jueves, 30 de octubre de 2014

En tiempos convulsos, feroces

Salvajes, sí. Y brutales, y despiadados. Como los propios tiempos que nos están tocando vivir. Así son las historias que conforman la película "Relatos salvajes", de Damián Szifrón. La gente está (estamos) harta de corrupción, miseria, desempleo... Harta de que siempre tengamos que pagar el pato los mismos. Y luego está el miedo y la preocupación por lo que pueda pasar después de todo lo que estamos viendo, ¿cuál será la gota que colme el vaso definitivamente? Y aquí, en la película, ese hartazgo desencadena, en ocasiones, una explosión de furia desatada. Un día de furia, como en aquella película de Michael Douglas. La furia es tan desatada que puede provocar la risa, pero no una risa cualquiera. Una risa nerviosa, cómplice, liberadora. Riendo salvajemente -una vez más- dentro de la más terrible aflicción, como apuntó Samuel Beckett. Como si, a través de estos personajes y de las cosas que les toca vivir, liberásemos la tensión de nuestras propias vidas, de nuestros propios problemas. De todo lo que está aconteciendo. Así, sin ir más lejos, sucede con el relato que protagoniza Ricardo Darín. La tensión va creciendo hasta que su pobre personaje no puede más y hace lo que no se debe hacer. Pero, secretamente, comprendemos los motivos por los que lo hace. Y no digo más para no desvelar nada de la trama. Hay que verla. En el cine.
Como el resto de las historias. Tengo dos favoritas: es normal en este tipo de películas que uno prefiera unas sobre las otras. La historia del cacique que llega a un bar pidiendo un plato de comida y la del niño bien que tiene un accidente. Hay tanta vida detrás de esas historias que apenas duran veinte minutos y están contadas de un modo tan vigoroso que se te hiela la sangre y se te encoge el corazón. Simplemente. La vida de la cocinera de la primera historia a la que me refiero daría para una película entera. Su pasado (entrevisto), su presente. Los ojos con los que mira, el rencor que alberga y, finalmente, la sensación de que nada de lo que pueda sucederle le importa en realidad lo más mínimo sobrecoge de una manera impactante. Y tampoco digo más. Bueno sí: que la actriz -Rita Cortese- borda su papel. Tardaré tiempo en olvidar esa mirada. Esa presencia.
La otra historia a la que me refiero, la del accidente del niño bien, aparte de helarte la sangre y encogerte el corazón, te deja una rabia difícil de digerir. Es tan injusto (y tan real, por otro lado) lo que sucede que dan ganas de llorar, directamente. No hay aquí espacio para la risa nerviosa, sino para el golpe seco, directo a la mandíbula. A las entrañas.
Todo el reparto está espléndido. Y la película, pese al mal cuerpo que siempre deja contemplar impotente lo injusta que es la vida, ese cruce de destinos endiablados, merece la pena. Mucho. Más aún en estos tiempos convulsos, feroces. No hay que perdérsela.    

miércoles, 29 de octubre de 2014

Reseña de Laura Freixas sobre "La mujer de al lado"

