jueves, 28 de junio de 2012

Tarde de tormenta

Nada hacía presagiar lo que vendría después. A primera hora de la tarde lucía el sol y aún podías plantearte coger el coche para ir a la playa. Este año creo que va a ser un año de bastante playa (bueno, hasta donde la gasolina, con sus precios imposibles, aguante, que ésa es otra). Llegar allí, a la playa, pisar la arena, despojarte de la ropa, sentir el sol y el agua del mar en la piel desnuda, tumbarte en la toalla y olvidarte de los problemas, que nunca son pocos. Sin embargo, el cielo estaba lleno de nubarrones y decidimos salir a pasear, como todos los días. Nos encontramos con un viejo conocido. Iba solo, la cara triste, los ojos llorosos y perdidos, el cuerpo hinchado. Nos contó que acababa de morir su pareja, su compañero de tantos años. Un cáncer fulminante. Tres meses de sufrimientos y adiós. Siempre les veíamos juntos, caminando un poco distanciados el uno del otro, quizá con ese miedo antiguo que aún tienen algunas parejas gays de cierta edad de que el resto del mundo se entere de su relación. Uno no sabe bien qué decir en estos casos. Cualquier palabra, por bienintencionada que sea, sobra. Volvimos a pensar que la vida, que siempre resulta tan corta, hay que disfrutarla plenamente: cada momento, cada segundo, por insignificante o rutinario que nos parezca. No hay que desfallecer. De repente, puede surgir cualquier cosa inesperada y la historia se termina. Así, sin más y sin contemplaciones. Y de nada sirven las preguntas, los porqués, las quejas ni los lamentos. Se trata de lo que hay. Seguimos con nuestro paseo, tan reconfortante para despejar la cabeza y ahuyentar las preocupaciones. Y de repente sucedió, rayos y relámpagos a lo lejos, gotas de lluvia del tamaño y la consistencia de piedras. Cuando llegamos a casa, Francesca estaba medio enloquecida, asustadísima. Escondida debajo de la cama (ella, que durante las tarde jamás abandona el sofá que se encuentra al lado de la ventana y desde el que observa las ventanas del edificio de enfrente), muerta de miedo. En ese momento, sentimos cómo el granizo se azotaba contra las ventanas. Desde ese momento, Francesca no volvió a separarse de nuestras piernas. Las orejas tiesas al oír cada nuevo relámpago, al ver el reflejo de los rayos; los ojos desorbitados; el pelo erizado y el maullido alarmado. No volvió a acercarse al sofá desde el que siempre observa todas las ventanas del vecindario, cual Grace Kelly en "La ventana indiscreta". Nos pusimos a leer, cada uno en su sofá, intentando no pensar demasiado en la muerte del compañero de nuestro viejo conocido. En la vida que a él le tocará vivir a partir de ahora, que ya está viviendo. Cogí el libro que tengo estos días entre manos (muy recomendable: "La verdad sobre Marie", de Jean-Philippe Toussaint, publicado por Anagrama), y releí su final: "Apenas despuntaba el alba en la Rivercina, y nos apretábamos el uno contra el otro en la cama, nos abrazábamos en la penumbra para mitigar nuestras tensiones, la postrera distancia que separaba nuestros cuerpos se estaba colmando, e hicimos el amor, hacíamos suavemente el amor en la grisura matutina de la habitación, y en tu piel y en tus cabellos, amor mío, seguía persistiendo un intenso olor a fuego". Y pensé, sí, que la literatura siempre puede con las tormentas. Con todas las tormentas.

