra incógnita más.  
 

sábado, 22 de noviembre de 2014

El arroz con leche de la abuela

Empiezo el día haciendo arroz con el leche, que es el postre favorito de los amigos con los que vamos a comer. Y resulta inevitable que me acuerde -como cada vez que lo hago- de mi abuela Virginia, la mujer que me enseñó a hacerlo. En Mieres, a principios de los años ochenta. La recuerdo en aquellas mañanas de sábado, en la enorme cocina de su casa, escuchando la radio o algún programa musical de la televisión (le gustaba mucho la música: la copla, especialmente), revolviendo con la cuchara de madera y cantando. Dejaba a un lado la cuchara cuando llegábamos y vertía el postre, ya terminado, ya lo suficientemente espeso, en una gran fuente. Luego, abría el balcón y ponía allí la fuente para que enfriara primero, antes de echarle la canela o de requemarlo con abundante azúcar, según prefiriésemos ese día. Aquellos sábados eran jornadas de auténtica fiesta. Todos reunidos en torno a ella y al abuelo, más parco en gestos y palabras. Ella cantaba, ella reía, ella me decía cómo se hacía aquel postre (también otras comidas). A veces, antes de terminarlo, me dejaba revolver, siempre para el mismo lado, decía, que si no se estropea. Intento hacer el arroz con leche como el suyo (creo, modestia a un lado, que lo consigo) e intento sonreír siempre, como ella hacía. Olvidar los problemas y sonreír. Ella siempre sonreía, pese a aquel frágil corazón que le daba algún disgusto de vez en cuando y a aquel hijo, el pequeño, que también hacía lo propio. Instantes que vienen a mi memoria mientras revuelvo el arroz que dentro de unas horas comeremos en buena compañía, olvidando la dura travesía de estos tiempos (la pareja con la que vamos a comer también está al paro, los dos, pese a su preparación y experiencia) y sonriendo.
Me acuerdo también de los últimos tiempos de la abuela, cuando ya estaba muy enferma y caminaba con gran dificultad, a pasos muy lentos. Nos recibía con aquella sonrisa y haciendo el arroz con leche porque sabía que era el postre que yo deseaba. Aquel arroz ya no era el mismo. Las comidas, todas ellas, pese a lo buena cocinera que era, ya no le salían de la misma manera. La cocina sabe demasiado de nosotros mismos. Sabe si nos apetece cocinar, si lo hacemos por rutina, si estamos desganados o si estamos enfermos... Nosotros le decíamos que estaba exquisito y ella sonreía con cara de cansancio, probablemente convencida de que le estábamos mintiendo. Mi abuela siempre fue una mujer muy lista. Y su elegancia no le permitía llevarnos la contraria.
Me quedo con el primer recuerdo, convencido -pese a los vaivenes de la vida, ay- de la enorme suerte que he tenido al tener aquella abuela. La abuela Virginia, siempre presente en estos textos.
Así empiezo este sábado. Así, recordando, vamos haciéndonos viejos.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Palabras de Sergi Bellver sobre "La mujer de al lado"

Ovidio Parades se revela como un sutil explorador de la memoria y del alma femenina en 'La mujer de al lado', una novela que es a la vez un guiño a las lecturas y a las películas que le han formado como escritor y como observador sensible del mundo.


