lunes, 30 de enero de 2012

Pilar Bardem

La primera vez que cené en la Bardemcilla, el bar que tiene la familia Bardem cerca de Chueca, escribí en la pizarra que tienen en el cuarto de baño para que la gente deje allí sus mensajes: Pilar Bardem, pedazo de cómica, te admiramos. Luego, regresé a la mesa y cenamos tranquilamente, en un ambiente acogedor, rodeados de carteles de película y de fotografías de toda la familia, sobre todo de Javier, tomadas en diferentes rodajes y promociones. Como la mayoría de los que ahora tenemos cuarenta años, descubrí a Pilar gracias a aquella brutal intervención que tenía en la película de Enrique Urbizu, "Todo por la pasta". A partir de ahí, no me perdí ninguno de los trabajos que fue realizando a lo largo de todos estos años. Veinte años, nada más y nada menos, han pasado desde entonces: qué vértigo. Me quedaría con varios de esos trabajos: la esposa de "Siete mil días juntos", del genio Fernán-Gómez; la breve y jugosa intervención en "Carne trémula", de Almodóvar; la mujer que interpreta en la deliciosa "La vida empieza hoy", de Laura Mañá (y también me quedo con el abrazo en el que se fundieron Pilar y Sonsoles Benedicto cuando a esta última le dieron el premio de la Unión de Actores por esa misma película); y, claro, con su papel en "Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto", de Díaz Yanes. Un personaje por el que ya está en la historia del cine español con letras mayúsculas. El duelo entre ella y Victoria Abril en esa cinta, debería de ser asignatura obligada en cualquier escuela de cine o, sin escuela, debería de ser revisada una vez al año por todo aquel, mujer u hombre, que se quiera dedicar a la interpretación. Premio Goya, por supuesto, y no sé cuántos más. Sí, Pilar encarna a la perfección la dignidad de las mujeres, de muchas mujeres a las que la vida no les dió la oportunidad que se merecían. Mujeres luchadoras, supervivientes, con tantas heridas como dignidad: ésas son las mujeres que Pilar, la Bardem, sabe interpretar gloriosamente. Quizá porque pone algo de ella en esas mujeres a las que interpreta con mimo y orgullo. Quizá porque también les ofrece parte de sus reivindicaciones personales, la lucha por un mundo más justo, que la esperanza es lo último que debemos perder y más en estos tiempos terribles. Pilar, por méritos propios, es una mujer muy respetada en el cine español. Y bien conocidas son sus posturas políticas. En estos años, le pusieron una calle en Sevilla, donde nació. Y ahora van y se la quitan porque el partido que gobierna es otro y no es afín a las ideas políticas de la actriz. Hombre, no, señores, un poco de seriedad. No podemos estar cambiando los nombres de las calles constantemente. Si ahora gana un partido, pone a los suyos. Si dentro de cuatro años ganan los otros, se rectifica el nombre. No es serio. Diría más: es bastante cutre. Supongo que se pone el nombre de un personaje relevante a una calle por los méritos que haya hecho. Y los de Pilar Bardem son incuestionables, desde luego. Se valora su arte, su talento, su modo de interpretar. Y como tal se la admira y se le dedican homenajes. La postura política, sea la que sea (lo mismo diría si un gobierno de izquierdas decidiese quitarle una calle a Nati Mistral, otro pedazo de actriz, cuyas ideas políticas son totalmente contrarias a las de la Bardem), no debería de influir a la hora de tomar las decisiones de ahora sí, ahora no. Hay que ser un poco más serios, ya digo, y más maduros. Y, sobre todo, respetuosos con una mujer que se ha ganado por méritos propios el nombre de esa calle, de cualquier calle, gobierne quien gobierne, que esto no es un juego de patio de colegio. O no debería de serlo.

domingo, 29 de enero de 2012

Ana Botella

Ana Botella es una mujer desconcertante. Aún no sé si sube o si baja, si entra o si sale, si se cree lo que dice o si nos quiere tomar el pelo, si es muy lista o muy tonta. De verdad que no lo sé. En todo caso, como comprenderéis, no se encuentra entre mis preferidas, más bien al contrario. Aún pulula en el ambiente (y fuera de él) aquella historia de las peras y las manzanas, historia que, vista a día de hoy, puede resultar hasta graciosa (si nos ponemos positivos: pongámonos, que luego nos sube la tensión y es peor), por surrealista y por absurda, pero lo terrible es pensar que detrás de todo aquel patético lío lo que flotaba en el aire era una postura profundamente homófoba. No, diría ella (como muchas otras personas que piensan de igual modo), no tengo nada en contra de los gays, más bien todo lo contrario, pero que ponen el grito en el cielo cuando las leyes dan pasos gigantescos y necesarios a favor de nuestros derechos o cuando uno de esos gays, hombre o mujer, besa en público a su pareja, sin ir más lejos. Sí, vale, todos los derechos que queráis (es un decir: para ellos sólo algunos), pero que no se note mucho la cosa, no sé por qué tenéis que hacer esto (besarse) en público, he llegado a oír yo con estos oídos cansados. Lo que nos remite a lo viejo, a lo antiguo, a lo arcaico. A Pilar Urbano, que es la reina de todo eso y que ha dicho recientemente que, aparte de que ella tiene muchos amigos gays, ve muy bien que un gay, hombre o mujer, tenga un amigo íntimo. Ah, las palabras que nos delatan, Pilar. ¡Amigo íntimo! Una pareja (un marido o una mujer, si así lo decides) es un amigo, sí; íntimo, por supuesto, pero también es muchas cosas más: un compañero, un amante, la persona que tú elegiste libremente, como cualquier heterosexual, y, por lo tanto, dado que todos pagamos los mismos impuestos, queremos los mismos derechos. Punto. No creo que sea tan difícil de entender. Todos sabemos que el discurso de Pilar es lo de siempre. Y lo de siempre también es ella, Ana Botella, que nunca se corta lo más mínimo en decir lo que piensa (y eso, en un político que no quiera tener la leyenda y el prestigio del señor Gil, aquel hombre que fue alcalde de Marbella y cuyo recuerdo en estos tiempos se nos viene -por desgracia- más de una vez a la cabeza, debería controlarlo). Como ahora mismo, con el tema de los voluntarios que deben ocupar cargos en los servicios públicos. Con más de cinco millones de parados en este país, algunos ya en verdaderos estados de desesperación porque ninguno de los miembros de su familia puede aportar un duro a la casa, ¿cómo se atreve esta mujer a proponer semejante cosa? Alucinante. Pues lo hace, se atreve, y se queda tan pancha. Espero que no cunda el ejemplo en las ciudades donde tenemos alcaldes de su mismo partido. Vivimos tiempos en los que estamos demasiados paralizados, como si todos aceptáramos con resignación todo lo que estamos viviendo: desempleo, falta de oportunidades, vivir contando y recontando la peseta, miedo a lo que va a venir después, que, según dicen, va a ser igual o peor. Sin embargo, el otro día, tras las declaraciones de la señora Botella, las redes sociales comenzaron a arder (ahí es donde nos desahogamos, como dice con acierto Maruja Torres), indignadas ante tan tremendo despropósito. Bien. Lo malo -me temo- es que la cosa quede ahí, en un pataleo indignado, y punto. Aparte de algunos insultos que se vertían hacia ella (no me interesan: creo que la educación y las formas no deben perderse jamás, por mucho que nos repatee un personaje o lo que dice, como es el que caso de Botella), la mayoría estábamos de acuerdo: que practique con el ejemplo, ella y el resto de su familia, incluido su marido, que cobra un sueldo del Estado (normal) por haber sido presidente del gobierno y también lo hace por sus conferencias, lo que al Estado no le parece incompatible como le parecería si yo cobrase por estos artículos y lo alternase con mi (miserable) prestación por desempleo. Así están las cosas. Y ella, a practicar con el ejemplo, o a pedir disculpas por su propuesta, que es la mejor manera de que a algunos se nos despeje la duda de si sube o si baja, si entra o si sale, si se cree lo que dice o si nos quiere tomar el pelo, si es muy lista o muy tonta.

