lunes, 30 de diciembre de 2013

Adiós, 2013

Cada vez produce más vértigo el paso del tiempo. Termina otro año. El impulso inicial siempre nos lleva a hacer una especie de balance, de inventario sobre lo que han sido los últimos doce meses, pero, en realidad, ¿para qué?, me pregunto en esta mañana -la penúltima del año- en la que no hay ni rastro de sol: sólo nubarrones y frío y cielos grises. Han sucedido cosas buenas y malas, se han cumplido algunas expectativas y otras permanecen ahí, arrinconadas en esa especie de sala de espera donde se ubican algunos de los proyectos que deseamos para el futuro. Casi mejor no desear nada. Dejar que la vida nos vaya sorprendiendo día a día, minuto a minuto. Si le echamos un pulso, sabemos que llevamos las de perder. La experiencia nos avala a este respecto. No hablo de inmovilidad, por supuesto. Eso nunca. Sólo de detenerse, respirar hondo, seguir trabajando y dejar que las cosas vayan viniendo a su manera. Anteponer la calma a todas las demás historias. Estamos vivos. Podemos movernos sin ayuda. Es suficiente. Eso creo.
Es cierto, como comenzaba diciendo, que el vértigo sobre el paso del tiempo se va agudizando con los años. Supongo que es normal. Uno ve una imagen en un periódico, la del vídeo de "Thriller", y lee la noticia de que esta Nochevieja se cumplen treinta años de la primera emisión del legendario trabajo de Michael Jackson, y una especie de nebulosa se apodera de nuestra mente. ¿Treinta años? Sí, ni uno más ni uno menos. Treinta años y aún puedes verte en aquel salón (¿quién no puede hacerlo?), el de la casa de tus padres, el último día de aquel año, el 83, con la abuela Luisa, con el luto por la reciente muerte del abuelo en sus ropas y en su gesto adusto, aún con nosotros. Sentir la conmoción de aquellas imágenes. Sin exagerar podríamos hablar de un momento histórico para la música y para la televisión. Aún no sabías casi nada de la vida -doce años-, pero sí intuías que allí, detrás de aquellas imágenes y aquella música, había algo verdaderamente grande. Un auténtico artista. Un artista, guste más o menos, tan revolucionario como el propio e impactante vídeo. Treinta años de aquella emisión que a nadie dejó indiferente. Treinta.
No sabemos con exactitud qué camino tomará todo esto. No parece que pinten muy bien las cosas. Esa ley del aborto, tan injusta y retrógrada, tan innecesaria e hipócrita, es como una especie de metáfora de todo lo que está ocurriendo. La gran metáfora que explica los tiempos que vivimos. Retrocesos constantes en lugar de avances. Es triste, muy triste, pero resulta sencillo explicarlo. Así están las cosas. Tampoco son días para pensar demasiado en ello, aunque resulta inevitable. Estamos aquí y seguimos leyendo. Afortunadamente.
Y a eso nos agarraremos, como siempre. A las lecturas. A las películas. A las músicas. A las obras de teatro. A los paseos y a las copas de vino compartidas. Y a lo inesperado que nos aguarde. Las mejores maneras que conozco para sobrevivir. Todo ello desde la serenidad (esperemos). La que a veces perdimos en este año, que no fue, precisamente, el mejor de nuestras vidas, pese a alguna que otra buena noticia. Adiós, 2013. Que el viaje te sea propicio. 


 

viernes, 27 de diciembre de 2013

Palabras de amor

Serrat cumple hoy setenta años. Me imagino que como a la mayoría de la gente, sus canciones siempre han estado asociadas a momentos destacados de nuestras vidas. Cuando un amor no nos correspondía; cuando una relación de amor o de amistad se terminaba; cuando un ser querido se iba; cuando estábamos nostálgicos sin un motivo concreto; cuando no nos apetecía ir a clase; cuando las infecciones de garganta volvían a hacerse presentes; cuando viajábamos a otra ciudad -ah, el adolescente solitario- para leer un libro delante del mar, que no era el Mediterráneo de su canción -ése nos tocaba por el verano: el mismo mar de todos los veranos- pero qué importaba. Retazos de un tiempo que nos conforma pero que se ha ido quedando atrás, como tantas otras cosas. Sin embargo, sus canciones permanecen. Y lo hacen porque son clásicos indiscutibles. Canciones que a veces llegaban a nuestros oídos a través de las ventanas abiertas, por las escaleras del edificio donde vivían los abuelos o en nuestra propia habitación desde aquellos vinilos que conservamos como oro en paño. "En bragas leíamos a Colette y al anochecer salíamos a besar a los extraños", dice Blanca Riestra en su último y espléndido libro, "Pregúntale al bosque" (Pre-textos). Si cambiamos esas bragas por cualquier otra prenda y a Colette por Marguerite Duras (por decir), ahí estaba yo. Salíamos a besar a los extraños, sí, y después, al día siguiente, poníamos los discos de Serrat. Aquella voz nos reconfortaba. La melancolía de alguna de sus canciones nos hacía olvidar aquellas otras, las nuestras. Hasta que, como Blanca Riestra, volviésemos de nuevo a besar a los extraños. Hasta que uno de aquellos extraños dejase de serlo.
Si tuviera que escoger una sola de sus canciones, no sabría con cuál quedarme. Su repertorio es tan extenso, tan rico y variado que supondría un verdadero problema. ¿Para qué escoger? Cada una de sus canciones va asociada a un estado de ánimo, a una copa de vino, a una conversación, a un momento, a cientos de momentos. Es lo que tienen los clásicos. Las canciones que permanecen, que le ganan el pulso al tiempo. Me estremece "Mediterráneo" (también la versión que hizo Lolita para la película "Rencor", con esa voz suya tan honda y característica), "Palabras de amor", "Cantares"... Qué sé yo. Son tantas. Cincuenta años de esos setenta dedicado a la música dan para mucho. Para mucha genialidad en su caso. Golpe a golpe, verso a verso. Como vamos todos componiendo toda esta complicación. Lo raro, sí, que es vivir. Que sigue siendo. Y, viendo lo visto, lo que nos espera. Pero no quiero hablar hoy de cosas negativas. Porque hablando de Serrat sólo se puede hablar de poesía. De esa poesía que está en la vida cotidiana y que él ha sabido rescatar tan sabiamente para ponerle música. Para ponerle un poco de sentido a nuestros desbarajustes. Y a la sinrazón de algunos.
Palabras de amor. Son las únicas que se le pueden dedicar a Serrat. No creo que nadie piense lo contrario.