martes, 26 de junio de 2012

Cuatro manzanas

Esta mañana compré, en una de esas pocas tiendas de toda la vida que van quedando en esta ciudad, pequeños negocios donde resulta agradable comprar y refugiarse en días de mucho sol como el de hoy, cuatro manzanas verdes. Las más verdes de la caja, le pedí a la dependienta, que manejaba la fruta con la soltura y destreza de quien lleva años dedicándose a su oficio, sin perder por ello la delicadeza que requiere su manejo, el traslado de la caja a la bolsa. Quedaban pocas, la mayoría tirando ya a amarillas por alguno de los lados. En estas últimas semanas, el melocotón, el albaricoque, la nectarina, las picotas, las cerezas, las ciruelas, los fresones tardíos, incluso el melón y la sandia, con y sin pepitas, van dejando atrás a la manzana, sobre todo a la verde, dura y crujiente, reluciente en ese esplendor de una textura muy brillante, las que más me gustan. Qué viejas parecen las naranjas y la mayoría de las manzanas al lado de esa fruta de colores rutilantes, de ese exquisito sabor que se adivina sólo con verla ahí, en el interior de sus cajas, tan bien colocada, y con el que se nos hace la boca agua. Cuatro manzanas, las más verdes que quedaban en la caja, que pesaban algo más de un kilo. ¿Le quito una? No, déjelas, así está bien. Cuatro manzanas como aquellas que había en el frutero de la casa de la abuela Luisa, cerca ya del verano, que estaba en la mesa del comedor de la parte de arriba. En eso pensaba, ya de regreso a casa, con la bolsa de la compra en la mano. El verano -aquellos lejanos veranos- en todo su esplendor, todas las ventanas de la casa abiertas, las cortinas moviéndose por la suave brisa, el tiempo que parecía detenido, y las manzanas allí, en el centro de todo. Cuatro manzanas, que, a veces, nadie se apresuraba a comer y se iban quedando amarillas, algo reblandecidas, con un olor dulzón que embargaba la sala y las habitaciones y que después, cuando la abuela decidía hacer mermelada con aquellas y otras guardaba en la despensa que había bajo la escalera, se intensificaba y se esparcía, desde la cocina, por todos los rincones de la casa. Qué rica estaba aquella mermelada, algo dulzona y espesa, mucho más deliciosa que la otra, la que comprábamos en el supermercado y que untábamos en pan de molde recién tostado y acompañábamos con té o café con leche. Por favor, reclamaba a mis nueve o diez años, un poco de café, que el Cola-Cao no me gusta nada. Vale, decían los mayores, y me llenaban la taza de leche con un poco de café que se iba diluyendo poco a poco en la blancura de aquel líquido, la leche, que no me gustaba nada y que sigue sin gustarme. En todo esto pensaba, sí, de regreso a casa, bajo un sol de justicia, con la bolsa de la compra en la mano.
Ahora, cayendo ya la tarde, las manzanas están ahí, las cuatro, en un frutero de color negro, sobre la mesa, también negra y repleta de libros y papeles, siempre con un orden y un motivo todos ellos para estar cerca. La novela que verá pronto la luz, "El tiempo que vendrá", ya maquetada y con las últimas correcciones entregadas a la editorial, a su lado. Los últimos rayos de sol que entran por la ventana, abierta de par en par, se posan sobre ellas. Manzanas de ayer y de hoy, las mismas manzanas, siempre verdes, las más verdes que va dejando la temporada. Y la tentación de coger una y de morderla, y de sentir cómo a través de su sabor pueden ir llegando otros recuerdos, otras historias.

lunes, 25 de junio de 2012

De un sueño raro

Despertarse en mitad del sueño, desviar los ojos hacia el reloj, comprobar que ya casi no es de noche, que está amaneciendo lentamente y algo de luz se filtra por las rendijas de la persiana. El sobresalto en la boca del estómago, el miedo que acecha sin que sepas muy bien cómo definirlo, la cabeza que parece flotar como en una resaca, aunque la noche anterior no probases una gota de alcohol. La gata, Francesca, al lado de la cama, que, al sentir el movimiento de las sábanas, el roce de la piel con la tela, se acerca, reclamando que salgas de inmediato de la cama, como diciendo ya está bien, levanta las persianas, abre las ventanas, prepara la cafetera, cambia el agua de mi cuenco, echa comida en el otro. Regresar del sueño así, un poco violentamente, quizá por los efectos de una pesadilla. Sí, ahora lo recuerdo bien. Era más bien un sueño extraño que una pesadilla. Una mujer, en una sala a modo de desván, rodeada de muñecos sin ojos y trastos viejos, de periódicos atrasados y crucifijos de diferentes tamaños, quería leernos el futuro, algo a lo que nos negábamos rotundamente. Y ella, entonces, cerraba la puerta y sonreía, la larga hilera de dientes blanquísimos, la piel de su rostro y de su cuerpo algo más oscura, el actuar en contra de la voluntad del que tienes enfrente. Y ahí, sí, despertabas, cuando ella cerraba la puerta y decía algo así como ahora vais a saber lo que va a ocurrir, lo que os va a ocurrir, lo vais a saber... Una atmósfera inquietante, una música que sonaba a lo lejos, el crujir de la madera de las escaleras que nos conducían a aquella habitación, al desván. Los agujeros que tenían los muñecos donde antes había ojos, la materia con la que estaban hechos completamente desgastada, el estropajo negro que hacía las veces de abundante cabello. La mujer que sonreía con cierta maldad. Los crucifijos en las paredes con Cristos muy delgados y muy negros. Las voces que se oían en las otras habitaciones de aquella casa y que se fundían, casi con alivio para los latidos acelerados de mi corazón, en las voces de algunos borrachos que venían de juerga por la calle. La noche de San Juan. Hablaban y no sé muy bien qué decían, gritaban, reían, pero hacían desaparecer el rastro de las otras voces, las del sueño, el crujir de aquella madera, la visión de todo lo que había en aquella habitación (los crucifijos, los muñecos, los periódicos, etc), la carcajada que se escapaba entre los dientes blanquísimos de la mujer que quería leernos el futuro en contra de nuestra voluntad. Y que asustaba casi tanto como las palabras que estaba deseando pronunciar. Y de las que, afortunadamente, logré escapar abriendo los ojos, sintiendo el lomo suave de la gata al estirar un poco la mano, escuchando esas voces que provenían de la calle y que en otras ocasiones asustan y hoy han sido una especie de alivio, de respiro, mientras regresaba de este sueño raro.

