jueves, 31 de julio de 2014

Otra película en blanco y negro

Faltan unos minutos para las nueve de la noche. El sol ya se ha ocultado definitivamente y un aire templado revuelve todas las hojas de los árboles del jardín y de los alrededores de esta casa. Ha regresado el silencio. Mis padres han venido a pasar el día con nosotros y acaban de irse. Sólo el incesante canto de los pájaros interrumpe ese silencio como una formidable y serena banda sonora. Estoy sentado en una de las sillas del jardín, escribiendo. Kenya, la perra, se ha puesto a mis pies. Pienso en ellos, mis padres. El viernes celebran sus cuarenta y cuatro años de casados. Evidentemente, yo no estaba en aquella ceremonia (nacería un año y pico más tarde), pero, después de ver tantas veces las fotografías en blanco y negro del evento y de escuchar muchas otras algunas de las anécdotas que acontecieron aquel uno de agosto de 1970 (el mismo día que, al otro lado del Atlántico, moría Frances Farmer: su vida, tras ver a Jessica Lange en el papel de la malograda actriz, fue una de mis obsesiones durante años: recortes, apuntes sobre los años oscuros, datos incompletos, fotografías de los tiempos de esplendor y de los que vinieron después: todo me servía para componer la injusta vida que le tocó vivir, por algún sitio debe andar el álbum que recoge todo eso), he creado una película en mi cabeza que recupero siempre los días previos a ese aniversario. Los nervios de ambos, la cara de felicidad, los trajes de la época. Los suyos y los de los (pocos) invitados que asistieron. El futuro que tenían por delante. Nadie sabía hacia qué lugares les iba a llevar aquel viaje que habían iniciado tres años atrás, cuando -en una tarde de lluvia- se conocieron. Es una película, también en blanco y negro, que me enternece y me transmite cierta melancolía. Supongo que es inevitable. Hay que tener en cuenta que cuarenta y cuatro años de matrimonio son muchos años, y ellos siguen ahí, juntos. Tratando de sobrellevar con paciencia esa enfermedad que le diagnosticaron a mi madre hace casi ocho años. Cuarenta y cuatro años de matrimonio. No todo el mundo puedo decirlo. Y ése es, sin duda, un motivo para estar alegre. Mucho. Sin embargo, también resulta inevitable pensar que la parte del viaje realizado es considerablemente mayor que la parte que queda. Y eso empaña un poco los (muchos) motivos que tenemos para la celebración. Mejor tratar de no pensar demasiado en eso. Como apunta mi amiga Araceli cuando hablo con ella del tema.
En estos tiempos inhóspitos y en este mundo repleto de tramposos, ellos, mis padres, continúan siendo uno de los pilares fundamentales de mi existencia. Mi marido y mi hermana son los otros. No creo que haga falta añadirlo. Pero, sinceramente, no sé muy bien qué hubiese sido de mí sin ellos en estos años tan difíciles. En esos días en los que levantarse de la cama supone un gran esfuerzo. Y esos otros en los que, tras levantarme eufórico, las fuerzas van decayendo cuando compruebas que no siempre el esfuerzo va acompañado de los logros conseguidos. El que resiste gana, ya lo sé. Pero hay días en que las frases, por bonitas que sean o por mucho premio Nobel que las haya pronunciado (Cela), no pueden borrar el desánimo, las decepciones, el cansancio. Así son las cosas.
Es en esos días complicados cuando las conversaciones con mi madre y con mi hermana y la templanza y la serenidad -el amor, la palabra adecuada- de Íñigo calman los desequilibrios de este tiempo inhóspito y de este mundo repleto de tramposos. La tormenta desaparece y se apaciguan los ánimos hasta el siguiente estallido. Momento de cruzar los dedos. Y de resistir. Seguir haciendo cosas. Y resistir. Olvidar algunos asuntos. Y resistir.
Ya casi es de noche. Ha refrescado. De repente, parece que estuviésemos a finales de septiembre, cuando se empiezan a reclamar las mantas al finalizar el día. Pero no me quiero ir de aquí, de este jardín, pese a la humedad que va calando los huesos como una fina llovizna. Quiero quedarme aquí un rato más, en este jardín (de hecho, me gustaría quedarme para siempre). En silencio. Buscando palabras. Pensando en esa película en blanco y negro, la protagonizada por mis padres, que sólo está en mi cabeza y que no quiero compartir con nadie. Pensando que será una película que no tendrá fin. Que las conversaciones jamás se detendrán. Que continuaremos acordándonos de Frances Farmer y celebrando el uno de agosto de la misma manera. Hay veces que pensar en sueños imposibles sigue siendo la mejor manera de seguir adelante, de afrontar las embestidas, de continuar el viaje. Este extraño y (a ratos) fascinante viaje. El de aquella película en blanco y negro que me trajo hasta aquí.