jueves, 26 de diciembre de 2013

En la cocina

Lo mejor de las fiestas, se celebren donde se celebren y se trate de la fiesta que se trate, ocurre en la cocina. Las charlas que acompañan a los preparativos, los vinos que se toman mientras guisas esto o lo otro, las confidencias que se destapan sin pudor. No importa que se trate de la comida de un domingo cualquiera o la de uno de estos días navideños, tan llenos de excesos: aquí no hay tregua que valga. En la cocina se disfruta tanto como en el transcurso del propio almuerzo. Cuando era pequeño siempre quería estar en la cocina de la casa de los abuelos de Mieres. Con mi madre y con la abuela Virginia. Aunque los hombres protestasen: la cocina -como las muñecas- no era cosa de niños, sólo de niñas. Ahí es donde aprendí a cocinar. No he olvidado ni una sola de las recetas de la abuela, ni uno solo de sus movimientos, de un lado a otro de aquella espaciosa cocina, trajinando entre platos y fogones, cocinando deliciosamente a su manera, que era la manera de las mujeres de su familia, aquellas que se habían quedado en Galicia, su tierra natal. Las risas y la algarabía estaban aseguradas. Allí, en la cocina de la abuela, resultaba imposible aburrirse. Los olores, los sabores, los colores de los alimentos. La mezcla. La delicada preparación. El mimo y el cuidado con el que todo se preparaba. A ella, a la abuela, le encantaba cocinar. Era una de sus pasiones. La otra era la costura, a la que se dedicaba desde muy joven. El oficio con el que se ganaba la vida. Tan primorosamente realizado como los platos que elaboraba y que todos degustábamos con deleite.
Aún puedo verla, en ese ajetreo por tenerlo todo a tiempo para la hora de la comida. La luz de la primavera entrando por el balcón o la del invierno, con ese olor a leña quemada que se diluía en el ambiente al abrir la puerta de la calle. No, no abráis la puerta de la calle, decía la abuela, que la corriente de aire puede estropear la empanada que está en el horno. Y no la abríamos, claro. Siempre hacíamos caso a la abuela. Su palabra era sagrada. Porque no era una abuela gruñona o dictatorial. Nada de eso. Y los niños siempre saben eso. Los niños obedecen a quienes no les abruman. Ni les sueltan retahílas o pesados y aburridos discursos. Los niños saben más de lo que los adultos nos imaginamos. Aunque ahora, los adultos, no recordemos eso, ay.
Mi  abuela estaba ahí, en la cocina de su casa de Mieres, todas aquellas navidades, hoy tan recordadas. Las navidades de la infancia son siempre las mejores navidades, aunque, entonces, tampoco lo sepamos. Y nosotros estamos aquí, en la cocina de mi madre, hablando, bebiendo, riendo, preparando la cena, peleándonos por la palabra... Yo soy el que recuerda aquellos momentos en casa de la abuela Virginia, en Mieres,  pero no quiero decirle nada a mi madre para que no se deprima ni se ponga a llorar. Qué ingenuo. No hacen falta palabras. Sé que ella lo está recordando exactamente igual que yo. Aunque, como yo, no diga nada porque no es necesario.

martes, 24 de diciembre de 2013

La última noche

Mi amigo Hilario Barrero va caminando por las calles de Nueva York. Faltan dos días para la Navidad. Dadas las fechas, como en la mayoría de las ciudades, hay un gran movimiento: gentes que van y vienen, con bolsas en las manos, buscando un regalo de última hora, una silla donde tomarse un Martini seco o un whisky doble después de tanto ajetreo. La Navidad resulta agotadora en todas partes. Está atardeciendo y empiezan a caer algunas gotas de lluvia. De repente, Hilario descubre el retrato de un niño apoyado contra un árbol, al lado de dos bolsas repletas de basura, y se queda sorprendido por el hallazgo. Duda, por unos instantes, si recoger la pieza y llevársela a su casa. Es un bonito retrato en tonos anaranjados y sepias. Un retrato antiguo. Un chico, el del retrato, de apenas siete u ocho años, muy guapo. Va vestido con un trajecito marinero y un pequeño gorro a juego. Hilario hace una de sus magníficas fotos y se pregunta qué habrá sido de ese niño, el del retrato. Y de repente, me doy cuenta de que yo lo sé. Sé donde está ese niño.
El niño que ahora se llama Cora y que ya no es ningún niño. Cora sigue siendo tan guapa como el niño del retrato, el niño que fue, pero los años han dejado inevitables huellas en su rostro. No quiere operarse esas arrugas. Ya ha tenido demasiadas operaciones a lo largo de su vida. Eso piensa. Además, todo el mundo dice que está mucho más guapa así, con el paso del tiempo reflejado en el rostro. Cora está a punto de cumplir cuarenta y cinco años. Sirve copas en un local de San Francisco y, en días especiales, el público le reclama que se siente al piano que hay al fondo y tararee con su espléndida voz ronca alguna de las canciones del viejo Broadway, parte del repertorio de Judy Garland incluido. Hoy será uno de esos días. Hace unas horas que recibió la noticia de la muerte de su tía Elaine, que vivía en Nueva York, en la misma calle donde Hilario encontró el retrato y se detuvo a fotografiarlo. Elaine era la única persona de la familia que se hablaba con Cora. Una vez al mes, más o menos, charlaban por teléfono. Se podían pasar hasta media hora haciéndolo. El día de su cuarenta cumpleaños la tía Elaine viajó hasta San Francisco para celebrar el evento y escuchar a su sobrina cantar. La tía Elaine conocía bien su talento. Cuando Cora era un niño y aún se llamaba Arthur -como ese padre que dejó de hablarle tras conocer el cambio de identidad de su hijo-, Elaine fue la primera en enseñarle a tocar el piano. Elaine se ganaba la vida así, impartiendo clases de piano, como Shirley MacLaine en "Madame Sousatzka", aunque con mejor humor que aquella vieja gruñona. En realidad, la tía Elaine se parecía más a Geraldine Page. El niño enseguida se hizo con aquello. Tenía talento suficiente para ello. Cuando los padres de Cora supieron que se había cambiado de sexo, se deshicieron de todas sus cosas. El retrato incluido. La tía Elaine se lo llevó a su apartamento y lo colocó cerca de aquel piano donde Arthur y ella habían pasado tantas tardes. Nueva York, al otro lado del enorme ventanal. En los días largos de primavera resultaba muy agradable escuchar aquella música que se mezclaba con el suave movimiento de las hojas de los árboles. Ese movimiento que muchas veces escuchamos leyendo algunas novelas de Truman Capote.
Ahora la tía Elaine se ha muerto. Con noventa años. Cora no podrá viajar hasta Nueva York. Los vuelos son demasiado caros para ella. Aún tiene algunas cuentas pendientes con sus médicos por pagar. Además, es Navidad y el local estará abarrotado de gente. Cantará algo para su tía esta noche. No elegirá ninguna canción triste. Eso está decidido. No era el estilo de la tía Elaine. Y sabe que, al hacerlo, podrá verla allí sentada, bebiendo su gin-tonic, como aquella otra noche, la de su cuarenta cumpleaños, la última noche que se vieron, ya tan lejana.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad (o casi)

