sábado, 26 de abril de 2014

Bajo el cielo nocturno de Nueva York

Todos tenemos un sueño. Y lo perseguimos. No importa en qué lugar del mundo se encuentre la persona que busca ese sueño, el suyo propio. Sin embargo, la búsqueda de ese sueño en una ciudad como Nueva York, aunque en principio pudiese parecer lo contrario, puede volverse aún más complicada, más cuesta arriba. Son muchos los que tratan de atrapar el sueño y pocos los que lo consiguen. Más aún si hablamos de una profesión como la de actor. La que quiere desarrollar el personaje de Javier Cámara en "La vida inesperada" desde hace años. Con todo su empeño, con todo su esfuerzo, con toda su pasión y sus ganas. Pero llegas a los cuarenta y te das cuenta de que las cosas no son tan sencillas como parecían entonces, cuando empezó a fraguarse en la cabeza aquel sueño. El espejo, a esa edad, empieza a reflejar la cruda realidad y aleja las fantasías, aunque se persista en el empeño. Elvira Lindo -en un guión hilado con retazos de vida y complicidades culturales que encajan a la perfección en la trama- ha reflejado con maestría ese camino, ese dolor (no exento de un sentido del humor que ayuda a comprender, a sobrellevar las cosas que no salen como uno desea). El empeño por querer llegar a ver cumplido aquel sueño, el largo trecho que se ha de recorrer, la frustración que hace su aparición muchas más veces de las deseadas. "Cuando a uno no le pagan por su trabajo, acaba por perder la pasión", se dice en un momento dado. La ciudad que te acoge, pero que no te regala nada (¿alguien lo hace?). La constante ocupación para mantener la cabeza en su sitio y poder pagar el alquiler, dicho sea de paso. El contraste entre las cosas por las que luchas y las que consigues. Todo eso está ahí, en ese inolvidable personaje que Cámara hace suyo desde la primera escena, al que entrega todas sus grandes dotes actorales. Hay que decir que Raúl Arévalo no se queda atrás en ningún momento. Javier Cámara convierte en un ser realmente entrañable a ese Juanito al que ya no quiere que le llamen por el diminutivo. El Juanito de aquella fotografía en la que aparece con su padre, siendo apenas un niño. Y el Juanito de este convulso presente. El trecho que va de uno a otro. No está solo en el viaje, claro. Hay más personajes. Gente que trata de buscar su sitio en el mundo, con su historia a cuestas. Gente de la calle, también con sus sueños y con sus esfuerzos. Gente que, pese a todo, sonríe y no tira la toalla. Que mira hacia ese cielo nocturno de Nueva York y tira para delante. Gente con dignidad. Aunque algunos quieran hacernos creer que estamos hablando de una palabra -dignidad- pasada de moda. O que alguien ha hecho desaparecer del diccionario.
Como el librero argentino, convertido ahora en tendero, otro de esos personajes cargado de dignidad que permanece en la memoria durante un buen rato tras ver la película. Una película que muestra en todo momento su amor por el teatro, por la interpretación, por las madres (qué grande es Gloria Muñoz: una de esas actrices a las que les bastan doce minutos de metraje para que un sensato académico las nomine a los Goya) que se desviven por sus hijos aunque a veces no entiendan o no compartan sus decisiones. Todos tenemos derecho a ese sueño, pese a que la vida se empeñe en que no se lleve a cabo. Ah, los misteriosos recovecos del destino. Los giros inesperados de cada vida: aguardando a la vuelta de la esquina. Implacables. Decisivos.
Menciono a Cámara y a Arévalo, pero todos los actores están perfectos en sus papeles. La comicidad entre ellos es palpable. Cada uno con su historia, con su valentía, con sus aspiraciones o con sus miedos. Buscándose ese lugar. El suyo propio. Nadie dijo que fuese sencillo. Y más aún, cuando dejas tu tierra, tu casa, tu familia. Cuando ya has cumplido los cuarenta. Pero así es la vida. Con todos -insisto- sus giros inesperados. Implacables. Decisivos. Aunque siempre pueda haber un lugar para la sorpresa. Quién sabe.     
Una película dirigida con oficio y elegancia por Jorge Torregrossa, que deja ese nudo en la garganta que siempre dejan las cosas que emocionan de verdad. Por las que, pese a todo, aún sigue mereciendo la pena levantarse cada mañana.

jueves, 24 de abril de 2014

Un poema (o casi)