viernes, 22 de junio de 2012

Tiempos difíciles

Sí, son tiempos difíciles. Muy difíciles para algunos. Sobre todo, para los que no tenemos trabajo. El tiempo de las prestaciones por desempleo se va agotando (me imagino que, como siempre, sólo el que ha pasado por ello conoce las verdaderas dimensiones de este estrés, de esta angustia, de estos miedos) y lo que se intuye al final de ese camino no es nada halagüeño. Más bien al contrario. Llevamos meses enviando currículums donde los solicitan (en pocos sitios) y donde no los solicitan, la mayoría. Creo que todas las librerías de Asturias tienen o han tenido en algún momento los datos con mi trayectoria profesional. Mis estudios, mis trabajos, mis publicaciones, mis premios, mis cosas... Y esa fotografía que Íñigo me hizo cuando acababa de quedar al paro y le estaba acompañando en una de aquellas ferias de libros que solía hacer cuando él aún tenía trabajo. Colocar libros en una mesa con cierta lógica es algo que siempre se me ha dado bien. Era invierno y hacía muchísimo frío. Tengo, en esa fotografía, el pelo rapado casi al cero, la mirada a medio camino entre la tristeza, ese pensamiento que uno siente ante las cosas que ocurren negativas de que no es a ti al que le están sucediendo y la esperanza de que aquel momento iba a ser breve. Pues no, no está siendo breve. En absoluto. Ha transcurrido más de año y medio desde entonces y seguimos en las mismas. Meter un currículum en un sobre, escribir una dirección y ponerle un sello, o adjuntarlo en un archivo y enviarlo por correo electrónico. La cosa no es difícil. Sin embargo... Nada. Ni tan siquiera un gracias, un quizá algún día te llamaremos, cualquier acuse de recibo, por escueto o simple que sea. Ya digo, nada. Quizá sean tantas las historias que las empresas reciben que hayan decidido no dar respuesta a algo que, cierto es, no han solicitado. No lo sé. Recuerdo, cuando estaba trabajando, a mucha gente que venía por las librerías (Aldebarán, Trabe: sobre todo en esta última, los malos tiempos ya acechaban de manera inminente) y me dejaba el currículum, por si alguna vez necesitábamos personal. Siempre recogía aquel papel con amabilidad y una sonrisa, y lo guardábamos en una carpeta, nunca se sabe. (Luego, echándoles un rápido vistazo, había de todo, incluso algunos escritos a mano y con numerosas faltas de ortografía, pero ésa ya es otra historia). No hay nada que deba merecer más respeto que alguien que se está ofreciendo para trabajar. Por eso hoy quiero agradecer públicamente a Conchita Quirós, librera por excelencia, el texto que, a modo de carta cariñosísima, me envió ayer por correo electrónico. La mujer que lleva tantos años al frente de Cervantes, librería fundamental en esta ciudad y en nuestras vidas, detuvo su tiempo, entre sus quehaceres y un viaje inminente, para dedicarme esas palabras llenas de apoyo, aliento y sinceridad. No son buenos tiempos para nadie. Sin embargo, ese gesto, el de detener su tiempo y dedicarme esas palabras, hace que las cosas, en el fondo, no estén tan perdidas. Eso quiero pensar esta mañana de viernes. Siempre hay alguien que escucha, que agradece y que da la cara, aunque las circunstancias no estén, por desgracia, para ayudarte en tu búsqueda incansable. Queda la palabra, la educación, el gesto, el detalle. Y quedan, con ello, en mí, en nosotros, las ganas de no tirar la toalla, de seguir luchando, resistiendo. Un poco más. Pese al cansancio.

martes, 19 de junio de 2012

En Madrid

Salir del baño del Teatro Español, poco antes de empezar la función, y encontrarte, cara a cara, con Emma Suárez y pensar, como ya habías hecho cuando la viste hace unos años en el teatro Campoamor (sublime en la versión de "Las criadas" que dirigió Mario Gas, mano a mano con Mónica López y Maru Valdivielso, que no se quedaban atrás en ningún momento), qué mujer tan guapa, mucho más así, en vivo y en directo, con el rostro lavado y las ojeras insinuantes, que como aparece en las películas. El arrollador musical que vimos en ese Teatro Español, "Follies", con unas impagables Vicky Peña, Asunción Balaguer y Massiel, que llevaba años pidiendo un papel así. Las largas caminatas por la ciudad, descubriendo nuevas calles, nuevas tiendas, nuevas librerías. Los puestos de libros de segunda mano de la Cuesta de Moyano. O las larga hilera de casetas de la Feria. La complicidad con Elvira Lindo. La cercanía y el encanto de Carmen Amoraga. La sonrisa sincera y efusiva de Laura Freixas. La arrolladora simpatía y generosidad de Maruja Torres. Las fotos con todas ellas, tan admiradas. El encuentro en esa misma feria con una de mis lectoras más fieles, Mayte Mejía, y el precioso cuaderno que me regaló. (Poco después, a mi regreso, Samuel, mi compañero de trabajo durante tres años y el autor de esas portadas tan bonitas que llevan mis libros, me regalaría otro, traído de Florencia). Las cañas que tomamos en la Plaza de Chueca, en la de Santa Ana, en la terraza del Círculo de Bellas Artes. Las copas que no bebimos porque eran demasiado caras (ya las tomaremos, pensamos, que no quepa la más mínima duda). Los pinchos de tortilla de la cafetería Domingos. La exposición de Hopper que nos quedó por ver porque se inauguraba al día siguiente de dejar la ciudad: los carteles colgados por todos los sitios, la rabia por perdérnosla, la soledad de sus paisajes nocturnos, que jamás pierden su vigencia. La exposición que sí vimos de Andy Warhol: la Factory y sus personajes, Capote y su decadencia, las polaroids y su encanto, las portadas de Interview y su leyenda. El atractivo, viendo esa exposición, de un tiempo que ya no existe, que logra transmitir cada foto de la exposición y del catálogo, y en el que no hubiese estado mal haber vivido, aunque sólo fuese, caso de poder, por un ratito. Ah, aquel Nueva York... Núria Espert y Jeannine Mestre en el María Guerrero. Y la fotografía -otra más- bajo el impresionante cartel de "La loba". El gin-tonic previo que nos tomamos y las ganas de detener el mundo allí mismo, como ya escribí la semana pasada por aquí. Los trozos de pizza que nos comimos por la calle, siempre entre risas. Y el vino que nos bebimos en la Posada del Dragón y en ese otro bar de la Cava Baja del que nunca recuerdo el nombre. Son sólo algunos momentos, claro, de los días que pasamos en Madrid recientemente. Siempre parece que el último viaje que hacemos a la ciudad es el mejor, pero después, cuando regresamos, pensamos que el siguiente, sea cuando sea (pronto, esperemos), será aún mejor. Y no solemos equivocarnos.

