sábado, 30 de marzo de 2013

Iba yo a comprar el pan

Iba yo a comprar el pan, como decía Umbral en aquellos memorables artículos. Me había levantado temprano, había escrito varias páginas de la novela y había dado un paseo de algo más de una hora por la ciudad casi desierta. Viernes Santo. De repente, de regreso a casa, descubrí un nuevo local, una panadería que, oh milagro, se había inaugurado sólo unos días atrás. Una de esas pequeñas tiendas con encanto. Con el escaparate repleto de bizcochos, panes de diferentes tamaños, empanadas, bollos de chorizo o de queso cabrales, casadiellas, coletas dulces, pastelillos... Todo con una pinta estupenda. Entré. La dependienta -una chica joven y agradable- estaba atendiendo a una mujer, que ya tenía en el interior de la bolsa lo que supuse, por el tamaño y la forma, una empanada. Diez con cincuenta, dijo la muchacha. La mujer, de unos sesenta y pico años, con un estilo -en la ropa y el peinado- a lo Esperanza Aguirre (para entendernos), pero con ciertos detalles modernos que se ponen ahora muchas mujeres que se visten así, de modo clásico: un anillo vistoso y de colores, un bolso con algo excéntrico, unos zapatos que contrastan con el resto del atuendo, aunque el contraste no resulte necesariamente negativo. La mujer, que rebuscaba el dinero por su bolso, se echó las manos a la cabeza. Por favor, exclamó. ¡Esto es lo que no soporto de esta crisis! ¿Por qué me tienes que cobrar esos cincuenta céntimos? Quítamelos ahora mismo. La dependienta dijo que ella no podía hacerlo, que era simplemente eso, la dependienta y que tenía que cobrar escrupulosamente los precios estipulados. Luego, en complicidad, su mirada se dirigió a la mía, que le respondí de la misma manera cómplice, sin decir nada, y pidiendo mi barra de pan para que aquella mujer fuera apurando su discurso, aligerando. Nada. La mujer erre que erre, empecinada en los cincuenta céntimos, recordándole todo lo que le había comprado en los últimos días -que si una coleta, que si varias barras de pan, que si...-, como si por eso tuviera derecho a una rebaja impuesta por ella misma. La dependienta, sin perder jamás la educación ni la paciencia, esperaba que terminase aquella historia y sacase del bolso los malditos cincuenta céntimos. Ay, por dios, exclamó la mujer, ya medio atolondrada: no los tengo. Me tienes que cambiar un billete, fíjate tú, añadió, cambiar un billete de diez por cincuenta céntimos. Increíble, pensé. Esto es increíble. Le entregó el billete y la dependienta le dijo que tenía que darle el cambio en monedas sueltas, que no tenía billetes de cinco. La mujer volvió a la carga, medio loca. ¡Por dios, por dios, por cincuenta céntimos!, exclamó. Espera, nena, espera, dijo. Voy a ver si mi hijo (que estaba fuera) los tiene. Una barra de pan poco hecha, por favor, repetí, aprovechando la ausencia de aquella mujer tan sumamente pesada. Antes de que la dependienta pudiese atenderme, entró de nuevo. No los tiene, refunfuñó. Y se puso de nuevo a revolver en su bolso, del que fue sacando los cincuenta céntimos en monedas pequeñas. Toma, toma, decía con retintín. La anécdota se estaba convirtiendo en pesadilla. El punto zen que llevaba desde primeras horas de la mañana se estaba desmoronando a pasos agigantados, al ritmo de la desfachatez de aquella mujer. La dependienta me entregó el pan (que tenía mejor pinta antes de probarlo que después de hacerlo, todo sea dicho de paso) y salí a la calle, respirando hondo, aliviado. A mi lado, la mujer seguía con la historia, contándosela a su hijo, que miraba hacia otro lado con cara de pocos amigos. Eché casi a correr para alejarme de ellos, pensando en aquellos tiempos en los que en los días de fiesta no había pan y nos comíamos, tan ricamente, el que habíamos comprado el día anterior, ay.