Era de noche, y hacía mucho calor, y yo llevaba la camisa muy desabrochada porque estaba mucho más delgado que ahora y la moda, también por entonces, era así. De repente, un viernes cualquiera, estás bailando en una pista de baile, con la última copa en la mano, y alguien aparece y toda la vida cambia de una décima de segundo a otra. El mundo se detiene, o algo parecido, aunque siga avanzando, avanzando, como hemos visto, como hemos comprobado hasta llegar aquí, siete años después. Y un buen día te das cuenta de que han pasado todos esos años, de que ya no estás tan delgado ni las modas son aquéllas, y sin embargo, cada vez que me acerco a ti, y lo hago muy a menudo (siempre doy gracias por ese privilegio), siento la misma electricidad que recorrió mi cuerpo aquella primera noche, la primera vez que te vi y te besé, con la última copa en la mano y la camisa muy desabrochada. Han pasado tantas cosas buenas en todos estos años que casi son capaces de borrar a las otras. Sí, son capaces de hacerlo. No hay duda. Lo malo queda enterrado por unas cuantas risas y recuerdos, y otras tantas botellas de vino. La miseria que se quede al otro lado, sentenciamos. Y se queda. Al otro lado. A este lado de la puerta, la vida nos sonríe. No podemos quejarnos. Cuando suena Marianne Faithfull o cualquier otra de esas damas a las que adoramos y el sabor del vino va recorriendo lentamente nuestras gargantas, lo recordamos. Es así.
Años después de aquella primera noche -la camisa muy desabrochada, la pista de baile, la última copa, etcétera-, decidimos casarnos. Porque nos apetecía mucho hacerlo y porque es bueno cumplir las leyes cuando alguien ha dado la cara por ti, por muchos como tú, haciéndolas posibles contra la opinión de los radicales, de los que no respetan al que no tiene los mismos gustos que los suyos, de los que te amargaron la vida cuando eras un crío. Y hoy, un día después del Día del Libro, se cumplen cuatro años de aquella mañana en la que lucía un esplendoroso sol en Gijón: el mar en calma, su olor llegando hasta aquella plaza. No cambiaría cada uno de los días que conforman estos cuatro años por ninguna otra cosa. Ningún tesoro, por valioso que sea, es comparable a todo esto. La memoria de todo este tiempo durará hasta que alguna cruel enfermedad la devaste. Sólo eso, la enfermedad, podrá acabar con ella. Lo malo se queda al otro lado, ya está dicho. Con solo mirarte, el valor de las cosas -de todas ellas- adquiere matices desproporcionados. Por eso te miro, cada segundo, aunque tú no lo sepas. Que lo sabes. Cada segundo. Estoy convencido.   

miércoles, 23 de abril de 2014

Días y libros

El niño aprendió a leer enseguida y empezó a pedirle a su madre que le comprase libros. Y ella, la madre, se los compraba. Todos los libros que el niño le pedía. Sin rechistar. Cuando el niño se fue haciendo mayor, la madre siguió comprándole libros hasta que él, con su propio sueldo, pudo hacerlo. Pero un buen día todo eso terminó. Ya no hubo más sueldo. Y la madre volvió a comprarle libros y todas las demás cosas que un hombre necesita para sobrevivir cuando aún está vivo. Sin rechistar. El hombre intentó denodadamente buscar trabajo en otras librerías. Pero unos libreros le decían que, dada la situación económica que se está viviendo en los últimos años, no podían contratar a nadie. Y otros, también le decían lo mismo, aunque luego contrataban a otras personas. Así es la vida. Cuando alguien le pregunta al hombre los motivos por los que no deja esta ciudad de una maldita vez y se va a vivir a otra parte (a Islandia, por ejemplo, como el protagonista del extraordinario cuento de Sergi Bellver), el hombre siempre contesta lo mismo: una madre que te compra libros no es una madre a la que debes dejar sola cuando los años se le van echando encima y está enferma. Cada uno podrá tener sus teorías, pero la teoría de este hombre es ésta. Y no hay más planteamientos que hacer.
El 23 de abril del año 2010, un día antes de casarme, fue el último año que trabajé en una librería el Día del Libro. A las ocho y media de la mañana estaba colocando libros en la mesa que ponía en la calle para esas ocasiones. Trabajé, sin salir de la librería en ningún momento, hasta las nueve y media de la noche. Hora en la que me fui a cenar con el hombre que, al día siguiente, se convertiría en mi marido y con los dos tipos que actuarían de testigos en el acto y que hoy ya no están en nuestras vidas. Así es la vida, sí. Recuerdo que aquel día fue un día feliz. Un día perfecto, como diría Lou Reed. Un día que recuerdo con frecuencia, aunque, al hacerlo, me invada la nostalgia o algo parecido. También recuerdo que aquel día no llovió. Y eso siempre contribuye a que la jornada sea más luminosa y fructífera. Sé que han cambiado muchas cosas desde entonces, y no me refiero sólo al ámbito personal. Hay mucha gente que está pasándolo mal y no tiene dinero para libros (ni siquiera para comer). Y hay otra que sí lo tiene y que prefiere conseguirlos gratis. Allá cada cual. El día que otras personas consigan gratis los productos con los que ellos se ganan la vida, si es que esto llega a ocurrir, tal vez cambien de opinión. No hay nada como vivir en las propias carnes los problemas de los demás. Lo ajeno se convierte instantáneamente en propio. Y ya no digo más.
Por lo demás, Feliz Día del Libro a todos. Si podéis, compraros un libro. El que más os apetezca. El de Sergi Bellver, "Agua dura", como ya comenté aquí hace poco, es una buena recomendación. Y el de Juan Bonilla, y el de Richard Ford, y el de Jean Stafford (son los tres que estoy leyendo estos días), y el de...  La oferta es amplia y variada.
¿Mi madre? Luego quedaré con ella.    