lunes, 28 de julio de 2014

Umbral, siete años después

Inicialmente, la anécdota tuvo cierta gracia. Entre otras cosas, porque reflejaba muy bien lo que es el mundo televisivo. Después, como ocurre siempre con estas cosas, dejó de tenerla. Y pasó a convertirse en una de esas escenas televisivas que, como el monólogo de un humorista, a la gente le provocan mucha risa, aunque jamás hayan leído ni un solo libro del autor que la protagonizaba. Umbral, en este caso. Paco Umbral. Y su famosa intervención en el programa de Mercedes Milá reclamando hablar de su libro. Ya no sé qué libro era el que presentaba. Da igual. Uno de ellos, de los muchos que escribió y publicó. Porque Umbral, anécdotas televisivas al margen, era eso: un señor que escribía mucho. Y que se inventó un personaje que a veces tenía gracia y otras, no tanta. Pero sobre todo eso, estaba la literatura. Su literatura. La que escribía en los periódicos y la que escribía en los libros. Si uno lee sus artículos ahora mismo, estando o no de acuerdo con sus teorías, puede darse cuenta de la vigencia que siguen teniendo. Hace poco, en la Semana Negra de Gijón, encontré (por un euro) una recopilación de sus artículos más antiguos. Y su lectura sirve para corroborar lo que estoy diciendo. El respeto y la modernidad con la que escribía, por ejemplo, de los travestis. Aquellos travestis que se encontraba en aquellas míticas e interminables noches madrileñas o en las mañanas del Rastro con la barba asomando por debajo del maquillaje y la voz enronquecida por el lado más turbio y canalla de la madrugada, donde el humo y el whisky alternaban con las palabras y las actrices más destacadas que se pasaban por aquellos emblemáticos locales después de la última función de la noche, con la euforia del aplauso aún a cuestas. Qué bien supo retratar a las actrices. Sobre todo, a esas a las que me refiero, a las que conoció y con las que compartió palabras, confidencias y bebidas. Nadie, en este sentido, escribió sobre María Asquerino como él. Y de Charo López dijo la frase más contundente y acertada que se le puede aplicar a su belleza: "Charo López es la mujer más guapa de este país". Los cuerpos gloriosos.
Leyendas de otros tiempos, los de aquellas noches, que, en la mente de los mitómanos, no hacen más que crecer. Umbral supo reflejar muy bien todo aquello, y también el tiempo que vendría después. Los diferentes cambios de gobierno, la evolución del país, la decrepitud de algunos políticos, la horterada en la que nos vimos sumergidos. En sus artículos, cabía de todo. La crítica, la reflexión política, la poesía, las artistas o los mendigos. El mundo del espectáculo y el de la literatura. El lumpen y las fiestas en hoteles de renombre. Sara Montiel, Rocío Jurado o Lola Flores y los travestis que las imitaban. Borges y Capote. Las luces de las marquesinas de los teatros y la decadencia de los peores tugurios. Las bufandas y los resfriados. El desnudo de Marisol y las divagaciones de Pitita Ridruejo. La calma del jardín y el ronroneo de su gata, Loewe. El Café Gijón y las chicas de Montera. Los libros que iban a la piscina y las polémicas con los jóvenes narradores. La fidelidad a los amigos y la traición (a veces, ambos conceptos, un tanto confusos y enmarañados). Nadiuska y Delibes. La gloria y la sombra (y más que la sombra, en ocasiones, la ruina) de las ciudades, de los paisajes, del alma humana. Todo eso está ahí, en sus artículos. Vigente.
También están los libros. Unos mejores que otros, como es natural en alguien que escribió tanto. "Los cuadernos de Luis Vives" (uno de mis favoritos), "El hijo de Greta Garbo", "Días felices en Argüelles", "Un ser de lejanías"... Y "Mortal y rosa", claro. Nadie supo reflejar la pérdida de un hijo como él lo hizo en ese libro. Pasarán más años de su muerte, muchos años, y el libro, ese libro sobre todos los demás, permanecerá. Porque el rostro dolorido que se refleja en los espejos de un padre tras la muerte de su hijo, siempre será el mismo. Ese dolor nunca cambiará. Porque hay poemas que el tiempo no podría arrasar, aunque se lo propusiese. Que se lo propone.
Este verano se cumplen siete años de su muerte. Lo he recordado de pronto, mientras preparaba la cafetera, como el que recuerda el verano en el que murió su abuelo o alguien muy cercano. Umbral. En aquellas lejanísimas y solitarias tardes de mi juventud, viviendo en los cafés, leyendo sus artículos, añorando aquel Madrid, soñando con los cómicos, las actrices y los literatos, pensando en escribir sobre él. Como hago hoy mismo, alejado de mi ciudad, cuando están próximos a cumplirse siete años de su muerte y la noche aún no se ha ido del todo.

