lunes, 30 de abril de 2012

Cosas que merecen la pena

No era Nueva York, pero, aunque sólo fuese por un momento, podía parecerlo. Una de esas terrazas situadas en el último piso de algún edificio de la Quinta Avenida, cualquier viernes por la noche. Las calles estaban llenas de gente, el último viernes de abril, a diferencia de otros días, de la mayoría. Por un momento, parecía que todos hiciésemos oídos sordos a la crisis, a la ausencia de trabajo, de posibilidades. Llovía y veíamos caer la lluvia bajo la cristalera de la terraza. A nuestro lado, dos chicas iban vestidas y peinadas como las chicas que aparecen en las revistas de moda y hablaban de novios y bebían cócteles de imposibles colores y fumaban Ducados y reían sonoramente. La noche de los viernes, ya se sabe, están siempre llenas de presagios, de cosas que pueden llegar a ocurrir, aunque luego ocurran o no. Llovía cada vez con más fuerza y el espectáculo de las gotas rebotando en el suelo y en la cristalera era muy bonito. Más que eso, relajante. Relajante, sí, y esperanzador. Como si la realidad que nos está tocando vivir a (casi) todos fuese sólo un espejismo. Un mal sueño. Bebíamos nuestras ginebras con limón y mucho hielo muy picado y comentábamos la obra de teatro que acabábamos de ver, la última de Lola Herrera. Veinticinco años atrás, la había visto por primera vez sobre el mismo escenario, el del Campoamor, representando la famosa obra de Miguel Delibes, "Cinco horas con Mario". Un clásico indiscutible. Aún podía recordar la emoción con la que salí de aquel teatro, veinticinco años atrás. La obra que acabábamos de ver, "Querida Matilde", era más ligera, pero sin olvidar, como pasa en las buenas comedias, la reflexión sobre cosas importantes, trascendentes. La vida, con sus altos y sus bajos, como siempre. Comentamos que lo que más nos gustó es la positividad del personaje que representa Lola Herrera. Poner cara de risa frente a la adversidad. Y sentido del humor. Y risas. Muchas risas. Qué remedio. Ella, Lola, está espléndida, como acostumbra. Y Ana Labordeta, a quien no habíamos visto antes en teatro, también: pidiendo a gritos un protagonista cuanto antes, como tantas otras actrices de este país, por otro lado. Ver una buena obra de teatro, o leer un libro o visionar una película o escuchar ciertas músicas, siempre cambia la percepción de las cosas. De casi todas las cosas. De repente, piensas que todo puede ser posible, hasta lo que parece más difícil o imposible. No es ingenuidad, es sólo saber captar ese momento en el que te das cuenta de las cosas que merecen realmente la pena. Sólo eso. Un libro, una película, una obra de teatro, una serie de televisión, una música, una ginebra compartida. La gente no dejaba de entrar y salir de los bares de los alrededores, de la terraza en la que estábamos y en las de enfrente. Corrían a causa de la lluvia, casi todos iban sin paraguas, como si, después de tantas semanas de lluvia, ya no pudiésemos más. La calle entera estaba llena de gente, un viernes cualquiera, como en los viejos tiempos. No era Nueva York, pero, aunque sólo fuese por un momento, podía parecerlo, ya digo. No dejaba de llover y tampoco teníamos paraguas, pero no importaba. Sólo por ese momento, por sentir que la luz estaba siendo menos difícil merecía la pena la posible mojadura hasta llegar a casa. Sí, claro que merecía la pena. Algunas cosas la siguen mereciendo, a pesar de todo. Pensemos -mientras podamos- que no todo está perdido.