Sergi Bellver

martes, 11 de noviembre de 2014

La Santa, en mi memoria

Entrábamos en La Santa, cada viernes, como si entrásemos en un lugar que sabíamos que iba a hacer historia. Entrábamos en La Santa sabiendo que allí nadie nos iba a juzgar, aunque llevásemos el pelo largo, los ojos pintados, pañuelos de colores o nos besáramos con el hombre del fondo de la barra. Bailábamos como si no hubiera un mañana, pero éramos jóvenes, muy jóvenes, y había un mañana, el sábado, naturalmente, donde volvíamos a entrar como yo supongo que entraba Liza Minnelli en Studio 54: buscando complicidades y diversión, esperando que la noche no tuviese fin. Ah, y el beso del hombre del fondo de la barra, que, aunque no siempre era el mismo, nunca dejaba de mirar. La Santa era eso: Studio 54, el punk, Nueva York (que aún no conocíamos), eran las rancheras de la Dúrcal, los himnos de Alaska, las canciones de los 70, el espectro de Divine, Andy Warhol, Elizabeth Taylor pidiendo a gritos otra ginebra cuando ya estaba a punto de derrumbarse o Sammy Davis Jr. incitándonos a bailar como malditos. Dance, dance, dance... Allí nos empezamos a enterar de que algunos de aquellos conocidos con los que habíamos compartido pista de baile estaban cayendo por aquella maldita enfermedad que no voy a nombrar o que Marianne Faithfull, a quien escuchábamos sin cesar, deambulada por las calles de Londres borracha y sin casa de discos. Pero no importaba: siempre había una poesía que nos salvaba de aquellas noticias. La que alguien escribía en una servilleta de papel o la que alguien recitaba cuando el whisky había vencido su timidez, que ya sabemos que (algunos) poetas son muy tímidos. Yolanda, desde su taburete, lo observaba todo, como la perfecta anfitriona de ese lugar donde la fiesta se impone sobre todo lo demás. Cada uno teníamos nuestras penas o nuestros problemas, pero todos quedaban a la puerta. Ella, Yolanda, no dejaba que entrases con ellos. Así son las mujeres inteligentes con bufandas moradas alrededor de sus cuellos. Pon ahí un chupito de whisky, decía, encendiendo un cigarrillo (siempre tenía uno entre los dedos), que es mi cumpleaños, aunque no lo fuera. A veces, para ocultar aquella pena que arrastrabas y que se había colado por la puerta, le decía al camarero que sirviese otro chupito de whisky, que pagaba la casa. Y la vida, por perra que fuese, volvía a brillar como aquella bola plateada que daba vueltas y vueltas en el techo, Donna Summer que estás en los cielos (que entonces aún no estabas), last dance, y todo lo demás... Allen Ginsberg hubiese aullado desde cualquier rincón del local. La verdadera libertad siempre te provoca hacerlo.
El amor estaba en la pista de baile, y la risa, y las copas, y el temblor de las pieles al rozarse. Allá cada cual con sus gustos. Nadie se iba hasta que se encendieran las luces y en el exterior las otras luces, las de la mañana, mostraban todo su fulgor. Encendías un cigarrillo, evitabas los espejos y mañana sería otro día. Y allí, en aquella pista de baile, volverías a encontrarte con aquella tribu que sabías que era la tuya, aunque fueran apareciendo las primeras bajas y los poetas ya no escribiesen largos poemas. Como uno sabe quién es el amor de su vida cuando te dice las primeras frases, te da el primer beso, y el chico del fondo de la barra deja de interesarte lo más mínimo.
Dice Yolanda que se va, que con treinta años ya es suficiente. Se irá, no lo dudo. El merecido descanso siempre es necesario para todos. Se irá, pero su nombre siempre estará asociado al de alguien que hizo mucho por esta ciudad. Algún día se lo agradecerán como se merece. Yo lo hago desde entonces, desde la primera vez que entré en aquel local y supe que otros mundos también podían existir en esta ciudad. Y, de hecho, existieron. Los que estuvimos allí lo sabemos. Vaya si lo sabemos. A tu salud, amiga. Brindo por ella, brindo por ti. Como lo hacen todas esas borrachas gloriosas a las que adoramos. Hemos vivido y sobrevivido. No es poca cosa, querida.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Mujeres inteligentes

Me gustan las mujeres inteligentes. Me gusta observar sus movimientos, hablar con ellas, leer lo que escriben (si son escritoras), escucharlas (si son cantantes, actrices o periodistas, o buenas conversadoras, independientemente de su profesión). Hay muchas mujeres que me gustan. El mundo está lleno de mujeres inteligentes. Muchas están entre las líneas de este blog (cinco años ya escribiendo en él). Podría hablar de muchas de ellas, numerosas veces. Por fortuna, conozco a bastantes. Mi biblioteca está llena de libros de mujeres inteligentes. Y mi agenda de teléfonos, también. Soy un hombre afortunado en ese aspecto. Me gustan las mujeres inteligentes porque no dan rodeos, no marean la perdiz, saben que el tiempo es oro y que las pamplinas, a estas alturas, no tienen demasiado sentido. Me gustan esas mujeres que, si hay un problema (siempre hay problemas, qué le vamos a hacer), intentan solucionarlo. Me gustan las mujeres que no crean problemas porque eso, a estas alturas, es un signo de inteligencia. Me gustan las mujeres que dicen lo que piensan y que lo dicen de un modo educado, con elegancia y respeto. Que, de ese mismo modo, con educación, elegancia y respeto, defienden aquello en lo que piensan, en lo que creen. Con contundencia. Me gustan esas mujeres. Me gusta María Luengo. Hace unos días, en la presentación de mi nueva novela, se lo dije públicamente. María es una mujer muy bella físicamente, pero lo que más destaca de ella, pese a ser lo primero que salta a la vista, no es eso: es su inteligencia. La manera que tiene de observar y luego de hablar sobre lo que piensa. Eso es lo que realmente la hace bella. La manera de mirar, de reflexionar, de expresar sosegadamente y con firmeza esas reflexiones con palabras. La manera de callar (¡qué importantes los silencios!), cuando corresponde. De batallar por las luchas en las que cree. Porque ella cree que no todo está perdido. Y, de hecho, aunque a veces nos lo parezca dada la situación que atravesamos (los dos estamos sin trabajo), no lo está. No todo está perdido. Vamos a repetirlo varias veces por si alguna vez se nos olvida o las circunstancias hacen que perdamos pie, que a ratos uno está a punto de perderlo.
La otra tarde nos encontramos por la calle. Era viernes y hacía frío. El frío se ha instalado definitivamente, casi de un día para otro, ya iba siendo hora. El viento revolvía sus cabellos. María estaba guapa, pero no me refiero a esa belleza evidente que te asalta nada más verla. Era otra clase de belleza. La interior: ya lo he dicho. Lo repito. No es un tópico, aunque lo parezca. Es un hecho. Esa belleza que dice mucho más que la otra. A mí, al menos, así me ocurre. Ella hablaba y yo la escuchaba. Ella callaba y yo captaba su silencio. Y el viento, erre que erre, seguía revolviendo sus cabellos. El viento, ya lo sabemos, siempre hace lo que le da la gana.    