jueves, 26 de enero de 2012

Los viajes de Ana

Era alegre, divertida, cariñosa, irónica, muy activa. Trabajé con ella un verano, justo antes de empezar en la facultad, vendiendo periódicos y revistas en un quiosco cercano a la casa de mis padres. Ana. Aunque no era una gran entendida, le gustaba el jazz y coleccionaba todos los fascículos que salían relacionados con el tema. Sólo tenía una obsesión: que su hijo, que por entonces aún era un niño, estudiase. Siempre le estaba comprando libros. Era algo -no estudiar- de lo que ella se arrepentía profundamente. Cuando acababa su turno, nunca tenía prisa por marcharse. Le encantaba hablar conmigo, con la gente que entraba a comprar, con quien fuese. Siempre tenía una palabra amable para (casi) todo el mundo. No soportaba las injusticias ni a ese gente que mira por encima del hombro o que se cree superior a ti porque tienes que atenderla. Alguna de esa gente entraba por allí, por aquel quiosco, y ella, aunque la trataba con corrección, la ignoraba con la misma frialdad con la que antes se había desvivido con el cliente anterior. Ayer me encontré con su hermana, levemente parecida a ella en el físico. Siempre sonriente, como la propia Ana, a veces venía a buscarla a las tres, la hora que terminaba el turno de la mañana, y juntas se iban a comer por ahí, sobre todo en primavera y verano. Las recuerdo alejarse del quiosco, quitándose la palabra, hablando sin parar y riendo mucho, constantemente. Aunque sigue igual que entonces, se sorprendió de que la reconociera. Le pregunté por su hermana: hace siglos que no la veo. Mal, me dijo. Vaya, con esto de la crisis andamos todos igual, menudo panorama, no sé en qué va a terminar todo esto... No, no, añadió, lo de ella es peor. Su hijo tuvo un accidente de moto ocho años atrás y desde entonces está en coma profundo. No encontré las palabras. ¿Qué dices ante algo así? Está ingresado en un hospital de Galicia y ella va a visitarle una vez al mes. Trabaja mucho, de la mañana a la noche, aquí y allá, donde puede: quiere estar permanentemente ocupada. Lo siento, murmuré. Y lo sentía de verdad, como si le hubiese pasado a alguien de mi familia o a un amigo cercano, mientras me despedía de ella y pensaba en la obsesión de aquella mujer porque su hijo estudiase y no se quedase atrás. Luego, mientras regresaba a casa, la imaginé a ella, en aquellos viajes a Galicia, una vez al mes. La imaginé en un tren o en un autobús, con lluvia o con sol, recorriendo los paisajes del norte, pensando -seguramente- en la posibilidad de un milagro, del milagro, con esa fuerza única que es patrimonio de las madres. La imaginé, en aquellos largos viajes, escuchando alguna pieza de aquellas músicas que coleccionaba y que tanto le gustaban, pensando en cómo la genialidad de esos autores siempre alivia un poco el dolor de esta vida, las injusticias contra las que ella se sublevaba. Y ahí la dejé, en aquellos viajes, recordando esas palabras de "Mortal y rosa" que siempre me han acribillado: "Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido". Que Umbral ponga las palabras que yo no supe encontrar. Y que acaso ni siquiera existan para según qué cosas, qué desconsuelos.