viernes, 25 de julio de 2014

El pañuelo de la Bouzo

No es fácil encontrar gente generosa en la vida. Más aún en estos tiempos. La Bouzo, de nombre María, lo es. Cercana, afable, cariñosa, amiga de sus amigos. Leal. En el sentido más estricto del término. Leal a sus convicciones, a sus amigos, a su manera de ver el mundo. Leal y generosa. Conmigo lo ha sido. Lo es. Desde el primer momento que nos conocimos, dejó clara su postura. Se convirtió, de inmediato, en una de mis lectoras más fieles. Apostando, en estos tiempos tan duros y competitivos, por cada texto que escribo casi cada mañana. Por mis libros. Por mi manera de entender la cultura y tratar, en la medida de mis posibilidades, de acercarla a quien esté interesado en ella. La Bouzo. Apoyando. La Bouzo, sí, con su pelo revuelto y esa serenidad que siempre calma. Me vais a permitir llamarla así. Como llamamos a las mujeres del arte a las que admiramos, por el apellido. Ella lo merece. Pero no sólo por la apuesta que hace por mi literatura, sino por la que hace de cuantos amigos suyos escribimos o nos dedicamos a estas cosas tan fascinantes y complicadas: literatura, teatro, cine, música, pintura... Ella apuesta por la cultura. Su voz se encarga de proclamar las nuestras. Y se lo agradecemos. Yo, al menos, lo hago. Quiero hacerlo hoy. Estos días en los que ella, la Bouzo, celebra sus veinticinco años de matrimonio. Se ha vuelto a vestir de blanco y a celebrarlo. Me alegra ver  sus fotos así vestida, de blanco, ilusionada, sonriente, rodeada de quienes la quieren. Observada, desde este rincón apartado del mundo donde Íñigo y yo estamos refugiados, por quienes la queremos. Observada, sí, en su felicidad. En esos instantes que atrapa la cámara y que demuestran lo que el amor es capaz de hacer. Veinticinco años. Bien por ti, María. Bien por vosotros, Pedro y María. Que el viaje continúe. Continuará. No hay más que ver esas fotos, esos rostros, esas miradas. No hay más que veros cuando nos vemos en el bar de Yolanda, esa mujer que, se pongan como se pongan algunos necios, tanto ha hecho por la cultura de esta ciudad. Por la cultura y por la noche. Y no tengo nada más que añadir a este respecto. Quienes estuvimos allí, sabemos la lucha de esta mujer, Yolanda. La lucha y los logros conquistados. Que no se nos olvide.
Recuerdo a la Bouzo, el año pasado, en los Encuentros Literarios que se celebraron en esta ciudad. La recuerdo, concretamente, estando al frente del micrófono, presentando a la estupenda Laura Freixas. Nuestras miradas se encontraron por un momento, fugazmente. Y fue entonces cuando supe que allí estaba una amiga. Uno sabe esas cosas cuando pasan. Es lo que tiene ir cumpliendo años. Unos cuantos ya. Llevaba puesto un pañuelo que ella me regaló y, aunque no soy una persona especialmente supersticiosa, sé que aquel pañuelo nos trajo suerte. Los Encuentros Literarios fueron un éxito rotundo. Y sé que aquel pañuelo -insisto- tuvo algo que ver en todo ello. Me espera un otoño intenso con las presentaciones de mi nueva novela, "La mujer de al lado". Así que todo esto, Bouzo, era para recordarte que, a pesar de no ser supersticioso, te necesito. Ahora en serio: a por los veinticinco siguientes. En el bar de Yolanda, en cualquiera de ellos, lo celebraremos. No me cabe la más mínima duda.  