martes, 4 de noviembre de 2014

Las fotos de la tía Maru

Ya he escrito otras veces de la tía Maru. A mediados de los setenta y principios de los ochenta, aún vivía en Bélgica con su marido -el tío Jose, el hermano pequeño de mi padre- y sus dos hijos. Venían de visita por los veranos. Tenían un coche grande de color naranja y un aire europeo que contrastaba con el de los que nos habíamos quedado aquí. Sobre todo ella, la tía Maru. Atractiva, moderna sin pretenderlo, siempre con numerosos libros, revistas y cajetillas de tabaco en sus bolsos. Me gustaba la tía Maru. Su ímpetu, su manera de hablar (voz honda de tabaco negro), de moverse. El contraste con las otras mujeres. El arqueo de sus cejas cuando alguien decía cosas de otra época, pensamientos antiguos, reflexiones pasadas de moda. Sus silencios (tan significativos) o sus comentarios repletos de ironía. Pese a las apariencias de aquel tiempo, la tía Maru no tuvo una vida fácil. Llegarían otros tiempos posteriores y no tendrían mucho que ver con aquellos (vacaciones, coches anaranjados, revistas francesas, aires europeos...), pero ella siguió conservando la imagen de aquella mujer moderna (sin pretenderlo) y decidida, culta, atractiva, que seguía arqueando las cejas cuando escuchaba a su alrededor cualquier barbaridad que no tuviese que ver con el progreso, con las libertades. Que guardaba silencio o soltaba una carcajada tan honda como la voz que le dejaba el abundante tabaco negro. Ese tabaco que nunca ha abandonado.
Fue una de las primeras mujeres que leyó aquellos relatos juveniles que escribía sin descanso en las madrugadas, cuando aún vivía en casa de mis padres y tenía muy claro que lo único que quería hacer en esta vida era escribir. Hablábamos de ello. De literatura, de Marguerite Duras y de París. La vida, por entonces, ya no tenía para ella el glamour de aquellos veranos de la infancia. Pero ella, ya viviendo en España, seguía hablando de París como lo hace el que ha conocido bien otras ciudades, otras fronteras. En sus ojos, aún sigue ese afán por resistir -la vida, por complicada que sea, no podrá con nosotros: eso vienen a decir sus ojos- y una punta de tristeza que viene de la dicotomía entre lo que uno soñó y lo que le ofrecieron, entre otras cosas que no vienen ahora al caso.
Pero no quería hablar de la tía Maru, aunque siempre que empiezo a escribir sobre ella me lanzo porque me resulta un personaje literario fascinante y una persona a la que quiero (y respeto). Conservo el mensaje que me envió nada más leer mi última novela como si fuese una crítica que hubiese aparecido en el suplemento cultural más destacado. Sigue siendo una gran lectora. Y sigue siendo una superviviente, pese a la punta de tristeza de sus ojos que procede de esa dicotomía de la que antes hablaba y, sobre todo, de esas cosas que ahora no vienen al caso.    
Quería hablar de dos fotografías que me regaló el día de la presentación de mi última novela en Oviedo. En ellas, con cuatro o cinco años, ataviado con un collar y una pulsera (posiblemente de la propia tía Maru), aparezco yo, en casa de los abuelos, en el campo, a mediados de los setenta, sentado en el Seat 127 de color blanco que teníamos por entonces. La tarde es luminosa y nada ha sucedido aún. Cuatro o cinco años, ya digo. La vida por delante. Con sus alegrías y sus desastres. Las miro, y de repente tengo que dejar de hacerlo. Han pasado casi cuarenta años. Las miro y, sí, tengo que dejar de mirarlas, aunque no quiera hacerlo. Los ojos se empañan y el vértigo se agarra con tal fuerza a la garganta que incluso me resulta difícil respirar. La tarde es luminosa y nada ha sucedido aún. Como en esas obras de Chéjov donde las luces cálidas del atardecer no son más que el preámbulo de todo lo que vendrá después. Guardo las fotografías en un sobre y el sobre cerca de los libros importantes.