Me ha gustado mucho “La mujer de al lado”, la nueva novela de Ovidio Parades. Ovidio es un escritor joven (nació en 1971), que vive en Oviedo, que había sido librero, y que tiene una sensibilidad, un don de observación y de empatía con algunas personas y cosas (en particular la literatura y el cine, y muy especialmente con escritoras y actrices) fuera de lo común. Lleva un blog, que en opinión (si... se me permite citar algo tan personal) de mi madre (que desde que descubrió a Ovidio, es una fan), en opinión de mi madre, digo, el blog/diario de Ovidio es “como el de Trapiello, pero sin mala leche”. Me parece una buena definición… A mí me gustan mucho esos textos cortos en que Ovidio capta momentos, estados de ánimo, se fija en gente anónima en un supermercado o una cafetería, comenta una película, un libro… y lo hace siempre con reflexión, con sensibilidad, con respeto. Los ha publicado en varios volúmenes: El extraño viaje, Ventanas compartidas, Vivir en los cafés…, alguna vez con prólogo mío.
Hace dos años Ovidio publicó su primera novela, El tiempo que vendrá, donde mostraba las mismas cualidades que en su blog. Pero quizá le faltaba justamente el paso de la estructura del blog o diario a la propia de la novela. Esto en cambio sí lo ha conseguido con ”La mujer de al lado”, que tiene una curiosa y muy lograda estructura de “cajas chinas”, o se puede comparar también a un abanico cerrado (que sería la casa de pisos en la que vive, con sus padres y su hermano, el narrador) que se va desplegando, y mostrando diferentes personajes (la vecina, la portera, el hermano…). Cada uno con su historia, su carácter, sus preocupaciones. Los vemos aparecer, sabemos algo de sus vidas, pero luego desaparecen; uno de los alicientes de la novela es esa sensación de que nunca llegamos a conocer realmente a los demás, a entenderlos; siempre están “al lado”, no “con” nosotros, ni siquiera “en frente”; les vemos con el rabillo del ojo; conservan cierta aura de misterio.
“La mujer de al lado” es una novela dulce y un poco triste: nos presenta a personas “de a pie”, que luchan, que salen adelante, que fracasan, que se hunden, que a veces se vuelven a levantar… y nos las presenta con comprensión, con delicadeza, con cariño, aunque sin idealizarlas. En ese sentido se me ocurre que es muy diferente de otras novelas que presentan al mismo tipo de personajes pero con desprecio, ridiculizándolos, lo digo porque me acuerdo de “La colmena” por ejemplo, pero cierro el paréntesis. Otra cosa muy característica de la visión del mundo de Ovidio (lo del nombre de pila es porque le conozco en persona), y que también se refleja en la novela, es una visión más humana que política de la gente que se gana la vida como puede, que intenta sobreponerse a las dificultades, que no siempre consigue salir adelante… En cuanto al género, presenta con frecuencia personajes masculinos (auto)destructivos y mujeres psicológicamente fuertes, pero social y físicamente débiles, y que muchas veces soportan la violencia masculina; me alegro de que Ovidio en su literatura lo presente así, porque así es, estadísticamente hablando. Y la novela está muy bien escrita, con un fino don de observación; tomo al azar esta descripción, estupendo ejemplo de un ejercicio que pongo a veces a mis alumnas/os en los talleres: “Describir a un personaje por su forma de vestir”; él lo hace así: “Dos chicos y una chica (…) siempre con sombreros, pantalones estrechos, botas altas y terminadas en punta, enormes y oscuras gafas de sol y largos pañuelos de seda muy estampados colgando del cuello, sobresaliendo de sus cazadoras, de sus abrigos negros o de sus amplias gabardinas”. En fin, he disfrutado mucho “Las mujer de al lado” y solo le reprocho que no sea más larga, más compleja. Me ha sabido a poco. Pero como Ovidio está madurando como novelista a ojos vistas, y como ahora tiene tiempo (desgraciadamente, está en paro) estoy segura de que la próxima será todavía mejor. La espero con ganas.

