lunes, 20 de enero de 2014

Soy homosexual. Soy hipertenso.

Las ganas de polemizar, de llamar la atención, de atraer a sus seguidores más radicales, de convertirse en una estrella nada más llegar a su nuevo puesto de trabajo. "La homosexualidad es deficiente y se puede normalizar con tratamiento". Ésas son las palabras del cardenal Fernando Sebastián. O sea, no cortarse un pelo. ¿Para qué? No respetar cuando ellos, con las iglesias cada vez más vacías, están reclamado respeto constantemente. Lo de siempre: un dios para mí y otro para todos los demás que no piensan como yo. ¿Por qué hay que aguantar todo esto, día tras día, en un estado aconfesional? Levantarte, leer los periódicos y hallar declaraciones de tipos así. El nuevo cardenal quiere entrar por la puerta grande, convertirse en estrella nada más llegar del modo que sea, incluso del modo más sucio, rastrero y lamentable. Tal y como ha hecho. Pero eso no le convierte en estrella ni le convierte en nada. Bueno, sí, en un ser con muy poca vergüenza. ¿Estas son las directrices del nuevo Papa? Apaga y vámonos, que ya nos las sabíamos por mucho que el hombre pusiese su cara más amable, contuviese sus opiniones y engañase a cuatro ingenuos. A mí, personalmente, nunca me engañó. Sabía, como sabíamos muchos, por dónde iban a ir los tiros. Detrás de esa apariencia bonachona y entregada se escondía la verdadera cara: la cara de siempre, la de todos sus predecesores. Sólo era cuestión de tiempo que se quitara la máscara. Aquí están, fuera máscaras, las declaraciones del nuevo cardenal, amigo del propio Papa Francisco. Retrógradas e insultantes. Más de lo mismo. Hartazgo infinito. Cansancio sobre el cansancio acumulado.
Cansancio, sí, porque son ya demasiados años aguantando esta clase de declaraciones cuando su historial está repleto de grandes manchas sobre las que ni quieren oír hablar y cuando la homosexualidad aún está tan perseguida en muchos lugares. La doble moral ya no tiene límite para ellos. Ahora están crecidos, claro, con la ayuda de Gallardón y su ley sobre el aborto (criticada desde todos los rincones civilizados del planeta), que es lo que ellos querían, y aún les debe saber a poco. Mariano, como siempre, guardará silencio. Nos sabemos la película, por mala que sea, de memoria. Y eso hace que el asco sea aún mayor. La falta de sensibilidad no conoce límite con ellos. Por eso, no contento con lo expresado anteriormente, prosigue, refiriéndose a sus palabras: "No es ofensa, es estima". Y luego se embarulla con la hipertensión que él padece y que no se enfada porque alguien le diga que debe corregirla. ¡Hay que tener cara!
Siempre que escucho a este tipo de personajes arremeter con el tema que no les deja dormir, la (homo) sexualidad, me acuerdo de aquel cura que tuve en el colegio y al que todos se referían como homosexual (no era la palabra utilizada, por cierto, pero vamos a dejarlo ahí). Daba clases de religión y cuando no le apetecía abrir el libro y ponerse a explicar, dedicaba la clase a la sexualidad. Imaginaros, cuarenta chicos de trece o catorce años, preguntando sobre el tema, animados por aquel cura que tampoco se cortaba lo más mínimo, que se le encendía la cara con cada nueva y grosera pregunta. Algunos chicos -los repetidores, sobre todo- preguntaban, y él se relamía de gusto. Contestaba abiertamente a todo. Con una grosería aún mayor que la del chico que preguntaba. Con todo tipo de detalles. Sin cortarse. No entraré aquí en aquellos detalles.
Ahora -quiero imaginar- aquello sería ilegal, denunciable. Eran otros tiempos, principios de los años 80, en un colegio que -como ya he escrito más veces- parecía una cárcel. Pero... las palabras del nuevo cardenal, ¿no lo son? ¿Ilegales, denunciables?
Me parece que ya estamos consintiendo demasiado. Todo tiene un límite. O debería de tenerlo.
Parafraseando a Truman Capote, y para finalizar quitándole un poco de hierro a todo esto, que luego me sube la tensión, podría decir: "Soy homosexual. Soy hipertenso". Lo primero es algo tan natural como el color de mis ojos o de mi pelo, y punto, señor Sebastián. Lo segundo, herencia familiar, lo llevo con cierta resignación.

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