martes, 26 de agosto de 2014

En Palermo Viejo

(Texto escrito para el homenaje a Cortázar organizado por Chelo Veiga desde la Biblioteca Sara Suárez Solís)

Estoy tomando una copa de vino tinto en un café de Palermo Viejo. Me queda poco tiempo para cumplir cuarenta años. Todos tenemos sueños, diferentes tipos de sueños. Uno de los míos era estar aquí, en Buenos Aires, a ser posible antes de cumplir los cuarenta. A veces, el recorrido para alcanzar esos sueños es largo y costoso. A veces, pese a ello, algunos sueños se consiguen. Aunque después uno tenga la sensación de que ya no se va a conseguir ninguno más. Suena una música suave -jazz- que encaja perfectamente con el ambiente y con la decoración un tanto decadente del local. Saboreo lentamente el vino tinto. Acabo de comprar dos libros. Uno de Haroldo Conti (que no he leído, ya que sus libros no son fáciles de encontrar en nuestro país) y otro de Julio Cortázar (que sí leí años atrás). Los  dos son libros de cuentos. De repente, ya no estoy sentado en un café de Palermo Viejo ni estoy a punto de cumplir cuarenta años. Tengo veinte años y estoy en un café de mi ciudad, hablando de Cortázar con mi mejor amiga de entonces. Más allá de la literatura de Cortázar (sus cuentos nos fascinan), nos cautiva la leyenda. Los cafés de Buenos Aires y de París. Los viajes y las andanzas. Los poemas, los relatos y el amor por el jazz desde la adolescencia (para escándalo de su familia, que prefería la música clásica y el tango). "Rayuela" y su manera especialísima de entender la literatura, de romper con todo lo anterior. La amistad con Alejandra Pizarnik y con Cristina Peri Rossi (nos entusiasman ambas escritoras). Nuestra ciudad no tiene mucho que ver con París o Buenos Aires, pero esa leyenda, la del escritor, consigue que estemos allí, en aquellas ciudades que queremos visitar, sin estarlo. Durante una buena etapa de nuestra juventud, junto a otros muchos escritores, Cortázar forma parte de nuestras vidas. De nuestra juventud. Las primeras lecturas y las primeras tertulias. Aquel rostro atractivo, la voz que escuchamos en alguna grabación con sonido añejo, rasgado.
Aquella juventud que aquí, sentado en un café de Palermo Viejo, a pocos meses de cumplir los cuarenta, vuelvo a recordar. Inevitablemente. ¿Pasearía Cortázar por esta misma calle? ¿Se sentaría en este café decadente y acogedor? ¿Escribiría, incluso, algunas líneas desde este mismo sofá, justo al lado del ventanal sobre el que va cayendo la noche, mientras se tomaba una copa de vino? ¿Por qué no está mi amiga aquí, en este café, evocando conmigo al escritor?
Todos son preguntas. Todo vuelven a ser preguntas. Como siempre. Y sólo -acaso- una certeza: la literatura. La que queda. La que nunca se va. En Palermo Viejo o en una ciudad, la mía, que también podía ser la que quisiéramos. Con la ayuda del jazz y de las palabras de aquel escritor argentino al que tanto admirábamos. Todo lo demás era prescindible.  

miércoles, 20 de agosto de 2014

Sergi Bellver

 (Texto escrito para la presentación de "Agua dura", de Sergi Bellver, en Oviedo)