Laura Freixas



martes, 28 de octubre de 2014

En aquel andén, una tarde de invierno

En medio de una fría tarde de invierno, haciéndose paso entre las gentes que bajaban de aquel tren con sus pequeñas o grandes maletas y sus bolsas de mano, apareció la figura de una mujer que destacaba poderosamente sobre todas las demás personas. El pelo largo y alborotado, a su aire; las ropas negras y sobre ellas una sencilla bufanda de color fucsia que también iba a su aire; el paso firme y decidido. Era ella, sí. Charo López. La actriz. No venía cansada, ni con cara de sueño después de aquellas largas horas de viaje. Venía entusiasmada, risueña, alegre, contenta. Con ganas de leer los textos de Maruja Torres y Rosa Regás en el teatro Campoamor (donde, años atrás, la había visto interpretando a Sarah Bernhardt junto a Emilio Gutiérrez Caba): para lo que había sido convocada. Nos besó y abrazó efusivamente. Y mientras lo hacía, yo no era del todo consciente de que estaba besando y abrazando a una de las cómicas que más había admirado en toda mi vida. Aquella mujer que había visto en películas, series de televisión y obras de teatro. Los ojos de Charo, en aquella fría tarde de marzo, seguían siendo los mismos que aparecían cuando su imagen se colocaba bajo los focos o tras las cámaras. Unos ojos que podían expresar cualquier sentimiento sin falta de añadir ni una sola palabra. Luego, claro, vinieron la voz y las carcajadas. El sentido del humor. Y aquella especie de curiosidad e ilusión juvenil por casi todo. Su belleza seguía siendo apabullante. Esa belleza que va más allá de lo físico (y qué físico), que entronca directamente con la inteligencia. Y que es la belleza que a uno le interesa. Aún no había cumplido los setenta. Hoy cumple setenta y uno. De ahí, estas palabras. De ahí, como un rendido homenaje, que vuelva a ocupar espacio en este blog.
Se ha hablado mucho de ella. De su misterio, de su risa, de su magnetismo, de los directores con los que trabajó y de los directores con los que -lamentablemente- no lo hizo, de sus memorables interpretaciones. (No hace falta recordarlas porque están en la mente de todos, pero sí quiero señalar su presencia en una interesante película que pasó sin pena ni gloria y que hoy resulta imposible rescatar: "Pasajes", de Daniel Calparsoro). Todo ello es cierto. Como es cierto que si fuera una actriz americana tendría varios Oscar (y no dudo que uno de ellos sería por los inolvidables cinco o seis minutos que aparece en "La colmena", la impecable adaptación de la obra de Cela por parte del gran Mario Camus: cinco o seis minutos que le bastan para definir la vida de su personaje, su pasado y su presente). Y todo ello -podría decir- es poca cosa al lado de aquella imagen que quedará grabada en mi mente mientras tenga memoria: la de aquella fría tarde de invierno, tirando de su pequeña maleta por un andén lleno de gente, destacando -sin pretenderlo- sobre el resto de aquellas personas. 
Y luego, con fuerza, la voz y las carcajadas. Pero antes la mirada. La mirada sobre todo lo demás.  