Al llegar a casa de mis padres, avanzada ya la mañana, percibo un intenso olor a manzanas. No es un olor que provenga de un ambientador, de una barra de incienso o de unas velas: es más real que todo eso. Desde la puerta de la entrada, descubro un frutero en la mesa de la cocina con unas cuantas manzanas verdes, mis preferidas. Su olor lo embarga todo. Su olor me remite a la casa de mis abuelos paternos, a aquel comedor de la parte de arriba de la casa que nunca se utilizaba. Mi madre, sentada en el sofá del salón, me está esperando, lista para salir a la calle. Hoy no es una mañana cualquiera. Una de esas mañanas en las que paseamos y tomamos algo -un té, un poleo, un vino: dependiendo de la hora- en un café de los alrededores de su casa. Hoy toca ir al hospital. Hace algún tiempo, ir al médico suponía una extraña mezcla de inquietud y nerviosismo. Ahora, tras los periplos a los que nos condujo la enfermedad de mi madre, todo es distinto. Ir al médico es un incordio, sí, pero es una sensación despojada de miedo. Hoy, sin embargo, la incertidumbre (más que la inquietud y el nerviosismo) revolotea nuestros estómagos. Hoy no le toca a ella visitar a su médico. Me toca a mí. No es una visita cualquiera. Es la visita que determinará si tengo o puedo llegar a tener la enfermedad de mi madre. No es ninguna tontería. Al parecer, un gran porcentaje de los hijos varones llegan a heredar esa enfermedad tan dolorosa y devastadora. Pienso en ello y vuelven aquellos miedos de la infancia cuando había que ir al médico o cuando el médico venía, inyección en mano, al colegio. Vamos, le digo a mi madre, que se levanta con dificultad del sofá (el invierno no es buena época para su enfermedad). Y dejamos atrás ese olor a manzanas que inunda toda la casa, cerrando la puerta con esa sensación que se apodera de uno cuando va a los hospitales, desconociendo si volverá siendo el mismo u otro, dependiendo del diagnóstico.
Una mujer. La doctora es una mujer. Dulce, agradable, correcta. No es una charlatana: va al grano, pero lo hace con tacto, con suavidad. Sabe que no estamos tratando cualquier asunto. El futuro. Buena parte de él. Pero no pienso en él, en el futuro, mientras sus manos recorren mi cuerpo, todas mis articulaciones y movimientos, sino en el pasado. Quiero pensar en ello, en el pasado. Evadirme. Regresar sólo al presente, a esa consulta, para contestar a sus preguntas, para realizar los numerosos movimientos que me indica. Lo hago, muevo todo mi cuerpo según me señala, y pienso en el pasado. Los paseos con mi madre por las tiendas de los alrededores cuando era un niño, las vacaciones en las playas del sur, las ganas de encontrar aquellos libros que ni siquiera habían llegado a mi ciudad, las tardes en los cines, las noches escribiendo, el día que conocí a Íñigo, el día que desayunamos en el Hotel Plaza de Nueva York... Todo eso viene a mi cabeza.
Mi madre está ahí, en la consulta, de espaldas a la camilla donde la doctora examina mi cuerpo. No quiero pensar en todo lo que pasamos con su enfermedad (el dolor, el miedo, la angustia, la impotencia, la falta de movilidad...), pero es inevitable. No quiero que ninguna de las personas que me rodean vuelva a pasar por eso mismo otra vez. Cierro los ojos. Quiero volver al pasado: a la infancia, a Mieres, a la casa de los abuelos... Quiero que se termine este año de una puta vez. Trago saliva. Intento deshacer el nudo que se me pone en la garganta. Hay que bajar a otra sala y hacer más pruebas. El nudo de la garganta me permite decir algo. Supongo que es algo así como "muy bien", "perfecto", "de acuerdo", "gracias". La cabeza empieza a darme algunas vueltas. Trato de mantener la calma. Salimos de la consulta, bajamos en silencio a la sala donde la doctora nos indicó, hago las pruebas pertinentes y regresamos a la misma consulta, como nos indicó la propia doctora. El futuro está en sus manos. Ella ya tiene los resultados. Los avances tecnológicos son así. Los próximos años de mi vida están ahí, en un diagnóstico de su ordenador. Por un momento, sólo por un momento, pienso que no quiero saberlo. Me dejaré llevar por el destino. Que él diga su última palabra, como siempre. Fuera quebraderos de cabeza. Hay que vivir el presente, el día a día. Estoy a punto de levantarme de la silla, de decirle a la doctora de suaves modales que lo deje, que no me importa saber los resultados, que cierre la pantalla de su ordenador, que muchas gracias por todo. Es demasiado tarde para mi propósito. Empieza a hablar. Y yo no puedo hacerlo: el nudo en la garganta. No hay rastro de la dichosa enfermedad en mi cuerpo, ni posibilidades de que aparezca jamás. Ya he pasado de los cuarenta, y nadie, después de esa edad, puede contraerla ya. Me he librado. El nudo de la garganta permanece. Me resulta muy difícil tragar saliva. Necesito agua o un trago de whisky. Mejor, sí, un buen trago, aunque nunca suelo beber whisky antes de comer.
Salimos del hospital. Llueve sin cesar. En las escaleras, de repente, mientras abrimos el paraguas, siento ese mismo olor, el de las manzanas que había en la casa de mis padres y en la casa de mis abuelos paternos, en aquel comedor de la parte de arriba de la casa que jamás se utilizaba. No sé muy bien los motivos, pero ese olor está ahí, en el aire de las primeras horas de la tarde. Y sé que me reconforta. Y sé que es suficiente.

jueves, 19 de diciembre de 2013

La mujer silenciosa

La mujer está siempre sentada en el mismo sitio, en la calle de enfrente del teatro. Lleva la cara pintada como un payaso, un largo vestido blanco, el pelo (una peluca negra que contrasta poderosamente con el blanco ajado del resto del atuendo) como el de una antigua muñeca de porcelana. Parece, sí, toda ella, una especie de muñeca de porcelana robusta, una bailarina entrada en carnes, una novia a la que hubiesen abandonado a las puertas mismas de ese teatro. No sé muy bien en qué consiste su arte, si es que posee alguno. No actúa como un mimo, que podría ser: pero nunca realiza ningún movimiento. Está sentada en un taburete bajo y tiene un cuenco metálico a sus pies para las monedas que la gente le va dejando. Pasas por delante y no sonríe, no se mueve, acaso te dirige una mirada de reojo (grandes ojos, desconfiados) como si te reclamase esas monedas (pocas) que algunas personas van echando en el cuenco metálico. La mujer silenciosa. Llamémosla así. Se coloca la peluca ensortijada y oscura, se viste con ese vestido que parece sacado del baúl de algún desván (¿el de sus padres, el de sus abuelos?) y se sienta en el taburete bajo. Confía -supongo- en la bondad de los desconocidos. Como la heroína de Tennesse Williams. Como una Blanche Dubois sin demasiada fantasía ni misterio. (Quizá, a pesar de ser más joven, ese aspecto un tanto fantasmal recuerde más al de la madre de Bernarda Alba).  Acaso, sí, con un misterio: el que esconde su vestimenta, la vida que está detrás de esos ojos que te miran, que te reclaman unas monedas. En silencio. Sin aspavientos. Sólo una mirada de reojo. Ojos grandes y un tanto desconfiados. ¿Qué vida habrá detrás de todo ello, de esa mujer silenciosa? ¿Una actriz frustrada? Sí, posiblemente. Por eso le gusta estar ahí, enfrente del teatro, observando sus enormes ventanales, las luces que a veces se encienden, los carteles de las primeras figuras que pasan de vez en cuando por esa calle, la de enfrente. Todas esas luces. Las que ocultan, aunque sea por unas horas, las sombras. Las de los propios intérpretes. Las nuestras, las de los transeúntes. Ese ir y venir, cerca del semáforo, enfrente del teatro.
La jornada es larga para ella, así que me imagino que pensará en todas esas grandes figuras (primeras actrices que siguen en activo y otras que ya no están, lamentablemente), las que se subieron a las tablas de ese teatro. Pensará en la vida que la abocó a sentarse en ese taburete y que nosotros sólo podemos imaginar. Como el que imagina lo que hay detrás de cada vida cuando la función termina o las ventanas de las calles se encienden al caer la noche. Las frías noches de invierno. Las eternas noches de estos meses. La nieve que revolotea. El olor que procede, desde lejos, de los puestos de castañas asadas. El rumor del viento agitando las hojas de los árboles. Suelo verla a primera hora de la mañana, bastante temprano. Alguna vez, ya al caer la noche, la vimos levantarse del taburete, plegarlo, recoger el cuenco y las monedas (pocas), y marcharse hacia su casa o quién sabe hacia dónde, bajo el revoloteo de la nieve y las luces de las farolas o de los adornos navideños. Con ese mismo vestido, con el rostro maquillado, la peluca ajustada. Aquellos días perfectos de los que hablaba Lou Reed en su canción son más bien escasos. Ella lo sabe. Todos lo sabemos. Aunque, a ratos, la vida se encargue de regalarnos alguno y nos vayamos a los parques a beber sangría. Quizá ella, la mujer silenciosa, ya no se acuerde de ellos. O quizá sí. Cada noche, preparando la cena o ya en la cama, escuchando la canción de Lou Reed. O cualquier otra de esas canciones de amor que le hagan olvidar la monotonía de la vida, la frustración, el vestido ajado, la cara de payaso, la peluca exagerada... La boca sin palabras, el gesto congelado, el mimo sin movimiento alguno, la actriz sin texto. El teatro cuyo escenario nunca pisará. Los carteles en los que no figurará. Las luces, siempre en la corta distancia que separa una calle de la otra. El olor de las castañas que viene de lejos. El rumor del viento agitando las hojas de los árboles. El rumor imaginado de un éxito que nunca llegó.
La mujer silenciosa. Llamémosla así. El cuenco metálico con tres o cuatro monedas pequeñas: todo calderilla. Bajo el cielo de esta ciudad, enfrente del teatro, la nieve revoloteando, que estamos en la época: ligerísimos copos posándose en el vestido, en la peluca, en la punta de la nariz. Nunca hay aplausos a ese lado de la calle.