martes, 24 de enero de 2012

Azucena Vence

Es lunes y aún es muy temprano, y ahí ya está ella, Azucena Vence, en la radio, Onda Cero, contando las primeras noticias del día referentes al Principado. Más o menos lo de siempre en los últimos tiempos: falta de entendimiento entre los partidos, recortes presupuestarios, manifestaciones en contra de esos recortes, amenaza de lluvias, leve subida de las temperaturas... Es ella, Azucena Vence, la misma de siempre y no lo es. El pasado día once perdió a su abuela, una especie de segunda madre para ella. Cuando uno pierde a alguien así, tan importante en su vida, las cosas no vuelven nunca a ser las mismas, nos pongamos como nos pongamos. El tiempo aminorará este terrible dolor inicial, hará que las emociones se vayan colocando poco a poco en su sitio, pero nada volverá a ser igual. Los golpes que va dando la vida y las heridas que sólo ese tiempo conseguirá cicatrizar: la vieja y certera historia de siempre, los ciclos que se repiten. Azucena sabe que su abuela vivirá en su memoria mientras, cada día, en un momento u otro de la jornada, por luminosa o agotadora que haya sido, ella la recuerde. Pronto hará veintitrés años que murió mi abuela Virginia, la madre de mi madre, y no hay un solo día que no piense en ella. Está viva dentro de nosotros, los que la recordamos, aunque su mano, como Azucena toca y cubre la de su abuela en esa hermosa foto que conserva y muestra en el perfil de su red social, ya no podamos tocarla, acariciarla, besarla. Nos quedan las veces que lo hicimos: que la tocamos, que la acariciamos, que la besamos. Y las veces que ellas hicieron lo propio con las nuestras. Y eso nos convierte en seres afortunados: no lo olvidemos. Aún recuerdo aquella mano, la de mi abuela, siempre fría a causa de su enfermedad de corazón, con las uñas perfectamente arregladas y pintadas y su olor a limpio, a colonia suave, a ese trocito de jabón que sirve para dibujar en la tela la línea por donde se debe cortar (era modista) y que ella siempre tenía a mano: encima de la mesa, en el bolsillo de su delantal, junto a la máquina de coser. Azucena ríe o se emociona -la voz siempre maravillosa, perfectamente modulada, en plena forma-, y en ambas situaciones demuestra parte de su grandeza: su naturalidad. La gente la quiere (la queremos) por eso: por su naturalidad, por su cercanía, por la palabra cariñosa y apropiada que tiene siempre para todo el mundo. Lo que yo considero una señora, tonterías fuera. En las presentaciones de mis libros, donde ella siempre es la encargada de leer alguno de mis textos, he podido comprobarlo. Días más tarde, los asistentes aún me llaman o me envían mensajes recordándome, aparte de lo bien que leyó mis escritos, lo encantadora y cariñosa que es. Cualidad de las grandes, independientemente de la profesión que ejerzan. Pero no quiero hoy recordarla triste y por eso pienso en aquella mañana, hace ya un par de años, cuando entró con su hijo pequeño en la librería donde yo aún trabajaba, Trabe. Su risa lo inundó todo. Su optimismo, su sentido del humor, su manera de ver el mundo. Esther y Samuel se levantaron de sus sillas, salieron de su cuarto de trabajo y vinieron hacia donde estábamos nosotros, en el centro de la librería. El niño, aún bebé, hermosote y risueño, reía como lo hacía su madre, jugaba con su sonajero, lo mordisqueaba, y lo observaba todo con atención, minuciosamente. Azucena ahí, aquella mañana, parecía feliz. De hecho, creo que lo era. Faltaban pocos días para que llegase de la imprenta "El extraño viaje", ese libro que tantas satisfacciones me está proporcionando, pero ella ya venía a buscarlo para ir leyendo el texto que yo dedicidiera que debía de leer en la presentación que tendría lugar días más tarde en la plaza de Trascorrales. El silencio absoluto se hizo cuando ella leyó ese texto que habla sobre el día de mi boda y el camino que hube de recorrer hasta llegar a él. Y el aplauso de toda aquella gente retumbó cuando terminó de leerlo. Duró bastante aquel aplauso, que ella, generosa como es, compartió conmigo. Estoy seguro de que hoy, Azucena, volverían a dártelos, aquellos encendidos aplausos, por ser como eres y como queremos que sigas siendo, pese a todo. Arriba, arriba, arriba... Que es donde tu abuela querría verte. Estoy seguro. O como dijo Dylan Thomas mucho mejor que yo: "No entres dócilmente en esa noche quieta./ Rabia, rabia contra la agonía de la luz". Rabiemos, rabiemos juntos, contra la agonía de la luz. No dejaremos que lo hagas sola.

domingo, 22 de enero de 2012

Declaración de amor

Duerme a mi lado. La almohada tapando parte de su cara. Duerme ahí, a mi lado, desde hace cinco años. Cada día, cuando me despierto, doy gracias de que así sea. Hace poco, hablando con una amiga, me decía que ella, cuando se despertaba, odiaba a todo el mundo, incluso a quien duerme a su lado (con todas las parejas le pasa lo mismo). Yo, no. Si me pasase eso, preferiría dormir solo. No es el caso. Casi nunca me levanto de mal humor, más bien al contrario. Luego, a lo largo del día, según la jornada, las cosas van cambiando. Las circunstancias obligan a ese cambio. Que te echen a la calle, por ejemplo, contribuye a que el buen humor vaya desapareciendo, qué queréis que os diga. Ese hombre que duerme ahí, a mi lado, acaba de quedarse sin trabajo, exactamente un año más tarde de que me ocurriese a mí lo mismo. Ya sé que no estamos solos en esto, que miles de parejas están en la misma situación en estos momentos, pero nosotros lo estamos viviendo ahora, en este preciso instante. Dos parados en la misma casa. Así son las cosas. Y lo peor de todo es que no se vislumbra la salida, el final del túnel, una luz -a lo lejos- por miserable que sea. La gente que está trabajando te deja bien claro que ahí, en sus lugares de trabajo, ya no necesitan a más personal, por si se te ocurre dejar el currículum, que lo dejas igual aunque sepas que su destino final sea una papelera. Los que alquilan los pisos sólo piensan en subir el alquiler, les da igual tu situación que la de los otros cinco millones de parados. Hablando de alquileres, hace poco más de un año, el dueño de la librería donde trabajaba optó inicialmente por ubicar el negocio en otro sitio más céntrico antes de tomar la decisión final (y terrible) de cerrarlo. Me dijo que mirase locales y así lo hice. Encontré uno ideal para una librería. La dueña pedía 1500 euros. Mi jefe dijo que no pagaba más de 1000, lo que -siendo honestos- me parecía más que justo para aquel local, acogedor y céntrico pero bastante pequeño. La mujer, erre que erre, que no lo bajaba, que ya bastante barato estaba, argumentaba con enfado, casi con indignación. Se cerró el negocio. Yo me fui a la calle y ahí sigo. Y el local, desde entonces, continúa cerrado. ¿Solidaridad? Qué hermosa palabra. La gente con pasta (y en Oviedo, como en todas partes, pese a la crisis, la sigue habiendo) es así: se puede permitir esos lujos, cualquier cosa antes de ceder en sus pretensiones. Apostaría lo que fuese a que la dichosa mujer va a misa todos los domingos y se tiene por estupenda persona y mejor cristiana. Y no perdería mi apuesta.
Ese hombre que duerme ahí, a mi lado, tendrá que llenar las horas del día de cosas, como llevo haciendo yo desde hace un año. Con muchas cosas. El trabajo es lo que te impone una rutina, un orden en medio de ese caos que supone vivir cada día. Cuando no lo tienes, debes agarrar con fuerza las riendas para no salir disparado hacia la deriva. Sin horarios, todo vale, y eso no puede ser. Francamente, no me extraña que la gente se dé a la bebida o a cosas peores. Ah, los paraísos artificiales. Pero no puede ser. Hay que establecer un orden, el orden de lo cotidiano, por mucho que cueste. Vaya que si cuesta. Y luego está la gente que te dice que te tienes que ir, que te tienes que ir, que te tienes que ir... Vale, nos tendremos que ir (supongo), pero no queremos escucharlo más, gracias. No es que esta ciudad sea la ciudad de mis sueños, ni mucho menos, pero aquí es donde viven mis padres y ese es motivo suficiente para no querer abandonarla, aunque tenga que llegar a hacerlo. Y cuando lo haga, si llega el caso, diré, como mi querida Elvira Lindo en su último y magnífico libro, "Lugares que no quiero compartir con nadie", que donde esté él, estará mi casa.