sábado, 25 de octubre de 2014

La última pieza del puzle

Que la vida iba en serio ya nos los dijo aquel poeta al que no olvidamos. Que a veces asusta y se presenta como un mazazo es algo que vamos descubriendo con el paso de los años y las circunstancias (casi nadie, en un momento u otro, se libra de ellas, por mucho que lo intente, que lo intentemos). Y que no hace otra cosa más que recordarnos que estamos aquí, y que sufrimos, y que nos enamoramos, y que somos imperfectos, y crueles (sí, crueles: mucho, en ocasiones), y vulnerables, también. Y que tenemos miedo: a la soledad, a la ausencia de dinero, al vacío que arrastra la muerte, a la enfermedad, a la crueldad (insisto)... De todo eso habla la película de Carlos Vermut, "Magical girl", merecidísima Concha de Oro en el último festival de San Sebastián. Compleja, brillante, apabullante, sobresaliente. No se puede desvelar mucho del argumento. Casi mejor nada. Casi mejor sentarse en la butaca del cine sin saber demasiado sobre ella y dejarse llevar. Dejarse golpear en silencio por ese cúmulo de sensaciones, miradas, historias, anhelos, traiciones, lealtades, deseos y crueldad (mucha, en ocasiones: repito). Y comprobar, una vez más, que la vida vuelve a ser un puzle al que siempre le va a faltar una pieza. La que sea. Una. Quizá la más importante, la definitiva, la que llevamos años buscando. Esa pieza que puede estar escondida detrás de un mueble o en una mano perversa o enferma o enamorada o temblorosa. O quién sabe dónde. El caso es que su ausencia estará ahí, presente, como otro mazazo. Desgarrador. Inevitable. Demoledor. Imborrable.
No se puede desvelar nada, o casi nada, del argumento de esta película que, por diferentes razones, no dejará indiferente a nadie. Pero sí se puede hablar de su maestría para encajar las vidas cruzadas de sus personajes, y la maestría de los actores. Sí se puede decir que todos están absolutamente perfectos. Y que Elisabet Gelabert  (qué mirada, qué voz, qué sabiduría: ¡qué grandes actrices hay en este país y qué pena que muchas de ellas no tengan los papeles que ser merecen y que se estén pudriendo de asco o pasando hambre, como nos recordó hace poco Concha Velasco!), en un pequeño pero jugosísimo papel, demuestra que a veces bastan siete u ocho minutos (como le bastaron a la gran María Asquerino en "El mar y el tiempo") para dejar huella en la memoria del espectador, que José Sacristán está soberbio, como acostumbra, y que cada vez nos recuerda más al añorado Fernando Fernán Gómez, y que si Bárbara Lennie no recibe todos los premios de interpretación de este año es para dejar de creer en ellos directamente. Su interpretación está más allá de cualquier elogio que pueda caber en este texto. Su mirada, su manera de moverse, su frialdad, su voz, su fragilidad, su desequilibrio, su inseguridad y su seguridad hacen de su interpretación un personaje tan complejo y repleto de matices que la convierten, por derecho propio, en una de las actrices más sobresalientes del panorama actual. Hay que verla en pantalla, en esta película, en el silencio y la oscuridad de una sala de cine, para comprender bien el alcance de mis palabras. Y de su talento.
Me hace gracia (o mejor dicho: me pone de muy mal humor) toda esa gente que ataca constantemente y por sistema al cine español. En nuestro cine, como en cualquier otro, hay buenas y malas películas. Y hay películas soberbias, como esta de la que hoy hablo, "Magical girl", y que nadie, con un mínimo de buen gusto y amor por el cine de verdad, debería perderse. Y no digo más. Porque creo que ya he dicho todo lo que se puede decir. Todo lo que tenía que decir.  