martes, 26 de marzo de 2013

Mi camino

Me lo dijo así, inesperadamente: "Daría lo que fuera, hasta un año de mi vida, por tener a mi madre delante aunque sólo fuera por un minuto". Su madre, la de mi amiga, que había muerto algún tiempo atrás. Estábamos hablando de libros y, luego, llegó ese tema, el de las madres. Su madre se fue, casi de un día para otro. Aún se le humedecían los ojos al recordarla. Recuerdo esa historia mientras leo el último libro de Alice Munro, "Mi vida querida". Los cuatros últimos relatos son autobiográficos, así lo explica la escritora canadiense. Y en uno de ellos, el último, recuerda que no volvió a casa cuando su madre cayó enferma por última vez, ni siquiera para el funeral. Los hijos, las obligaciones, las formalidades, el dichoso dinero... Esos son los argumentos que sostiene. El texto es brutal, sobrecoge. A veces parece que hacemos cosas equivocadas, cosas que nunca podremos perdonarnos, pero, sin embargo, lo hacemos, nos perdonamos. Eso viene a decirnos Munro. Y ahí recordé las palabras de mi amiga, los ojos nublados por la pena. "Cuando tu madre se muere, lo mismo te da estar aquí que en Australia. Las raíces se han perdido, y ya no te importa buscar otras -que nunca serán las mismas- en cualquier otra parte". Sus palabras siguen sobrecogiéndome. Supongo que el que ha perdido a su madre sabrá bien de lo que mi amiga hablaba. También pensé, al leer el texto de Munro, en esas cosas que nos hacen y que terminamos perdonando. ¿Dónde está el límite para determinadas cosas? Para esas cosas que unos hacen a otros por envidia, por celos, por el mero placer de intentar que otro no destaque más que tú aunque estés destacando por un duro trabajo realizado. Ah, los misterios del ser humano. No sé realmente dónde está ese límite. Sinceramente, cuantos más años se van cumpliendo, más siguen sorprendiendo determinadas mezquindades. Así es la vida. Zancadillas, puñetazos, palabras veladas, corrillos, intentar que los demás no destaquen jamás por encima de quien las propicia... Podría decir tantas cosas... pero no lo voy a hacer. Porque, en el fondo, no me importa lo más mínimo, aunque en ocasiones haya pretendido rozarme toda esa maldad. La maldad por la maldad. No me importa, ni me disgusta. Lo único que me importa es hacer bien mi trabajo, no defraudar en este sentido. Y lo que ellos no saben, ay, es que otra gente, más importante para mí durante años, lo intentó primero, con similares armas, y no lo consiguió. No, no lo hizo. Aunque ni siquiera me hayan pedido perdón donde habría mucho que perdonar. Pero no era de todo esto de lo que quería hablar, sino de mi amiga, de su madre, de la historia que me contó aquella tarde después de presentar el libro de otra amiga en una pequeña vinatería porque de los pequeños sitios es de donde orgullosamente provengo (he presentado libros, propios y ajenos, delante de cientos de personas y de cuatro amigos), aunque a veces también me haya tocado estar delante de casi quinientas personas. Son las cosas de la vida. Y disfrutar de todas ellas es lo que va conformando el camino. Mi camino.   