lunes, 21 de abril de 2014

Una mujer en coma

Una mujer en coma que sólo aparece unos segundos (cruciales) y sobre la que gira todo el argumento de la historia. Una mujer en coma es la clave. El pasado, que queramos o no, siempre da vueltas: nos lleva y nos trae a su antojo. Determina el presente. La presencia de esa mujer en coma, aunque sólo aparezca brevemente al final de la película, postrada en la habitación de un hospital, es tan fuerte como todo el peso del pasado. El pasado de los protagonistas que, de un modo u otro, gira en torno a ella, a esa mujer en coma que sólo vemos unos segundos. Las mentiras, los engaños, las deslealtades, el amor, los celos, el fracaso, la maternidad, la soledad, la frustración, el miedo a causar daño, el miedo a ser el destinatario de ese daño, la complejidad de las relaciones humanas... Todo eso está ahí, magníficamente entrelazado, en la película. "El pasado", del director iraní Asghar Farhadi. Los personajes se mueven por un París que nada tiene que ver con el París del glamour ni de los cafés literarios. Ni con el París luminoso de algunas películas. La otra cara de la ciudad. La de los suburbios, las casas a medio pintar, los jardines sin arreglar y repletos de trastos viejos, los bares de los obreros, los chanchullos en los trabajos, los grifos atascados, las camas sin hacer, los niños despeinados... Se mueven, dan vueltas, giran sobre sí mismos, como marionetas que no supiesen cómo accionar el siguiente movimiento. "Cómo pesa la vida. Más que la muerte", decía el personaje principal de una novela de Soledad Puértolas. ¡Cómo pesa la vida! Y cómo les pesa a estos personajes: a los adultos y a los que aún no lo son. Todos ellos magníficamente interpretados. No sería justo dejar de mencionar a Bérénice Bejo, premio de interpretación en Cannes, que compone un personaje crucial, que mantiene el equilibrio, pese a los complejos conflictos a los que tiene que enfrentarse. Otra vez el pasado. Otra mujer bajo la influencia que, junto a su dos compañeros (Tahar Rahim y Ali Mosaffa), compone uno de esos complicados bailes en los que, como en la propia película, no aparece la música. Salvo al final, donde entra en juego físicamente la mujer en coma. Y entonces...
Esa música que sigue sonando cuando salimos del cine. No importan los años que hayan pasado: las tardes de los domingos siempre conservan esa extraña melancolía que sólo consigue aplacar el buen hacer de un cineasta, de un cómico, de un escritor o la visión de un cuadro o de una fotografía. Es domingo y llueve. Llueve mucho cuando nos vamos acercando a casa. Y en nuestra cabeza, aún sigue esa imagen, la de la mujer en coma, la clave de la historia, la escena crucial de la película. Y todo lo que sucedió antes y lo que, alejada ya la cámara de los personajes, empezará a suceder.

miércoles, 16 de abril de 2014

Reunión familiar

Hay novelas que te atrapan desde las primeras líneas. Novelas en las que te sumerges de lleno en la historia que te están contando, que encuentras rápida complicidad con los personajes, que quieres que formen parte de tu vida mientras dura el tiempo que la estás leyendo. Que al dejar de hacerlo, de leerla, sigues pensando en ella, en la novela, y en ellos, los personajes. La última novela de Alejandro Palomas ("Una madre", publicada por Siruela) pertenece de lleno a este grupo de novelas. Una cena, la del último día del año, es motivo suficiente para que todos los personajes se reúnan alrededor de esa madre, el personaje central de la historia, sobre el que giran todos las demás. No es una madre perfecta (ni falta que le hace: ¿quién quiere serlo?): es una madre de carne y hueso, y punto. Una madre con sus ocurrencias, con sus virtudes, con sus defectos, con sus debilidades, con su particular modo de ser, con sus ingenuidades, con su positivo modo de ver las cosas pese a que no todo lo que le ocurre sea así, positivo. Con esa fuerza que hay en la mayoría de las madres y que ayuda a tirar hacia delante con lo que sea, con los problemas que vayan cayendo sobre sus hombros y sobre los hombros de las personas que la rodean y que la quieren. Un personaje con una luz y una entidad propios, enemigo del silencio. Alrededor de esa cena -en la que, como es natural, van surgiendo muchas cosas-, y en esos continuos vaivenes en el tiempo que Palomas maneja con sabiduría, vamos conociendo a todos los personajes, a esa familia que no tiene nada de extraña, que es una familia que trata de superar los baches, de divertirse, de reírse, de compartir el hombro cuando toca, de sobrevivir. Como (casi) todas.
Quiero destacar entre las muchas virtudes de la novela, esa precisión con la que se mueve entre lo poético y lo humorístico. Nunca falta el sentido del humor. Que es una de las bases del texto y de la propia vida. No es un humor que te haga reír a carcajadas. No se trata de eso, sino de un humor que puede con lo feo (e inevitable) que ocurre en todas las vidas y un humor al que aferrarse para que todo lo amargo resulte más fácil de digerir, aunque a veces -como ocurre con el humor que más me gusta- te congele la sonrisa. Sin él, sin ese sentido del humor (con sonrisa congelada incluida), estaríamos completamente perdidos. Y eso, la madre del título, lo sabe. Hace tiempo que lo sabe.
El resto de esos personajes que giran alrededor de la madre, cada uno con sus particularidades, reflejan a la perfección caracteres de los tiempos actuales. Con sus dolores, con sus quebraderos de cabeza, con sus ilusiones, con sus frustraciones, con sus fantasías, con sus miedos, con sus anhelos. Cada uno, con su propia personalidad, con su pasado, compone el elenco de esta familia que se sienta alrededor de una mesa, el último día del año, como si fuesen los actores de una gran obra de teatro. Esa fiesta que comienza un poco antes, sin esas flores que, con el recuerdo de la señora Dalloway cuando salía a comprar las suyas, la madre se olvidó de comprar. Pero no importa. Las flores son lo de menos.
Creo que Alejandro Palomas ha escrito su mejor novela hasta la fecha. Una novela tierna, intensa, a ratos divertida, intimista, donde las luces y las sombras, las risas y los tramos más oscuros, se entremezclan. Y donde el escritor demuestra todo su talento, que -como sabíamos- no es poco.