jueves, 26 de abril de 2012

Cansancio acumulado

La mujer estaba ahí, a la entrada de la biblioteca pública, sentada en un enorme macetero de piedra. Tenía la cara hundida entre las manos, el moño canoso y desarreglado y lleno de numerosas y pequeñísimas pinzas de colores, las ropas desgastadas, el bolsillo derecho de su viejo abrigo de cuadros completamente desgarrado y por ese desgarro, asomaban algunos pañuelos de papel sucios y arrugados. A su lado, un carrito de la compra anudado con dos cuerdas de colores de esas que utiliza la gente que hace escaladas o montañismo con lo que parecían ser todos sus enseres y pertenencias. Podría estar ocultándose del sol, pero no lo creo. Lucía el sol, sí, pero de una manera más agradable que molesta. A su lado, tenía un libro, uno de esos ejemplares de la biblioteca que de tanto uso los encuadernan de nuevo con tapas negras o granates o azules o marrones y no se puede distinguir bien su título a cierta distancia. Continué caminando, como acostumbro. Era un día cualquiera de la semana, a primera hora de la tarde y no había demasiada gente por las calles, como si todo el mundo temiese que ese sol fuese tan fugaz y traicionero como el de los últimos días y apareciesen inesperadamente las lluvias. Unos pasos más allá, ya cerca del Parque de Invierno, me encontré con el hombre que todos los días está sentado en las mismas escaleras. Tenía un cartel delante de sus pies en el que pide dinero o comida y un libro entre las manos, siempre tiene uno. Cuando puede fuma un cigarrillo, pero yo nunca lo he visto pedir tabaco a nadie y paso por allí casi a diario. Enfrente de él, había una mujer, bien vestida y bien peinada, con ropas bastante nuevas y modernas. También con un cartel a sus pies, pidiendo algo de dinero. Ella no leía, sino que parecía contarle a cada persona que conocía o le daba unas monedas su situación, las causas por las que llegó hasta allí. Parecía que el sol trataba de ocultarse, así que aligeré el paso. Y en medio del Parque, casi de sopetón, me encontré con ella. Era una vieja conocida, aunque me costó reconocerla a un primer golpe de vista porque estaba completamente cambiada, desfigurada, como si hubiese pasado cincuenta años desde la última vez que nos vimos. Su rostro estaba hinchado, muy rojo y completamente deformado por el alcohol. De hecho, iba borracha, muy borracha, hablando sola, perdiendo los zuecos que llevaba casi a cada paso. Vestía una camiseta fucsia apretada y una falda muy corta: según los pasos, podían llegar a vérsele las bragas (blancas). Y el anorak, también blanco, se deslizaba por los hombros. Supongo que llevaría bebiendo desde primera hora de la mañana. Pasé por su lado y no me reconoció. Dijo algo, aunque no sé bien qué, no se le entendía, y siguió caminando y diciendo cosas y cantando. Parecía ajena a todo, quizá feliz en ese mundo hasta que desaparecieran los efectos del alcohol y retomase la realidad, que, fuese cual fuese, no se intuía demasiado positiva.
Así que cuando llegué a casa -bastante hecho polvo, por cierto, visto lo visto- y me encontré con la noticia del incansable Obispo de Alcalá sobre sus métodos de curación de la homosexualidad, me entró la risa. Esa risa frágil que siempre parece a punto de convertirse en llanto o en grito. Ganas que le entran a uno de no volver a leer un periódico, encender una radio o ni siquiera de salir a la calle. Qué asco de mundo. Y qué cansancio, sinceramente.

martes, 24 de abril de 2012

Reinventando París

No sonaba la voz de Véronique Gens, pero, sin demasiado esfuerzo, sin cerrar los ojos siquiera, podíamos escucharla. Suavemente, envolviéndonos desde lo lejos, acercándose como un susurro cálido y necesario que se arrastraba hasta alcanzar nuestros oídos. De la misma manera, sí, que escuchamos ciertas músicas, sin escucharlas realmente, en determinados escenarios y momentos concretos, y ya quedan, esas músicas, de un modo mágico y extraño, asociadas para siempre a ese paisaje, a ese momento concreto, por mucho que después regresemos a ese lugar, si es que regresamos. Así, aquella mañana, en París, cinco años atrás. Era una mañana cálida de julio, sin agobios, con ese calor de París, casi siempre atravesado por una brisa fresca, agradable. Paseábamos por las tumbas de personajes célebres. La desnudez de la lápida de Marguerite Duras -sólo ese nombre, Marguerite Duras, y la fecha de su nacimiento y de su muerte, 1914-1996, y cientos de billetes de metro con pequeños mensajes escritos a mano, rápidamente, la letra pequeña y apretada por el escueto espacio y la emoción de querer expresarlo todo de golpe en aquel papel levemente plastificado y lleno de números diminutos, sobre ellas- nos impresionó de un modo contundente, más que ninguna otra. París es siempre una ciudad bellísima, pero quizá aquella mañana, con aquel cielo azul, completamente despejado, lo era más que nunca. Dejamos nuestros billetes de metro sobre la lápida de la Duras, también con algún mensaje de agradecimiento por la grandeza de su obra. Por todas aquellas noches en las que sus deseos habían acompañado a los míos. Y sus frustraciones. Y su impulso desmedido por la escritura, por el amor y por el alcohol. "Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde", escribió en "El amante". ¿En qué vida no lo es, no es muy pronto demasiado tarde? Quizá, por momentos, sólo por momentos, no sea así. Y quizá uno de esos momentos era aquel, en París, el destino de nuestro primer viaje juntos.
Han pasado cinco años desde entonces. Y no hace sol ni calor, sino que llueve constantemente. Lleva días, semanas, así. Todo el mes de abril lloviendo, excepto ayer, 23 de abril, día del libro, que el sol iba y venía y hacía viento, mucho viento, pero, finalmente, sólo llovió al final de la jornada, cuando las calles se iban quedando desiertas y las  mesas vacías de libros. (Cuando trabajaba en las librerías en las que lo hice, recuerdo siempre ese día, el del libro, como un día más de fiesta y alegría que de trabajo, pese a lo mucho que se trabajaba). Las cosas han cambiado en muchos aspectos, sobre todo en las externas, en esas que nosotros no podemos controlar, que se escapan de nuestras manos. Hoy hace dos años que nos casamos. Sigue siendo lo mejor de todo este tiempo que nos está tocando vivir, tan complicado y lleno de decepciones por unos lados y otros. Por eso, haremos hoy que esta ciudad, tan deprimida como el resto de la región, sea por un día París. "Dame una copa y yo haré que sea Nochevieja", le decía Marisa Paredes a Juan Echanove en la escena final de "La flor de mi secreto", cuando él le decía que aquella escena, frente a la chimenea, parecía el final de "Ricas y famosas", de George Cukor. Ah, el cine, el cine... ¿Qué sería de nuestros recuerdos sin él, sin esa sombra alargada y protectora? Miro hacia delante. No queda otra. Pese a la lluvia, que anuncia su regreso para esta semana y la siguiente, a las decepciones que vienen del exterior y a ese viento que no cesa, que agita los árboles, que rebota en los cristales de las ventanas, ahora mismo, mientras escribo esto y recuerdo aquel viaje, el primero que hicimos juntos, aquella mañana en París, donde no sonaba la voz de Véronique Gens, aquella voz que no venía de lejos y no nos envolvía hasta llegar a nuestros oídos, pero que realmente lo parecía.