sábado, 23 de marzo de 2013

Una mujer encantadora

Hay mucha gente con talento por el mundo. Con talento y sin demasiadas oportunidades. Es un tema que me interesa, que he tratado en varios cuentos. Mujeres, sobre todo. Mujeres con inclinaciones artísticas. Con ganas de decir cosas, de expresarlas. Mujeres que tienen que dedicarse a otras profesiones porque nadie les ha dado una oportunidad. La oportunidad definitiva, por así decir. Es casi un tema clásico. He conocido a algunas de esas mujeres. Me gusta escucharlas. Compartir con ellas la rabia o la esperanza para que esa dichosa oportunidad llegue, si es que piensa hacerlo. La impotencia, en algunos casos. Las fuerzas para seguir luchando, para no tirar la toalla. Conozco bien esas sensaciones. A veces la batalla resulta cansina. Puertas que se cierran (o ni siquiera se abren), editoriales que rechazan tus textos, directores de cásting que dicen no una y otra vez. Otras, en cambio, gracias a un destello de luz que aparece milagrosamente por no sé qué esquina, las cosas se ven de diferente manera y se vuelve a la carga con renovadas ilusiones. La esencia misma de la propia vida: tan peculiar, tan dura, tan reconfortante, según la ocasión. La otra noche, conocí a una de esas mujeres. Una mujer que canta (bien, según nos demostró) y que actúa. Que tiene que trabajar de camarera para mantenerse. De camarera o de lo que vaya surgiendo, que no están los tiempos para demasiadas líricas. Una mujer encantadora. Recordé, mientras escuchaba su historia, aquel restaurante de Nueva York, cerca de los teatros, en el que las personas que te servían la cena (chicos y chicas) cantaban (y bailaban) las canciones de los musicales más famosos de la historia. Algunos de los que se estaban representando a pocos metros, en alguno de los teatros. Albóndigas servidas al ritmo de alguno de los emblemáticos temas de "Hair". O ensaladas que llegaban a las mesas recordando algún tema de "Gipsy". Por poner sólo un par de ejemplos. ¿Cuántos de esos jóvenes llegarán a pisar algún día las tablas de esos teatros por los que pasan cada día, de camino al trabajo, mirando, ilusionados, las luces, los carteles, el reflejo de la fama? Nunca lo sabremos. La chica que conocí la otra noche, me recordó a todos ellos. La esperanza que no se pierde. Las ganas de seguir adelante como sea, de demostrar al mundo tu valía, tu talento, tus esfuerzos. Lo que más te gusta hacer, para lo que llevas años preparándote a conciencia. Nadie dijo que las cosas resultaran sencillas. Nadie dijo que quizá eso fuera el sentido por el que pasamos por aquí. Nadie lo dijo, no. Eso es algo que vas descubriendo poco a poco. Entre risas y decepciones. Entre momentos de euforia y momentos en los que no te apetece ni levantarte de la cama. La vida misma, ya digo. Que, pese a todo, sigue mereciendo la pena.    

jueves, 21 de marzo de 2013

La niña Venezia

Siempre lo he dicho: me encantaría ser padre. Según han ido pasando los años y las circunstancias, la idea cada vez me parece más lejana. Ah, las cosas de la vida. Al margen de tener cierta estabilidad emocional (creo que esto lo voy alcanzando), es necesario tener un trabajo más o menos estable: añadir a esa estabilidad emocional la estabilidad económica, en resumidas cuentas. Y hoy no están las cosas para muchas fiestas, lamentablemente. Más bien al contrario. Pienso en todo esto el Día del Padre, el 19 de marzo. No soy mucho de celebrar los días estipulados por los calendarios o la publicidad de los centros comerciales. Creo que si tienes un buen padre (como es mi caso), debes celebrarlo todos los días. Y si no, pues ni acordarte de él (aunque supongo que lo harás en todo caso). Antes de ir a su casa, la de mis padres, para comer todos juntos, leo un relato del último libro de la estupenda escritora italiana Dacia Maraini, "Amor robado". El relato se titula "La niña Venezia". No adelantaré mucho del argumento. Una pareja está ansiosa por ser padres y, finalmente, después de muchos esfuerzos, lo consigue. Luego, ocurren una serie de despropósitos y una desgracia irreparable. El cuento es brutal (el resto de los relatos también es soberbio). Refleja con una sencillez y una contundencia apabullantes las obsesiones de esos padres por tener a esa niña, Venezia, y cómo, sobre todo el padre, van perdiendo los papeles en todos los sentidos. "Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas", decía la célebre frase de Santa Teresa y que Truman Capote nos recordó en su libro "Plegarias atendidas". El propio Capote podía ser un buen ejemplo de esas palabras. Capote alcanzó un éxito brutal con su magistral "A sangre fría" y, a partir de ahí, comenzó su declive, la cuesta abajo, el hundimiento total en el alcohol y las drogas. Nunca volvió a conseguir aquella apoteosis creativa y social, pese a que, incluso en sus momentos de mayor decadencia, seguía siendo un escritor sublime ("Música para camaleones"). Capote no tuvo hijos. Posiblemente no le interesaba la idea. La inestabilidad emocional le rondó durante casi toda su vida. Con esto no quiero decir, ni mucho menos, que todos las personas que tienen hijos estén equilibradas. Ahí están los periódicos cada día con noticias escalofriantes sobre maltrato o asesinato de los propios hijos. Sin embargo, considero que, de entrada, debes estar preparado para ello. Psicológicamente, sobre todo. Tener ganas y tener dinero, ay. Me temo que no voy a ser padre ya. Los años van pasando y uno se va haciendo mayor. Las múltiples circunstancias de la vida hacen que se vaya agotando la paciencia. Es lo que hay. Eso no quita para que cuando vea un recién nacido o mis sobrinos se acerquen a darme un beso sienta una intensa alegría, unas ganas de recuperar esa idea, la de ser padre. Aunque solo sea por unos fugaces instantes.