domingo, 17 de junio de 2012

Capote por Warhol

La fotografía está ahí, en blanco y negro, en ese elegante color plata tan del gusto de su autor, en la exposición que puede verse estos días en el Fernán-Gómez sobre Andy Warhol. Es del año 82 y muestra al escritor Truman Capote dos años antes de morir. Está tumbado en una hamaca, vestido con ropas de verano, unas oscuras gafas de sol en las manos, los ojos levemente cerrados por el reflejo de la luz, del sol que va decayendo en la tarde o que aún no ha terminado de salir en las primeras horas de la mañana. Son ya los años de la decadencia total del escritor. Y así quedan reflejados en la fotografía. El pelo escaso y blanco, el pequeño cuerpo hinchado por el alcohol y las pastillas, el rostro deformado por los años y los excesos, los pies desnudos buscando una liberación. Demasiados viajes, demasiados bailes, demasiadas peleas (consigo mismo y con los demás), demasiados delirios, demasiados vaivenes emocionales. El cansancio de vivir, sí. O el peso de la vida. Algo así podríamos decir. "La vida pesa más que la muerte", escribe Soledad Puértolas en una de sus mejores novelas. Ahí, en esa impresionante fotografía, está todo eso. Está, Capote, tumbado, como digo, en una hamaca de color claro. Y la hamaca está sobre las maderas del porche de una casa de campo. Posiblemente el escritor estuviese pasando unos días de descanso en la casa de un amigo, cerca de Nueva York, quizá del propio Warhol, no lo sabemos. Una pequeña tregua. Unas breves jornadas de reflexión y de buen tiempo. Un respiro para la salud física y emocional. Un intento, más o menos desesperado, de encontrar la inspiración, de rememorar (otra vez) los años de la infancia, de los primeros descubrimientos: aquellas voces, aquellos ámbitos: todo aquel inicial deslumbramiento, tan presente en la memoria. O de atrapar durante un instante los años de gloria, con el mundo a sus pies, tras la publicación de "A sangre fría", esa novela que es ya un clásico del siglo XX. Parece que el verano se estuviese acercando o, quizá, se tratase de los primeros días de septiembre, aún calurosos y soleados, el otoño ya en camino, siempre con sus constantes promesas de cambio, de renovación. El sol, la luz: la antítesis de la noche, de las interminables jornadas en Studio 54, en su pista de baile, siempre copa y cigarrillo en mano, como podemos ver en las fotografías que se conservan de la época, rodeado de artistas al borde del desenfreno o de la inevitable caída, o de camareros anónimos con cuerpos esculturales y semidesnudos, recubiertos de purpurina y afán de celebridad en el brillo de los ojos y en la punta de los pezones. O en los bajos de la discoteca (esos mismos que ahora se van a abrir con aires de cabaret para incondicionales de los mitos, de los musicales y de las luces que, a veces, acaban convertidas en auténticas y demoledoras sombras), que de todo habría (suponemos) en aquellas noches repletas de magia y de peligro, de huidas constantes, de necesidad de demostrar que había que beberse aquella noche, la que fuera, como si se tratase de la última. Capote por Warhol. Faltaba poco para el final. Quizá los dos lo sabían, aquella tarde o aquella mañana de verano, tal vez con el otoño a la vuelta de la esquina como una promesa o como otro peso más, ya casi insoportable. Sí, seguro que los dos lo sabían. La cámara, siempre implacable, fue incapaz de mentir.