martes, 17 de diciembre de 2013

Lo que queda

Cuando de algunas cosas importantes han pasado ya más de veinte años, pese a disponer de buena memoria, a uno se le van tambaleando un poco las fechas en la cabeza. Normal. Demasiados trajines, demasiados vaivenes, demasiados jaleos. Idas y venidas. Subidas y bajadas. Risas y melancolías. Pero no importa. Lo que cuenta es que prevalezca en la memoria el recuerdo de aquel tiempo que vivimos, que es nuestro, que nos pertenece, que lo hará hasta que dejemos esta tierra o la memoria nos nuble por completo el recuerdo, los recuerdos... El destino -o quien sea- no quiera que nada de eso ocurra demasiado pronto, toquemos madera. Pienso en todo esto estos días en los que La Santa, el local más emblemático de la ciudad, celebra sus treinta años de existencia (y de resistencia, me atrevería a decir), en los que, con la disculpa de la Navidad, nos encontramos con algunos de esos amigos que, por las circunstancias de la vida actual de cada uno de nosotros, no nos vemos tan a menudo como desearíamos. Los días pasan veloces, aunque a veces parezca lo contrario, y sobrevivir es el único argumento real de estos tiempos duros que nos están tocando vivir. Y sobrevivimos. Y lo hacemos recordando, que creo que no es mala manera de hacerlo. Recordamos todo aquel tiempo que era tan diferente al actual. Lo hacemos en la sobremesa de una comida, por ejemplo, mientras suenan las músicas que aparecen en las películas de Woody Allen. Inmejorable banda sonora para recordar aquel tiempo y hacerlo sin (demasiada) tristeza. Recordar muchas de aquella etapas incluso con alegría, poniendo en un primer plano las carcajadas y los bailes, el brillo que creíamos presentir en el horizonte, las promesas que nadie nos dijo que fuesen a ser incumplidas. Hemos llegado hasta aquí. Con eso debería ser suficiente (¡cuánta gente se fue quedando en el camino!), y sin embargo...
Una noche en La Santa o en La Real que fueron miles de noches. Una tarde en La Perla tomando vino malo que fueron miles de tardes y miles de vinos malos. Una mañana en los cafés, huyendo de las clases más aburridas (nunca huimos de las clases de Magdalena Cueto, pese a lo intempestivo de aquel horario: hacía tiempo que quería decirlo aquí), que fueron miles de mañanas. Un amanecer que descubrimos en compañía que también fueron miles de amaneceres. Lo que queda, que diría James Salter, ese autor que parece que han descubierto ahora cuando algunos ya teníamos sus libros, en aquel entonces, en ediciones hoy descatalogadas. Así es la vida.
Recordamos y no nos ponemos tristes. O sólo lo justo. Sí, lo justo. Con eso es suficiente. El tiempo ha pasado a la velocidad del rayo, un visto y no visto, como quien dice. Que hasta Jessica Lange declara que se va a retirar. Una serie, una obra de teatro, dos películas más, y adiós muy buenas. Eso dice. Parece que nos pasamos la vida despidiéndonos. Quedarán sus películas, sus series de televisión y aquella mañana, en el Niemeyer, donde demostró que las estrellas, las verdaderas, lo son por algo y que no hay cámara que consiga ocultar una belleza tan arrebatadora como la suya. La mejor actriz de su generación, con permiso de la Sarandon y por muchos acentos que se empeñe en imitar la Streep. Y quedará el trozo de vida que vivimos con aquellas películas, las suyas, y las de tantas otras. Todas aquellas noches. Jessica Lange y Sam Shepard, los dos, bajo el claro de la luna. Como los personajes, Frankie y Johnny, de aquella obra de teatro que vimos en una minúscula sala de Buenos Aires. Queda el talento de toda esa gente a la que admiramos. Eso siempre queda, ahora que a algunos no les queda ni la palabra que te dieron, ay...
No quiero que esto sea un balance, una huida a ninguna parte, ni nada parecido. "No quiero encerrarme de nuevo, quiero estar aquí, donde suceden las cosas que he ido perdiendo", dice un personaje de Soledad Puértolas (¡qué magnífico relato acaba de publicar en el último número de la revista Turia!) al que le ocurren muchas desventuras pero que siempre opta por agarrarse a la vida. Sólo una manera, como cualquier otra, de mirar hacia delante, sabiendo, sí, muy bien lo que queda. Lo que nos quedará. A nosotros, que somos los mismos de entonces y que ya no lo somos.
 
 