lunes, 18 de marzo de 2013

Apunte sobre Buenos Aires

Tumbados sobre la hierba, bajo un sol de invierno que apenas calentaba, descansábamos después de las largas caminatas y aguardábamos la llegada de las madres de la Plaza de Mayo. Al fondo, imponente, la Casa Rosada. Y a nuestro alrededor, también sobre la hierba, hombres y mujeres leían libros y periódicos y comían con cierta premura un bocadillo o una pieza de fruta. Algunos jóvenes, con el ímpetu propio de su edad, hacían numerosas fotografías. Con los ojos cerrados durante unos instantes, el clic de aquellas cámaras, era el único sonido que llegaba a nuestros oídos. Poco a poco, como cada jueves desde hace tantos años, fueron llegando aquellas mujeres. El pañuelo en sus cabezas, las pancartas en las manos, los pasos lentos y algo torpes en algunos casos. Y el cansancio acumulado en la mayoría de los rostros. No se trataba de ese cansancio que aparece en nuestra cara tras una larga jornada de trabajo o de juerga. No, se trataba de otra clase de cansancio: de ese que fija el tiempo en nuestros rostros cuando las cosas no han ido demasiado bien en muchos años, cuando el sufrimiento deja su huella en la piel en forma de gruesas arrugas y rasgos que apenas conservan las líneas de un pasado más o menos esplendoroso, cuando a la esperanza le queda un tris para perderse. Las Madres de la Plaza de Mayo. Aquellas mujeres comenzaron a caminar, a dar vueltas alrededor de aquella emblemática plaza. Y en la boca de nuestros estómagos, empezamos a sentir un batiburrillo de nervios, de sensaciones, de emociones. Las huellas de un pasado terrible que aún seguían allí. La voz de los humillados, de los desaparecidos: ese eco lejano que venía hacia nosotros casi como si se tratara de una película en la que sólo pudiese escucharse un sonido, ese sonido, todo el rato. Las preguntas sin respuesta (o con una respuesta que se resiste a tener cabida en el pensamiento), las explicaciones que no llegan. La dignidad de unos pasos callados. La fortaleza de unas manos deformadas por las enfermedades que siguen empuñando sin descanso y reclamando justicia. Todo eso sentimos, sí. En algún rincón de la conciencia. En algún rincón. Bajo aquel tibio sol que ya desaparecía. En un silencio que ninguno de los dos nos atrevíamos a romper. En ese silencio que uno, con el tiempo, acierta a comprender.

 