viernes, 15 de junio de 2012

La desaparición de las cosas

Aún hoy, cuando ya han pasado algunos años, no termino de asumir del todo que en aquellos cines en los que pasé tantas horas de mi adolescencia y juventud, refugiado de un mundo que no parecía por entonces hecho a la medida de aquel muchacho que no disfrutaba con la compañía de sus colegas ni de los juegos y las conversaciones con los que éstos disfrutaban, sino que prefería la oscuridad de las salas y la magia que en ellas se proyectaba, películas y más películas, españolas y extranjeras, buenas y menos buenas, clásicas (sí, en Oviedo hubo un tiempo en el que había ciclos de películas clásicas que se proyectaban en los cines) y contemporáneas, aún hoy, digo, no termino de asumir que donde estaban ubicados aquellos cines ahora haya supermercados de unas cadenas y de otras, todos con los mejores precios y los productos más frescos, según las respectivas publicidades. Paso por delante de ellos y siento un escalofrío, una pena importante. La sensación de que un mundo está ya completamente desaparecido. Ahora, en esta ciudad en la que vivo, sólo puedes ir a los cines que están en la última planta de un centro comercial, donde, por cierto, han eliminado, de golpe y porrazo, la primera sesión, la de las cuatro o las cinco, mi preferida. Si no quieres caldo, ya sabes, taza y media. Y por la fuerza. Hace algún tiempo, vimos a una pareja en una de las salas de esos cines comerse una hamburguesa (como ya conté aquí), con sus correspondientes patatas crujientes y su pajita para la Coca-Cola. Pues bien, esta misma semana vimos a un hombre, más o menos de mi edad, entrar con dos bolsas repletas de comida de la cadena de hamburgueserías que hay justo enfrente de los cines. Afortunadamente, entró en otra sala y nos privó del festín que él y sus acompañantes se darían con la comida que iba en aquellas dos enormes bolsas. Aún recuerdo lo que me molestaba que la gente metiera ruido con las palomitas mientras veía la película. Una menudencia al lado de estos atracones que han venido después. Un asco, vaya.
No quiero ser pesismista. Más bien todo lo contrario, no queda otro remedio. Intento ir asumiendo las cosas poco a poco, según van llegando, pero hay días en que la cuesta se hace demasiado empinada. Ayer, sin ir más lejos. Salí temprano de casa, como acostumbro, Caminé durante una hora u hora y media cuando la ciudad estaba empezando a despertar: la gente se dirigía a sus trabajos, los niños al colegio, los parados y los jubilados a sus paseos, etc. Pues bien, después de esa larga caminata, ya de regreso a casa, me encuentro con que el local donde íbamos a ubicar la librería Trabe y que no pudo ser por el empecinamiento de la dueña del mismo en no ajustar el precio del alquiler acaba de abrir sus puertas con uno de esos negocios que, desde el comienzo de esta agotadora crisis, están proliferando por todos los lados, un "Compro oro". Qué queréis que os diga. El mundo se me cayó a los pies. Vivo rodeado de libros desde muy pequeño, no concibo la existencia sin ellos, y vendiéndolos me gané la vida hasta hace año y medio, cuando la librería Trabe cerró y aquella mujer no quiso acceder a cobrar una renta que, a mi juicio, resultaba más que justa, más aún dados los tiempos que corrían y que corren. Gracias a ella, puedo decir que me quedé sin trabajo, y sin él sigo, como sabéis. Ver ayer aquello me revolvió el estómago de una manera difícil de expresar con palabras que no suenen mal. Por mucho optimismo que le ponga a la vida, que se lo pongo, juro que se lo pongo cada mañana cuando me levanto y espero que algunas cosas hayan cambiado o vayan a hacerlo, hay días en que es mejor no levantarse de la cama. Total, para ver lo que hay que ver, mejor seguir durmiendo o pensando en esos otros mundos que no están en éste y con los que, una vez, sin intuir que llegarían a su fin, disfrutaste.