domingo, 15 de diciembre de 2013

La enfermera

Conocí a unas cuantas mujeres como ella. Sobre todo, en los tiempos en los que salía mucho por la noche. Mujeres solitarias, sentadas a la barra de un bar, buscando con quien conversar o no haciéndolo, ensimismadas en sus copas, en sus pensamientos, en sus recuerdos. En un punto fijo del cristal del otro lado de la barra, donde se reflejan las botellas de variados licores. La mirada, perdida en ese punto, ausente. Mujeres que salían de sus trabajos, de unos trabajos que -probablemente- no las satisfacían. Dinero contante y sonante para pagar la habitación donde dormían, para pagar las copas y la comida y el tabaco y las medias que estrenaban esas noches, las de los viernes y sábados. Mujeres que no eran felices, saltaba a la vista, aunque es probable que en algún momento de sus vidas hubiesen conocido la felicidad, siempre tan efímera. O la hubiesen rozado, simplemente, que la felicidad todo el mundo sabe que es muy escurridiza. Mujeres que, tal vez, buscaban un hombro en el que apoyarse para esa noche, una cama que compartir. El mundo está lleno de solitarios. No hay problema. Si dos solitarios quieren compartir una noche, en una cama o en la barra de un bar o en un callejón, no les resultará difícil. Hay ciertas cosas que la edad vuelve más sencillas. ¿Vienes a mi casa esta noche? A la mañana siguiente, no habrá despedidas, ya lo sabes. Ni siquiera habrá un beso o una taza de café compartida. Hasta la próxima vez nuestras soledades quieran aliarse, refugiarse la una en la otra. Eso es fácil. Ya sabes en qué lugar encontrarme. Mis gustos no varían demasiado: prefiero los lugares de siempre, donde nadie tiene que preguntarme qué copa quiero tomar. Ésos, más o menos, podrían ser los diálogos.
La mujer de la que hoy quiero hablar estaba uno de estos mediodías en la barra de un bar alejado del centro. Uno de esos bares a los que, al mediodía, los hombres jubilados bajan a tomar unos vinos servidos en vasos de sidra y a comentar las últimas andanzas de los políticos, las noticias más destacadas del periódico del día, la chica que esa semana viene en la portada del Interviú. Allí estaba ella, con un abrigo negro y un pañuelo del mismo color que el marcado colorete que llevaba en las mejillas y en las uñas, rosa intenso. El pelo largo y negro, muy negro, un poco sucio. Alrededor de sesenta años. Se parecía a Terele Pávez cuando Terele interpreta a mujeres de vida poco afortunada, que es casi siempre. Acodada en la barra, apuraba un vino tras otro. Entre medias, se acercaba a la máquina tragaperras, echaba unas monedas, más monedas, no salía ningún premio. Hay quien no es afortunado en el juego ni en el amor. Hay quien no es afortunado y punto. Los ojos vidriosos por el alcohol o por la rabia. O por ambas cosas. Le hablaba a la máquina como quien le habla a una amiga (o a una enemiga) imaginaria. Pero ni una ni otra -la máquina, la amiga (o la enemiga) imaginaria- suelen contestar. No encontró más monedas en el fondo de su raído bolso. Sacó un paquete de cigarrillos rubios y salió a la calle a fumar uno, farfullando sobre la dichosa ley que no permite fumar en los locales. Antes de hacerlo, de salir a la calle, le pidió al camarero que volviese a llenar su copa de vino. Y el camarero le sirvió y, cuando ella ya se alejaba en dirección a la puerta, le dijo al hombre que levantó la mirada del periódico que estaba hojeando que había sido enfermera y que su hijo se había matado en un accidente de tráfico poco antes de que la jubilasen. Después, siguieron a lo suyo: hablando de política y de Mariló Montero, que desde una pantalla gigante exhibía su falsa y exagerada sonrisa.
Allí, en la calle, hacía frío. La gente pasaba muy abrigada. El sol apenas calentaba y en el cielo no había ni una sola nube. La mujer se acodó en uno de los barriles que estaban a la puerta del bar. Fumaba con ansiedad. Encendió un cigarrillo con el siguiente. Continuó bebiendo. Cuando salimos del bar y pasamos por su lado, vimos que estaba echando un ojo a la cartelera del periódico. Después, lo cerró bruscamente y siguió caminando. Entró en el bar que estaba a pocos metros del anterior. Antes de hacerlo, le deseó una feliz navidad a una mujer que pasó por su lado, cargada con dos bolsas llenas de pescado y que parecía conocerla.  
 

jueves, 12 de diciembre de 2013

El abuelo Tomás

De aquel día, sólo recuerdo la imagen del abuelo, ya sin vida, tumbado sobre una camilla y cubierto con una sábana blanca (los bordes de haber estado doblada en algún armario o carrito metálico, aún impecables), un médico moviendo negativamente la cabeza de un lado a otro y el rostro de mi madre, desencajado, en mi hombro y en el de mi padre. El abuelo Tomás se acababa de morir. Un ataque al corazón fulminante: nada se pudo hacer, lo siento. Mi padre, mi madre y yo, y el largo pasillo del hospital frente a nuestros ojos. El silencio. Recuerdo eso, sí, y también recuerdo el frío. El intenso frío de diciembre, de hace diecinueve años, ¡cómo olvidarlo! El mismo que el de este diciembre. La nieve, picoteando los arbustos, al otro lado de los ventanales. El calor intenso de los hospitales. El olor a desinfectante, a medicamento, a esa comida sin grasa y sin sal que casi parece de plástico. Los quejidos de los enfermos, las voces de otros familiares, las estridentes risas de esas visitas inoportunas. No recuerdo qué hora era. Creo que eso tiene menos importancia. Se lo preguntaré, no obstante, a mi madre un día de éstos. Recuerdo el día, el diecinueve. Diecinueve de diciembre de 1994. El abuelo se moría cinco años más tarde que su mujer, la abuela Virginia. Cinco años en los que solía repetir -tampoco demasiado a menudo, ya que no era una persona de quejas ni lamentos- lo mucho que le dolía el corazón. No se trataba de algo metafórico, ni literario, aunque pudiese ser ambas cosas. Le dolía el corazón, allí donde la ausencia de la abuela, su gran amor, se hacía más evidente. Allí donde la sentía. Se tocaba el pecho y decía eso: me duele el corazón. Era su manera de expresar la pérdida de su mujer, la ausencia, la soledad, el infortunio, los caprichos del destino. La idea de la muerte.
Nunca he conocido una pareja tan enamorada como aquélla, la que formaban mis abuelos maternos. Pero esa historia, la suya, ya la conté en mi primera novela, "El tiempo que vendrá". Hoy quiero recordar al abuelo de otro modo. Aquellos últimos años, ya sin ella, su mujer, la abuela. Los sábados por la tarde, cuando íbamos a visitarle. La imagen de aquel hombre solo, enfermo de reuma, levemente cojo, que seguía haciendo muchas cosas para ocupar las horas -pasear, leer el periódico, hablar con las vecinas, cortar leña...-, para entretener aquel tiempo que para él ya no era un buen tiempo desde que ella, la abuela, su mujer, se había ido. Cinco años antes, ya lo he dicho. No quiero imaginarme cómo serían las noches de aquellos cinco años para él: el silencio espeso de las interminables madrugadas, los recuerdos, el sonido de la radio desde aquella mesita donde también había una lámpara que mi madre le había regalado y una caja de medicamentos.
Le recuerdo sentado a la mesa de la cocina, los sábados por la tarde, siguiendo el hilo de la conversación que mi madre y mi padre le daban, recordando a veces a la abuela. De lo que ella diría sobre esto o lo otro. A veces, sin pensarlo, le decía a mi madre: anda, si hoy no he comprado fruta para tu madre, y enseguida se daba cuenta de que ya no hacía falta fruta para la madre de mi madre, y se hacía un silencio incómodo y el abuelo miraba para otro lado para que no le viésemos llorar, pero yo siempre le veía. Pendiente en todo momento de que no nos faltara nada de lo que a mi hermana y a mí nos gustaba para merendar, y de tener algo de dinero en el bolsillo de su pantalón para darnos cuando caía la noche y regresábamos a nuestra casa. Ah, sin olvidar su obsesión por el chocolate, que siempre hubiese chocolate con almendras en uno de los cajones del mueble donde estaba la televisión, aquella televisión que ya sólo se encendía cuando nosotros íbamos a verle o a la hora del telediario ("el parte", decía él), que era el chocolate favorito de mi hermana. El abuelo Tomás.
Aquel hombre que, en sus años mozos, se parecía a Gary Cooper, aunque él quizá no supiese quien era aquel actor. O quizá sí lo sabía porque la abuela le había contado que Sara Montiel había hecho una película con él, en América, fíjate tú. El caso es que el abuelo Tomás se parecía a Gary Cooper, antes de que Gary Cooper se fuera a los cielos, según Pilar Miró. No es exageración o debilidad. Mi madre conserva aún la fotografía que lo demuestra y que hoy, ocasionalmente, está aquí, en nuestra casa, mientras escribo estas palabras. Es una foto pequeña, en color sepia, pero conserva toda la fuerza que el abuelo tenía. Aquella fuerza que se derrumbó cuando se fue su mujer. En la foto, aparte de su atractivo, de su parecido a Gary Cooper, es lo que destaca poderosamente: la fuerza. Conmueve, al observarla, cómo el abuelo fue perdiéndola. Desde ese momento, en el que fue tomada, tantísimos años atrás, hasta aquel otro momento en el que, sentado en la cocina, decía aquello tan triste y tan poético de que le dolía el corazón. Y se ponía la mano en el pecho, como, si al hacerlo, pudiese aplacar aquel dolor, el ritmo acelerado, la ausencia de la abuela. La idea de la muerte. Su punzante aguijón.