jueves, 14 de marzo de 2013

El rastro de la nieve

La nieve va dejando rastros oscuros cuando la gente, según va avanzando la mañana, marca sus huellas sobre ella. Es el lado más desagradable de la nieve, el más peligroso. La nieve sucia, medio deshecha, nieve que ya no es nieve. La otra cara de ese momento, a primera hora del día, en el que levanto la persiana y veo todo el paisaje nevado. El suelo, los tejados de los edificios de enfrente, las ventanas, los tendales... Aún no ha amanecido del todo. La estampa remite a otras similares. Sobre todo, a las de nuestra infancia, cuando solía nevar casi todos los años. La alegría por no ir al colegio y poder quedarnos en casa leyendo todo el día. De esos años, los de la infancia, son de los que habla Carme Riera en su nuevo libro, "Tiempo de inocencia". Los primeros olores, las primeras sensaciones, los primeros traumas. El miedo a los espejos. El amor por los abuelos. El destino que aguarda. Capítulos en los que están descritos pequeños retazos de vida. La que se fue quedando atrás. La que conforma nuestro presente, el de la escritora y el nuestro, cada cual en su ámbito, en su ciudad, con sus particularidades, tan similares en algunos casos. Hasta llegar aquí, al día de hoy, a este día de invierno, de frío y nieves. De nieve que lo cubre todo y que convierte la ciudad en un hermoso paisaje. Y de su reverso, horas más tarde, esa nieve que ya no es nieve ni es nada. El rastro de la nieve. Como la vida no es más que eso, vida. Y luego, sólo un recuerdo. El recuerdo que vamos dejando en los que nos sobrevivan. Sólo eso. Nada más que eso, que no es poco, desde luego. Abro la ventana y ese frío intenso me remite a otras ventanas, las que abría en la casa de mis abuelos o en la casa de mis padres. Ventanas cuyos cristales iban reflejando todas las épocas de mi vidas. Todas, hasta la de hoy. La imagen de un hombre de cuarenta y un años que aspira el olor del frío, que contempla la nieve aún por deshacer como el que contempla un atardecer de verano o el cuerpo de quien amamos mientras duerme. La nieve tarda mucho más tiempo en deshacerse en el campo. Recuerdo el año que pasé en Sariego: la nieve, al no ser pisoteada como en la ciudad, podía durar días cubriendo los árboles, los prados, los caminos, hasta que la lluvia la deshacía al fin. Recuerdo también la perplejidad de algunos animales al descubrir los primeros copos. La misma perplejidad que sentíamos al verla cuando éramos niños y la terraza de nuestra casa se iba cubriendo cada vez más y más. Y la algarabía posterior cuando podíamos salir, tan abrigados que sólo se nos podían ver los ojos, a hacer un muñeco, con una nariz de zanahoria y algún viejo gorro de lana que encontrábamos por los armarios. Fotografías que no se borran de la memoria, que permanecen. Como esta de hoy, una vez más. La de este invierno que se resiste a abandonarnos. Y en el que, pese a todo, vamos atisbando cierta serenidad.

martes, 12 de marzo de 2013

Incógnitas

Descubro el rostro del muchacho cuando levanto la cabeza del libro que estoy leyendo. Es un muchacho joven, quizá no ha cumplido los veinte aún, y tiene los ojos llorosos. De vez en cuando, se lleva la mano a la frente, en un gesto de cansancio o de agobio excesivo, apartando un sudor inexistente. A su lado, una chica, más o menos de su edad, tiene la mano puesta sobre su pierna derecha, intenta consolarle. Al otro lado, un señor mayor tiene la mirada fija en la puerta por donde, de cuando en cuando, sale una enfermera preguntando por los familiares del enfermo al que están examinando los médicos. Sí, estoy en Urgencias. Mi madre también está dentro, siendo examinada por los médicos, una vez más. No quiero fijarme con descaro en esas tres personas que tengo enfrente de mí, pero, aunque vuelvo al libro, ya no puedo concentrarme en él. La imaginación empieza a volar. ¿A quién estarán acompañando? Posiblemente, a la madre del muchacho, a la esposa del hombre que mira fijamente hacia la puerta por donde sale la enfermera (bajita, risueña, amable). La chica es, con toda probabilidad, la novia del muchacho. Está extremadamente delgada y lleva un vestido muy ajustado, rojo, poco apropiado para estas horas de la mañana. Un grueso crucifijo de plata que está colgando de su cuello con un cordón de tela negra destaca con fuerza sobre su pecho. El mismo color -negro- del que están pintadas sus uñas. No va maquillada, aunque lleva los labios muy pintados, también de rojo, que destacan poderosamente en esa piel tan blanca. Parece enamorada. Su gesto y sus ojos tienen la fuerza de los primeros amores. De esos amores que piensas que van a ser eternos. Quizá tengan suerte y así sea. Quizá, cuando empiece el verano, la historia de amor ya se haya acabado. No quiero ser aguafiestas. Quién sabe lo que sucederá. Pienso que el muchacho es demasiado joven para ser hijo del hombre que está a su lado. ¿Será su abuelo? ¿O quizá el muchacho se trate del hijo pequeño, el que ya no se planteaban tenerse, el que llegó inesperadamente? Sus hermanos quizá estén trabajando y no les hayan dado permiso para salir antes. Quizá no vivan ya en esta provincia. Sí, posiblemente se trate de eso. Tal vez estén en Londres o en Madrid, esas ciudades a las que tuvieron que irse por falta de oportunidades. El muchacho parece llevar el peso de la responsabilidad (el padre continúa con la mirada ausente, perdida), pero el dolor le desborda. Ni siquiera el consuelo de su novia es suficiente. Sigue llorando. Cada vez tiene los ojos más enrojecidos. Sale la enfermera (bajita, risueña, amable) y pregunta por los familiares de una persona. No se trata de mi madre. Tampoco del familiar (¿se tratará realmente de la madre del muchacho, de la mujer del hombre con la mirada perdida?) de esas tres personas que tengo enfrente de mí. Hay más gente en esa sala de espera. Gente que entra y que sale, que cuchichea, que tiene cara de preocupación y de sueño, pero yo sólo puedo centrarme en esas tres personas, en la historia que puede haber detrás. Pero disimulo y vuelvo al libro. Leo. O lo intento. De repente, por esa puerta que el hombre no deja de observar ni un solo momento, aparece mi madre. Viene caminando con su paso renqueante; la cara, sonriente. No tiene que quedarse ingresada. Qué alivio. Meto el libro en la bolsa y nos ponemos el abrigo. Antes de salir a la calle, la enfermera aparece de nuevo. Ahora sí, dice el nombre de una mujer. Las tres personas que estaban sentadas enfrente de mí (el hombre, el muchacho, la chica) se acercan a ella, a la enfermera (bajita, risueña, amable), pero nosotros ya los hemos dejado atrás. La incógnita se queda ahí.