jueves, 19 de abril de 2012

Carta abierta al Obispo de Alcalá

Señor Obispo,
La educación y el respeto son dos pilares fundamentales en mi manera de relacionarme y moverme por el mundo. Soy implacable con eso, pero -créame- me cuesta muchísimo mantenerlos con usted cada vez que suelta una de sus lindezas por la boca contra nosotros, los gays (y no sólo contra nosotros, sino contra nuestros familiares y amigos y demás personas que nos respetan tal y como somos: contra la mayor parte de esta sociedad, por otro lado, después de muchos años de lucha por defender y mantener nuestros derechos, que nadie regala nada, como bien sabrá). Pero seguiré haciéndolo, mantendré la educación y el respeto porque para exigir una cosa a los demás también uno tiene que ofrecerla. La verdad es que lo que usted no ofrece es tregua alguna. Después de las declaraciones que una televisión pública le permitió decir, ahora se permite el atrevimiento de recomendarnos ir a terapia para curar nuestra sexualidad. ¿Qué será lo próximo? Deje, deje, no me conteste. Habla usted de terapias, esa palabra que siempre lleva implícito algo oscuro y siniestro cuando sale de sus bocas. Déjese de monsergas y tonterías, haga el favor. O hágaselas saber a sus seguidores (aunque tampoco le vendría mal recordar que algunos de ellos son gays o padres o abuelos o amigos de gays, no lo olvide), en sus púlpitos y no a la mínima ocasión que tienen de ponerse delante de un micrófono. Aquí lo que hace falta, tantos para homosexuales como para heterosexuales, es trabajo. Sí, ha oído bien: trabajo digno y remunerado. Digno y remunerado, repito. Levantarse cada mañana y cumplir con tus obligaciones y no estar siempre pendiente de si podrás pagar tus recibos porque se acaba tu prestación del INEM y no aparece nada de trabajo, como le está sucediendo a tanta gente que ha tenido que dejar sus casas para volver a la de sus padres (caso de que aún los tengan), con familia o sin ella, y vivir de la miserable pensión de los mayores. No sé si está usted al día de estas cosas, las que realmente importan (o deberían de importar). Éstas son las situaciones lamentables. Más que eso ya: trágicas, como le cuento, en numerosos casos. Y no, como -erre que erre, una y otra vez, sin rastro de tregua- se empecina usted en repetir, fomentando con sus palabras el odio y el desprecio, que si un hombre vive (o se acuesta libremente) con otro hombre o una mujer vive (o se acuesta libremente) con otra mujer, se hayan conocido en esos clubes de los que usted habla (donde, por cierto, nadie obliga a nadie a estar allí o a hacer lo que no le apetezca, mucho cuidado), en un cine o en medio de un parque soleado y lleno de gente. No le voy a contar mi vida, no se preocupe, no es el momento. Aunque si lo hiciese, si se la contase, le estaría contando la de la mayoría de nosotros, gays y lesbianas que hemos sufrido el escarnio, la persecución, los golpes y los insultos simplemente por ser como somos, por tener una sexualidad con la que hemos nacido como hemos nacido con los ojos marrones o azules, las manos grandes o pequeñas, o el pelo rubio o castaño y de la que, por supuestísimo, no nos avergozamos ni tenemos por qué hacerlo, diga usted lo que diga. Escarnio y persecución que aún sufren muchos de ellos en numerosos lugares del mundo donde imperan palabras y actitudes tan reaccionarias como las suyas. Por eso le pido encarecidamente que deje de meterse con nosotros, que avance un poco, que se dedique a otras cosas (hay mucho a lo que dedicarse, no se preocupe), que respete al mismo nivel que usted exige ese respeto para sí mismo y sus colegas. Hay muchos jóvenes que todavía sufren el acoso de sus compañeros por ser gays (aún cuando ni siquiera saben muy bien que lo son, ni mucho menos se han acostado con nadie), como durante años lo he sufrido yo y tantos de nosotros. Piense en ellos, sobre todo en ellos. Un adulto, desde la educación y el respeto del que le hablaba más arriba, siempre puede defenderse. Ellos, no. Y usted lo sabe perfectamente. Como sabe que hay cosas mucho más importantes a las que dedicar su tiempo y que por hacerlo en éstas que parecen obsesionarle hasta límites insospechados, tantas personas creyentes se están alejado de ustedes y de sus peligrosos discursos. Sólo tiene que descender de su ensimismamiento y escuchar la voz de la calle.
Atentamente,