viernes, 20 de enero de 2012

Otro café cerrado

Estaba situado en el casco antiguo de la ciudad, enfrente del edificio de la universidad. Recuerdo sus tardes de gloria, en primavera, cuando el calor empezaba a hacerse notar y se colaba por los ventanales abiertos de la parte de arriba. Aquellos días, los de primavera, los cercanos al verano y los de septiembre, cuando el buen tiempo y la luminosidad de aquel cielo azulísimo aún imponían su fuerza, era difícil coger sitio, tampoco había allí demasiadas mesas. En verano, sí: era más fácil conseguir una mesa. Sobre todo, en agosto, cuando la gente se pasaba las tardes en la biblioteca preparando exámenes o tostándose en la playa o en las piscinas. Y allí estábamos, mi amiga María y yo, viviendo en los cafés, pasando la tarde en ellos, en aquel concretamente, hablando de todo, descubriendo sensaciones, haciendo planes, comentando lecturas y músicas y películas. Muchas de aquellas veces, veníamos del cine, primera sesión, del Principado o del Filarmónica, que eran lo que más cerca estaban, con ganas de sentarnos en aquellas sillas y tomar un café detrás de otro, de comentar la película, enlazarla con otras, hilvanar conversaciones, que era lo que mejor se nos daba en aquellos tiempos, los que duró nuestra amistad. Ese café, como tantos otros de esta ciudad, ya no está abierto. Ayer, lamentablemente, lo descubrí. En los últimos tiempos, la parte de arriba ya no estaba disponible al público o no sé si el público, aunque estuviese disponible, se sentaba ya allí, en aquellas sillas tapizadas en granate, confortables y un tanto pasadas de moda. La parte de abajo, sí: aún seguía funcionando y parecía, a la hora en que yo tomaba allí un café, recompensa tras las largas caminatas por la ciudad, que el final no iba a precipitarse tan velozmente, qué misterios se esconden siempre detrás de las apariencias. Me gustaba el bullicio de esos días, la gente tomando su desayuno en la barra, de modo apresurado, hojeando el periódico, comentando alguna noticia de la tele (siempre estaba encendida) con el que tenía al lado: gentes de la universidad, de los bancos u oficinas más cercanas. Me gustaba sentirme rodeado de mucha gente a esas horas, tras las silenciosos paseos, una hora u hora y media caminando sin parar, que, dadas las circunstancias, hay que mantener el nervio (y la barriga) a raya. Aún cuando estaba trabajando en la librería Trabe, tras la caminata (más breve que las actuales, claro), me tomaba allí un café, evitando caer en la tentación de uno de aquellos suculentos pinchos que exponían en la barra. Tenían de todo y todos tenían buena pinta: había que mirar para otro lado o para las tristes noticias de los periódicos para no coger uno, sólo uno, como el que no quiere la cosa. Alguna vez, lo reconozco, caí en la tentación. Y la disfruté con ese placer único con el que se disfrutan las cosas que sabes que no debes hacer. Ya no habrá más cafés ni tentaciones (al menos, de momento) en ese lugar. Papeles cubriendo los cristales y un cartel, ese maldito cartel: SE ALQUILA. La historia que se repite cada día, en un lugar u otro de la ciudad. Miseria, tristeza, desesperación. Son sensaciones que, en esos paseos, se mascan inevitablemente. Y la pregunta inevitable: ¿qué hacer? Ayer me tocó a mí, hoy a ti, mañana a aquel otro que parecía que nadie iba a mover de su confortable silla. No hay pamplinas que valgan. Pero no quiero terminar con mal sabor de boca, este mal sabor de boca casi perpetuo de los últimos tiempos. Lo hago, termino, con una de aquellas tardes luminosas, el estallido de la primavera en todo su esplendor, la piel despojada ya de la lana de abrigos y chaquetas, el ruido de la calle, la vida que pasaba al otro lado de aquellos enormes ventanales y también por el nuestro, por nuestro lado, conformando lo que, a día de hoy, somos.

jueves, 19 de enero de 2012

Recuerdos del frío

Recuerdo el frío. Y las mañanas luminosas, de sol helado y cielo completamente azul y despejado, que venían después. Aquel niño siempre estaba solo: en el autobús que nos llevaba al colegio, en el patio, en el pupitre. Era algo más pequeño que yo. No sabíamos con certeza lo que le sucedía, pero intuíamos que algo no andaba demasiado bien. Era extraño, huidizo, solitario. Algunos -los de siempre: los repetidores que se erigían en capitanes de la banda y los que acataban las directrices que ellos imponían- se metían con él. Era un blanco perfecto para ellos. Los curas y los profesores de aquel colegio miraban hacia otro lado. Como hacían habitualmente cuando los niños se salían de la norma que a ellos les interesaba. No se buscaban problemas: se embolsaban el dinero que nuestros padres les ingresaban puntualmente todos los meses y apartaban la mirada con total descaro hacia otro lado, como si tal cosa. Esa era la única regla que ejercían con absoluta disciplina. A todas luces, se veía que aquel niño necesitaba otros cuidados, otras atenciones. Lo fácil era marginarlo y consentir la marginación que los otros jóvenes ejercían sobre él. Como consentían esa marginación con los homosexuales, los gorditos, los que llevaban gruesas gafas, tenían la cara llena de granos o procedían de familias humildes. (La marginación con los homosexuales era su predilecta: por parte de los matones de la clase y de los curas y profesores, incluso de los profesores que no lo eran y que ejercían como tal hasta que la ley se les echó encima). No exagero nada. Y es algo que ocurrió hace casi treinta años, no cien. Ah, los que dicen que las cosas no han cambiado desde entonces en este país. Por un momento, les devolvía a aquellas aulas, a aquel patio, a aquellos autobuses que nos llevaban cada día al infierno. Y sabrían lo que era bueno. Pienso en todo esto después de encontrarme por la calle con la madre de aquel niño. Ni mi madre, que va cogida de mi brazo, ni yo mencionamos el tema de la muerte del muchacho, ocurrida hace algún tiempo. Una auténtica e inesperada desgracia: el joven mezcló alcohol con las pastillas del tratamiento que tomaba y la historia se acabó. No hace falta: ella nos lo cuenta. Dice que ocupa el día en muchas cosas: en lo que sea: el caso es llenar las horas, los momentos que te llevan al amodorramiento, a la tristeza más absoluta. Las mujeres, continúa, podemos con todo. O lo intentamos. Comprendemos hasta donde somos capaces -¿quién no conoce los abismos de este mundo?-, pero tanto mi madre como yo sabemos que es imposible conocer lo que sienten esas personas que han perdido a uno de sus hijos. Lo que siente esa mujer, aún joven y con la sombra de quien ha sufrido mucho bien marcada en el rostro, la madre de aquel niño solitario. Mi marido, dice, no lo ha superado. Ya lo sabíamos: no hace falta más que verlo. La tristeza agarrada a su rostro, a sus gestos, a su manera de caminar por la calle o de saludarte, como una segunda y perversa piel. La vida, la vida... El recuerdo de aquel frío regresa por un momento y me impide hablar y caminar, como si ese frío, como una cruel parálisis, estuviese ahí, siempre al acecho.