miércoles, 23 de julio de 2014

Un lugar llamado Carmen Martín Gaite

Hoy se cumplen catorce años de la muerte de Carmen Martín Gaite. Fue otra de esas muertes que nos dejó doloridos y un poco huérfanos porque creo que aún tenía mucho que contarnos, como apuntaba en esa obra inacabada que es "Los parentescos". Sería muy difícil recomendar una sola de sus obras porque es una autora con una larga y muy fructífera trayectoria. Una trayectoria donde estuvo presente el ensayo, la poesía, el cuento, el teatro, la novela... El diálogo con los otros y consigo misma. La búsqueda del interlocutor, que era una de las cosas que más le gustaban a ella. La búsqueda del interlocutor y otras búsquedas, como tituló uno de sus libros. La búsqueda, constantemente. Porque Carmen fue una mujer que se adaptó a todos los tiempos que le tocó vivir. No se quedó atrás nunca. Creó paisajes imaginarios donde ella, diluida en unos personajes u otros, siempre estaba presente. "Nubosidad variable", que es una de sus mayores obras, es un ejemplo de esto que estoy diciendo. Hay más, claro. Como "El cuento de nunca acabar", que es una especie de ensayo sobre la escritura, la literatura y la propia vida. Otro de mis favoritos. "El cuarto de atrás". O ese breve texto "De su ventana a la mía" que le escribió a su madre desde Nueva York y que es una auténtica delicia. Este texto está recogido en el libro "Desde la ventana", donde analiza la posición de la mujer a través de diferentes épocas. "Fragmentos de interior", "Ritmo lento", "El balneario", aquella novelita corta con la que comenzó su carrera o esos "Cuadernos de todo", publicados después de su muerte y donde se recogen algunas de sus obsesiones, como los sueños, la escritura, la soledad o el tabaco (siempre estaba intentando dejarlo). Todas son obras muy recomendables para acercarse a su particular universo. Un universo con voz y  estilo propio.
Hace unos días, publicado por Siruela, que es, junto a Anagrama, donde se encuentra la mayor parte de su obra, apareció un libro muy interesante, "Un lugar llamado Carmen Martín Gaite", donde varios escritores -Rafael Chirbes, Carme Riera, Belén Gopegui, entre otros- se acercan a diferentes aspectos de su obra. La edición del libro corre a cargo de José Teruel y Carmen Valcárcel. Y es otra manera de recordarla. Y animar a la gente a leerla. Lo raro, jugando con uno de los títulos de sus libros, sería no hacerlo. Lo raro sería no recordarla con su colección de boinas y de cuadernos, siempre alerta. Siempre -o casi- escribiendo. Asomándose a la ventana. Para ver la vida y luego contárnosla. Han pasado catorce años, sí, pero ahí sigue, vigente, su obra. Toda ella. Pueden ser estos días un buen momento para volver a acercarse a sus libros. Carmen Martín Gaite. Una de nuestras escritoras fundamentales.