martes, 17 de abril de 2012

Ni se les ocurra disparar

El niño coge su escopeta y el abuelo se va a cazar elefantes. Hombre, no. Esto no parece serio. De hecho, no lo es. No creo que nadie en su sano juicio pueda decir lo contrario. Los niños, tengan la sangre del color que la tengan (permitidme la expresión), no pueden colgar armas al hombro, entre otras cosas, porque la ley -ese pequeño detalle que nos iguala o nos debería igualar a todos- lo prohíbe. Y lo de cazar elefantes, con ochenta años o con treinta, es algo exótico en el peor sentido del término y muy pasado de moda, más propio de una vieja película de Clark Gable (un suponer) que de estos tiempos que corren, trepidante e implacable siglo XXI. Sin embargo, hay dos cosas que me molestan aún más -si cabe- de todos estos asuntos, una por cabeza. Respecto al niño, me parece lamentable la primera comparecencia pública de su madre y su abuela, entre risas, quitándole toda la importancia al asunto, tras visitar al pequeño en el hospital. La abuela, ay, la abuela, esa mujer que no se cortó ni un pelo en criticar públicamente a los gays cuando lo más correcto desde su posición es mantener públicamente la boca cerrada y bien cerrada, dijo esa frase, ya mítica, si me apuran: "con los niños siempre pasa eso". Pues no, señora, con los niños no pasa eso, ni siempre ni sólo a veces ni por casualidad. Los niños, normalmente, se caen, se manchan, se tiran al suelo si se enfadan (que, en estos tiempos, como la mayoría de los padres no les pueden comprar nada de lo que les piden se enfadan mucho, muchísimo, que lo veo yo en mis caminatas de parado por la ciudad), meten los dedos en los enchufes o en el cajón de los cuchillos si son muy traviesos, pero no se disparan en un pie, no, eso no. Y respecto a lo del abuelo, diré que, al margen de lo trasnochado e insensible del asunto, me parece que en estos tiempos de apretarse el cinturón casi hasta ahogarse con él, tiempos en los que la situación en general y el gobierno en particular no nos dejan pasarnos ni un milímetro de la raya, es algo que está absolutamente fuera de lugar, como ya señaló ayer la prensa nacional e internacional, la seria y la menos seria. Siempre hay que recordar que lo que está bien en las películas del maestro Berlanga, que en paz descanse, no tiene que estarlo en la realidad, aunque aquellas películas no hicieran otra cosa que reflejar la propia realidad que nos rodeaba sin demasiadas deformaciones o exageraciones, ay. Pienso en estos días en una mujer, esa mujer que ahora es princesa y si las cosas no lo impiden llegará a ser reina, en lo mucho que la criticaron cuando apareció en la vida del príncipe porque no era de sangre real. Imagino todo lo que tuvo que aguantar de unos y de otros, sobre todo de los sectores más reaccionarios. Pienso en su discreción, en cómo está adaptándose con cautela y maestría a una situación difícil y extraña para ella. Supongo que el amor por su marido tendrá que ver bastante con ello. No obstante -sigo pensando-, las vueltas que da la vida son, aunque a veces nos parezca lo contrario, insospechadas. A nadie, cinco años atrás, se le ocurriría imaginar que tendrían que decirle al abuelo y al nieto de trece años esa frase con la que Javier Marías titula una de sus últimas recopilaciones de artículos: "Ni se les ocurra disparar". Por el contrario, es probable que la princesa que llegará a ser reina se la esté leyendo.