martes, 17 de enero de 2012

El desnudo de Alaska

Alaska siempre ha sido una persona coherente consigo misma y con su (impecable) carrera musical. Con su desnudo para Interviú, revista que celebra su 35 cumpleaños y por la que dice sentir gran admiración, vuelve a demostrarlo. Mitómana por excelencia, admiradora de las grandes mujeres del espectáculo y de esas otras cuya rotundidad física está muy por encima de su talento artístico, el reportaje de Interviú es toda una declaración de principios. Ya desde la portada, con el homenaje al desnudo de los años 80 que Sara Montiel hizo para la revista (también, en el interior, hay otra foto que homenajea aquella sesión de la diva manchega: la mejor, a mi juicio, de todo el espléndido reportaje), quedan claras las cosas. En este sentido, el de mujeres que ya están en la historia de este país por sus trabajos y trayectorias, van los homenajes a Rocío Jurado, Isabel Pantoja, Marta Sánchez o Nadiuska, reina por excelencia de la época del destape y posterior mito caído en desgracia, que decía ver fantasmas por todas partes y del que hoy nadie sabe nada. Y también otras -cantantes, presentadoras de tercera o participantes del reality más carroñero de todos los tiempos por mucho que su presentadora nos lo quisiese vender como un espectáculo revolucionario- que fueron flor de un día, pero cuyos físicos imponentes corresponden con los gustos excesivos de la cantante. El paso trascendental del vodevil a la astracanada. El título de su último disco lo dice todo a este respecto. En su mundo, el mundo de Alaska, cabe casi de todo: la antropología y Pitita Ridruejo, los libros más sesudos y las revistas del corazón, la defensa a ultranza de la libertad sexual y sus colaboraciones con Federico Jiménez Losantos, Rafael y David Bowie, las imágenes de santos y esa tremenda Divine que lleva tatuada en su brazo izquierdo. Alaska, como esas mujeres de físicos impactantes y trabajados a golpe de bisturí, se ha hecho a sí misma. Poco tiene que ver su imagen con la de aquella adolescente que protagonizó la primera película de Almodóvar, "Pepi, Luci, Boom y otras chicas del montón" (película que Carmen Maura animó a Pedro a dirigir porque creía ciegamente en su talento y que él correspondió ofreciéndole algunos de los mejores papeles de su carrera), en aquel Madrid cambiante de los primeros años de la democracia. Los años de la movida que no eran otra cosa que las reuniones, en aquel paisaje tan gris y tan triste, de un grupo de amigos que tenían gustos diferentes y que querían divertirse, disfrutar de su libertad (libertad en todos los sentidos más amplios), bailar, manifestarse artísticamente y viajar a Londres, que era la ciudad de las ciudades. Allí estaba, por parte de ambos, de Pedro y de Alaska, la admiración por John Waters, por Warhol, la Velvet y la rebeldía que esto suponía por entonces. Como era de esperar, aquel mundo empezaba a fascinarle a aquel niño que era yo a principios de los 80 y que estudiaba en el más siniestro colegio de curas que uno pueda imaginarse. Poderosos contrastes por los que hubo que pagar un peaje: el que los demás te imponen al considerarte diferente. Luego vendrían los éxitos con Pegamoides, Dinarama y la posterior formación de su grupo actual, Fangoria, cuyos primeros discos, aunque ahora parezca increible echando un ojo a sus conciertos actuales, sólo comprábamos los más fans, por muy difícil que nos resultara encontrarlos en pequeñas ciudades de provincias. Posicionamientos claros, un particular modo de ver la vida, historia importante de la música española. (En ese último trabajo del que antes hablaba -previo al DVD del concierto de Benidorm-, hacen un repaso a todas esas etapas). Una artista, sí, en el sentido más amplio de la palabra. Que tenía muy claro lo que quería y a por ello fue. En Hollywood, a estas alturas, con ropa o sin ella, ya tendría una estrella en el paseo de la fama. Como mínimo.

lunes, 16 de enero de 2012

Marian

Marian es una mujer fascinante, divertida, única en sí misma. Me cito con ella en un café del centro, a media tarde. Es un día triste: nos acabamos de enterar de que Íñigo, justo un año después que yo, se queda al paro. Marian habla y habla, gesticula, mueve los ojos y las manos, juega con su móvil, lo observa si en la mesa de al lado suena el pitido que delata la llegada de un nuevo mensaje de texto, y por un momento consigue que me olvide de esa terrible noticia que nos ha dejado completamente hundidos, noqueados. En una hora, con su palabra rápida, clara y divertida, me pone al día de los últimos acontecimientos de su vida. Constantes viajes de trabajo, el cuidado de las hijas, la serenidad de esta nueva etapa que está viviendo. Marian tiene esa capacidad, tan femenina y admirable, de reinventarse constantemente. Si hay problemas (que siempre los hay, desde luego), no se achica: se sienta, los comenta y trata de buscar la mejor solución para ellos. La vida le enseñó a ser práctica. Los años, en este sentido, siempre sirven para algo. Nunca es tarde si se aprende uno la lección. A ratos, mientras la escucho, me recuerda a alguna de las heroínas de Tennesse Williams (la misma coquetería, ese aire un poco antiguo que contrasta con su espíritu libre y con su indignada posición contra las injusticias), pero no en plan atormentado ni frustrado, sino como si aquellas mujeres hubiesen podido vivir un momento de serenidad, de plenitud, como si la vida les hubiese dado una pequeña y bien merecida tregua después del largo y angosto camino. En otros momentos, me recuerda a su madre, tan poderosa y atractiva mujer: la más guapa, novia aparte, de la boda de su propia hija, celebrada el julio pasado. Remueve el azúcar de su té verde y lo bebe a pequeños sorbos. No toca la pastita que la camarera nos ha puesto con las infusiones: ni siquiera la mordisquea o duda entre cogerla o dejarla, no: la ignora por completo. Así se conservan los tipos, me digo: el de Marian es espectacular. La encuentro más guapa que de costumbre, el pelo más rubio, los ojos más brillantes, el nervio más asentado. Y recuerdo aquel tiempo -ya tan lejano, afortunadamente- en el que las cosas no nos iban demasiado bien sentimentalmente hablando. Reíamos por no llorar y, como siempre, a veces salíamos a bailar y a beber vino, que siempre lo cura todo. De aquellos años, siempre recordamos las charlas y las risas, que resultan el reverso perfecto de las cicatrices que van quedando, de las arrugas del rostro, de esos dolores de los que ya no hablamos. Nos despedimos en la calle. Ya ha oscurecido: las luces están encendidas en la mayoría de las casas, su reflejo ilumina las ventanas. Es la hora de la merienda, de los deberes, de la rutina cotidiana: otro día que se nos escapa. Aunque ahora, pese a vivir muy cerca uno del otro, nos vemos con menos frecuencia, conservamos la complicidad. Y ese punto un poco loco y teatral que nos une y nos ayuda a enfrentarnos a las cosas negativas, que no sólo no descansan, sino que, como ahora mismo, se presentan a lo grande, casi con redoble de tambor incluido.