sábado, 18 de octubre de 2014

Pensar en ella

Pienso en ella, en la muerte, a menudo. No en la mía, sino en la de las personas a las que quiero. Sé que no es una buena idea, pero no puedo evitarlo. Supongo que el hecho de tener cerca a una persona con una enfermedad degenerativa que se manifiesta a su antojo, inesperadamente, contribuye a ello. O tal vez no. La idea de la muerte siempre está ahí. Supongo que a (casi) todo el mundo le sucede algo parecido. Tratas de pensar en otra cosa, de organizar escritos, de buscar cosas que hacer, de trazar proyectos, de inventar historias. No siempre consigue evadirte todo eso. Piensas cómo afrontarás ese dolor, a qué te agarrarás para ello. Salir a la calle, sin rumbo fijo, ayuda a esa evasión. Las largas caminatas, tan necesarias. Otras veces te dices a ti mismo que lo importante es aprovechar el momento, el día a día, este minuto que terminara antes de que concluya esta frase. Y piensas en otra cosa. Y ya está. A su lado, al lado de la idea de la muerte, nada es comparable. Ningún problema cuenta. Por eso prefieres pensar en esos problemas: para ahuyentar la idea de la muerte lo más lejos posible. Esa idea que siempre está ahí, acechando.
Hablo con mi madre todas las mañanas, a primera hora. Necesito saber cómo está, si ha pasado buena noche, si la enfermedad le ha permitido dormir, si se ha vuelto a manifestar en cualquiera de sus caprichosas apariciones. Cuando escucho su voz, ya sé si lo ha hecho o no. Ya sé cómo se encuentra. No hace falta que me diga nada. Con el saludo inicial, con esas mínimas palabras, con su respiración, es suficiente. Si está bien, respiro aliviado. Significa que la tregua sigue en pie. Salgo a pasear y pienso en mis problemas, en mis proyectos. Me olvido de todo lo demás. Me olvido del miedo.
Me gustan esos libros que escritores de prestigio publican tras la muerte de algún ser querido. He hablado ya de ellos aquí varias veces. Son libros estremecedores en su mayoría. Valientes. Reflexivos. Fundamentales. Ponen sobre el papel los miedos a los que deben enfrentarse tras el horror de la muerte. Los recuerdos. La aflicción. El dolor. La angustia. Las explicaciones. Las ganas de que pase de una vez por todas el periodo del duelo. Leo estos días uno de esos libros, "Niveles de vida" (Anagrama), de Julian Barnes. El libro está dividido en tres partes. En la última (la más interesante, a mi juicio), "La pérdida de profundidad", habla de la muerte de su esposa, de cómo el escritor se encuentra tras esa pérdida. Son palabras sencillas y estremecedoras las que emplea. No hacen falta más. No hace falta decirlo de otra manera. A modo de un poema en el que reflexionase sobre los años de convivencia, sobre la angustia de perder a la persona que te acompañó durante los treinta últimos años de tu vida, sobre el temor que produce quedarse solo. Todo ese vértigo.
Pese a la rotunda sencillez del lenguaje, el texto es muy poderoso. Recuerdos, palabras que intentan en vano consolar, la presencia de la persona querida en cada movimiento que se realiza... "Lloro su pérdida de un modo muy simple y absoluto. Tengo esa buena y también esa mala suerte. Antes las palabras venían a mi cabeza: la añoro en cada acción y en cada inacción". Estas palabras podrían resumir perfectamente todo el texto. La pérdida. No hay más. Esas palabras, como tantas otras de otros autores, que estarán ahí cuando las necesite. En otro nivel de vida. Espero que sea dentro de mucho, muchísimo tiempo.

lunes, 13 de octubre de 2014

Presentaciones de "La mujer de al lado"

El próximo jueves 16, a las 20 horas, en el Club de Prensa de La Nueva España, en Oviedo, presentaré mi nueva novela, "La mujer de al lado". Contaré con la presencia de María Luengo y Azucena Vence. Una semana más tarde, el viernes 24, lo haré en Gijón, a las 19,30 horas, en un mano a mano con Miguel González. Y el día 12 de noviembre, miércoles, en Avilés, en el Palacio de Valdecarzna, a las 19:30 horas. La alcaldesa de la ciudad, Pilar Varela, será la encargada de hacerlo. Habrá más presentaciones. Os iré contando. Estáis todos invitados.
Gracias por leerme y por seguir este blog. Hace cinco años que empecé a escribir aquí. Fui un día de finales de octubre. Y no sabía muy bien hasta dónde me iba a llevar este extraño viaje. Aquí estoy. Aquí estamos. Gracias de verdad.