martes, 10 de diciembre de 2013

Los pequeños comercios

Cuando era pequeño, como ya he escrito otras veces aquí, me encantaba recorrer los pequeños comercios de la zona donde vivían mis padres. Donde siguen viviendo, afortunadamente, los dos. Y donde, incluso ahora, hacemos los mismos recorridos, mi madre y yo, por las mañanas, en invierno o en verano. Tiendas de comida, de pan, de carne, de pescado, de ropa, de ropa deportiva, de hilos, de perfumes, de tornillos, de zapatos, de café, de libros, de juguetes... Por no hablar -de nuevo- de los pequeños y emblemáticos cines de aquella infancia y adolescencia, tan cercanos a la casa de mis padres, ya desaparecidos todos ellos. Mis padres, que viven a diez minutos del centro de la ciudad, tienen todo tipo de servicios a su alrededor. La gente que vive allí, por la zona de Valentín Masip, hace vida de barrio: compra en esos pequeños comercios, alienta las pequeñas tiendas que aún quedan abiertas, que no son demasiadas, dados los tiempos de crisis y dificultades. Los tiempos complicados que corren y que nos están tocando vivir, queramos o no, ¿quién puede mantenerse al margen de todo esto?  He pensado en ello estos días, varios días de fiesta y de descanso para la mayoría de la gente. Y he pensado en gente que trabaja en esos pequeños comercios, con esfuerzo y tesón, con ilusiones y haciendo miles de malabares (económicos y de todo tipo, que la cara b de las tiendas y los pequeños negocios bien la conocemos los que estuvimos algún tiempo detrás de uno de esos mostradores), como yo mismo lo hice en su momento, antes del cierre de la última librería en la que trabajé, tres años han pasado ya. Pienso en mucha gente que trabaja ahí, en el pequeño comercio. En los pequeños comercios que están resistiendo. Resistiendo: qué hermosa y terrible palabra, si la analizamos detenidamente. Resistiendo: vamos a ser positivos... O a intentarlo, una vez más. Resistiendo, no queda otra opción, no nos la permiten.
Gente a la que conozco. Como mi amiga Patricia, que sigue trabajando en Aldebarán, esa librería (que tanto añoro) que heredó de su madre y donde yo estuve durante años, casi cuatro años, tan feliz. Y pienso en María Bouzo, otra buena y generosa amiga, que lucha cada día desde su tienda de ropa y complementos para las chicas, Lulú Trendy Shop, a dos calles de Valentín Masip, en Marqués de Teverga (podéis ver su página en Facebook), un lugar vintage y encantador donde se vende ropa que hace las delicias de gente con gusto y estilo, que mira hacia atrás sin dejar de mirar hacia delante. Y tantas mujeres como ella. Como María. Como Patricia. Luchadoras natas. Admirables mujeres. O admirables hombres, por supuesto, como Gus García Torre o Andrés Vázquez, cada uno desde su respectivo negocio (chucherías y joyería). O Rafa, el librero de "La buena letra", en Gijón. Hay muchos ejemplos. Trabajadores todos ellos que se resisten a la crisis, al debacle al que nos abocan todos de la manera más despiadada y menos sutil, que ya no sabe uno en qué políticos confiar. Que no miran el reloj, ni los horarios, ni las fechas festivas que vienen en los calendarios. Que quieren seguir siendo felices, como yo lo fui en su tiempo, trabajando en el pequeño comercio, en las pequeñas librerías. Las que considero mías. Las que más me gusta visitar: en cualquier pueblo, en cualquier ciudad, en cualquier país. Mujeres y hombres -Patricia, María, Gus, Andrés, Rafa... ¡y tantos otros!-  que en estos días, días de fiesta para todos, he recordado. Como recuerdo cada día, valorando su esfuerzo, admirando su tesón y sus maneras de reinventarse, apoyando su manera de trabajar, que es su manera de ver y vivir las cosas. Su manera y la mía. Desde este pequeño rincón, sigo estando con vosotras. Con vosotros. Creo que lo sabéis.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Todas las abuelas son iguales

Todas las abuelas son iguales. O casi todas. De Mieres a Tokio. Si hace unos meses hablábamos de otra abuela de cine, la de la película coreana "Poetry", de aquella mujer que cuidaba de su nieto y trataba de escribir poesía, hoy toca hacerlo de la abuela de la excelente película "Una familia de Tokio", de Yôji Yamada. No desvelo nada si cuento que, en un momento dado de la película, la matriarca de la familia, que ha viajado junto a su marido desde el pequeño pueblo en el que viven hasta Tokio para visitar a sus hijos y nietos, confiesa a su marido que en la maleta lleva consigo uno de los delantales que utiliza habitualmente. Ni corta ni perezosa, en medio de ese viaje que no está resultando tan grato ni entretenido como imaginaban -ahí está otro de los grandes temas de esta película: el estorbo que supone en algunas familias la visita de los mayores, la descarada manera en que los hijos intentan deshacerse de ellos, el modo en que los arrinconan a su conveniencia y no los integran en sus vidas cotidianas, en sus problemas o alegrías, aunque se trate de una visita de lo más breve-, decide ponérselo para ordenar la casa de uno de sus hijos, el pequeño, y hacerle la colada. No puede (ni quiere) evitarlo. He ahí un prototipo de abuela. El de toda una generación. Y haciéndolo, revolviendo por el diminuto apartamento de su hijo, descubrirá algunas cosas, algunos secretos. Descubre algo que desconocía hasta entonces y se queda más aliviada por el propio futuro del chaval. No le hace falta fisgonear o revolver entre los papeles o los bolsillos de los pantalones de su hijo pequeño para desvelar el misterio. Simplemente, hablar. Hablar con él y con su novia. Compartiendo un cuenco de sopa recién hecha y una taza de té caliente. Eso es todo. Y es más que suficiente.  
Sin ser el personaje central (hablaríamos más bien de una película coral, donde todos se ajustan perfectamente a sus personajes), la matriarca es una presencia tan grande e importante en esta película llena de silencios e imágenes inolvidables (¡esa escena del anciano matrimonio, en el hotel en el que les obligaron a instalarse sus hijos, contemplando las luces de la noche, la inmensidad y los destellos de la ciudad, ajenos al sueño!) que se queda en nuestra memoria tiempo después de haberla visto. Tal es la fuerza del personaje y de la actriz que lo interpreta, Kazuko Yoshiyuki. Y así, contundente, resulta también la capacidad que tenemos de asociar a esa abuela con nuestras abuelas. No importan los países, no importan los idiomas, no importan las diferentes culturas. Estamos hablando de sentimientos, de miradas, de inteligencia, de sabiduría, de maneras de estar y de ser. Todo lo que transmite esta mujer y que asociamos, inevitablemente, con aquella mujer de nuestra infancia. Esa abuela que, casi siempre, se fue demasiado pronto. Cada espectador, pensará rápidamente en ella, en su abuela. Es la capacidad de evocación que tienen las buenas historias. Y ésta, "Una familia en Tokio" (Espiga de Oro en la Seminci de Valladolid), lo es. Una buena historia. Con sus silencios e imágenes inolvidables. Con su sabiduría y su (inevitable) poso amargo. Con la grandeza y la miseria que supone vivir. En Mieres o en Tokio.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Dos cafés en Nueva York