miércoles, 16 de julio de 2014

Un apunte sobre aquella infancia

De aquellos días -los de las fiestas del Carmen, en Mieres, a principios de los años ochenta- recuerdo el sonido de los coches de choque, la imagen de la noria perfilándose -imponente-  hacia lo alto, el tren de la bruja (mi preferido), la música rumbera que salía de todas aquellas atracciones (Los Chichos, Los Chunguitos, María Jiménez, y en este plan) y las personas que se encargaban de ellas, con un cigarrillo rubio y una copa de algo (¿Whisky? ¿Ron?) que siempre iba acompañado de Coca-Cola entre las manos. Se instalaban cerca del edificio de ladrillos rojos donde vivían los abuelos. Y por la tarde, después de la comida y la siesta, nos acercábamos hasta allí. Aquello, a mis ocho o nueve años, suponía una auténtica fiesta. Todo me llamaba la atención. Aparte de las atracciones (sólo me interesaban los billetes para el tren de la bruja: aquella bruja que siempre era un hombre feísimo vestido -disfrazado- de mujer que soltaba unos buenos escobazos a los mayores que acompañaban a sus hijos, sobrinos o nietos ), el camión de los helados y los puestos con golosinas, palomitas, pipas, cacahuetes, almendras tostadas, cocos partidos en rodajas desiguales, aceitunas, maicitos, cebolletas... Todos los puestos tenían una disculpa para detenerse delante. No hace falta decir que todo me llamaba la atención y me apetecía. Era el abuelo el que primero sacaba un billete de cien o de quinientas pesetas para que comprase todo lo que se me antojase. Y la vuelta, siempre era para mí. (Mi hermana aún era muy pequeña: casi seis años nos separan). Después, mientras los mayores estaban tomando una cerveza o una botella de sidra en una terraza, yo me encargaba de aquel botín que, gracias a la generosidad del abuelo, siempre tenía de todo. Si te comes todo eso, te va a doler la barriga. Eran las palabras de mi madre o de la abuela. Nunca me lo comía todo porque, en aquella época, por increíble que ahora parezca, era muy mal comedor, incluso de las cosas que más me gustaban. Lo que sufrió mi madre con ese tema sólo ella y yo lo sabemos. Ella por los intentos para que aquello cambiase y yo, por todo lo que tenía que ingerir sin gana. ¡Incluso llegó a darme el jugo que soltaba la carne de caballo cocida porque no sé quién le había dicho que tenía muchas proteínas! Aún recuerdo con verdadero asco aquel sabor.
Allí sentado, en aquella terraza, rodeado de los mayores, me sentía importante. Como todos nos hemos sentido a esa edad en la que lo único que importa es que ellos, los mayores, los padres y los abuelos, estén allí, a tu lado, protegiéndote. Bebía un Bitter Kas, que era la bebida que más me gustaba por entonces (niño raro, lo sé) y escuchaba la música de la orquesta que ya empezaba a sonar. Versiones de canciones famosas de intérpretes muy conocidos. De Raphael a la Jurado. De Nino Bravo a Rocío Dúrcal. Y escuchaba las conversaciones de mis padres y de mis abuelos. Y el mundo -mi mundo- era aquello, las personas que me rodeaban. Nada malo podía pasar. Estaba convencido.
Los años, como siempre, se encargaron de contradecirme, claro, como a todos. Pero hoy, por esas cosas del calendario, he recordado aquellas fiestas, las del Carmen, en Mieres, a principios de los ochenta, y no me he puesto triste, no (acaso un poco melancólico: lo normal). El amor de aquellas personas -mis padres, mis abuelos: ya desaparecidos los dos- es lo que ha conformado al hombre que hoy soy. Una manera de estar y de entender el mundo y de querer a los que me rodean.     