Todo comenzó con un libro. Como siempre. O casi siempre. Un libro que mi amiga María Bouzo me regaló. "Nómadas". Un libro compuesto por relatos de diversos autores, publicado por la editorial Playa de Ákaba, con prólogo y selección de Elías Gorostiaga. Algunos autores tan admirados como Carlos Castán, Marta Sanz o Marina Perezagua están en él. Hay buenos relatos en ese libro. Hay buenos relatos, sí, y un relato que, a mi juicio, resulta extraordinario. El relato de un autor del que, en aquel momento, cuando María me regaló el libro, no había leído nada más que el prólogo de otro libro donde varios autores evocaban las relaciones familiares, "Mi madre es un pez". Un relato que me conmovió de un modo especial. Como ocurre a veces, sin esperarlo. Cuando la literatura te pilla así, de sorpresa, casi a traición. Nada hay comparable para un lector enfervorecido cuando eso ocurre. Sobre todo, cuando uno ya ha cumplido unos cuantos años y lleva muchas lecturas a sus espaldas. El relato se titula"Islandia" y su autor es Sergi Bellver, aquí presente. Lo leí, dejé pasar unas horas, horas en las que no podía dejar de pensar en él, y volví a leerlo. El efecto causado seguía siendo el mismo. En esas horas transcurridas entre la primera lectura de "Islandia" y la segunda, salí a dar un paseo. Pensé entonces en aquellos dos hermanos, en aquella relación, en aquel lugar, Islandia, que, de pronto, me apetecía conocer de inmediato. Pude imaginar la película. Se trata de un relato muy cinematográfico. Un relato muy visual y poderoso.
Escribí en el blog la conmoción que me supuso el relato y se lo hice llegar a Sergi. Previamente, le había pedido amistad en esa espléndida manera de comunicarse  que es, si lo sabes hacer con cabeza, Facebook. He de confesar que, pese a mi falta de timidez, me daba un poco de no sé qué cuando vi que en su cuenta, debajo del nombre, ponía Cuenta Privada. Hay escritores que no quieren que se les moleste, pensé. O qué sé yo. A mí me sonaba a esos letreros que había antiguamente en las fincas (hace mucho que no los veo) y que decían: "Ojo con el perro". Sin embargo, vencí aquellos temores, le envié una solicitud de amistad, le conté lo mucho que me había gustado su relato, y enseguida me dio amistad. El muro de Sergi, descubrí, estaba lleno de literatura. Eso me gustó. Hacer literatura con las cosas cotidianas. Eso siempre me gusta. A los pocos días, escribí ese texto en el blog y se lo comuniqué. Me lo agradeció de inmediato. Y ahí supe que el perro no era tan fiero como quería parecer. Me prometió que la editorial me enviaría el libro. Y así lo hizo, poco después.
Recibí el libro y me lo devoré casi de un tirón, de madrugada. Qué buenos malos ratos me hizo pasar. Es un libro complejo (que no difícil de leer), denso y profundo. Complejo como lo son las relaciones humanas, las relaciones familiares. Con una violencia que no está en el paisaje (aunque a veces sea árido o inhóspito), sino dentro de los propios personajes, como a veces lo está dentro de nosotros mismos. Una violencia que debe ser amortiguada, y que de hecho lo es. Por el propio viaje que llevan a cabo sus protagonistas, que no es siempre un viaje metafórico sino un viaje real, el que cada uno debe emprender cuando se encuentra al borde de la encrucijada. No son viajes sencillos: ni lo reales ni los metafóricos. No creo que el de ningún ser humano lo sea. El dolor, la impotencia o la rabia están presentes en todos los viajes de estos hombres y mujeres. Como lo están sus miedos y obsesiones. O el peso de sus relaciones familiares. O el peso de la propia vida. ¡Cómo pesa la vida!, dice la protagonista de una de las mejores novelas de Soledad Puértolas. Más que la muerte, añade. Algo así podrían decir estos personajes. Dejé "Islandia" para el final de aquella lectura. Hay varios relatos que me gustan mucho de este libro. Que me gustan porque los lees y no los olvidas. "El nudo de Koen", por ejemplo, es ahora mismo uno de mis favoritos. Cada lector tendrá los suyos, como ocurre siempre con los libros de relatos. Volví a leer "Islandia". El impacto seguía siendo el mismo. Sé que la sombra de ese relato me acompañará durante un buen trecho. No en vano, unas palabras de esa historia encabezan las páginas de mi próxima novela. Son esas que dicen: "La sal de la memoria a veces forma una gelatina bajo la piel de todas las cosas y no hay manera de quitarse su olor, aunque uno pase el resto de su vida lavándose las manos".
Espero que todas estas historias os emocionen de la misma manera que me han emocionado a mí. Para eso estamos hoy aquí. Para invitaros a recorrer cada uno de estos viajes: los reales y los metafóricos. No serán fáciles, ya lo advierto, y en algunos casos habrá que implicarse. ¿Qué sentido tendría si las cosas no fueran así?