lunes, 11 de marzo de 2013

El instante

Cuando estás a punto de hablar en un acto literario, delante de un público más que numeroso, hay un instante, apenas unas décimas de segundo, en el que todo el trabajo que has realizado hasta llegar allí pasa por tu cabeza. El otro día volvió a suceder. Las luces del Salón de Té del teatro Campoamor alumbrando potentemente mi rostro, el micrófono a punto de abrirse, la sala ya en completo silencio, cientos de personas atentas aguardando mis palabras. Trago saliva, miro al frente y, antes de empezar a hablar, la película del trabajo realizado pasa velozmente por mi cabeza. Los esbozos del proyecto, las ilusiones, las charlas mantenidas, las esperas, las llamadas, las confirmaciones, las dificultades, el estrés que supuso cambiar casi de un día para otro a Maruja Torres (enferma) por Rosa Regás, la cara B de toda cara A, los hilos que se deslizan y los que se rompen y los que sostienen las labores hechas a conciencia: todo el trabajo, el abundante trabajo que siempre hay detrás de todo proyecto importante, en definitiva. Ahí está, como un rayo, la película que recorre todo ese trabajo realizado, antes de que de mi boca surjan las primeras palabras. Esas palabras que romperán el hielo, ese silencio majestuoso que es como un hielo afilado y contundente, y que darán paso a las palabras de la escritora (la Regás: tan generosa facilitándolo todo: la sencillez y la cercanía de las grandes de verdad, una vez más, tonterías fuera) y la actriz. Ah, la actriz: Charo López, en el primer Encuentro Literario. Un mito por derecho propio. Horas antes, esperándola en el andén, antes de que el tren se detuviese definitivamente, ya pude distinguirla en medio de los demás pasajeros: tal es la luz que desprende, no importan los años que pasen. No, no importan. El pelo largo y un poco alborotado, el abrigo negro y la bufanda roja sobre él, la manera de andar y de moverse, y los ojos... Sobre todo, los ojos. Esos ojos que desprenden toda la luz. La misma que vemos en sus películas, en sus obras de teatro, en sus series de televisión. De cerca, impresiona aún más si cabe. Nunca he visto a una mujer más guapa. Inteligente, brillante, divertida... Las palabras de Rosa, en su voz, emocionaron aún más a todos los allí presentes. Pero aún no hemos llegado a ese momento, el de la lectura ni el de la charla lucidísima y brillante de Rosa que apasionó a los asistentes, ni el de los aplausos finales para ellas, tan prolongados por un público completamente entregado y tan merecidos. Aún estoy ahí, esperando a que las palabras salgan de mi boca, a romper el hielo, a dar las buenas tardes al público que abarrotó la sala y a que dé comienzo este primer Encuentro Literario. Aún estoy ahí, satisfecho con la labor realizada, feliz. Estoy ahí y, ahora sí, las miro a ellas, a Charo y a Rosa, y comienzo a hablar.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Madres de película