sábado, 14 de enero de 2012

Meryl Streep

Tengo que decirlo por delante: Nunca le perdoné a Meryl Streep que, con su lacrimógena interpretación en "La decisión de Sophie", le arrebatara el Oscar a la extraordinaria Jessica Lange de "Frances", biografía cinematográfica de la atormentada y malograda actriz Frances Farmer, otro de los grandes mitos malditos del siglo pasado. (En aquella misma gala, una jovencísima Jessica Lange se llevó el Oscar como mejor actriz de reparto por "Tootsie", cuando, en realidad, ese premio le correspondía a Kim Stanley, que interpretaba a su madre en "Frances"). Sin embargo, qué cosas, seguí viendo todas sus películas. Y siempre encontré que la Streep estaba tremendamente sobrevalorada. No digo que sea mala actriz, dios me libre, digo que está sobrevalorada. La mayoría de las veces su técnica no es nada disimulada: es decir, que uno ya sabe de antemano lo que va a hacer antes de que lo haga. En "Memorias de África", cuya interpretación fue tan alabada por todo el mundo, lleva esta teoría a sus máximas consecuencias. Y en "Los puentes de Madison", más de lo mismo. (Pensar que la propia Jessica Lange, Barbara Hershey o Susan Sarnadon eran las otras candidatas para protagonizar esta romántica y melancólica historia que dirigió Clint Eastwood, ay). A mí, la Streep, ya digo, ni frío ni calor. Reconozco que en "Postales desde el filo" (pelín desatada) está a la altura de esa leyenda que es Shirley McLaine (que también se desataba -deliciosamente- lo suyo: ¡esa escena cantarina y con vestido rojo al lado del piano!) y me gusta el sosiego que transmite en "Las horas", pero poco más. Cuando le da por ponerse graciosa, se desboca demasiado y cuando se queda en ese rol de seria por el que cosecha tantos premios (que tenga más nominaciones a los Oscar que Katherine Hepburn o Bette Davis me parece algo completamente ridículo e injusto, pero ya se sabe que nadie dijo que hubiese mucha justicia en este miserable mundo) y éxitos resulta previsible de principio a fin. Ayer fui a ver "La dama de hierro", película entretenida sin más, que se deja muchísimas cosas en el tintero y que pretende ofrecer un ligero toque feminista al personaje de Margaret Thatcher, cosa del todo absurda e insensata como puede saber todo el mundo que conozca su despiadada manera de hacer política. Sin embargo, desde la primer aparición de Meryl Streep en la pantalla, hay que quitarse el sombrero. No es Meryl: es la propia Margaret la que aparece en escena, con su voz aguda, su peinado imposible, sus trajecitos rancios y sus eternos bolsos y collares de perlas. La actriz realiza un trabajo descomunal. Esta vez sí se merece todos los premios habidos y por haber. Aunque yo, qué queréis que os diga, se lo daría a esa actriz inmensa que cuando presentó "Las amistades peligrosas" todo el mundo se preguntaba dónde había estado metida durante todos aquellos años aquel pedazo de descubrimiento y que unos pocos sabíamos que era la mujer que iba recogiendo los papeles que la propia Meryl rechazaba: Glenn Close, cuya contenida interpretación en "Albert Nobbs" (ya realizada por ella misma en el teatro) no se queda ni un paso atrás. No queremos que a Glenn le pase lo mismo que a Deborah Keer, a la que hace años ella misma le entregó su Oscar Honorífico después de varias nominaciones sin premio. No, no queremos eso de ninguna manera. Por eso, desde aquí, pedimos el Oscar para ella, Glenn Close, que ya es mala pata también que le vaya a tocar compartir nominación el mismo año en que la Streep se puso tan poderosa. Ah, qué vida esta...

viernes, 13 de enero de 2012

El bolso de Araceli

Hace algún tiempo, en esta ciudad, aunque ahora nos pueda parecer increíble, los jueves eran días de importante vida nocturna. Uno salía por la tarde y no regresaba casi hasta el amanecer del día siguiente, viernes, jornada de cine por la tarde y de regreso a la nocturnidad si correspondía, que casi siempre correspondía. Cosas de la juventud. Teníamos ganas, ilusión, proyectos, risas y cuatro duros en el bolsillo, que son más de los que tenemos hoy mismo, ay. Araceli era mi cómplice en aquellas aventuras nocturnas de los jueves. La única que, como yo, nunca quería irse para casa. Si se sale, se sale, decíamos, y lo demás son pamplinas. Apuntaban las lenguas más viperinas (esas que nunca faltan en una buena ciudad de provincias) de una de las muchas conocidas que nos encontrábamos por ahí, que esas noches, las de los jueves, aquella mujer alta, fuerte, excesiva y muy noctámbula, se bebía el Nilo. Nosotros no quedábamos muy atrás. Y tan frescos, que para eso éramos jóvenes y teníamos todas las ganas. Al principio, alrededor de la botella de vino, nos gustaba filosofar de esto y de lo otro. No había secretos. Hablábamos de literatura (Araceli siempre fue una de mis lectoras más fieles), de amor, de los amantes que teníamos y de los que nos gustaría tener. A por ellos íbamos algunos jueves, pero antes, cuidado, estaba la charla, la complicidad, el baile. Nada de eso se perdonaba. Faltaría más. En un tugurio o en otro, en una discoteca o en otra, en un ambiente o en otro, allí estábamos: dándolo todo. Ella bailaba muy bien (sigue haciéndolo); yo, no voy a engañar a nadie, no. Qué importaba. La diversión era lo que contaba. Y la amistad. Y las risas, ya digo. Pocas risas comparables a las que pasamos con su bolso: un bolso de ante de varios colores, muy poco visto por entonces, precioso, carísimo. A Araceli le gustaban mucho los bolsos (creo recordar que ése se lo había traído su primo de Londres, no estoy seguro) y tenía unos cuantos, pero aquél, el de ante, era el que siempre sacaba por la noche. Mi favorito. Aquel bolso recorrió todas las barras de la ciudad. No hubo sidrería (aunque parezca mentira, en aquel tiempo apenas había vinaterías y los amantes del vino, si queríamos cambiar de sitio, teníamos que beberlo en las sidrerías, cosa que, como es lógico, no nos gustaba nada: aún recuerdo la cara de perplejidad que ponían algunos camareros cuando les decía que me sirviesen el vino en una copa y no en un vasazo de sidra) en Oviedo que no conociese aquel bolso. Araceli, tan cuidadosa como es para todo, llegaba, se acodaba en la barra y tiraba aquel bolso en cualquier esquina como si fuese el bolso más rastrero del mundo. A la hora de las copas (de La Santa a La Real o a cualquier antro donde pusieran salsa, dance o a María Jiménez), lo mismo. A mí me hacía mucha gracia aquel gesto. Y oye, el bolso resisitiendo. Un superviviente. Ni el olor de los bares, ni las manchas que pudieron caerle en aquel tiempo, ni las caídas al suelo: nada pudo con él. Ahí estaba, tan fresco, cada jueves, como la metáfora perfecta de nosotros mismos, preparado para los trajines nocturnos, que nunca eran pocos. Y así, un jueves tras otro. Los años y las circunstancias fueron engullendo aquellos días inolvidables. El otro día, aún en Navidades, celebramos el cumpleaños de Araceli y toda aquella magia seguía ahí, intacta. Ahora ya no somos dos: somos cuatro: ambos nos casamos. Pero todo, aunque no lo sea (ah, las heridas que nos fue haciendo el camino), parecía igual que entonces. El bolso que llevaba ya no era aquel de ante (¿qué habrá sido de él?), pero su gesto, el de tirarlo sobre la barras, seguía siendo el mismo. Y es que hay cosas que, como los hilos secretos de ciertas amistades, nunca cambian. Afortunadamente.