jueves, 12 de abril de 2012

Dos años después

La casa está en penumbra. En la calle, según puedo escuchar a través de la ventana cerrada, está lloviendo torrencialmente. Pienso en lo reconfortante de ese sonido, el de la lluvia, y en la cantidad de veces que he estado así, en penumbra, en esta casa y en la casa de mis padres, mientras el vídeo o el deuvedé reproducían alguna película clásica o el aparato de música hacia lo propio con el lamento de alguna voz desgarrada, que son las voces que me gusta escuchar cuando aún no ha amanecido del todo y la casa está, como ahora mismo, en completo silencio. Billie Holliday, un suponer. En la habitación de al lado, él aún está durmiendo. Qué extraño poder el que tienen algunos para dormir lo que les plazca. Casi todas las personas que me rodean lo poseen, aunque algunas digan lo contrario. Yo, no. Qué se le va a hacer. Hay que vivir con ello, con el hecho de dormir poco, como con tantas otras cosas que no son de nuestro agrado y nos enturbian los días y las noches. Los años ayudan a saber aprovechar el lado de la tostada que se te ha quemado. No queda otra: cuestión de supervivencia. Él duerme y no sabe, como otras veces que le he dedicado mis palabras, que estoy escribiendo sobre él, sobre nosotros. ¿El motivo? Habría cientos de motivos, pero la razón por la que hoy lo hago es porque en unos días se cumplirán dos años de nuestro matrimonio. ¡Cuántas cosas han pasado a nuestro alrededor desde entonces! Positivas y negativas. Arriba y abajo, qué trajín, que en eso consiste el hecho de levantarse cada mañana. Libros, viajes, risas (muchas risas), complicidades, proyectos, ilusiones, luchas (también muchas), dificultades, miedos, ansiedades, situaciones laborales... No es momento de enumerarlas. Es momento de conservar las positivas como un buen tesoro y de seguir hacia delante sorteando las negativas, que no son pocas. Quiero creer en ello firmemente porque si no, yo me bajo en la próxima, como decían en aquella obra de teatro de Concha Velasco y Adolfo Marsillach, y, llegados a este punto, a este extraño punto, me temo que no es el mejor plan. Insisto: no se cumplen años por cumplir. Y la tostada, quemada o no, hay que comerla porque parece que, de momento, no te dan otra. Así son las cosas. Por eso, mientras Billie Holliday sigue susurrando su dolor, me quedo con aquella soleada mañana, la de nuestra boda, en el Ayuntamiento de Gijón, dos años atrás. Habían pasado (en un soplo) tres años desde que nos habíamos conocido y allí estábamos, con tantos nervios como ganas. Nunca tomé una decisión más acertada. Creo que él tampoco. Hace pocos días, alguien nos lo decía: aunque parezca lo contrario, él es el más fuerte de los dos. ¡Menudo descubrimiento! Yo ya lo sabía, pero guardaba el secreto. Lo sé cada vez que llegan del exterior las decepciones, que estoy a punto de derrumbarme y me agarro de su brazo y todo lo malo se zanja. Lo sé de una manera tan clara como que ahora está lloviendo, la casa ya no está penumbra, esa mujer de voz genial y vida atormentada sigue cantando y en esa respiración que viene de la habitación de al lado está el refugio, el mío. No puedo ocultar la evidencia.