lunes, 14 de abril de 2014

Historia de una maestra

Hacía mucho tiempo que no sabía nada de ella, que no coincidíamos por la calle. Ayer, mientras tomábamos un vino en una terraza, la vi pasar de lejos. Se llama Marcelina y fue mi primera maestra. Es cierto que los años no pasan en balde para nadie y por eso me costó un poco reconocerla. Fue mi madre la que me alertó de su presencia, en la acera de enfrente, caminando lentamente, subida en unos tacones quizá demasiado altos para su edad, para el cansancio que parecía arrastrar. Llevaba en la mano un ramo de laurel, salía de misa. El rostro muy envejecido, claro. La misma melena color ceniza de entonces, la misma cara amable. Hablo de un tiempo en el que yo tenía cuatro o cinco años y ella ya me parecía una mujer mayor, aunque no lo fuera. Como siempre nos parecen muy mayores todas las personas cuando nosotros somos tan pequeños. Era una mujer encantadora, dulce, paciente con los niños, entregada por completo a su oficio. Jamás se enfadaba o levantaba el tono de voz. Nos enseñaba a leer y a escribir, a sumar y a dibujar. Alentaba la imaginación y la fantasía de los niños. Nos leía cuentos y poesías infantiles. Y los viernes por la tarde, como preámbulo a los días de descanso, nos dejaba jugar por el aula, hablar unos con otros, corretear, enredar. Si me ponía enfermo, cosa que era frecuente por entonces debido a la fragilidad de mi garganta, me daba mucha rabia quedarme en casa. En casa lo pasaba bien, con mis libros y mis cosas, con la presencia cercana de mi madre, pero ir a las clases de aquella mujer, Marcelina, suponía toda una fiesta. Nada que ver con el infierno que vendría después, en aquel dichoso colegio de curas al que luego me cambiaron. Ni uno solo de aquellos profesores y curas que tuve puede compararse en entrega a su trabajo con aquella mujer que entonces me parecía tan mayor y  que hoy realmente lo es. Toda una vida dedicada a la enseñanza. Marcelina. Repito su nombre porque al hacerlo consigo evocar la felicidad de aquel tiempo, la sabiduría de una mujer que amaba profundamente su trabajo. Un trabajo al que se entregaba por completo, sin esfuerzo aparente ni malos rollos. No recuerdo una sola mala cara, un gesto de reproche, una fea contestación. Y, aunque desconozco cómo transcurrió su vida privada, supongo que tendría días malos y espesos. Días de esos en los que desearía quedarse en la cama durante toda la jornada. Como nos pasa a todos.
Nunca, ya digo, volví a tener un maestro así. Entregado por completo a su trabajo, disfrutando plenamente con él. Sólo Magdalena Cueto, en el primer año en la facultad, con sus clases de Teoría Literaria, podría compararse con ella. Con aquel gozo que suponía asistir a sus clases, escuchar sus explicaciones, divagar sobre Aristóteles o sobre cualquier otro. Sólo ella. Siempre con su cigarrillo negro entre los dedos (estoy hablando de un tiempo -tan lejano, tan cercano- en el que se podía fumar en las clases) y aquella voz que te envolvía y que conseguía que no pensases en nada más que en su discurso. Los hilos de aquellos discursos eran tan amplios, eruditos y entretenidos que iban de un tiempo a otro, de un siglo a otro. La pasión por la narración y por los narradores jamás disminuía. Y conseguía que no te distrajeses de todo ello bajo ningún concepto.
Volvamos al día de ayer. Marcelina se fue alejando lentamente, con su paso cansado, su media melena color ceniza y sus tacones altos. Su aire inequívoco de maestra jubilada. Y pensé, mientras lo hacía, que quizá se tratase de la última vez que la viese. Y también pensé que su legado estará presente en mí mientras esté vivo y la memoria no tambalee. Luego, en silencio, brindé por ella. Por Marcelina, mi primera maestra. Todo un ejemplo.    

domingo, 13 de abril de 2014

En otros domingos como el de hoy

Son curiosos los recuerdos. Cuando mi hermana y yo éramos pequeños, mi madre siempre nos compraba ropa nueva para estrenarla el Domingo de Ramos. Y una palma, claro, para cada uno. Lo típico. Luego, íbamos a misa. Una misa que era una algarabía con tanto ramo y tanta palma, muy diferente a la de los otros domingos. Y después, si hacía sol, a tomar el vermú a una terraza. Y podíamos pedir Coca-Colas, patatas y aceitunas, sin que nadie nos recordase que todo aquello nos iba a quitar el apetito. Mi madre llevaba el pelo ondulado y las uñas pintadas de rojo. Con sus altos tacones, parecía muchísimo más alta de lo que es. (Hace poco, uno de estos domingos invernales, estuvimos viendo fotografías de aquella época: y puedo asegurar, sin temor a la exageración, que en todas ellas estaba tan guapa que parecía una actriz de cine). A su lado, mi padre siempre quedaba un poco más bajo. Mi padre, sentado ya en la terraza, fumaba aquel tabaco rubio que -lógicamente- aún no habíamos probado y que dejaba un delicioso aroma en el aire. Un olor tan delicioso como aquel que procedía de la copa de Martini que mi padre se estaba tomando. ¿Puedo probarlo? Pero mi padre siempre me miraba con cara de pocos amigos: una cara que quería decir que como volviese a hacer aquella pregunta se acabarían las patatas y las aceitunas y las Coca-Colas. Y que nos iríamos para casa inmediatamente.
Eran otros tiempos. Los que siempre se recuerdan con un punto de melancolía y otro de una felicidad que parece imposible de repetir. La felicidad que siempre trae consigo la inocencia, el no estar aún vapuleado por la vida. Hoy he recordado todo esto. Al levantar la persiana y ver el cielo casi despejado. Hace mucho tiempo que no voy a misa, que se acabaron los ramos, las palmas y todo lo demás. Quince años estudiando en un colegio religioso y las constantes y aberrantes declaraciones de los miembros más destacados de la jerarquía eclesiástica, son suficientes motivos para sentir un rechazo absoluto por todo ello más que justificado. Y no diré más. De momento. Lo único que siento a estas alturas de mi vida, desaparecidos ya el asco y la rabia y el rencor, es que no se apliquen castigos severos a todas esas personas que sueltan las atrocidades que sueltan por la boca sobre la homosexualidad y otros temas con los que parecen tener verdadera obsesión. Sólo eso.
Sin embargo, sí habrá vermú. Dentro de unas horas. En una terraza. El vermú de estos tiempos. En los que la felicidad (entendida ahora de otra forma) también puede estar presente. Con mis padres, que aún siguen siendo los padres de aquel tiempo tan lejano, aunque los años se les hayan echado encima y mi madre, debido a su enfermedad, ya no pueda ponerse aquellos tacones que la hacían parecer más alta de lo que realmente es. Y con mi hermana. Y con mi marido, señor Obispo de Málaga, que en nada se parece a un perro.
 