lunes, 14 de julio de 2014

Buenos Aires revisitada

Pienso con frecuencia en aquel viaje. Sobre todo -no sé muy bien los motivos-, los domingos. Quizá porque los domingos son días francamente inútiles y los nudos no se deshacen con la facilidad que cualquier otro día. Los domingos, con resaca o sin ella, no deberían existir. O alguien debería explicarnos bien cómo sobrevivir a toda la estúpida melancolía que viene de su mano (de su alargada zarpa). Buenos Aires. Han pasado ya cinco años. Pienso en ese viaje, sí, muchas veces. Esta tarde (de domingo) pienso que si pudiese volver a cualquiera de las ciudades que descubrimos juntos, a una sola, elegiría esa, Buenos Aires. Para recorrer de nuevo todas las calles, los cafés, las librerías, los teatros. Qué importan esas doce horas de vuelo. Estar allí, de nuevo, es lo que cuenta. Estar allí, de nuevo, punto. Ahora es del todo imposible repetir ese viaje. Por eso miro las fotografías, las de aquel viaje, cinco años atrás. Las miro una y otra vez. Detenidamente. Como si fuese la primera vez que lo hiciese. Cuando uno hace algo así, mirar fotografías de otro tiempo, es inevitable pensar en la inocencia de entonces, ajenos a las cosas negativas que vendrían después y en las que ahora no voy a detenerme. No tiene sentido hacerlo. A veces, refugiarse en las palabras es precisamente eso: huir de lo negativo que nos rodea, que nos quieren imponer. Habitar en aquel recuerdo, una tarde de domingo cualquiera, con resaca o sin ella, cuando el sol ya se ha ocultado definitivamente y parece que se avecina la tormenta. Ver las fotografías de todas aquellas librerías (creo que no nos quedó ni una sola por visitar) y pensar que estamos de nuevo ahí, como aquel verano del 2009, en aquel invierno porteño.
Buenos Aires. Caminamos durante horas a lo largo de todos los días de aquella larga semana que pasamos allí, nos sentamos en cafés que parecían de otro siglo, bebimos vino en tabernas cuyo olor aún puedo recordar a la perfección, compramos montones de libros a precios de risa, sentimos la emoción de aquellas mujeres que siguen manifestándose por sus familiares desaparecidos en aquella mítica plaza, vimos obras de teatro, escuchamos tangos y sentimos el frío de un invierno del que supimos guarecernos como nosotros sabemos hacerlo. Como nosotros seguimos haciéndolo: guarecernos de todo lo negativo que viene del exterior y que entonces, en aquel invierno porteño, desconocíamos. Parece que la vida es una prueba constante. Los domingos, ya está dicho, la prueba se vuelve aún más demoledora.
Y aquí estamos. O allí, mejor. En aquel verano del 2009, invierno porteño. Como en esas fotografías que miro una y otra vez. Detenidamente. Como si no hubiesen pasado los años. Como si aún estuviésemos atrapados allí, en aquel tiempo. Esta tarde de domingo. Sin resaca. Con amenaza de tormenta. Leyendo, entre fotografía y fotografía, el estupendo libro que Cristina Peri Rossi escribió sobre Cortázar.

lunes, 7 de julio de 2014

Una tarde de verano

Hacía tiempo que no caminaba solo por la parte vieja de la ciudad un domingo por la tarde. Un domingo de verano, con buena temperatura y un sol que aparecía y desaparecía a su antojo, sin alarma de lluvia. Las calles, a esas horas, cuando los más rezagados aún terminaban de comer en alguna de las terrazas próximas al ayuntamiento, estaban prácticamente vacías. Se podía respirar ese olor: el del verano, disperso en el ambiente, incluso en esas zonas sombrías donde jamás luce el sol y siempre parecen posarse esas pequeñas nubes de polvo cuya densidad tan bien resulta para las fotografías en blanco y negro. Cuando uno va caminando solo por esas calles que conoce a la perfección, apenas se fija en el paisaje: tantas veces -solo o acompañado, a unas horas u otras- transitado. Uno se dedica a pensar. A veces, si la cabeza no está demasiado embotada por el calor, se dedica a pensar en muchas cosas. Es inevitable. Por un lado, conviene dejar los pensamientos negativos a un lado. El paseo debe ser una especie de terapia contra ellos, una manera de ahuyentarlos, de ponerlos firmes. No se les debe conceder demasiado espacio. Los domingos suelen ser días peligrosos para ese tipo de pensamientos: suelen atacar ante la más mínima muestra de indefensión o temblor. Sólo con intuirlos, más vale esquivarlos. Sin contemplaciones. Sin remordimientos. Atajando los quebraderos de cabeza que siempre acarrean. Todos esos líos. Todas las veces.
¿En qué piensa uno caminando solo por la parte vieja de la ciudad un domingo por la tarde? Al pasar por los puestos del Fontán, ya casi todos recogidos, mientras varios hombres están barriendo la calle y recogiendo cartones y demás enseres que se fueron quedando por las esquinas, es inevitable pensar en el aspecto que tendría unas horas antes, cuando todo estaba repleto de cosas -libros, discos, gafas, zapatos, muñecas, antigüedades...- para la venta, como esos otros domingos -la mayoría- cuando pasamos por allí, casi siempre antes  del mediodía. ¿Me habré perdido algo -un libro descatalogado, sin ir más lejos- por no haber ido ese día por la mañana? Quién sabe. Los viajes de los libros son muy caprichosos. El azar, más aún. Si ese libro, supuestamente perdido, no llegó a mis manos, ya lo hará, si es que realmente tenía que hacerlo. A veces, sí, el azar, pese a sus caprichos, posee cierta lógica, cierto sentido. Muchos libros llegan a nuestras manos así, por una cuestión de azar. Como tantas otras cosas. Aunque a veces nos resistamos a pensar lo contrario.
No puedo dejar de pensar en uno de los libros que estoy leyendo estos días. "El viento en las hojas", de José Ángel González Sainz, publicado por Anagrama. En esa prosa escrita para leer detenidamente, sin prisas, para saborear como el niño protagonista de uno de los relatos saborea el limón de su helado. No hay prisa, me digo, para terminarlo. Me gusta que estos días ese libro esté ahí, al alcance de mi mano, para rescatar un párrafo, varias páginas, el cuento leído. Uno de los cuentos ya leídos, todos ellos soberbios.
El sabor de un helado, de vainilla en mi caso -pensar en él, en el helado de vainilla, como recompensa a la larga caminata-, puede ser otro pensamiento para esa tarde lenta. Pese a la velocidad de los días, hay tardes que transcurren así: lentas, muy lentas, y repletas de palabras y pensamientos que nos remiten a otras palabras, a otros pensamientos, a otros lugares. Quizá a los mismos de siempre.
Una tarde de domingo. Un domingo de verano, caminando solo por la ciudad. Pensando. Pensando también en el sabor de la vainilla. Disfrutando de ese paseo, de esos minutos que transcurren lentos pero que rápidamente se enredarán en la vorágine de estas vidas que siempre -queramos o no- pasan demasiado rápido.