miércoles, 13 de junio de 2012

Mujeres y maletas

La vieja maleta hecha con cuatro trapos y unas cuantas ilusiones. El abrigo que ellas mismas o sus madres o abuelas habían arreglado varias veces ante la imposibilidad de comprar uno nuevo: darle la vuelta al abrigo, se llamaba. Las medias recién estrenadas, eso sí, esas que llevaban un tiempo en el fondo del armario esperando una buena ocasión, la mejor. La pena por dejar atrás a sus familias en el brillo de los ojos, en esa lágrima que contienen hasta que el tren se aleja del andén donde los familiares las despiden con las manos en alto, los ojos también vidriosos, ignorando cuando las volverán a ver o a hablar con ellas. El miedo por ese futuro incierto en una ciudad desconocida, en un país que, según les han dicho, nada tiene que ver con el suyo. La esperanza por encontrar pronto trabajo y porque los dueños de la casa o de la fábrica donde van a trabajar no sean demasiado estrictos o, directamente, unos explotadores. Ese montón de folios en blanco que van en el interior de la maleta y que aguardan el momento de que en ellos vayan contando lo que irá sucediendo al cabo de las próximas semanas, de los próximos meses. No hay que olvidar que, entonces, no había móviles y que la casa que tenía teléfono era una privilegiada. Todo esto me imagino que les sonará a chino a las nuevas generaciones, pero los que vamos teniendo unos años sabemos de lo que hablamos. Algunas de ellas, de esas mujeres, ya tienen ganas de sacar los folios y de escribir en el tren, de decirles a sus madres y a sus padres lo mucho que les quieren y les echarán de menos, pero no lo hacen: se contienen. Algunas no saben escribir. Algunas dejan atrás hijos cuyo padre no quiere saber nada de ellos ni de ellas mismas. Mejor eso, emigrar, que meterse en un convento. Otras lo han hecho: se han metido a monjas, medio obligadas o voluntariamente. Son los años cincuenta y sesenta, y todas estas mujeres se iban de aquí, de su país, al extranjero en busca de trabajo. Pienso en ellas (algunas las he conocido) mientras veo "Las chicas de la sexta planta", la película por la que Carmen Maura obtuvo el César a la mejor actriz de reparto por uno de esos papeles en los que Carmen ofrece naturalidad, desparpajo y un rostro lavado y lleno de arrugas que le otorgan aún más autenticidad a su trabajo. Todas las actrices están bien: es una pena que el magnífico trabajo de Lola Dueñas se vea un poco eclipsado por una voz que no es la suya. Por un lado, se agradece que la película (irregular) esté tratada en tono de comedia. Por otro, hubiese sido interesante reflejar las cosas con un mayor tono de crudeza, como me imagino que debió de suceder en la realidad. Del mismo modo que también sería de agradecer que en esos programas que se han puesto ahora de moda sobre gente que se va a vivir a otros países, sacasen también a los que no ganan 3.000 euros al mes ni viven en los barrios más cool de las ciudades en los que se instalaron con unas parejas que suelen ganar lo mismo. Supongo que los habrá, digo yo.
Pero vuelvo a aquellas mujeres, las que emigraron en los años cincuenta y sesenta de este país. Creo que aún se les debe alguna buena película o novela que refleje su situación. Los miedos, las incertidumbres, la solidaridad entre ellas (o no, según los casos), la soledad, la pena y, pese a ello, la fuerza que sacaban de no sé dónde (imagino que de la necesidad) para salir de sus casas, dejar atrás a sus familias, atravesar medio mundo, y trabajar en un país del que, mayoritariamente, desconocían hasta la lengua. Mujeres que sólo llevaban consigo esa vieja maleta, un run-run en la boca del estómago y una esperanza a la que agarrarse como a un clavo ardiendo. No deberíamos olvidarlas. Sus historias forman parte de las nuestras.

martes, 12 de junio de 2012

Detener el tiempo

Tomar una copa. Un gin-tonic, para ser exactos. Hacerlo lejos de tu casa, de tu ciudad. Tomar una copa en Madrid, cerca del María Guerrero, mientras llega la hora de ver a Núria Espert sobre las tablas interpretando la obra cumbre de Lillian Hellman, "La loba". Esa obra que inmortalizó Bette Davis en el cine, de la mano de William Wyler, y Anne Bancroft y Elizabeth Taylor en el teatro. Hace calor, es sábado y apenas pasa gente por esa calle. En el bar -donde aseguran que pueden preparar más de sesenta gintonics diferentes- sólo una de las mesas del fondo está ocupada. Son dos mujeres jóvenes que se quitan la palabra constantemente, como si tuviesen muchas cosas que decirse, muchas ganas de hacerlo y el tiempo se les echase violentamente encima. La casa, el trabajo, los niños, el marido, qué sé yo... El rumor de sus voces. La música, suave. Beber lentamente de la copa, saboreando la perfecta combinación, el leve sabor al final del limón que se quedó atrapado entre los abundantes y gruesos cubitos de hielo. No decir muchas cosas. Entenderse con las miradas. Es más que suficiente. Sentir el frío en las manos al posar la copa de nuevo: ese frío que es como un fuego ardiendo y que deja los dedos paralizados. Sólo disfrutar de ese momento. No hay problemas. No hay quebraderos de cabeza. No hay que mirar hacia el futuro, ni siquiera pensar demasiado en mañana o en pasado mañana. Faltan unos minutos para las ocho de la tarde, avanzando el mes de junio, otro verano más que se acerca. Se necesitan años para aprender a disfrutar de un momento así, para ahuyentar el miedo, para olvidar las preocupaciones, para detener la ansiedad. Aunque sólo sea por ese pequeño espacio de tiempo. Olvidarse de todo. Las cosas y las personas que se quedaron por el camino. Cada cual, quizá, se fue poniendo en su sitio. O lo fue poniendo la propia vida, quién sabe. No pensar en nada. Ni siquiera en que el curso de la historia pueda llegar a cambiar. Abstraerse por completo. Dejar la mente en blanco, llevarla hacia otro lugar. No hace falta ponerle nombre a ese lugar. Ahí donde (casi) todo puede ser posible. Y sentir cómo se desliza por la garganta la ginebra helada, la tónica que va perdiendo un poco de fuerza, el regusto ácido del limón: todo ello a la vez. Sentir el flash de la cámara. Otra fotografía. Quizá ella, la fotografía, pueda reflejar el instante. La ausencia de problemas, la mente en blanco, los síntomas deliciosos de esa única copa. La emoción de volver a ver a la Espert, de entrar en ese teatro, el María Guerrero, que aún no conoces. De quedar asombrado por todo el reparto de la obra (eso, en ese momento, aún no lo sabes), sobre todo por ella, por la Espert, tan imponente como siempre, por Héctor Colomé, ¡qué voz!, y por Jeannine Mestre, con esa mirada profunda y frágil y asustada, en el papel más lucido de la función (junto al de la propia Espert). Detener el tiempo, en ese preciso instante. Con el sabor de la copa aún en la boca. Detener el tiempo, sí. Recordarlo ahora, detenido. Y reflejarlo aquí, horas más tarde. Más o menos.