lunes, 9 de abril de 2012

Extraños viajes

Abres los ojos y sientes todo el peso del mundo en lo párpados. Te levantas, haces café, le pones comida y agua a la gata, te preparas y sales a la calle. Parece que no está tan frío como en estos últimos días, aunque el tiempo no te permita quitarte el abrigo. No llueve. Al sol le cuesta salir: aparece y desaparece. Aún es temprano y las calles están prácticamente vacías. Algunos jóvenes regresan aún de la noche del sábado. Compras el periódico y te sientas en una terraza, pides un café mediano, abres el ordenador y, de repente, casi por casualidad, descubres que un ejemplar de tu último libro está en un lugar del Reino Unido del que no has oído hablar demasiado, Guernsey. Miras en Internet. Es un isla que forma parte de las Channel Islands y está más cerca de la costa francesa que de la inglesa. El vuelo desde Londres es de unos cuarenta y cinco minutos, tiene pocos habitantes, y no parece que haya mucho ajetreo ni turismo en ella. Las imágenes que se muestran son bonitas. Parece que la vida allí es tranquila y sosegada. ¿Cómo ha ido a parar tu libro a una librería de ese lugar, Guernsey? ¿Qué extraño viaje tuvo que recorrer hasta llegar allí? Preguntas que no puedes evitar hacerte. Preguntas sin respuesta. El libro cuesta veintiseis euros con treinta y nueve céntimos, once euros y pico más caro que aquí, y de los gastos de envío se hace cargo la librería, que señala que en cuarenta y ocho, si realizas el pedido, lo tendrás en tu casa. La duda se quedará ahí, envuelta en un halo de misterio que podría dar para escribir un relato corto y repleto de sugerencias. Uno de esos relatos en los que lo que se cuenta es tan importante como lo que no se cuenta. Quién sabe si algún día lo escribirás. La literatura, la propia y la ajena, no es más que eso, extraños viajes, historias, escritas y sin escribir, que van y vienen a su aire, que te escogen o te dejan. ¿Cuántas veces hemos dejado de lado una historia que nos parecía buenísima y la hemos encontrado, mucho tiempo después, leyendo un libro que cayó por casualidad en nuestras manos? Cosas que pasan. Y que aún, tantos años después, siguen sorprendiendo de la misma manera. Dejas abierto el ordenador en esa página donde has descubierto este hallazgo (Íñigo llegará en breve y le gustará echarle un vistazo) y abres el periódico. Ahí está, otra vez, una noticia que viene en él y que no te apetece nada leer. Lo han vuelto a hacer: han abierto de nuevo la bocaza para atacar la homosexualidad. Ahora le ha tocado el turno al Obispo de Alcalá. Qué cansancio. No respetan nada ni a nadie, ni siquiera la Semana Santa, de la que, por cierto, tantos devotos gays hay. Las mismas palabras ofensivas y dañinas, el eterno discurso, esa perorata más vieja que el hambre. Las misma falta de consideración y de escrúpulos. Buf, buf y más buf... ¿Para qué pensar en esos niños acosados por sus compañeros de pupitre, en esas madres y padres que tienen hijos homosexuales y que están ahí, en sus misas, porque creen en la palabra de Dios? El hartazgo que me provoca esta gente ya alcanza cotas insospechadas. Es domingo, es temprano y no quiero ponerme de mal humor ni que mi tensión arterial se dispare. Cierro el periódico y decido divagar con la historia de cómo llegó mi libro hasta esa isla del Reino Unido. La historia de ese extraño viaje. Otro más. A lo lejos, sin esforzarme mucho, puedo ver los parajes de esa isla que he visto hace un rato en el ordenador. El cielo iluminado, los faros con reminiscencias hopperianas, las playas tranquilas, los bosques solitarios... Sí, parece que, como mi libro, ya estoy allí.

