viernes, 20 de septiembre de 2013

La vida, a veces

El par de zapatos, en el suelo, fue lo primero que me llamó la atención. Eran unos zapatos casi nuevos, de ante marrón oscuro y cordones, como algunos de los que he utilizado yo mismo a lo largo de estos últimos años. Unos zapatos clásicos. A su lado, una botella de vodka casi vacía. Todo ello, zapatos y botella de vodka, junto al banco de madera. Y en el banco de madera, tumbado, un hombre durmiendo. El cuerpo tapado con una especie de saco viejo y deshilachado, y la cara oculta por un anorak de color azul oscuro. El pelo, muy negro, enmarañado y con necesidad urgente de agua y champú. Aún no eran las diez de la mañana. En el Parque de Invierno. El miércoles de esta misma semana. Una semana cualquiera. En una ciudad pequeña. No había ningún cartel a sus pies pidiendo dinero ni nada de eso. Sólo unos zapatos nuevos, de ante marrón y cordones, y una botella casi vacía de vodka. Un hombre durmiendo. Sólo eso. ¿Un hombre que perdió su casa? Posiblemente. Uno más. Una víctima más de esta crisis, de todo este interminable sinsentido. Ahí estaba, en el Parque de Invierno, una mañana cualquiera de este templado septiembre, cuando aún no habían dado las diez. Miré el reloj para comprobarlo. El aire olía a tierra recién regada, a hierba húmeda. El otoño, amenazando. Y tras él, el frío, el viento, la nieve y todo lo demás. Otra vez.
Algunas calles atrás quedaban los gritos y las risas y los llantos de los niños que iban por primera vez al colegio. Sus manos que no querían separarse de las manos de sus madres, de sus padres, de sus abuelas o abuelos. De esos abuelos que, en algunos casos, con sus pensiones, están ayudando a esos hijos, a esos nietos...  Esos, los pequeños, los que no quieren ir al colegio, y los otros, los mayores, que, a lo lejos, se dirigían al instituto. Todos conocemos alguna historia así: no hace falta recurrir a las que nos cuentan en los periódicos, en la radio. Mi madre y yo, silenciosos, pasamos por su lado, por el lado de los más pequeños, antes de tomar un café. Y recordamos. Sí, yo recordé esa misma estampa, la mano de mi madre y la mía, tantos años atrás. El paso del tiempo se puede medir en estos pequeños recuerdos mejor que en ninguna otra cosa. Ayer y hoy. Imágenes que se repiten. Imágenes que conmueven. Simples detalles. Más que eso. La vida que no se detiene. Que no te permite hacerlo, detenerte.  
No hay más conexión entre una imagen y otra que la de la propia mañana de este pasado miércoles, lo sé. Una mañana cualquiera, templada, avanzando septiembre. En una pequeña ciudad, donde, como diría Marguerite Duras, nada pasa, nada, excepto eso, la vida.
La vida, a veces.

1 comentario:

  1. Tremendo relato, la descripción fantástica, el uso de los puntos para dar un punto más de dramatismo o de emoción a esto que nos ha tocado vivir.
    El cajero del BBVA de la Tenderina tiene un huésped casi todo el año, suspendido su derecho a habitación cuando los trabajadores del Banco, seguramente obedeciendo órdenes de arriba, se ven obligados a cerrarle la puerta. Hoy estaba tapado con un plástico.
    Recuerdo ahora una imagen tremenda de hace un par de años, quizás ya tres años (pasa el tiempo tan rápido) en Budapest, mis amigas habían ido a la Catedral a escuchar un concierto, yo había decidido no ir (seguramente estaría leyendo un libro y prefería agotarlo antes de ir a escuchar música sacra) no recuerdo cuánto les costaron las entradas, una pasta. Quedamos en que yo las recogía, no era difícil ir caminando de nuestro hotel a la Catedral, era octubre muy al Este de España, demasiado. Los soportales de unos edificios camino de la Catedral llenos de mendigos, de gente sin hogar, durmiendo entre cartones. Ellos quizás el precio que han tenido que pagar muchas gentes del Este tras la caída (lejana ya del telón de acero) y ¿los nuestros? los nuestros son fruto de la sociedad de opulencia, de la apariencia, de la especulación,... hay días en los que el desasosiego se instala en tu corazón.
    Que importante sería para todos ser capaces de ponernos los zapatos marrones con cordones, aprender a valorar lo que tenemos (lo que todavía tenemos) y dejar crecer la solidaridad que es lo que nos salva tantas veces. Un beso Ovidio

    ResponderEliminar