jueves, 7 de junio de 2012

Escribir para niños

El trabajo está terminado. Qué difícil es en algunos casos dar con el tono de las cosas, de las historias. Sobre todo, de esas que, en principio, nos resultan ajenas. Escribir libros para niños, por ejemplo. Qué admirables me resultan las personas que lo hacen bien. El lenguaje, el tono, el fondo... Todo debe ser sencillo, fácil de entender para un niño de ocho o nueve años, pero no estúpido, simple o ñoño. Todo cambia con respecto a la otra literatura, la de adultos. Tenía, desde hace meses, muy clara la idea, el personaje principal y los secundarios, las situaciones. Lo complicado me resultaba tirar del hilo, adaptar esa historia para la mente de un niño, hacerla verosimil, cercana, apetecible. Ah, tirar del hilo. Ahí está la clave, el hallazgo. Como siempre. Después, al tener la historia tan clara en la cabeza, las cosas van solas. La magia de la literatura, ese milagro. Las palabras que salen, que vuelan hacia el espacio en blanco de un modo casi inmediato. Escribir es subir a las nubes, atrapar las palabras adecuadas y traerlas de nuevo aquí abajo: algo así dejo escrito Truman Capote, aquel genio. Creo que lo he conseguido. De repente, casi de un modo mágico, aparece el hilo por el que debes tirar. Encuentras una pista y tiras y tiras, y el hilo parece que se deslizase solo. No sirve con tener las ideas y los conceptos claros en la cabeza: hay que plasmarlos en el papel o en la pantalla del ordenador. Darle forma a la historia, crear un mundo, hacerlo apetecible para ese niño que está ahí, que escucha, que observa, que ya pregunta a los mayores y se pregunta a sí mismo las cosas, algunas cosas. Todas las cosas. Cómo son esas cosas o los motivos por los que son realmente así. O los motivos -cuando lo pensamos, ya de adultos- por los que nos complicamos la vida en tantísimas cosas. Cuántos misterios rondando por la cabeza de un niño. De ese niño que, en algún momento, leerá lo que acabo de escribir (espero). Inocentes misterios aún. El tiempo irá despejando unas dudas y complicando todas las demás cosas, ya lo sabemos.
No fue un trabajo fácil. Pero ya está hecho. Ahora, como siempre, es turno de esperar. Una vez más.

martes, 5 de junio de 2012

La verdadera soledad

Son las ocho de la tarde. La ventana de la sala está abierta de par en par: aún entran los últimos rayos de sol, muchísima claridad. Estamos en casa, cada uno a sus cosas. El silencioso trajinar de un lado a otro, buscando algo: un libro, un cuaderno, un dvd, una barra de pegamento, un lápiz, un periódico atrasado... De vez en cuando, alguna pregunta, ¿abrimos una botella de vino?, ¿qué vamos a cenar?, ¿quedaremos este fin de semana con estos amigos o con los otros? Seguimos, antes de descorchar la botella de vino o de preparar la cena, cada uno a lo nuestro. Y de repente, me acuerdo de ella, de la mujer que esta mañana hemos visto en el hospital. Subimos hasta allí para una revisión del ojo (todo en orden, pese a que no puede darme el sol en la cara en los próximos seis meses). Y mientras esperábamos nuestro turno, allí estaba ella. Acababa de salir de la consulta de la doctora, que había decidido ingresarla inesperadamente dada la gravedad de uno de sus ojos, y las enfermeras estaban tratando de localizar a su cuñada, su único familiar vivo. Tendría alrededor de setenta años, gestos suaves y educados, el pelo blanco y la ropa nueva, pinta de buena persona. La mujer estaba allí, al lado de los que esperábamos nuestro turno para la consulta, esperando. Decía que estaba sola, que apenas tenía relación con nadie, que esa mujer que estaban tratando de localizar las enfermeras, su cuñada, un poco mayor que ella, era la única con la que, muy de cuando en cuando, hablaba por teléfono. El resto de su familia se había muerto. Y los vecinos, pocos, eran de esas personas que viven su vida y no quieren demasiado trato con los que viven al lado. Sobre todo, pensamos, si son mayores. Siempre recuerdo llegados a este punto a las mujeres de algunas de las (mejores) películas de Almodóvar, en esa camaradería entre vecinas que el director asegura reflejar de los pueblos de La Mancha donde nació y se crió. Esa misma camaradería que yo también vi, hace muchos años, en Mieres, donde vivían mis abuelos. Un toque en la ventana para comprobar que todo estaba bien, una fuente con un poco de comida si una de ellas estaba enferma y los hijos no podían acercarse hasta allí ese día, un brazo del que agarrarse para que te acompañase al médico o te ayudase a bajar las escaleras que conducían a la peluquería, una simpática charla a media tarde si la melancolía acechaba, un café compartido... Esas pequeñas cosas que conforman la vida cotidiana, el día a día, y que algunas personas no piensan demasiado en ellas hasta que sufren esa soledad y ese desamparo en sus propias carnes. De pronto, la mujer se echó a llorar. Lloraba por la soledad, por lo inesperado del ingreso, por lo desvalida que se sentía en aquellos momentos. Todos los que estábamos allí intentamos calmarla. Las enfermeras, también. Ahora llegará la trabajadora social, decían. Al parecer, la mujer se había dejado el móvil en casa y resultaba imposible localizar a su cuñada. La mujer seguía llorando, pensando -seguramente- en sí misma, recorriendo la frialdad de aquellos pasillos en dirección al quirófano, sin sentir la presencia de nadie antes de entrar en la operación, ni tampoco después, al despertarse. No había consuelo para ella. Posiblemente, lo que había sido su vida también estaba pasando por su cabeza en aquellos momentos.
Estamos en casa, sí, cada uno a lo nuestro. Ahora ya ha oscurecido y cerramos la ventana. Y recordamos a la mujer que vimos por la mañana en el hospital, qué habrá sido de ella. No es el único día que la recordaremos. Ni tampoco el único en el que pensaremos en lo frágiles que somos. En lo insignificantes en que llegamos a convertirnos cuando la soledad muerde de esa manera.