lunes, 18 de agosto de 2014

Insomnio

Esta noche, como tantas otras, no puedo dormir. Tengo los ojos abiertos y la luz que entra por las rendijas de las persianas hace juegos inquietantes en las paredes. Como los hace sobre las aguas de las piscinas cuando cae la tarde. Qué extraña, la luz. Me duele la cabeza. No son los problemas cotidianos los que me afectan hoy, ni la decepción que nos provocan algunas personas. No se trata de esas menudencias. La cosa va más allá. Tengo esa clase de insomnio insoportable que me afecta cuando la enfermedad de mi madre hace su aparición. Dos días lleva sin poder caminar. Así es su maldita enfermedad degenerativa. Cuando le viene en gana, se instala en cualquier rincón de su cuerpo y decide sobre ella. Ahora le ha tocado a las articulaciones de los pies: como empezó todo. No es un tema nuevo. Ahí está, a su libre albedrío, machacando. Y yo no puedo dormir. Son las cinco de la mañana y ella está en su cama, algunas calles más arriba de esta casa donde vivo con mi marido. Aunque no he hablado con ella desde ayer, a última hora de la tarde, sé que ella tampoco puede dormir. Su insomnio también está provocado por esa enfermedad. Si se mueve demasiado, regresa el dolor. Quizá esté pensando, como hago yo ahora, en lo extraña que es la luz, en esos movimientos inquietantes que dibuja sobre las paredes. Se puede ver la sombra de una cabeza, de un animal, de un farol. En la pared. Los juegos de esos movimientos distraen mi atención y dejo de pensar en la causa de mi insomnio por unos instantes. Y mi madre vuelve a ser aquella mujer que era antes de la enfermedad, cuando no teníamos miedo de nada, de que ninguna enfermedad acechase. Es lo que pasa cuando uno está sano: no se acuerda mucho de que en cualquier momento puede dejar de estarlo. Así somos. Supongo que se trata de algo inevitable. Mi madre vuelve a recuperar su optimismo. Ese optimismo que sólo le falla cuando se encuentra incapacitada. A pesar de ello, a veces sonríe.
Creo que mañana no podré ir a la presentación que vas a hacer del libro de ese chico (se refiere a la presentación que mañana, martes, haré de "Agua dura", el libro de Sergi Bellver, en la librería Santa Teresa, a las siete de la tarde), me dijo ayer. No importa, mentí. Su presencia siempre me arropa cuando estoy delante de un micrófono. Habrá muchas presentaciones este otoño, le dije. Podrás ir a todas. No parecía convencida. Cuando la enfermedad reaparece en su cuerpo, como en estos días, el desánimo se apodera de ella. Y eso es casi peor que la propia enfermedad.
Las sombras de la pared se han detenido. Alguien grita en la calle. Grita y ríe y llora. Son dos personas, un chico y una chica. Parece que estuviesen en la habitación de al lado. Ahora esas sombras de la pared forman una especie de oscuro mosaico complicado de descifrar. Puede que sea un caballo, una cabeza o una cometa. No lo sé. Sigo sin poder dormir. Podría estirar la mano y sacar un somnífero -otro- del cajón de la mesita. Creo que es demasiado tarde. Me tendría adormilado hasta media mañana y no tengo ganas de eso ahora. Me levanto. Preparo café. Escribo. Miro el reloj del móvil, el de la pared. Espero, paciente, que llegue una hora prudente para llamar a casa y hablar con mi madre. Sólo me importa una cosa: que sus palabras derrochen optimismo, que esta nueva recaída -siempre tan caprichosas- comience a desaparecer. Miro el reloj de nuevo. Escribo. No sé hacer otra cosa.  

