miércoles, 18 de septiembre de 2013

Elogio de lo que ya no existe

Los domingos -generalmente- son los días que comemos en casa de mis padres. Me gustan los domingos del final del verano, cuando ya resulta necesario ir poniéndose una chaqueta en las primeras horas de la mañana y en las últimas de la tarde. Son días tranquilos, de paseo por los puestos del Fontán y vermú con risas en alguna terraza cerca de su casa, la de mis padres. Los mejores días son aquellos en los que mi hermana no tiene que ir a trabajar a ningún turno. Entonces, pese a las protestas de mi padre, la hora del vermú se demora un poco (sólo un poco) y la sensación de vacaciones (para ella) es relajante, ciertamente deliciosa. Recuerdo bien esa sensación cuando los lunes tenía que abrir la librería a primera hora de la mañana. Querías prolongar esas horas, las del vino y la charla, que el domingo no llegase a su fin (pese a lo agradable de aquel trabajo, ay). Los domingos no existen las dietas ni las restricciones, eso ya quedó claro hace tiempo: la vida, ya está visto, son dos días. Después de la comida y la sobremesa, regresamos a nuestra casa dando un buen paseo. Y pasamos por delante de lo que eran aquellos cines y ahora es un supermercado gigante que siempre está vacío. Ni en Navidad hay barullo de gente, como suele ser lo habitual en este tipo de establecimientos: a ninguna hora, ningún día. Pasamos por delante de lo que eran aquellos cines (dos salas que el tiempo acabó convirtiendo en siete) y pasamos por delante de lo que era aquel otro, maravilloso, con pantalla gigante, que desde hace tiempo es un gimnasio. Y yo pienso, y lo digo en voz alta -siempre: siento ser pesado-, lo mucho que echo de menos esos cines, en la ciudad, cerca de mi casa, donde pasé tantas horas hasta que los cerraron definitivamente. Los domingos, después de la comida y la sobremesa, son días para ir al cine, entretener las horas, despistar la nostalgia. Esa nostalgia que aparece, inevitablemente, tengas o no tengas que abrir la librería (o lo que sea) al día siguiente.
Hay domingos en los que, después de la comida y la sobremesa, lo que apetece es ver una película entretenida, bien hecha, sin demasiadas pretensiones: siempre en pantalla grande. Una película, ya digo, para ahuyentar los fantasmas de los domingos, que, al caer la tarde, suelen aparecer casi todos. Y regresar a casa con la dulce sensación de haber aprovechado plenamente las horas del día. Los paseos por el Fontán, el vermú, las charlas familiares, el cine... Pero no puede ser. Se acabaron los cines en la ciudad y, a este paso, como todo el mundo quiera seguir viendo las cosas por la cara, se acabarán los cines de los centros comerciales. De hecho, en esos cines, los de los centros comerciales, ya han eliminado, de lunes a viernes, la primera hora de la tarde, que es la que más me gusta. Esa hora donde nadie come palomitas y la sala es prácticamente para cuatro personas. Las acabarán cerrando, sí. Como las librerías y las editoriales (un recuerdo para la extraordinaria Libros del Silencio, la última víctima -o penúltima ya- de todo esto) y... Y luego la gente se echará a llorar. Ah, ya es tarde. Recuerdo, en este sentido, a algunas personas que, tras cerrar la librería Trabe (donde trabajaba), me decían: ¡Vaya, cómo lo siento! Con todo su morro. No, hombre, no. No es sentirlo. Es comprar, coño. O haber comprado un libro de vez en cuando. O habitualmente, si tienes trabajo. El tema de que la cultura tiene que ser gratis ya se está convirtiendo en un clásico. En un mal clásico, por cierto. Qué cansancio. Y, sobre todo, qué tristeza. Infinita tristeza.
No sé dónde terminará todo esto, la verdad. En todo caso, para los paseos de los domingos de regreso a casa (o para cuando sea), me queda, aparte de la rabia y la melancolía de esos cines cerrados, una especie de alivio. Alivio, sí, es la palabra. Ese alivio que siente quien, pese a todo, pese a haber perdido algo que amaba mucho, muchísimo, pudo disfrutar de ello durante algún tiempo. No todo el mundo puede decir lo mismo.        

2 comentarios:

  1. Nosotros somos más de sidra que de vermú, pero es verdad que las mañanas de los domingos son para la familia, un paseo por el antiguo y unas sidras en el Ferroviario. Las tardes se hacen largas y a mi, no sé si a ti también te pasará, los domingos me producen insomnio.
    Respecto a los cines y a los domingos, a mi y a una alumna mía nos colaban algún domingo en la sala que hoy es un gimnasio y nunca olvidaré la llorera que pillamos el día que fuimos a ver "La vida es bella" llegamos llorando hasta casa. Es un recuerdo el de aquella tarde, aquel cine, aquella película y aquella niña que hoy tiene ya 32 años (¿o son 31?)
    El otro día hablábamos del precio del cine y de la futura desaparición de las salas de cine que yo creo que sucederá no tardando mucho. ES verdad que es caro, carísimo, teniendo en cuenta, por ejemplo, lo que supone para una familia de cuatro miembros (bueno siempre quedarán las tías solteras, pero también éstas se acaban) Decía un amigo mío que había oído que iban a implantar una especie de bono de cine: pagas 20 € y ves todas las pelis que quieras... no sé...a veces la oferta es tan mala...
    Y por último, en relación a la política de "todo gratis" Papá Estado se encargo durante mucho tiempo de fomentarlo y ahora tenemos lo que tenemos, pero no voy a hablar porque igual digo algo políticamente incorrecto.

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