viernes, 6 de abril de 2012

Terenci Moix


Nueve años, nueve ya, sin Terenci. Qué pena da cuando uno se pone a buscar por los periódicos y no encuentra sus ideas, su ironía, su elegancia. Sus opiniones sobre la soledad, la corrupción, el lío de las folclóricas (siempe tienen algún lío) o las palabras sagradas sobre Elizabeth Taylor o alguna de las diosas que se nos están yendo desde que él lo hizo. Fue una tristeza grande, siempre lo es cuando desaparece alguien a quien admiras mucho aunque no lo hayas conocido personalmente, pero en su caso fue mayor aún debido a su edad: todavía le quedaba mucha cuerda, mucha de esa ironía, de esa elegancia que cito un poco más arriba. Sabía combinar lo culto con lo popular con la maestría de los que saben exprimir bien la vida, de los que no le hacen ascos a nada más que a la vulgaridad y a los vulgares. Pese a los dolores, desengaños y decepciones que también provoca el hecho de estar aquí, de levantarse cada mañana y abrir las ventanas al exterior: a nuestro propio vecindario o a las calles de la ciudad más alejada de la nuestra, esa ciudad que podía ser un buen lugar para una larga temporada, sobre todo si andaba el Nilo cerca. Los homosexuales que descubrimos pronto nuestro camino, le debemos estar muy agradecidos, no sólo por la naturalidad con la que él siempre trataba el tema (como debe ser), tan complicado por entonces, sino por las innumerables páginas de buena literatura que escribió para todos los jóvenes con inquietudes culturales y con esa sexualidad que, por entonces, dada la intolerancia de la gente, el oscurantismo del que procedíamos, tantas complicaciones nos trajo. Eran otros tiempos, pero sus páginas de esa literatura al respecto siguen, como entonces, llenas de vida, de esperanza, da igual la época, que todas las épocas, con sus más y sus menos, tienen su aquél de intolerancia, de sentirse solo, de turbulencias interiores. El cálido abrazo de un amigo. La palabra que necesitas escuchar. El hombro del que sabe lo que hay, de qué va el asunto, y te comprende y apoya. En resumen: el refugio de la literatura. Todo eso estaba allí, en aquellas páginas que devorábamos antes de que comenzara la primera sesión de la tarde, los viernes o los sábados, siempre cerca de la fecha del estreno. Escribió, Terenci, mucho: novelas importantes que reflejaban las costumbres y los sentimientos de una época y novelas que ironizaban salvajemente sobre este país nuestro, diarios, reportajes, artículos, estudios sobre cine, entretenimientos... y la trilogía de sus memorias, "El peso de la paja", palabras mayores de nuestra literatura. Ahí estaba reflejado todo: la infancia, la adolescencia, la juventud, los descubrimientos, la amistad, el cine, la soledad, la pasión por las grandes mujeres, los mitos, los amores tristes y los amores que salvan, la escritura, el desenfreno, el sosiego, la alegría, los desgarros, las ciudades, los cuerpos, Maruja Torres, Ana María Moix, la Espert, la Callas, la Caballé, Bette Davis, Judy Garland y la Primavera romana de la señora Stone... Una trilogía deslumbrante, imperecedera. Nueve años, nueve ya, sin Terenci. A veces, en el cine (ahora ya casi nunca voy solo), antes de que comience la película, me acuerdo de todo esto, de la importancia que aquel hombre tuvo en mi vida, sin él saberlo. Y también me acuerdo de aquel libro suyo, "Sufrir de amores", tan manoseado y releído, que tantas veces vino conmigo a las salas de cine de esta ciudad, hoy ya todas desaparecidas. Y una especie de vértigo recorre mi espalda, y luego, cuando las luces se apagan, deja de hacerlo porque la emoción por ver lo que va a suceder ahí, en la gran pantalla, durante las dos próximas horas, es superior a todo lo demás. Él sabía bien de lo que hablo.

miércoles, 4 de abril de 2012

Redención

La mujer vivía en el piso de al lado. No era hermosa ni sofisticada, como Fanny Ardant, aquella otra mujer de al lado, retratada por Truffaut hace ya unos cuantos años, pero tenía los ojos bonitos. Bonitos y tristes. El marido, rudo y atractivo, con esas manos estropeadas de quien echa muchas horas al volante, se pasaba mucho tiempo fuera de casa, trabajando. Cuando volvía (muchas veces, en plena noche, como por sorpresa), de tarde en tarde, se podían oír las risas tontas, los coqueteos y los gemidos de placer que siempre provocan los reencuentros amorosos. Luego, sin demorarse mucho, llegaban las palabras altas y malsonantes. Las discusiones y los portazos. Y quién sabe qué más cosas podían suceder en aquella habitación del fondo en la que se encerraban y de la que ya sólo llegaban los sonidos difuminados y entremezclados con los sonidos de la televisión encendida. Ah, el misterio de las puertas cerradas. Él se marchaba más pronto de lo esperado y ella se quedaba llorando. Aquel llanto se podía escuchar nítidamente. Días más tarde, en el portal, los vecinos comentaban cosas: quizá exageraban la situación, quizá se quedaban cortos, quién sabe. Es mejor no meterse en ese tipo de conversaciones. Huir de ellas como de un mal sueño. Los resortes de la memoria siempre son misteriosos y recuerdo todo esto viendo "Rendención", la durísima película de Paddy Considine. En ella, la protagonista, Olivia Colman, es una mujer todavía joven, profundamente religiosa, que trabaja en una de esas tiendas de segunda mano que tienen de todo y está casada con un hombre de aspecto desagradable que resulta ser un maltratador en potencia que la somete a las peores y más deleznables vejaciones. (Hay una escena donde él orina sobre ella que resulta particularmente insoportable por el nivel de degradación que una persona puede someter a otra y por el miedo que ese sometimiento provoca). Él, el protagonista, Peter Mullan, está alcoholizado, es violento y sufre por la pérdida de su mujer, acaecida cinco años atrás. Se encuentran. No hay historia de amor. No mientras dura la película, al menos. Lo que venga después, tras todo lo que ocurre, está en la mente de cada espectador. Hablan, se miran: entienden que, detrás de esas palabras y esas miradas, hay mucho dolor, mucho sufrimiento. La vida misma. Esa vida que todos sabemos que nunca es perfecta, por mucho que se intente. Las cosas no van bien, en general, y los dos lo saben. Ella dice que se siente protegida a su lado. Y él busca la sonrisa de ella porque le ayuda a calmarse. Siempre, aunque nos cuesta admitirlo, surge un pequeño bálsamo en medio de las desgracias. Y a él hay que aferrarse como si fuera el último de los actos permitidos. La tragedia, en la película, sucede: es inevitable. Pero aún hay espacio para la esperanza, pese a todo. No cuento más, por supuesto: hay que verla. De la historia de la mujer de al lado, la que no era Fanny Ardant en la película de Truffaut, tampoco puedo decir mucho más. No sé qué fue de ella, de su vida. Sé que un día se marchó y no supe más. Ni rastro. También sé que antes de marcharse ya se había separado de aquel marido de aspecto rudo y atractivo que se pasaba muchas horas al volante y que a veces se presentaba en casa, por sorpresa (¿sorpresa envenenada?), a medianoche. Desconozco más datos. Quiero imaginar que fue así, que él se marchó y que nunca volvieron a encontrarse. Pero ya sabemos que lo que uno desea o imagina no se corresponde, lamentablemente, con la realidad. Quizá, sí, sus ojos dejaron de estar tristes y pueda decirle a alguien, como el personaje de Olivia Colman, que se siente protegida a su lado. Prefiero imaginarla así, esté donde esté.