lunes, 4 de junio de 2012

Un bocadillo de calamares

Hay veces en que lo normal se convierte en extraordinario. Comer un bocadillo, por ejemplo. Un simple bocadillo de calamares. Es domingo, hace mucho calor y estás haciendo tiempo para ir a un concierto de Isabel Pantoja, esa mujer cuya elegancia y poderío sobre el escenario no conoce rival. Estás cerca del recinto donde vas a ir a verla, el Auditorio, y, de repente, en la carta de una cafetería, de una de esas cafeterías de toda la vida, lo ves: bocadillos de calamares, cinco euros. Y piensas en el tiempo que hace que no comes un bocadillo de calamares y decides entrar. La decoración permance como entonces, cuando se inauguró. Los suelos, las mesas, las estanterías donde están colocadas las botellas, las escaleras que conducen al baño, las lámparas y el resto de la iluminación: todo remite a aquellas cafeterías -hoy casi todas cerradas- en las que merendabas con tu madre cuando eras pequeño. Cuando te llevaba al médico a causa de la sempiterna infección de garganta o cuando ibais de paseo por la ciudad, los dos solos. El sabor de los setenta, tan actual ahora mismo en casi todos los aspectos estéticos. Pides el bocadillo y piensas que ojalá no sea como los últimos bocadillos de calamares que comiste en esta ciudad: nada que ver con aquellos que remitían a la infancia, cuando los calamares eran calamares y no una especie de gominolas correosas rebozadas. Ahí está, delante de tus ojos, el bocadillo de calamares. Uno de ellos, el más pequeño, se sale del pan y lo coges del plato, pese a que aún está ardiendo. Su sabor, excelente, te remite de inmediato a aquellas mañanas de sábado o de domingo cuando ibas con tu tío, el que vivía en Bélgica, el hermano pequeño de tu padre, a tomar un algo antes de comer y te apetecían calamares y él, a diferencia de tu padre con la manida disculpa de que luego no comerías, siempre te decía que sí y se los pedía al camarero mientras encendía de nuevo uno de aquellos cigarrillos rubios cuya marca no se veía por aquí y señalaba que deseaba otro vermú rojo para su copa. Calamares, aceitunas, patatas fritas, Coca-Cola o Bitter Kas, lo que quisieses. Era verano, todos estábamos de vacaciones, y él, tu tío Jose, era como el hada madrina de los cuentos, el poli bueno que venía en un gran coche de color naranja, con la cartera repleta de billetes, y no tenías entonces otro deseo que el de subirte en aquel coche de color naranja e irte con él a cualquier parte. El sabor de ese bocadillo de calamares que ahora mismo estás comiendo, en esa cafetería con nombre de ciudad americana (en la que has estado, por cierto), te remite a todo eso. ¡Qué poder de evocación a través de un solo sabor! Y lo disfrutas como si ese bocadillo de calamares fuese el mejor manjar del mundo, que lo es, sin duda: al menos, uno de ellos. Y recuerdas los bocadillos de calamares que te comiste en Madrid, tiempo atrás, y todo lo que acompañaba a aquellos primeros viajes: la aventura, las ansias por conocer, por descubrir miles de cosas. Y piensas que, pese a todo, no cambiarías nada de este otro viaje, el que te ha traído hasta aquí, hasta esta tarde calurosa de junio, en la que estás comiendo un delicioso bocadillo de calamares que, como la compañía que está a tu lado, observándote y adivinando todos estos recuerdos que están pasando por tu cabeza, no cambiarías por nada del mundo.