 

viernes, 11 de abril de 2014

La silueta del lobo

Hay relatos que llegan a tu vida para quedarse. El tema que tratan, la forma en que lo hacen, el latigazo final que te alcanza y te desmorona. Lo que viene después de leerlo. La silueta del lobo, perfilada en el horizonte, siempre acechando, acorralándote, atrapándote finalmente. Esa historia que durante un tiempo no puedes quitarte de la cabeza. Cada cual tendrá sus motivos o sus circunstancias para que esto ocurra. Y cada cual tendrá a sus autores. Antón Chéjov, Truman Capote, Ignacio Aldecoa, Raymond Carver, John Cheever, Alice Munro, Richard Ford, Soledad Puértolas, Carlos Castán o James Salter son algunos de los míos. Con un relato, uno solo, fue suficiente. Ya te habían atrapado para siempre. Y a ese relato, como a un poema o a un recuerdo que surge de repente y que te remite a un tiempo ya desaparecido, siempre regresas, tarde o temprano, inevitablemente. Con orgullo o como un náufrago, rendido y despojado ya de soluciones. Es cierto que no ocurre muy a menudo. Pero, cuando lo hace, llegas incluso a considerar que todo tiene algún sentido. El que la literatura le otorga a la propia vida. Simplemente. Sí, a veces ocurre. Todo, como siempre, es cuestión de paciencia. Y de perseverar en el empeño de la búsqueda. De las búsquedas. En plural. Mejor en plural.
Hace poco volvió a suceder. Llegó a mí uno de esos relatos. "Islandia", de Sergi Bellver. La historia me cautivó. Y el latigazo final y la silueta del lobo hicieron, cómo no, su aparición. Y sentí la urgente necesidad de leer el resto de los relatos que componen el primer libro de su autor, "Agua dura". Seré sincero: el temor a la decepción estaba presente. Era inevitable. Cuando uno lee un relato de la altura literaria de "Islandia", puede plantearse que los demás no estén a su nivel. Es cierto que ese relato es de los mejores del libro, pero también están "Propiedad privada", "El nudo de Koen" o "Los ojos de Sarah". O esos otros relatos breves -"La manada", "Señales de vida"- que te dejan la punzada de un afilado poema, acorralado una vez más. Todo el conjunto tiene una unidad y una indiscutible calidad literaria, pero ésos sobresalen con entidad propia. Historias bien construidas, brillantemente narradas, imágenes inquietantes. Imágenes de esas que perduran tras su lectura y que algún ávido director debería plantearse adaptar al cine. Ya sé que no están los tiempos sobrados de dinero, pero tampoco lo están de buenas historias. Dicho queda.
Si me permitís, colegas libreros, bibliotecarios y lectores en general, un consejo: no dejéis pasar por alto este libro. Dejadlo en vuestras estanterías, en vuestros escaparates, leedlo, recomendadlo (el 23 de abril y todos los demás días). Es un libro que te hace gozar y sufrir, ahondar en la complejidad de las relaciones y de los destinos, plantearte qué sentido tiene el viaje. Mientras esperamos la anunciada primera novela de su autor y la oportunidad de viajar a Islandia y recordar que una vez ya habíamos estado allí, cruzando Reikiavik de madrugada.