domingo, 1 de abril de 2012

El río

Hace mucho calor. Y la cena de ayer en casa de unos amigos nos ha dejado un poco de resaca. Estamos refugiados en el campo, bajo la espesura de unos cuantos árboles muy frondosos. Sin embargo, el sol es tan poderoso que logra colarse a través de esa frondosidad. Por nuestro lado, pasa el río. No demasiado caudaloso, cristalino, algo revoltoso, sorteando piedras de buen tamaño, devolviéndonos al rostro un poco de humedad, de frescor. Ese sonido es el único que llega hasta nosotros. Estamos sentados en unas sillas de plástico rojas (como la mesa que está delante), bajo una sombrilla muy desteñida por el sol que hace publicidad de la cerveza Mahou, en la terraza del único bar que hay abierto por los alrededores. Sobre la mesa, los periódicos, mi cuaderno (intuyo que hoy no escribiré mucho, aunque nunca se sabe) y dos bebidas energéticas que nos están sentando de maravilla. No decimos nada. Estamos concentrados en la lectura del periódico, tan lleno de cosas los fines de semana. Hace un rato, sí hablamos. Volvimos a soñar con la posibilidad de vivir ahí, en el campo. Una casa pequeña, sin demasiados lujos, alejada del resto. Siempre le recuerdo a Íñigo el año que pasé en Sariego, viviendo en aquel viejo molino restaurado: rodeado por todas partes de naturaleza y muchos animales. Ahora no buscamos algo así, sino más sencillo, más humilde, más asequible. Los dos sabemos que habrá que seguir esperando hasta que las cosas mejoren. No sé cómo nos arreglamos, pero siempre hay que estar esperando. Seguimos leyendo. Mejor leer que pensar en lo que no puede ser (por el momento). Leer siempre ayuda a entretener la espera, todas las esperas. El sabor de esa bebida energética templa nuestros estómagos y alivia el ligero run-run de la cabeza. Levanto la cabeza del periódico y las veo. En el río, arrastradas por su corriente, un montón de hojas. Las páginas desmembradas de un libro. Las páginas deshilachadas perdiendo la tinta y el contenido. Toco a Íñigo con la mano para que también las vea, sin decirle nada. Y nos quedamos así, observándolas, preguntándonos qué hacen ahí, imaginando quién destrozó el libro y desparramó sus páginas sobre las aguas de ese río, cuánto tiempo llevarán ahí, de dónde procederán. ¿Una mujer despechada que se deshizo de aquel viejo regalo que recibió en los primeros meses de una relación que ya no existe y que ella sigue recordando? ¿Un hombre que ya no está de acuerdo con lo que se narra en esas páginas y en un arrebato decidió hacer algo así? ¿Hasta dónde llegarán? ¿Aún podrán leerse párrafos de lo que alguien escribió sobre el papel blanco no sin importante esfuerzo y dedicación? ¿Se tratará de una novela, de un ensayo, de una colección de poemas, de un manuscrito? Ah, demasiadas incógnitas para esta tarde un tanto resacosa. Mejor que fluyan esas páginas, arrastradas por las aguas. Mejor acabar la bebida energética, observar el bello recorrido y no plantearse nada. Mejor, sí, que fluya la vida como el propio recorrido de esas letras que irán despareciendo poco a poco de nuestra vista, de ese papel humedecido, zarandeado por las corrientes. Sus huellas, como su destino, se escapan ya de nuestro pensamiento. Las dejamos irse. Las observamos hasta que desaparecen, hasta la última página que está ahí, en el agua, rezagada sobre una piedra, y luego ya no está.