miércoles, 13 de agosto de 2014

Lauren Bacall

Con decir su nombre sería más que suficiente. No habría nada más que añadir. Sin embargo, es imposible no escribir algo sobre la emoción que su presencia en tantas películas inolvidables provocó en nosotros, aquellos adolescentes que amamos el cine sobre casi todas las demás cosas. Aquella presencia poderosa, ya desde muy jovencita, que contrastaba con lo que luego supimos de ella a través de sus memorias: la necesidad de ser amada y protegida constantemente. Para eso estuvo Bogart ahí. Las estrellas de cine, por grandes que fueran, también sentían miedos, carencias, vacíos, ausencias, frustraciones. Pero eso, aquellos adolescentes inquietos y solitarios que devorábamos una película tras otra (¡benditos vídeos VHS y ciclos de la 2!) desde el principio de la noche hasta que el día se abría paso al otro lado de los visillos, aún no lo sabíamos. Lauren Bacall, en aquellas lejanas noches, era una mujer fuerte, que fumaba con estilo, que miraba a los demás con cierto desprecio y a su hombre de manera embelesada porque no podía evitarlo. Y que susurraba (aquellos ciclos de la 2, a las tantas de la madrugada, solían emitir las películas en versión original subtitulada) con aquella voz que el paso del tiempo consiguió hacer aún más ronca y excitante. Aquella voz que era un absoluto placer escuchar en cualquiera de sus últimas películas o entrevistas. A veces, leyendo sus memorias, uno tenía la sensación de estar escuchándola, justo al lado.
Fue elegante hasta el final. No se convirtió en una caricatura de sí misma. Como le pasó, por ejemplo, a Bette Davis en sus últimos años de vida (divina caricatura, por otro lado, porque a Bette se lo permitimos todo, y aquella caricatura final, recogiendo el Premio Donostia en San Sebastián veinte días antes de morir, formará parte imborrable de nuestros recuerdos cinematográficos), a la que soñaba con parecerse en sus comienzos, como también cuenta en esas memorias (y que, finalmente, como sucede tantas veces cuando se admira a alguien de ese modo, la decepcionó como persona). Una cosa es cierta: logró llegar al mismo lugar que ella: el que ocupan las leyendas de verdad. Y pese a lo manoseada que esté esa palabra, leyenda, los que vamos teniendo una edad sabemos bien a lo que nos referimos. Y para nosotros, jamás estará manoseada. Si algunos la utilizan mal, problema suyo. Ser una leyenda es una cosa muy concreta y específica. No puede aplicarse a todo el mundo. Y el que no sepa distinguir eso, debería ponerse a ver unas cuantas películas de aquel cine que está en la Historia por su absoluta genialidad.
¡Cuánto hubiésemos dado algunos por ver a la Bacall interpretar en Broadway el papel que Davis inmortalizó en "All about Eve"! En las primera filas del teatro, con los ojos bien abiertos, escuchando aquella voz que hacía temblar al más plantado. No pudo ser. Pero la imaginamos. Y con eso no es que nos conformemos, sino que volvemos a soñar, que, en el fondo, es de lo que se trata. Lo que cura las heridas y calma la desazón.   
La Bacall, con su cigarrillo y su vaso de whisky, con su elegancia y sus sobrias ropas negras, con la cara de mala hostia que puso cuando Juliette Binoche le arrebató el Oscar y que se merecía por sí misma otro premio, con su mirada única desdeñando al personal y dejándose arrebatar por sus amores, con su valiente militancia política y su desdén por los imbéciles, con aquella voz que escuchamos aunque no se esté proyectando ninguna de sus películas porque es una de las voces que conforman nuestro particular universo.  Así la recordaremos siempre. Así te recordaremos, Bacall. Hasta que pongamos otra vez una de tus películas y todo vuelva a comenzar de nuevo. Como entonces. Como si no hubiésemos perdido la inocencia de aquellas lejanas y solitarias noches de la adolescencia. Como si el tiempo se hubiese quedado detenido allí, en aquellos años, por unas horas.
Adiós, Lauren. O lo dicho: hasta pronto. Hasta cualquiera de estas endemoniadas noches de insomnio.

martes, 12 de agosto de 2014

El grito

Ese grito que aparece en muchos textos de Marguerite Duras. El grito de la mujer que ha perdido la cabeza, la razón. Ese grito que proviene inesperadamente de un lugar muy profundo y que asusta. Ayer lo sentí, muy temprano, a mis espaldas, en esta misma ciudad. Ambos esperábamos a que cambiase la luz del semáforo, del rojo al verde. Nos separaba muy poca distancia, apenas unos metros. La conozco de vista desde hace tiempo. Aunque hacía mucho que no la veía. Tiempo atrás, la encontraba muy a menudo sentada en una terraza de la zona antigua, tomando un café o una cerveza, leyendo el periódico o algún libro de la biblioteca pública. Siempre sola. Con ropas de verano (aunque estuviésemos en invierno) y muchas pulseras de colores a lo largo del brazo. Ahora está muy avejentada. No con la vejez que otorgan los años, no se trata de eso. Es algo que va más allá: el sufrimiento, el dolor, el miedo. Determinados sufrimientos, dolores y miedos. Lo que los demás sólo podemos intuir. Ese mundo desconocido en el que habitan los que han traspasado la raya. La frágil distancia que separa un mundo de otro. La cordura y la locura. ¿Cuál es el camino que conduce a traspasar esa raya? ¿La soledad? ¿La muerte de los seres queridos? ¿La huida de algún amor? Quién sabe. Ahí estaba, a mi lado, con el pelo completamente blanco y el rostro devastado, hablando sola, esperando que cambiase la luz del semáforo, del rojo al verde. Cuando lo hizo, cuando cambió aquella luz, del rojo al verde, mis pasos se adelantaron a los suyos, y fue ahí, precisamente en ese instante, cuando lanzó el grito. Un grito que recorrió toda la calle. La calle prácticamente vacía a esas horas. Ese grito que brota cuando la mente imagina algún horror. Un grito cargado de miedo, de espanto. Un grito parecido al que surge de nuestras bocas cuando nos alcanza alguna pesadilla en mitad de la noche, algún sueño terrible y oscuro. Un grito salvaje. Como el de un animal herido. Como el del niño que ha perdido el brazo de su madre. Como el de cualquiera que no encuentra sentido a nada de esto y sus pies rozan el abismo, el vacío. O ya se han hundido por completo en todo eso.
Seguí caminando a buen paso. La dejé atrás, con su pelo completamente blanco y el rostro devastado. El grito continuó dentro de mi cabeza durante un largo rato. Es difícil olvidar un grito así. Es difícil explicar su procedencia. El grito de esa mujer. El grito de la mendiga que aparece en los textos de la Duras. La mujer que golpea las verjas de las mansiones. La mujer que está y ya no está, que ha perdido la cabeza (no importan los motivos ya). La mujer que camina por las calles de esta ciudad, cuando acaba de amanecer, cuando ya no cuenta que sea de día o de noche. Cuando la tiniebla es tan espesa y contundente como el propio grito. Aún no he conseguido sacarlo de la cabeza.