martes, 8 de abril de 2014

Madres

Una mujer con el corazón roto, la mirada líquida, las manos temblorosas. Una mujer normal y corriente. Una mujer con pasado. Como (casi) todas. Una mujer que vive con su único hijo. Eso, el cuidado y la compañía del hijo adolescente, es lo que la salva del corazón roto, de ese pasado que marca su presente. A veces parece que madre e hijo intercambiasen los papeles que les corresponden. El hijo cuida de la madre, la protege. A sus pocos años, el muchacho ha visto demasiado sufrimiento en los ojos de su joven madre. Nadie como Kate Winslet para interpretar un papel así. El de una mujer normal y corriente. Con pasado. Con heridas difíciles de cicatrizar. Frágil. Que va caminando cada día como puede, huyendo de aquel pasado. Sobreviviendo. Sobreponiéndose a esa fragilidad. "Una vida en tres días" ("Labor Day"), la última película estrenada de la Winslet, una de esas actrices que siempre supone un gozo ver, que arriesga, que no tiene una mala interpretación en toda su carrera. El destino de su personaje cambia cuando aparece en sus vidas un tipo que se ha escapado de la cárcel, que tiene encerrados a la madre y al hijo en su propia casa. Pero no voy a desvelar nada más. Hay que verla: en cine, si aún queda la posibilidad, o en deuvedé. Es una película notable, con cierto sabor a historia de Truman Capote, a película de antes. Con Kate Winslet -la mejor actriz de su generación, sin duda alguna- derrochando talento, humanidad, belleza interior, sabiduría. Esa fragilidad que la delata, que la imposibilita, y que se esfumará cuando aparece el tipo que se ha fugado de la cárcel. Pero no voy a contar más. Creo que es una película que hay que ver, ya lo he dicho. Que te deja la agradable sensación que producen las historias bien narradas. Que te ayuda a recuperar tardes de cine memorables. Salir de la sala de cine y regresar a tu casa pensando todo el tiempo en la película que acabas de ver. Comentándola. Dormirte recordándola.
Otra madre. La protagonista de "Moon Tiger", de Penelope Lively, publicado por Contraseña Editorial. Una madre muy diferente a la protagonizada por Kate Winslet. Una historiadora, Claudia Hampton, que, a sus setenta y seis años, desde la cama de un hospital londinense, repasa lo que ha sido su vida, aunque ella imagina que está escribiendo una historia del mundo. Una mujer que siempre ha hecho lo que ha considerado oportuno, desafiando a quien hiciese falta. Los diálogos con su hija, los recuerdos de los hombres que pasaron por su vida, el amor, la familia, el trabajo, las luchas, los avatares de una larga trayectoria que ha intentado vivir libremente... La que ahora recuerda, al borde de la muerte, en una cama de hospital. Se trata de una de esas novelas que uno va dosificando para que no se terminen. Creo que con esto lo digo todo. Lively, como ya dejó claro en "La fotografía" (también en Contraseña), es una narradora excepcional. Sus libros merecen estar en el fondo de cualquier librería, al margen de modas pasajeras y demás estupideces que tenemos que ver cada semana en las mesas de novedades.
Esto no es un repaso ni nada parecido a las madres literarias y cinematográficas. Son sólo algunos ejemplos de un tema que me apasiona. Algunas de las historias más recientes que he visto y leído.
Siendo sinceros, el último relato del que voy a hablar no es nuevo precisamente. Se escribió hace unos cuantos años ya. Cuando Alice Munro aún no había ganado el Nobel (ni siquiera era candidata por entonces) y escribía con sus hijos cerca, arañando el tiempo a las tareas domésticas, a las horas de sueño. Se titula "El progreso del amor" (relato que da título al libro: aunque mi edición es la de Debate, se puede encontrar en RBA) y es uno de mis relatos favoritos de la autora, una de esas historias a las que uno vuelve de vez en cuando. Una mujer recibe la noticia de la muerte de su madre. Y eso le sirve para hacer un repaso -a veces tierno, a veces demoledor- a la personalidad de la madre y la del resto de su familia. Alice va y viene en el tiempo, como casi siempre. Rememora los años pasados, se sitúa en el presente, vuelve hacia atrás. No necesita demasiado espacio para contarnos la historia de esa familia, sin embargo, en cada nueva lectura, uno siempre encuentra un detalle que se le había escapado. Una palabra, una sola, en las lecturas de Alice Munro, es muy importante. Una palabra es suficiente para que las piezas encajen como deben hacerlo. No son puzles complicados, como algunas personas piensan. Son puzles que (casi siempre) recorren vidas enteras: sólo eso. Por eso siempre hay que leerla con atención, disfrutando del texto, pendiente de cada detalle. Porque, en cada uno de esos detalles, puede esconderse más de una clave. La definitiva.   
El Día del Libro se acerca. Un año más, lamentablemente, no estaré trabajando en ninguna librería. Sirvan este par de libros de los que hablo hoy como recomendación para ese día (o para cuando sea propicio). Por si a alguien le pueden interesar. Yo me voy a quedar un rato mirando esa fotografía de la propia Alice Munro que venía hace unas semanas en el periódico y que preside desde entonces mis estanterías. Una mujer, Alice, ya octogenaria, en la cocina de su casa, sentada a la mesa, dirigiendo la mirada a un frutero, al vuelo de una mosca... Deteniendo esa mirada en algún recuerdo, en uno de esos detalles donde siempre está la clave de sus historias, de las nuestras.
 