sábado, 5 de julio de 2014

Apuntes sobre la Matute

No hay librería que se precie que no tenga los libros de Ana María Matute. Todos ellos. Desde aquellos primeros que escribió siendo apenas una adolescente hasta los últimos. Ansiosos estamos por leer esa  novela que terminó poco antes de morir, "Demonios familiares", que la editorial Destino anuncia para finales de septiembre y de la que hablaremos aquí cuando llegue ese momento. En Ana María Matute, la Matute como a ella le gustaba que la llamaran, así sin el nombre, como denominamos a las grandes actrices de cine y teatro, la Espert, la Baró, la Maura, la Velasco, la Asquerino, la Sarandon, etcétera. En la Matute, decía, se contraponen casi siempre dos mundos: el cruel e inhóspito de lo que rodea a sus personajes y el de la imaginación y la fantasía en el que se refugian. Como ella misma lo hacía. La imaginación y la fantasía fueron sus refugios. Y las palabras escritas, sí, esas también lo fueron. Desde aquellas primeras palabras que llevó escritas a mano en un cuaderno con tapas de hule al editor de Destino y que conformaban la novela por la que ganaría el Premio Planeta, "Pequeño teatro", hasta esas últimas que citaba antes y que están por leer, o las penúltimas, las de esa novela deliciosa que es "Paraíso inhabitado", y que tantas veces recomendé en aquellas librerías en las que trabajé. Recuerdo, de aquellas recomendaciones, que algunas personas empezaron a conocer la obra de la Matute a través de ellas, y, como ocurre siempre cuando alguien se queda fascinado por la obra de un autor, quisieron leer más historias escritas por aquella mujer de pelo blanco que salía a veces por la tele y que fascinaba con su voz cantarina y su jovialidad. Fue, precisamente, esa jovialidad la que a muchos nos engañó y pensamos (o deseamos) que ella, la Matute, así, sin el nombre, fuera inmortal. No pudo ser, lamentablemente. Y el pasado 25 de junio, inesperadamente, nos dejó. Seguiremos escuchando sus voz cantarina en las numerosas entrevistas que dejó grabadas (recomiendo vivamente el documental realizado por RTVE, de la serie Imprescindibles, donde se da un repaso minucioso a su vida y a su obra) y seguiremos leyendo sus libros. Todos ellos. Los cuentos -algunos tan precisos y punzantes que te dejan temblando-  y las novelas. Citaré, al margen de ese "Paraíso inhabitado" que antes citaba, tres de mis favoritas. "Primera memoria", "Luciérnagas" y "Los hijos muertos", fundamental para comprender la historia de este país. Y citaré "Olvidado Rey Gudú", claro, tan monumental y desbordante de imaginación. Esa obra que la rescató de aquella depresión que la dejó sin voz pero, me atrevería a decir, que no sin imaginación, sin fantasía. Sus refugios. Ana María Matute, la Matute, nos ha dejado físicamente, sí, pero su obra permanecerá. Seguirá siendo un referente cuando nosotros ya no estemos por aquí. Incluso, llegado el caso, si es que llega, cuando no haya librerías.