domingo, 12 de octubre de 2014

Mujeres, voces, bosques

Una de las muchas cosas buenas que tiene el otoño, dado el número de estrenos interesantes que nos llegan puntualmente a esta ciudad, es recuperar la costumbre de ir al cine todos los sábados, a primera hora de la tarde. Comer temprano y dar un largo paseo, si el tiempo lo permite, hasta llegar al cine. Pocas cosas me siguen proporcionando mayor felicidad. Ahí estamos, impacientes por ver la nueva película del interesante David Fincher, "Perdida", basada en una novela de mucho éxito que no he leído. El señor Fincher casi siempre nos introduce en mundos turbios e inquietantes: personajes e historias que te atrapan durante dos horas largas que pasan en un suspiro. "Seven" y "Zodiac" me parecen dos espléndidas películas. No puedo decir lo mismo de esta última que ha dirigido. Nos  ha parecido falsa, tramposa, sin demasiado sentido y un punto misógina. Cierto es que el director sabe mantener la atención del espectador. Pero, una vez conocido el desenlace, te preguntas: ¿todo esto para esta conclusión? Salimos del cine decepcionados y decidimos no pensar demasiado en ello. No están los tiempos para tirar el dinero y me da rabia cuando la desilusión es tan grande. Disfruto del paseo de regreso. Me reconforta.
Llegamos a casa y termino -era inevitable, pese a mis intentos para que no fuera así- de leer el último libro de Ana María Matute, "Demonios familiares". El último de verdad. De ahí la pena y el deseo de no querer terminarlo. Aunque sea una obra inacabada, es una auténtica delicia. Entronca con algunos de sus grandes títulos, "Primera memoria" o "Paraíso inhabitado". Leyéndola te das cuenta, una vez más, de lo mayúscula que ha sido su pérdida. Nos queda su extensa obra, sí. Pero la pena es inevitable. El tiempo siempre es demasiado corto para todos. Releo varias veces una frase que es Ana María Matute en estado puro. Una frase demoledora que podría muy bien resumir su particular universo: "Aún no me había dicho a mí misma que a menudo cuando un deseo se cumple, todo un mundo muere". Ahí queda eso. Volveré a leer estos "Demonios familiares", a la historia de esa chica, Eva, que se refugia en los bosques (como también lo hacen algunas protagonistas de Margaret Atwood: espero que, a diferencia de Matute, no se quede sin el dichoso Nobel) y los desvanes.   
Termino el sábado escuchando el nuevo disco de Marianne Faithfull, "Give my love to London". Otra maravilla de esta señora que ha sabido sobrevivir y reinventarse como pocas. Escuchar a Marianne siempre me trae recuerdos de todas las épocas de mi vida adulta. En los momentos difíciles y en los menos difíciles, ella siempre está ahí. Con esa voz única y la melancolía con la que cuenta sus historias. No me canso de escucharla. La versión que hace del "Going home" de Leonard Cohen pone los pelos de punta. La escucho, la escucho, la escucho...
Y así, regresando a casa, regreso al bosque, a mi bosque particular, a punto ya -qué vértigo- de cumplir cuarenta y tres años.     