domingo, 6 de abril de 2014

El bar de Mari Trini

Hace unos años, como saben los lectores de estos textos, trabajaba en la librería Trabe. Íñigo, una calle más arriba, tenía su oficina. Casi todos los días, sobre las ocho, pasaba a buscarme y, antes de subir a casa para preparar la cena, solíamos tomar un par de vinos en alguno de los bares que hay alrededor de nuestra casa. A veces, si quedábamos con algunos amigos, solían ser más de dos vinos. La cosa se prolongaba. Sobre todo, si era viernes o hacía buen tiempo. En uno de esos locales, trabajaba ella, la mujer de cuya muerte me enteré este sábado. Aunque tenía un nombre bonito, no importa mucho cómo se llamaba porque todos la llamábamos Mari Trini, debido a su impresionante parecido con la conocida cantante. ¿Dónde quedamos? En el bar de Mari Trini. Y allí estábamos, cuando el buen tiempo iba haciendo su aparición y a nadie le apetecía mucho irse para casa. Mari Trini era alegre, simpática, con sentido del humor y entusiasta con su trabajo. Siempre tenía una palabra amable y una sonrisa, aunque a veces estuviese de mal humor, como todo el mundo, o las cosas no le salían como esperaba. Era una profesional. Nunca le dijimos que Íñigo y yo éramos pareja. No hizo falta, lógicamente. Esas cosas se notan. Y más una verdadera profesional de la barra de los bares, como era ella. Un día, mientras nos servía generosamente las copas de vino (era realmente generosa con la cantidad: como sabía que nos gustaba), nos dijo que hacíamos muy bien en vivir libremente la vida, que ella tenía algunos amigos homosexuales y que se enfurecía cuando alguien discriminaba a una persona por su condición sexual. Nos contaba muchas cosas, que quedarán en el recuerdo de aquellos tiempos, entre nosotros. Los que estuvimos allí. Los que disfrutamos con su carácter. Con sus conversaciones. Con su buen humor. Con sus sonrisas. Con su sarcasmo (sabía burlarse muy bien de ese quiero y no puedo que a veces hace su aparición en algunas personas de esta ciudad). Con sus generosas copas de vino.
Cuando se enteró de que trabajaba en una librería, empezó a encargarme todos los libros que su hijo necesitaba para el colegio y todos los que el niño quería leer. Después del trabajo, se los acercaba al bar y ésa, si es que necesitábamos alguna, era la disculpa para tomarnos aquel par de vinos. A veces, nos llamaban algunos amigos o mi hermana -¿Dónde estáis? En el bar de Mari Trini- y se acercaban. Y la cosa, como digo, se prolongaba. El bar de Mari Trini era uno de esos locales donde uno se encontraba bien. Recuerdo que, por aquella época, mi madre había salido del tramo más duro de su enfermedad. Aún tenía que caminar apoyada en una muleta. Y así, poco a poco, bajaba todos los jueves para comer con nosotros. Y allí nos esperaba, en el bar de Mari Trini. Está de más decir que ella siempre se mostraba interesada por la enfermedad de mi madre, siempre le preguntaba cómo había ido la semana. Lentamente, decía mi madre. Porque así era. Así es esa enfermedad cuando, cada cierto tiempo, quiere recordarnos que no bajemos la guardia, que está ahí, presente, aunque a veces se haga la dormida. Mari Trini, con aquel buen humor, siempre le levantaba el ánimo a mi madre, mientras esperaba por nosotros para comer.
Un día, inesperadamente, Mari Trini desapareció. Ya no estaba en aquel bar. Lo llevaba otra gente. No supimos más de ella. Teníamos su número de teléfono, pero no nos atrevimos a llamarla. La prudencia sigue siendo una de las cualidades que más valoramos. Poco después de aquella desaparición, mi hermana la encontró. Mari Trini no la reconoció. Estaba muy delgada, visiblemente desmejorada. Un gorro tapaba aquella media melena rubia con flequillo, el mismo que llevaba la conocida cantante. O, quizá, en aquel momento, ya no tapaba la media melena rubia con flequillo... Lo evidente saltaba a la vista. Eso me dijo mi hermana.
El sábado nos enteramos de su muerte, sí. La muerte de la mujer que se parecía a Mari Trini, que tenía complicidad con nosotros, y alegría, y dulzura, y sarcasmo, y servía generosas copas de vino.
Aún podemos escuchar su voz. Aún podemos verla moverse inquieta entre las mesas y la terraza de aquel bar. Aún conservamos todas las imágenes de aquel tiempo, aunque hayan pasado tantas cosas. Y entonces...  

sábado, 5 de abril de 2014

La escritora y yo

Desde que empecé a leerla, hace más de veinte años, no he dejado de hacerlo nunca. Sus libros -todos ellos- siempre están ahí, al alcance de la mano, en diferentes rincones de la casa, muy presentes, muy visibles. Como las botellas de vino tinto o esas pastillas que nos ayudan a tranquilizarnos cuando la vida va más despacio que los propios deseos: por si acaso se necesita recurrir a ellas en algún momento. Según la época, he preferido unos libros u otros. Jamás me he planteado desprenderme de ninguno. De sus libros, una vez que te atrapan, es imposible salir de ellos. Los lees y los vuelves a leer. Los lees en silencio, cuando la casa está vacía o cuando el hombre que vive contigo está durmiendo, o los lees en voz alta como el que lee una poesía. Sí, los he leído muchas veces en voz alta. Están ahí, en tu interior, como está la fotografía de una bellísima adolescente en la portada de "El amante" presidiendo una parte de las estanterías y como están desperdigadas otras fotografías, ya convertida en una mujer devastada por las arrugas e hinchada por el alcohol, en muchos de sus libros. Me fascinan esas fotografías que explican muy bien su paso por este mundo. En todas ellas se puede apreciar la pasión. La pasión por todo: por la vida, por los hombres, por el vino, por los libros, por las discusiones, por la escritura, por el cine, por la madre, por el hermano pequeño, por el hijo, por Delphine Seyring... Con dinero o sin dinero, con más lectores o con menos (ella sabía que un buen puñado de ellos jamás la abandonaríamos: sí, lo sabía), siempre poseída por la pasión. La carta de un amante, el vuelo de esa cometa con la que juega un niño, la visión del mar o de los gatos. Cualquier cosa es válida. La pasión no está en la carta, ni en la cometa, ni en el mar ni en el gato: eso lo sabemos. La pasión está en la mirada. En su mirada. En su impúdica mirada a sí misma. A su pasado, a su presente. A su manera de amar. A sus excesos. A la carta, a la cometa, al mar y al gato. En las palabras que escribe y en los silencios que a veces dominan a esas palabras. La música y el silencio. El tiempo detenido. Todos sus libros ahí, al alcance de mi mano, en cualquier rincón de la casa.
Ayer se cumplieron cien años de su nacimiento y su obra ha llegado hasta aquí, intacta. Dentro de otros cien años ya no estaremos aquí, pero sus libros sí estarán: al alcance de otras manos, de otras necesidades. Desperdigados por los rincones de otras casas. Necesarios, imprescindibles. Decididamente únicos.