Hay un artículo espléndido del inolvidable Terenci Moix que habla de los domingos de los jóvenes diferentes. ¿Quiénes eran esos jóvenes? Pues aquellos que no tenían ninguna afinidad con el resto de sus compañeros y, lejos de compartir juegos o hazañas con ellos, se les veía sentados en un banco del parque con un libro entre las manos o en el interior de una sala de cine. Yo era uno de esos jóvenes. Pero no sólo los domingos: cualquier día de la semana. A veces, se me podía ver en un mismo día en dos salas de cine diferentes. El viernes era el día de estreno y las ansias, en determinadas ocasiones, por ver aquellas películas estrenadas me impedía administrar una para cada día. Muchas de las películas que vi en aquellas salas, hoy lamentablemente desaparecidas, están aquí, en este magnífico libro de Óscar López y Pablo Vilaboy, "Madres de película". El libro es un canto al cine, al amor absoluto por el cine. ¿Un amor desmesurado? Posiblemente. Pero es que hay personas que no sabemos amar el cine (y otras cosas: pero eso no viene ahora a cuento) de otra manera. Un amor correspondido, en todo caso. Puede fallarnos un amigo o un amor o un familiar, o sentir que la vida se te echa encima de la peor de las maneras, no importa: el cine siempre estará ahí. Se apagan las luces (las del cine o las de tu propia casa) y empieza la magia. No importa que estemos en Nochevieja o en pleno verano. Katherine Hepburn nunca nos va a defraudar. Y Brenda Blethyn, tampoco. Todos esos momentos inolvidables que conforman las personas que hoy somos, las que fuimos, las que queremos ser. Aquí se recuerdan a las madres de película, a muchas madres de diferente edad, condición y actitud ante el hecho mismo de la maternidad. Están las mujeres más grandes de la historia del cine. Todas esas mujeres que nos acompañan en nuestro camino como si fueran parte de la familia. Y, de hecho, lo son. De la familia del cine, la que quisimos formar, a la que quisimos con todas nuestras fuerzas pertenecer. Sería imposible enumerarlas a todas. Pensad en esa actriz, vuestra favorita, y estará en este libro. Seguro. El minucioso rastreo que han hecho Óscar y Pablo merece el aplauso más enfervorecido. La portada, con Shirley MacLaine y Debra Winger, lo dice todo. (Si los tiempos fuesen otros, le pediría desde aquí a la editorial que regalase un póster de esa portada con cada compra del libro: así somos los cinéfilos y los mitómanos, y a mucha honra, señores). Yo, cuando supe que sus autores estaban embarcados en ese ambicioso y necesario proyecto, pensé en Gena Rowlands. Y, claro, ahí está. Como podría haber pensado en Pilar Bardem, Anne Bancroft, Kim Stanley, Mia Farrow, Bette Davis, Cher, Irene Gutiérrez Caba, Elizabeth Taylor, Carmen Maura, Piper Laurie... Y también están. La lista, ya digo, es interminable. Afortunadamente para nosotros. Los que amamos el cine y la buena literatura. Tanto Óscar como Pablo son dos magníficos escritores, y eso se nota en cada película y cada madre recordada, en cada página, en cada capítulo, siempre plagados de pequeños detalles que nos hacen rememorar todas aquellas tardes que pasamos en las salas de cine o en la penumbra de nuestro salón mientras el resto de la familia ya dormía. Que nos hacen amar, aún más si cabe, al cine y a todas estas mujeres estupendas que se pasean por sus páginas y por nuestra memoria. Quedará ya en un lugar destacado de nuestra biblioteca, quizá al lado de los que el propio Terenci dedicó al cine, como un referente más, como uno de esos libros a los que volveremos para consultar o para recordar y rememorar aquella tarde en la que, viendo en acción a una de estas madres de película, pensamos que la vida también se podía vivir de otra manera y que, realmente, a pesar de los pesares, merecía mucho la pena. Un libro que ya es un pequeño clásico desde que se fraguó en la mente de sus creadores. Una auténtica gozada. Que nadie se lo pierda.