Es una mañana muy fría y soleada de este invierno adelantado. Como cada miércoles, acompaño a mi madre al ambulatorio donde le ponen esa inyección para su enfermedad crónica que le dejará el cuerpo machacado durante todo el día. Aún es temprano y, debido a la proximidad del largo puente de diciembre, las calles recuerdan a las calles de los domingos: vacías y solitarias. Como si, de algún modo, ya se hubiese adelantado la sensación de fiesta del largo puente a este miércoles y una presencia fantasmal las atravesara. Hace unas semanas, de camino al ambulatorio, descubrimos un local nuevo: una especie de panadería, donde venden todo tipo de panes y de dulces (casadiellas, rosquillas, bizcochos, magdalenas...) y donde también, si quieres, puedes tomarte un café o un chocolate caliente en una pequeña barra situada enfrente del mostrador. En el escaparate, todos esos dulces resultan apetecibles. Hoy pasamos justo por delante y el olor de los dulces llegó hasta nosotros. El delicioso olor del dulce y el del café recién hecho salían por la puerta y se fundía en ese olor a leña quemándose que pulula siempre por el aire de diciembre -como si cientos de chimeneas estuviesen encendidas al mismo tiempo-, cerca ya del invierno y de la Navidad, y que nos remite a épocas pasadas.
Y de repente, ese olor, el que sale de la panadería, me lleva a Nueva York, a otra mañana soleada y fresca. Una mañana de primavera, de unos tres años y medio atrás. Íbamos caminando por una zona tranquila de la ciudad, el Upper West Side. Nada que ver con los excesos y aglomeraciones del centro. Un lugar donde la gente podía hacer vida de barrio, caminar sin prisa, saludar a los conocidos, olvidarse del estrés. Pequeñas tiendas de comidas, de licores. Alguna minúscula librería y algunos puestos de libros en la propia calle, que irremediablemente nos detuvimos a hojear. La gente caminaba tranquila, relajada. En algunas terrazas, podía verse a varias personas disfrutando de su taza de café y leyendo un libro o un periódico, y no demasiado lejos a sus hijos jugando tranquilamente. Y de repente, como este miércoles de camino al ambulatorio, el olor a dulce al pasar por ese tramo de la calle. Nos detuvimos y leímos el nombre del establecimiento, una pastelería. "Silver Moon". Nos sentamos en una de las mesas que tenían instaladas en el exterior a modo de terraza y pedimos un par de cafés. El mundo se detuvo en ese instante. Y el reloj, también. No había prisas. Todo el tiempo necesario para disfrutar del olor y la visión de aquellos dulces, observar el movimiento de las personas. Como si estuviésemos dentro de una película repleta de silencios o deleitándonos ante un cuadro que ya hubiésemos visto cientos de veces pero que no por ello nos dejase de impresionar del mismo modo. El mundo detenido ahí, ante una taza de café -dos, mejor dicho-, en uno de los rincones más relajados de Nueva York. Tres años y medio atrás.
Pero no importa el tiempo. Podría decir que ese instante, los dos sentados en aquella terraza, sucedió ayer mismo o este propio miércoles, camino del ambulatorio con mi madre. Los dos, mi madre y yo, disfrutando de aquel olor, el del dulce y el del café, que inundaba la calle, pensando en la posibilidad de descubrir si el sabor sería tan delicioso como el olor, recordando aquella mañana en una ciudad tan alejada de la nuestra, cuando el mundo quedó suspendido, después de las larguísimas caminatas, entre tu taza de café y la mía. Si observamos la fotografía que hicimos, de un modo extraño y fascinante, puede sentirse ese instante, el del tiempo suspendido y la ausencia de relojes. Esa especie de tregua que el propio paso de los años -como sucede tantas veces sin que seamos conscientes de ello- se encargaría de indicar que estaba separando una etapa de la vida de la siguiente.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Madres e hijas

El tema es complejo y fascinante. Sin centrarnos en la literatura -que es el motivo principal que me ha impulsado a escribir este texto: la aparición de la decimoquinta edición del libro que coordinó y prologó Laura Freixas para Anagrama hace casi veinte años-, puedo decir que he conocido a lo largo de mis cuarenta y dos años de vida muchas relaciones muy diferentes entre madres e hijas. Creo que es una de las muchas cosas positivas de escuchar a las mujeres. Mujeres de todo tipo, de toda clase social, de cualquier edad o manera de pensar. Incluso en esas maneras de pensar que, por diferentes razones -ideología, entre ellas-, no coinciden con la tuya. Escuchar, sí. Así vamos aprendiendo. Comprendiendo. Aceptando, incluso, posturas vitales que se alejan por completo de nuestro propio modo de pensar o de entender el mundo, tratar de aceptarlo y no volvernos locos. Hasta lo que nos puede parecer increíble o surrealista puede tener, detrás del hilo de una conversación -ah, el interlocutor y sus búsquedas, como apuntó Carmen Martín Gaite-, su justificación. Me refiero, por ejemplo, a esas relaciones madre e hija que no tienen nada de idílico. Hay muchas veces que esas relaciones, madre e hija, están repletas de sombras, de lugares donde parece imposible llegar a un acuerdo, a un punto de comprensión o de serenidad por ambas partes. La complejidad del ser humano. De cualquier clase de relación. También de las relaciones entre algunas madres e hijas. Hablo -porque me lo han contado: mujeres con sus trabajos, con sus rutinas, con sus parejas o sin ellas, con sus idas y venidas, con sus altos y bajos, con sus alegrías y sus frustraciones, como todo el mundo- de relaciones, en algunos casos, francamente complicadas, donde la rivalidad o el odio (ya sé que la palabra suena fuerte, pero no se puede aplicar otra) se ponen de manifiesto. No todas las relaciones madre e hija son así, afortunadamente. He conocido muchos otros casos de relaciones espléndidas entre madres e hijas, incluyendo a las de mi propia familia. Quizá he recuperado de la memoria las complicadas y las he apuntado aquí para desmitificar un poco esa imagen idílica que nos han vendido durante tantos años sobre la maternidad. Digámoslo claro: hay mujeres que quieren ser madres y hay otras que no quieren de ninguna de las maneras. (Y aún siendo madres, ésa no es su principal razón de vivir). Y parece que hay que decirlo en voz alta, sobre todo -creo- en tiempos como estos de importante retroceso en la manera de pensar de los jóvenes, según apuntan algunos estudios y estadísticas (en las que, según parece, el rol del hombre dominante -por decirlo de un modo elegante- vuelve a imponerse), y en la aplicación de algunas leyes. Como hace unos días en este mismo blog, vuelvo a hablar del aborto. Porque me parece terrible que, en un abrir y cerrar de ojos, se desplomen derechos que ha costado mucho tiempo, mucho sufrimiento y mucha reivindicación conseguir.
El tema, como apuntaba al principio, es complejo y fascinante. Y lo verdaderamente satisfactorio es comprobar que un libro que se publicó hace casi veinte años, continúe interesando al público. Más aún, en este tiempo en el que parece que la compra de libros también está en retroceso por diferentes motivos. Un libro, "Madres e hijas" -coordinado por Laura Freixas, a la que tanto debemos por sus estudios sobre escritoras, por sus publicaciones de autoras que eran prácticamente desconocidas en nuestro país, por su constancia y su lucha por la visibilidad del trabajo de las mujeres-, lleno de buena literatura. Hay textos verdaderamente memorables en este libro que ahora se reedita. Ana María Matute, Esther Tusquets, Carmen Martín Gaite (le sirven apenas tres páginas para conmovernos del mismo modo que si estuviésemos leyendo un poema magistral) o Soledad Puértolas, que ofrece el que considero uno de los mejores relatos de toda su extensa carrera literaria. Por citar sólo unos ejemplos. Hay más. Son catorce las escritoras que componen el volumen.
Veo la foto que Laura Freixas ha hecho de esa decimoquinta edición de este libro (que, como librero y escritor, me llena de una especial satisfacción que llegue a ese número de ediciones, y desde aquí propongo a quien corresponda un nuevo volumen sobre el mismo tema con otras escritoras, incluyendo a la propia Laura), y miro hacia las estanterías donde está mi ejemplar, tan manoseado ya por las sucesivas relecturas. Y pienso que yo, en aquellos casi diez años como librero, también tuve algo que ver en el éxito de este libro (perdón por la inmodestia) que siempre me empeñaba en tener en la librería, aunque no fuese una novedad. Esperando que alguien lo comprase por iniciativa propia o por recomendación mía. Pequeñas satisfacciones que uno recupera para seguir adelante. Luchando. Reivindicando tantas cosas (entre ellas, la buena literatura). Disfrutando. Escuchando. Sí, escuchando.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Frío sol de invierno