jueves, 3 de abril de 2014

La aflicción de María

Sé que es difícil, pero olvidémonos del Papa, de Rouco Varela, de toda la jerarquía eclesiástica. Y centrémonos en la historia de Jesús (real o ficticia: aquí cada cual tendrá su opinión) y en la de su madre, María. En su figura basa su nuevo texto el gran escritor Colm Tóibín, "El testamento de María". La mujer, ya anciana, recuerda a su hijo: cómo vivió, cómo murió. Y sufre, recluida en sus pensamientos, por ello: por el propio sufrimiento de su hijo, por su destino final. El texto es una especie de extenso y poético monólogo. No en vano, pese a su duración y la dificultad para la actriz que lo lleve a cabo, pronto se representará en Broadway. Vanessa Redgrave -sin duda, muy adecuada para dar vida al personaje- rechazó el papel ante la complicación de memorizar tal cantidad de palabras. Y, al leerlo, varios nombres de actrices españolas han venido a mi cabeza para representarlo. Charo López, Terele Pávez, Julia Gutiérrez Caba, Nuria Espert... (Después de ver a Nuria en la complicadísima interpretación de"La violación de Lucrecia", creo que puedo verla en cualquier papel). Tiene hondura y poesía, pese a su sencillez. Como toda la obra del escritor irlandés. No hace mucho hablaba en este mismo espacio de una de sus obras descatalogadas, "Crónica de la noche". Y en su momento, también lo hice con la deslumbrante "Brooklyn", ¿su obra maestra? Vamos a esperar lo que nos depara su talento. Y crucemos los dedos para que sus publicaciones lleguen más o menos puntuales a nuestro idioma.
Según iba leyendo el texto, también pensaba en la posibilidad de adaptar el texto al cine, combinando cine y teatro. Nada experimental ni pretencioso (el texto no se lo merece). Sólo eso: una combinación de cine y teatro. Ya sé que no es poca cosa y que es necesario mucho talento para llevar a buen puerto el empeño. Y me vino a la cabeza aquella película de Louis Malle, "Vania en la calle 42", tan valorada en su momento. (Hace tiempo que no la veo, pero mi recuerdo sobre ella es positivo). Una actriz preparando el papel y recitándolo: podría ser una posibilidad. El texto es complejo, pese, insisto, a su sencillez y cercanía. Belleza y complejidad. Las últimas horas de una madre recordando a su hijo. Su sufrimiento, su pasión, su angustia, su dolor, su aflicción. Hay muchos factores en juego para un buen resultado. Toca, una vez más, esperar.
Mientras tanto, quedan ese puñado de páginas, apenas poco más de cien, rebosantes de intensidad y sabiduría narrativa. "El testamento de María", de Colm Tóibín, publicado por Lumen. Historia real o ficticia (cada cual, ya saben), merece la pena leerla. A mí, por unos instantes, me devolvió uno de los pocos momentos positivos que recuerdo de aquel colegio religioso donde estudié: cuando tocaba leer o escuchar párrafos de la Biblia y la imaginación se echaba a volar. Como siempre que leo o escucho una historia bien narrada.  

miércoles, 2 de abril de 2014

Extraño en la ciudad

Recorro lugares de la ciudad por los que hacía mucho tiempo que no transitaba. Lugares alejados de la casa en la que ahora vivo y de la casa donde viven mis padres. Y al hacerlo, al pasar por algunos de esos rincones tan cambiados con respecto a entonces, tengo la sensación de estar en otra ciudad. Una ciudad diferente a la mía. Me siento un poco extraño, como si las historias que viví en algunas de esas zonas ya no me pertenecieran en absoluto. Historias de amor o de amistad. Bares que están cerrados o que simplemente ya no existen, restaurantes antiguos que ahora se han convertido en coctelerías con un aire un poco hortera y que tratan de emular a las cosmopolitas coctelerías que aparecen en películas y suplementos dominicales, tiendas que se han transformado en una especie de grandes almacenes regentados por chinos, panaderías que venden de todo menos pan. Los cambios son muy evidentes. Como si llevasen ahí toda la vida y nunca hubiese existido todo lo anterior. Es una sensación curiosa. Como si me hubiese ido a vivir a otra ciudad lejana y regresase por unas horas a esos lugares donde compartí experiencias con otras personas que tampoco existen, a día de hoy, en mi vida. Pero la mente humana -a rachas- no es tan frágil como parece. La memoria rescata aquellos lugares, los superpone a los actuales, aunque haya pasado tanto tiempo. Aunque sea por unos momentos, mientras paso por ahí y recuerdo que no estoy en otra ciudad, que sigo en la mía, tan cambiada, tan machacada por la crisis. Como casi todas.
La sensación de ser un extraño en tu propia ciudad. A veces, casi sin darnos cuenta, pasa. Un extraño en tu propia ciudad, sí. Aunque sea por unos instantes. Como en este paseo. Alejado de los lugares que suelo recorrer, de las diferentes zonas de la ciudad por las que casi cada día paso. Por las calles o los parques por los que transito, habitualmente por la mañana, mientras la ciudad y sus habitantes van arrancando, desperezándose del sueño, abandonando el mal humor que conlleva tener que enfrentarse a una jornada (quizá) poco prometedora. Como si esta mañana no estuviese en mi propia ciudad, sino en una ciudad desconocida.
Paso por delante de un viejo edificio y recuerdo que en una de esas ventanas compartí una historia que prefiero que se difumine en la memoria. A todo el mundo le ha pasado. Sin embargo, al dejar atrás el viejo edificio, siento como si esa historia ya no me perteneciese en absoluto. Son cosas que ocurren y que debemos agradecer al tiempo. A su transcurso. Ventanas que ya no te dicen nada. Luces que tardaron en apagarse, pero que, cuando lo hicieron, fue de un modo definitivo, irrevocable. Y que ni siquiera se puede hacer literatura con ellas.
Y continúo caminando, sintiéndome, durante unas cuantas calles más, un extraño en mi propia ciudad. Como si de algún modo aún no hubiese regresado del todo de una especie de turbio sueño.