jueves, 3 de julio de 2014

Incógnitas

Son las seis y cuarto de la mañana. Estoy asomado a la terraza de un quinto piso del edificio donde estamos alojados por unos días, en el sur. Ya está amaneciendo. El cielo está despejado y, a lo lejos, un sol demasiado anaranjado para esas horas indica que el día será muy caluroso. Ese sol, demasiado anaranjado, parece la luna artificial de un teatro japonés. Parece un sol de mentira, como las lunas falsas que iluminan las tablas de esos pequeños teatros de juguete. Pronto se convertirá en algo real. Cuando los ruidos transformen el silencio en una sucesión de ruidos que desde ahí, desde ese quinto piso, nos llegarán difuminados. Pero nada de eso ha pasado aún, siguen siendo las seis y cuarto de la mañana. Enfrente del edificio, hay un aparcamiento y unos arbustos lo bordean. Abajo, el agua de la piscina está en calma. Ni la más leve brisa mueve el agua. Todo mantiene la misma calma, el mismo silencio. Hay cierto misterio en todo ello. La gente aún está durmiendo y la que no lo hace, probablemente medio adormilada, mira la televisión desde la penumbra de sus habitaciones. La luz de la televisión puede distinguirse a través de los visillos que tampoco mece ninguna brisa. El sonido no llega hasta la terraza donde yo estoy: despejado, como si hubiese dormido diez horas seguidas. En el interior de la habitación, él sigue durmiendo.
De repente, en el aparcamiento que hay frente al edificio, un coche se detiene. El ruido del motor es el único que rompe esa calma. Es un coche grande, gris, nuevo. No sé qué modelo es porque no entiendo nada de coches. No me interesa hacerlo tampoco. La vida es demasiado breve para perder el tiempo en todas esas cosas que no te interesan lo más mínimo. La historia de los coches es una de ellas. Sólo me importa que me lleven de un lado a otro, la comodidad. Simplemente. Al dueño de ese coche -un chico más o menos de mi edad, intuyo desde la distancia-, sí parece interesarle. Sale del coche y cierra la puerta. Y luego le da unos golpecitos, como si quisiese señalar lo bien que se ha portado o algo así. Ha puesto sobre él una caja envuelta con papel de regalo. Es una caja enorme. La deja ahí, sobre el coche, unos segundos. Los que tarda en acercarse a uno de los arbustos y ponerse a mear. De vez en cuando, mientras lo está haciendo, da la vuelta y echa un vistazo a la caja que ha colocado sobre el coche. Al regalo. ¿Para quién será?, me pregunto. Termina de mear y coge la caja, vuelve a darle unos golpecitos al coche y abandona el aparcamiento. Se dirige al edificio de al lado, entra el portal. No se encuentra con nadie durante ese breve trayecto. Pero antes de hacerlo, se da la vuelta un par de veces para observar el coche, para comprobar que todo queda en su sitio. ¿De dónde vendrá? ¿Habrá hecho un viaje largo? ¿Quién lo estará esperando? Son las preguntas que se unen a las iniciales: ¿Para quién será ese regalo? ¿Qué habrá en su interior? Se podría escribir una historia para descifrar todas esas incógnitas. La historia de ese hombre y la de la persona a la que va destinado el regalo. ¿Su mujer? ¿Su marido? ¿Su madre? ¿Su amante?   
El sol ha dejado de parecer un sol de mentira, pese a la intensidad de su color, y una mujer que no parece estar de muy buen humor remueve las aguas de la piscina. Y es así, con ese sonido, como el mundo parece recuperar los sonidos habituales.