viernes, 10 de octubre de 2014

Las agujas del reloj

Eran tardes largas y deliciosamente lentas, donde había tiempo para leer y para escribir. O para debatir sobre cualquier tema (política, cine, literatura, amores pasajeros o amores imposibles...) en un café, siempre con un buen puñado de cigarrillos cerca (tiempos en los que aún se podía fumar en los cafés). Leíamos a Modiano. En aquellos libros, publicados por Alfaguara, casi siempre había un joven, deambulando por calles y cafés de París. Se enamoraba, no tenía mucho dinero, llevaba libros en la mano, quizá se adentraba en la habitación de algún hotel. Si había suerte, lo hacía acompañado. Había una mujer un tanto misteriosa, enigmática. Atractiva. No eran novelas detectivescas, pero lo parecían. Se perseguía un deseo, se intuían enigmas. Estaban escritas con un lenguaje poético, transparente. Los libros y la orilla izquierda del Sena. Los muelles y las brumas. Las sombras del pasado. Pienso en uno de aquellos títulos, "Más allá del olvido", que el autor dedicó a Peter Handke. No había un argumento propiamente dicho, no importaba demasiado. En eso, quizá, consistía aquella manera de narrar. Su encanto. No tenía el desgarro -ni el deseo- de la Duras (sin Nobel: otra injusticia) pero nos gustaba. Estábamos en París, sin estarlo, y con eso, en aquel tiempo, era más que suficiente. París era una meta. Había que alcanzarla (la alcanzaríamos, algo más tarde). Como aquellos personajes que, entre brumas y vaivenes, trataban de alcanzar algo, no sé muy bien el qué. El amor, tal vez. O la escritura. O la utopía. O la identidad. Aquellos enigmas. Aún indescifrables. Ésa es la palabra.
Luego vendrían más libros, ya publicados por Anagrama, y seguíamos leyendo a Modiano. Sus libros nunca faltaron en mi biblioteca ni en las librerías en las que trabajé. Quizá las tardes ya no eran tan largas ni deliciosamente lentas, pero volvíamos a él como quien vuelve a ese lugar confortable donde encontraba cobijo en el pasado. Siempre París y las brumas y los muelles y los cafés y los callejones y las estaciones de metro. Y la búsqueda, la denuncia, el pasado, el desencanto. Libros que se leían siempre con agrado. No decepcionaban, aunque se repitiesen paisajes y sensaciones, aquellos enigmas -aún- indescifrables. Como nunca decepciona volver a París. O al cobijo, ya está dicho, de ese lugar que una vez nos perteneció y fue más que confortable.
Modiano. Acaban de darle el Nobel. Recuerdo, de pronto, un libro suyo que me gustó mucho, "Reducción de condena", publicado por Pre-Textos. Me levanto y lo busco. No lo encuentro. Quizá se lo presté a alguien y no me lo devolvió. Quizá se quedó en alguna de las estanterías de la última librería en la que trabajé. No importa. El recuerdo me anima y me incita a buscarlo. Lo haré. Sin embargo, me encuentro con ese que antes mencionaba, el que dedicó a Peter Handke, "Más allá del olvido", publicado por Alfaguara. Lo cojo y lo abro al azar. Y leo: "Sentí sus labios en mi cuello. Le acaricié el cabello. No estaba tan largo como antes, pero nada había cambiado en realidad. El tiempo se había detenido. O más bien, había retrocedido a la hora que marcaban las agujas del reloj del café Dante, la noche en que nos encontramos allí, poco antes del cierre."
El tiempo no se ha detenido, en modo alguno, pero, por unos momentos, lo parece.