Desde el interior del café donde estoy sentado, a primera hora de la mañana, puedo ver el cielo completamente despejado, sin rastro de nubes, de un azul tan intenso que si lo observas detenidamente te hace algo de daño a los ojos. Es el cielo de diciembre, en días sin amenaza de lluvia, que contrasta poderosamente con la gente que pasa por delante del ventanal del café con las manos en los bolsillos, los cuellos de los abrigos levantados, las bufandas anudadas, la nariz y las mejillas completamente rojas. Antes me gustaba el invierno, los días despejados y con mucho frío, abrigarme bien y caminar a buen paso durante toda la mañana sintiendo la helada de las primeras horas en la cara. Ahora, no lo niego, me sigue gustando, pero los huesos se resienten un poco y echan de menos los días calurosos, el sol calentando las rodillas, los brazos, el rostro. Ese sol de la primavera y del verano (y del otoño, con suerte) que calienta y reconforta como el café caliente que estoy tomando ahora mismo, ese sol que te permite desprenderte del abrigo, de la chaqueta, de la bufanda y de la gorra. Que, en días como hoy, pese a la belleza del cielo, se añora. Como se añora a quien no está entre nosotros, por muchos años que hayan pasado desde su marcha. El sol está ahí, en una esquina, un tanto tímido y retraído, convirtiendo en más luminoso aún ese cielo, pero apenas calienta. Frío sol de un invierno que todavía no ha hecho su aparición en el calendario pero que ya está aquí: rotundo y desafiante, enredado en la humedad propia de la tierra, confortablemente instalado. El invierno del norte. El nuestro. Un año más. Quién sabe hasta cuándo durará.
Hojeo los periódicos rápidamente. Me apena mucho la noticia de la muerte de Fernando Argenta, al que tantas veces escuché en sus programas de radio. Aquella voz alegre y vital, con ganas de transmitir a los demás sus conocimientos sobre música clásica sin pedantería ni tontas, rebuscadas o huecas palabras. Me apena su desaparición como la de alguien cercano, muy cercano, que me acompañó durante un buen trecho del camino. Recuerdo, de pronto, otros inviernos y otros otoños que parecían inviernos, ya lejanos, en la casa de mis padres, a primera hora de la tarde, escribiendo (o leyendo) y escuchando su voz, la voz característica y jovial de Fernando Argenta, y la música que programaba en aquella radio de la que cada vez van quedando menos cosas. Aquel sol frío filtrándose por los visillos, el sonido de la máquina de escribir o del primer ordenador, el silencio de la casa tras la comida (el sonido de la máquina de escribir retumbando en aquel silencio, llegando a los oídos de quienes dormían la siesta), la vida por delante. Otras épocas. Otros inviernos. El mismo frío sol que el de esta mañana de primeros de diciembre. En un tiempo que no es invierno y que sí lo es.  
Salgo a la calle, después de terminar mi café y hojear apresuradamente los periódicos. Subo el cuello del abrigo y anudo la bufanda al cuello. Miro a un lado y a otro y. en realidad, me importa poco qué dirección tomar. Pienso que en la incertidumbre, bajo este cielo azul que daña un poco la vista si lo miras con descaro, quizá se encuentre la sorpresa.

lunes, 2 de diciembre de 2013

El segundo sexo

La educación de la mujer durante el franquismo, el modelo femenino ideado desde la Falange para la Sección Femenina, las consecuencias de todo ello. "El manual de la buena esposa". La otra noche, con el teatro abarrotado, en el Filarmónica. No está mal recordar todo eso. Más aún en estos tiempos, los de "Cásate y sé sumisa" y "Cincuenta sombras de Grey", que no es exactamente lo mismo pero casi. En estos tiempos en los que la violencia de género sigue ahí: ofreciendo cada día cifras espeluznantes, datos escalofriantes, el miedo que no retrocede y el silencio que sigue imperando su ley en demasiados casos. Cuando el refugio -la casa, la pareja- se transforma en infierno. Ya se sabe: de aquellos barros, estos lodos. Más o menos. En tiempos de evidente retroceso en avances sociales conquistados (al aborto, sí, a eso me refiero en primer término). Un modelo de mujer muy concreto, ya inculcado desde la infancia. Doces textos, muchos cambios de ropa e imagen, y tres buenas actrices mostrando su talento sobre el escenario. Mariola Fuentes (enérgica y arrolladora), Berta Ojea (sabia, graciosa y exhibiendo el mucho oficio que tiene a sus espaldas) y Concha Delgado (entregada y divertidísima: ojo con ella, dará que hablar). Las tres recibieron por igual los merecidos aplausos de un público entregado (el púbico ovetense, siempre necesitado de buen teatro, siempre agradecido cuando la función lo merece). Una obra en clave de humor, sí, pero diciendo las cosas claramente, sin tapujos ni medias verdades. Es cierto que se podía haber utilizado un poco más de ironía, de sarcasmo y de mala leche -sobre todo, de mala leche-, pero la cosa no está mal. Deja bien claros aquellos conceptos. La censura imperante y ridícula, la represión sexual, la virginidad hasta el matrimonio, el miedo a todo lo que se saliese de lo establecido, la doble moral de la iglesia... En fin, todo eso.
Siempre hay que mirar atrás para no olvidar, para tratar de que la historia no se repita. Y siempre conviene recordar que el humor, tan importante y necesario, no oculte la cara amarga de todo aquello. Aquel rol que convertía a la mujer en una ciudadana de segunda, sin derecho a réplica o a pensamiento propio. A leer los libros que se le antojaban (Simone de Beauvoir, por ejemplo), vestir lo que le apetecía (la minifalda) o admirar a aquellos músicos -The Beatles- que vinieron a cantar, en aquel entones, a este país. Expresarse libremente, imponer su criterio, respirar a su aire: ser una persona con los mismos derechos que el hombre. No, no conviene olvidar nada de eso. No están los tiempos para dar ni el más minúsculo paso atrás. No debemos despistarnos. No es un tiempo tan alejado del nuestro.  
Por eso, porque no conviene que nos despistemos, he titulado este texto como aquella obra de Simone de Beauvoir. Porque nunca está de más recordarla: a ella, a Simone, y a su obra. La que da título a este texto y a la otra, que no es poca.