martes, 5 de marzo de 2013

La enfermedad de mi madre

Si te paras a pensarlo, traspasados ya los cuarenta años, la vida ha estado llena de cosas buenas y malas, penas y alegrías, euforias y decepciones. Momentos de gran esperanza y de desesperanza. Creo que he sabido disfrutar de unos y sobrellevar los otros, intentar dejarlos atrás. Desamores, traumas, paro, crisis, traiciones... He podido con todo. O en ello estamos aún con alguna de esas historias. Lo único que me desarma, que me deja completamente impotente, es la enfermedad. La enfermedad de mi madre. De ella ya he hablado en más ocasiones. Mi madre sufre una enfermedad reumática degenerativa de nombre imposible. Se le han deformado algunos huesos y se le deformarán más. Cuando sufre uno de los brotes de la dichosa enfermedad, apenas puede moverse, caminar, hacer las cosas más elementales y cotidianas. En esos momentos, ni siquiera el duro tratamiento que se tiene que poner todas las semanas (inyecciones incluidas) hasta el final de sus días hace el más mínimo efecto. El cuerpo no responde. Los medicamentos parecen agua. Cuando pasan unos días, las cosas vuelven a su cauce. Sigue con sus dolores habituales (nunca desaparecen del todo), pero puede continuar con su vida como si no pasara nada. Y cruzamos los dedos hasta que otro maldito brote quiera hacer su aparición estelar. Nadie sabe cuando regresará, el tiempo que tardará en hacerlo. Las enfermedades son así de imprevisibles, de traicioneras. No importa que sea invierno o verano, que haga frío o calor. Estos días, uno de esos brotes se ha instalado de nuevo en su cuerpo. El dolor se destaca en su rostro. La voz se vuelve más triste y apagada, como si le costara salir de su interior. No tengo más que hablar con ella por teléfono para saberlo. La enfermedad en todo su esplendor. Sólo encuentro tiempo, esté haciendo lo que esté haciendo, para que el brote se marche y se recupere la normalidad, siempre entre comillas. Porque la normalidad absoluta no va a regresar jamás. Lo sabemos. Por eso, pese a todo (los dolores que no desaparecen, el duro tratamiento, etc) nos conformamos con la otra. Es lo que nos queda. Con lo que nos tenemos que conformar.
Esta vez, dada la importancia del brote, hemos tenido que volver al hospital. Me sé el camino de memoria. Y según me voy acercando, algo se revuelve en mi estómago, en mi cabeza. Los recuerdos del tiempo que estuvo allí ingresada, tan difíciles de espantar, regresan de golpe. Mientras espero en una sala rodeado de gente con caras de angustia a que una enfermera salga a preguntar por los familiares de mi madre, intento distraerme y saco de la bolsa el libro que estoy leyendo estos días, el último de Rosa Montero, "La ridícula idea de no volver a verte". Un libro que es una mezcla de muchas cosas: novela, diario, ensayo, biografía... Un texto muy original y recomendable. Habla sobre el dolor de la pérdida de los seres que amamos. Todo gira alrededor de diario que escribió Marie Curie tras la absurda muerte de su marido. Y del dolor que experimentó la propia Rosa tras la muerte del suyo. No es, pese a todo, un libro triste. Son palabras que, en cierta medida, ayudan a comprender el dolor, las ausencias. Que ayudan a entender un poco más de qué va todo esto, de qué va la vida. "La vida mancha". Son las últimas palabras que leo antes de ver aparecer por la puerta del fondo a mi madre. Viene caminando despacio, cojeando (esta vez el dolor, que viene y va por diferentes partes de su cuerpo, se ha instalado en una de las piernas, la izquierda), sonriente. No tiene que quedarse ingresada. Respiramos aliviados. Y salimos del hospital, tan rápido como podemos. Atrás quedan las caras de angustia de los familiares de otros enfermos, la incertidumbre y la angustia. Ya en la calle, de regreso a casa, sentimos el calor inesperado de la mañana. Sentimos que la vida flota libre y a su aire. Y que nosotros formamos parte de ella, inevitablemente.