jueves, 2 de octubre de 2014

Cuando una novela ve la luz

En medio de una operación de muelas más complicada de lo que parecía y de ese cierto aturdimiento y malestar que siempre provocan los antibióticos, llega a las librerías mi nueva novela, "La mujer de al lado".  Cuando eso pasa, cuando una novela tuya está ahí -¡al fin!-, en las estanterías y escaparates de las librerías, muchas cosas pasan por tu cabeza. Muchas. Alegría, satisfacción, miedo, nervios, incertidumbres... Una cierta nostalgia. Una cosa está clara: ésa es la novela que has querido escribir, a la que has dedicado los dos últimos años de tu vida. Pese a los vaivenes de la mayoría de los personajes que la habitan, a los tramos menos amables de sus vidas, a los problemas que sufren, he sido muy feliz (sí, es la palabra) escribiéndola. Quizá ha sido la obra que más felicidad me ha provocado a la hora de escribir. Mi vida, como la de la mayoría de la gente, no es ningún camino de rosas. También hay problemas en ellas. Hay dos fundamentales: la enfermedad de mi madre (cuando le da por hacer de las suyas: cuando no lo hace, también está ahí, pero vamos aguantando) y el paro. El primero, obviamente, es el más importante para mí. Y es el motivo por el que no nos vamos de esta ciudad. La decisión está tomada desde hace tiempo. Mientras mis padres estén aquí, nosotros también lo haremos. Punto final. Pese a ello, es muy doloroso llevar cuatro años sin poder ejercer tu profesión (no sé a qué otra cosa me podría dedicar más que a estar -de una manera u otra- entre libros, a punto de cumplir cuarenta y tres años), sin desarrollar la creatividad (todo eso en lo que crees: acercar la cultura a la gente, más aún en estos tiempos: la cultura -no lo olvidemos- ayuda a evadirse de las miserias en las que los poderosos nos han enfangado, agarrándonos por el cuello) sin cobrar un euro, etcétera. Ver pasar la vida y ver cómo otras personas consiguen las pocas oportunidades de trabajar en una librería que esta ciudad te puede ofrecer. No es un trago amable. Ni creo que sea justo, pero quizá esté mal que yo diga eso. Mis antiguos clientes deberían hacerlo. Algunos ya lo hacen. Y se lo agradezco inmensamente.
Ésos son mis problemas. No digo que más graves o menos que los de los demás (hay gente que lo está pasando muy, muy mal, aunque los políticos, casi todos ellos, miren para otro lado). Son los míos. Quizá algunos de los que me leéis los compartís. Trato de no pensar en ellos, pero es, como comprenderéis, inevitable. La salud, pese al tópico, es lo que realmente importa y el dinero, más tópico aún, es imprescindible para vivir. Escribir la novela, esta novela concretamente, me salvaba cada mañana de mis problemas. Me hacía como digo muy feliz, pese a las desdichas en las que se ven envueltas algunos de los personajes. Me sentaba ante el ordenador y me dejaba llevar durante varias horas, hasta que llegaba el momento de ir a buscar a mi madre para su (imprescindible) paseo matinal. La escritura se apoderaba de mí, por así decir. La novela, como ya sucedió con la anterior, era algo más larga, pero, en el tramo de las correcciones, siempre tiendo a pensar que menos es más. Fui feliz en esas primeras horas de la mañana, durante los dos últimos años. Escribiendo la historia de Lucía, la mujer de al lado, y la de Emilio, el chico que se siente fascinado por ella desde el primer momento. Los problemas de mi vida, cuando estaba dirigiendo sus vidas (o ellas me dirigían a mí, quién sabe), desaparecían. La literatura (como siempre: de un modo u otro) me agarraba a la vida y me hacía olvidarme de todo los demás. La enfermedad de mi madre, estar siempre pendiente de que nos dé la murga en el momento más inesperado. Y el paro: la frustración de no desarrollarte y la de no cobrar un miserable euro. Cuatro años ya. Eso desaparecía, sí, cuando me metía en mi historia, la que estaba contando, la que quería contar. "La mujer de al lado". La historia de Lucía y de Emilio. Y la de toda esa galería de personajes que les rodean y que, en algunas ocasiones, se pierden en el camino. En el sueño que perseguían. Ah, la vida. Una vez más.
Todo comenzó con un viaje solitario en tren, de Oviedo a Gijón, una mañana cualquiera. El vagón iba prácticamente vacío y, sin verla físicamente (porque no estaba allí), la descubrí (en mi cabeza). Una mujer estaba sentada, enfrente de mí. ¿Hacía dónde iba? ¿De dónde venía? No parecía llevar buena cara. Parecía tener miedo. Huir de algo, de alguien. Ese fue el hilo del que comencé a tirar y todo lo demás fue surgiendo, cada madrugada, mientras Íñigo y la gata dormían y la casa estaba en completo silencio. Lo demás quedaba aparcado a un lado durante esas horas. Mi cabeza sólo existía para ella, para la novela. El resto del día, pese a los quehaceres cotidianos, también, aunque de otro modo. Cuando escribimos una novela, es así: todo gira a su alrededor y casi cualquier detalle es captado para ir a ella (aunque luego no vaya).
Ahí está, en las estanterías y escaparates de las librerías. No hay vuelta atrás. De algún modo, ya no me pertenece. Es de cada una de las personas que la van a leer. Cada una de esas personas, tendrá su propia versión de la novela. Se apropiará de ella. La harán suya. A mí me queda la satisfacción del trabajo hecho y esas horas, las de la madrugada, cuando, mientras escribía, fui feliz de un modo en que de ninguna otra forma similar se puede ser en esta vida.
Este extraño viaje continúa.