sábado, 9 de agosto de 2014

Los entresijos de la escritura

La obra de Soledad Puértolas es -junto a la de Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, Álvaro Pombo y la primera etapa de Adelaida García Morales- la más destacada de aquella generación que surgió a finales de los años setenta, casi en los principios de la democracia. Desde su primera novela, "El bandido doblemente armado", que logró el Premio Sésamo, hasta la última, "Mi amor en vano", publicada en septiembre de 2012, Puértolas ha ido construyendo una sólida carrera donde las novelas se alternan con los textos biográficos, ensayos sobre los autores que la han influido ("La vida oculta", Premio Anagrama de Ensayo, que más de un punto en común guarda con este libro que ahora publica, recogía una amplia selección de ellos) y los relatos, género que domina a la perfección (podría señalar muchos, pero voy a detenerme en uno de los último que ha escrito, "El fin", publicado en la revista Turia: un prodigio de concisión y reflexión sobre el paso del tiempo). Entre las influencias de su obra -tan personal, tan fácil de identificar con su autora, con un lenguaje tan depurado-, están desde los grandes narradores americanos -cuentistas, sobre todo: pienso en John Cheever o Raymond Carver-, pasando por Chéjov, Baroja o sus admiradas Ana María Matute o Alice Munro.
Nos llega ahora un libro muy interesante, el que hoy comentamos, editado primorosamente por la Universidad de Valladolid, con excelente prólogo y edición a cargo de Francisca González Arias. El libro está dividido en varias partes, que podríamos resumir en dos: literatura y vida. La mirada de la autora se posa en las palabras que otros escribieron y nos cuenta las experiencias que sobre ella ejercieron. Y en la vida, la suya propia y la de los demás. "Cómo son los demás", se pregunta. "¿Cómo soy en relación a los otros?". La escritora observa y luego lo plasma en el papel. La observación es primordial para luego escribir sobre ello. Sin esa observación, podríamos decir, no habría esa escritura. La observación y el recuerdo son imprescindibles para escribir. Así aparece reflejado en estos textos, donde se encuentran hallazgos realmente importantes sobre la condición humana, sobre la mirada que ejercemos sobre los demás, sobre nosotros mismos.  Textos breves (y no tan breves) que encierran muchas dudas. Lo enigmático que es vivir. O lo raro, en palabras de Martín Gaite (a la que se dedica uno de los textos: las dos escritoras, Soledad y Carmen, desde el mirador de un viejo y emblemático café de Madrid, el del Círculo de Bellas Artes). Y la precisión con la que -sutilmente- Puértolas va despejando, casi sin querer, alguna de esas complejas dudas que la vida nos va planteando. Y de repente, casi como por arte de magia, todo puede volverse sencillo de repente. Un paseo cerca del mar, una terraza, una cerveza y la observación. Y la seguridad de que todo eso, en algún momento, irá a la novela que se está escribiendo. Cuando observar (y pensar e inventar) es narrar. Ahí, sí, la vida se vuelve placentera. No hay enigmas. No hay dudas. Es un estallido de luz. Luego, inevitablemente, regresarán las incertidumbres, los misterios. Y habrá que tratar de desvelarlos de nuevo. No hay que alarmarse, ésa parece ser la clave de todo. Los nudos, en ocasiones, consiguen deshacerse solos. Aunque, por momentos, su complejidad nos aturda, nos bloquee.
No se trata sólo de una recopilación de textos sobre literatura y vida, sino de un interesante recorrido por una vida dedicada a la lectura y a la escritura. A las palabras, que servirán para crear personajes, captar detalles, jugar con los matices, descifrar esos misterios que conforman el día a día. Las palabras, sí, para enfrentarse, de un modo u otro, al mundo. Para transitar por él. Y tratar de darle una determinada forma. Un sentido
Cuando observar (y pensar e inventar) es narrar, insisto. Cuando todas esas cosas -observar, pensar, inventar, narrar- se convierten en literatura, alcanzando cotas de alta envergadura.