miércoles, 11 de enero de 2012

Voces

Era temprano aún y estaba en el baño, ya vestido para salir a la calle (las botas puestas, la bufanda anudada al cuello y Francesca, como siempre que nos ve en disposición de salir de casa, agarrándome la pierna con sus patas delanteras y maullando desaforadamente como si, al hacerlo, hubiese alguna posibilidad de que no la dejásemos sola, que es lo que más odia del mundo), cepillándome los dientes. Fea costumbre, lo admito, la de cepillarse los dientes con la ropa ya puesta, siempre pueden caer (y de hecho, a veces, caen) sobre el polo o la chaqueta esa especie de diminutas motas de pasta de dientes que no se quitan de ninguna de las maneras, por mucho que las restriegues y mucha agua que le pongas, pero no puedo evitarla. Y de repente, oí su voz. Era la voz de la vecina de abajo. Le decía algo a su hijo sobre la hora en que había llegado a casa, si le parecía bonito alcanzar la cama cuando ya casi estaba amaneciendo. Qué juventud, añadió, como si la juventud de todos los tiempos no hubiese hecho exactamente lo mismo. Me aceleré con ese nerviosismo que nos embarga cuando estamos escuchando, sin querer, una conversación del ámbito más privado. Y, como era de esperar, la diminuta mota de pasta de dientes se instaló cómodamente, blanco sobre negro, en mi polo de color azul oscuro. Mientras escuchaba la voz de esa mujer, la particular voz de la vecina de abajo, vino a mi memoria la voz de mi madre, muchos años atrás, diciéndome algo parecido, lanzándome similares reproches. Ah, las madres. También me vino a la cabeza otra voz, narrativa en este caso, la de la protagonista de uno de los primeros relatos de Soledad Puértolas, cuyos atractivos vecinos se pasaban todas las noches de farra. Y la fascinación que le creaba a la protagonista la vida que se adivinaba detrás de todo aquel trasnoche. ¡Cuántas leyendas escondidas ahí detrás! Uno -cosas del cine y de la literatura-, incluso a estas alturas de la película, se imagina siempre historias de clubes donde los hombres mantienen conversaciones interesantes pese a las muchas copas y las chicas sólo piensan en bailar aunque ya haya salido el sol al otro lado de esa puerta a la que se accede después de subir un montón de escaleras en las que ninguna de ellas, pese al alcohol y los tacones, tambalea. Tiempos que ya no existen, aunque existieran en otra época, incluso en esta misma ciudad (algunos lo sabemos). Y no se trata de vivir de recuerdos, ¿o sí? El gran Gatsby hace ya tiempo que se marchó a vivir a otro lugar, probablemente con el hígado bien perforado y la garganta hecha un verdadero asco. Y Kate Winslet, dando vida a la heroína de Richard Yates, no era más que un espejismo, un personaje literario -otro más- traspasado decentemente al cine. Que no se enciendan las luces, que no queremos conocer la cruda realidad que nos aguarda, que ya está ahí. No nos engañemos, la noche tiene su fecha de caducidad, ya no es ningún refugio. Y los que se quedaron atrapados en ella, traspasadas ya ciertas edades, no tienen retorno. Cada uno puede poner los ejemplos conocidos que le vengan en gana. A veces, cuando madrugo demasiado en mis caminatas, me encuentro con algunos de esos fantasmas que regresan a sus casas. En sus miradas y en sus pasos reconozco los míos de aquel tiempo. Ya no tienen nombre, sólo esa presencia fantasmal y esquelética que se aleja y desaparece en la niebla, justo en ese doloroso momento (sobre todo, para ellos) en que se pasa de la noche al día. La vecina de abajo sabe todo esto. Su hijo, probablemente, aún no. Aunque se haya leído a Yates o a Fitzgerald, cosa que dudo.