jueves, 7 de agosto de 2014

Una bicicleta roja

Las puertas y las ventanas de la casa están cerradas. La maleta, también. Regresamos a la ciudad, a nuestro apartamento. Han sido unos días estupendos, alejados de los quebraderos de cabeza, de esas calles desiertas de los veranos en la ciudad. Aquí, en el campo, parece que todo eso queda atrás. Como si las montañas y los árboles y el viento que los mece impidiese de alguna manera que pasaran los problemas. Pero la casa no es nuestra y hay que regresar a las calles desiertas, a la rutina, a las tareas cotidianas. Las puertas y las ventanas de la casa ya están cerradas. La maleta, en el interior del coche. Caminamos lentamente hacia él, hacia el coche, como si nuestros pies no quisieran hacerlo. Echamos un último vistazo a ese escenario en el que hemos pasado buenos momentos en estos días. Las "Variaciones Goldberg" ya están sonando cuando Íñigo me dice que ya es la hora, que tenemos que marcharnos antes de que se haga de noche. El portón de la finca se abre lentamente. Y el coche avanza con la misma lentitud. Y es en ese camino de apenas medio kilómetro que debemos recorrer hasta alcanzar la autopista cuando la descubro. Una bicicleta roja. Una bicicleta roja infantil. Está apoyada en una de las esquinas de un muro de piedra, como si su dueño la dejase ahí habitualmente para ir a buscar la merienda o para atender alguna de las llamadas de su madre, de su padre o de su abuela. Quizá deba hacerse cargo de algún hermano pequeño mientras ellas, la madre y la abuela, se ocupan de alguna tarea extra o bajan al pueblo a comprar provisiones para la próxima semana. El caso es que está ahí, la bicicleta roja, mientras nuestro coche paso por su lado. Una bicicleta roja muy parecida a la que yo tenía a los nueve o diez años y con la que recorría aquellos caminos que rodeaban la casa de mis abuelos, en el pueblo. Un pueblo similar a éste. Creo que todos los niños de mi generación tuvimos una bicicleta así, roja. A mí, particularmente, con lo torpe que soy para algunas de estas cosas, me costó mucho aprender a manejarla. Recuerdo a mi padre, ya medio enfadado y sin paciencia, diciéndome cómo tenía que hacerlo, mantener el equilibrio, pedalear, no perder el control. Tengo que decir que, cuando aprendí a hacerlo, dejó de entusiasmarme enseguida. Mis gustos iban por otro lado. Pasarme la tarde leyendo en una hamaca, por ejemplo. O escuchar las conversaciones de las mujeres en aquellas tardes largas y chejovianas. Qué le vamos a hacer. Sin embargo, esa bicicleta que ahora nos encontramos apoyada contra un muro de piedra, abandonada momentáneamente por su joven dueño, me remite a aquellas tardes luminosas de la infancia. Porque la infancia es más larga que la vida. No lo digo yo. Es una frase de Ana María Matute que acabo de leer estos días en una entrevista que permanecía inédita hasta ahora. ¡Qué gran frase! Resume más que muchos libros enteros una manera de posicionarse y de entender el mundo. La infancia es más larga que la vida. Ahí queda eso. Y el que quiera (o pueda) entender, que entienda. Como ella misma continúa diciendo.
Yo me quedo con la frase, claro. Y con los días transcurridos aquí, en este pueblo, que, al igual que esa bicicleta roja, me condujeron a aquellos otros, los de la infancia. Tan lejanos y cercanos al mismo tiempo. El pasado, una vez más, conformando el presente. Nuestro presente. Mientras el coche avanza hacia la ciudad y nosotros, en silencio, seguimos escuchando el buen hacer de Glenn Gould.