martes, 10 de enero de 2012

Medir el tiempo

Uno puede medir el tiempo de muy diversas formas. La última vez que recordó a alguien que ya no está con nosotros, la última ocasión que pensó en aquel amor de juventud o la última vez que le dijo a su pareja que la quería. Alejándonos de esos epígrafes más o menos poéticos, renovar el carné de identidad puede ser otra manera de medir el tiempo. Ahí estoy, después de diez años, con la foto nueva y el carné viejo en la mano, esperando mi turno para hacerlo, renovar el carné de identidad. Aún estamos en los días navideños y la gente, cargada de bolsas, habla de ello: comidas, bebidas, fiestas, excesos, resacas, viajes, regalos de última hora, niños sin colegio, abuelos congestionados, Nochebuena aquí y Nochevieja allá, qué ganas de regresar a la rutina (es la frase estrella)... Intento leer el libro que llevo en la bolsa, pero no lo consigo. Prefiero centrarme en lo variopinto de esas personas que aguardan, como yo, su turno, en los hilos de esas conversaciones que se escapan de sus interlocutores y que llegan hasta mis oídos. Y en esos años, diez, que han transcurrido desde la última vez que estuve por aquí. Qué vértigo. Miro las fotos, la nueva (la hice el día anterior) y la vieja, la que lleva ahí, en el carné, estos diez últimos años. La misma persona. ¿La misma? Pues, probablemente, no. Algunas decepciones, algunos cansancios, algunas batallas (perdidas y ganadas: caerse y levantarse sigue siendo la clave del juego) y algunas carcajadas ruidosas separan ambas fotos. El tiempo, al menos en lo físico, tampoco ha sido tan cruel. Sobre todo, si pienso en algunos antiguos compañeros de colegio que a veces encuentro en unos sitios y otros y con los que el paso del tiempo sí se ha cebado de un modo despiadado, incluso peligroso para su salud. La vida, que no da tregua. Ni un solo minuto de tregua. Ahí está el espejo. Y esos diez años que, mientras espero para renovar mi carné de identidad, pasan por delante de su cristal velozmente. A veces, siendo honestos, vale más no pensar en estas cosas y otras veces, como esta que nos ocupa (¡dos horas de espera!), resulta inevitable. Diez años siempre dan para mucho. Desde la silla donde estoy sentado, al lado de esa ventana por la que se cuela la luminosidad del día (luz fría, sol alto, cielo despejado: el invierno en todo su apogeo), veo a Meryl Streep caracterizada de Margaret Thatcher, y pienso en aquella interpretación suya de diez años atrás en "Las horas", en aquel paseo tranquilo por las calles de Nueva York (esas calles que, en este tiempo, visité varias veces, cumpliendo así aquel sueño de adolescencia), con un ramo de flores en la mano, como una señora Dalloway de nuestros días que iba a visitar al amigo moribundo (maravilloso Ed Harris) del que estaba un poco enamorada. La serenidad de aquel rostro, el de la Streep en aquella espléndida película, es el que me gustaría alcanzar definitivamente en estos diez años (sólo a ratos la consigo), lucirla en el rostro cuando, a los cincuenta años (ay), vuelva por aquí. En eso pienso mientras dos mujeres a mi lado no callan ni un momento, dos jubilados tratan de colarse alegando que han visto mal su número en la pantalla y una joven embarazada pone cara de dolor al sentarse, a punto como parece -dada la magnitud de su barriga- de romper aguas en cualquier momento.

domingo, 8 de enero de 2012

Día de Reyes

Es un tópico, pero es cierto: las Navidades, cuando hay niños por medio, son diferentes. Sobre todo, el Día de Reyes. Ningún adulto, por mucho que lo intente y toda la emoción que ponga, consigue recuperar esa inocencia que es patrimonio exclusivo que aquel tiempo, el de la infancia, ya más o menos lejano. Todo empieza la noche anterior, ¿quién no lo recuerda?, colocando algo de comida y de bebida cerca de la ventana para que los Reyes, al entrar con los regalos, se repongan de tanto esfuerzo, de su largo viaje. ¿Dejaremos un poco más? ¿Y para los camellos? ¿Qué comen los camellos? ¿Lo verán bien ahí? Lo recuerdo claramente, en la cocina de la casa de mis padres, bajo la mirada cómplice de ambos. Y luego, aquel nerviosismo en el estómago: ¿podré dormirme nada más acostarme? ¿Nos dejarán todo lo que les hemos pedido? Hale, a la cama, decían mis padres. Me daban un beso de buenas noches y sí, me dormía, en contra de la costumbre, enseguida pensando en aquel mágico momento en el que los tres Reyes dejarían sobre la mesa de la cocina los regalos que, semanas atrás, les había pedido en aquella larga carta donde, además de las correspondientes peticiones, les contaba algunas cosas y les decía que bueno, sí, era un poco travieso, pero que tampoco era muy malo. (Esa frase: "este niño es muy travieso pero no es malo", se la había oído decir a mi abuela, a mi tía o a alguna de las mujeres de la familia, y desde entonces la repetía siempre cuando hacía alguna trastada, por insignificante que fuese, a modo de disculpa: No soy malo, soy travieso, puntualizaba cuando alguien me decía que no había que ser malo). Y a la mañana siguiente, bien temprano, ahí estaba todo. Los platos y las copas que les habíamos dejado estaban vacías, y los regalos, todos (y alguno más: los regalos prácticos: ropa, zapatos, colonia, paraguas, libros para el cole, etc), estaban dispersos a lo largo de aquella gran mesa. Cada uno tenía su nombre en una tarjetita (labor de mi padre, seguro, con su paciencia y habilidad para esas cosas). Cuando descubrí la verdad (como casi todos, a través de un avispado compañero del colegio), con seis o siete años, mi madre me dijo que debía de guardar muy bien el secreto, que mi hermana, cinco años menor que yo, no debía de enterarse aún. Y así lo hice. Porque era un niño travieso, muy travieso, pero de palabra. Ya tenía dos secretos que los adultos me habían pedido que no relatase: que la abuela Luisa era la segunda mujer de mi abuelo y no la verdadera madre de mi padre, y que los Reyes no venían de Oriente subidos en aquellos enormes y algo cansados camellos. Era divertido ver cómo mi hermana se maravillaba con los preparativos que precedían a la llegada de los Reyes y emocionante ver sus ojos brillantes antes de acostarse pensando en su llegada con todos los regalos, después de habernos pasado la tarde viendo la cabalgata: siempre llegábamos a casa con caramelos en las manos que lanzaban los Reyes desde sus carrozas y serpentinas de colores en el pelo. Toda esa emoción regresó a mi memoria este año, el primero en mucho tiempo que pasé al lado de unos niños, cuatro, los sobrinos de Íñigo. La misma emoción, el mismo nerviosismo, la misma intranquilidad, el mismo brillo en los ojos. Hay cosas que son comunes a los humanos de todas las generaciones. ¿Ya habrán llegado? ¿Nos lo habrán traído todo? Abuelo, ¿podemos entrar ya en el salón? ¿Y esto qué es, abuela? Un espectáculo en sí mismo. Una algarabía. Un regalo. El de disfrutar de esa inocencia (me temo que ya no queda demasiado para que se termine en el caso de estos cuatro niños: supongo que el mayor se enterara y se lo dirá a los otros mayores, con un poco de suerte el más pequeño seguirá disfrutando un ratito más de esta entrañable mentira) que nos permite recordar la nuestra, la de aquel tiempo que, de pronto, de un modo también casi mágico, viendo la luminosidad de esos ojos y esas risas alborotadas y nerviosas, no parece tan lejano. Aunque lo sea.






jueves, 5 de enero de 2012

De mil colores

Si tuviese algún tipo de pericia con los pinceles (no es el caso) y me decidiese a ello, el cuadro que pintaría con mi hermana de protagonista estaría lleno de colores, de mil colores. Esos colores, mil, son los que quiero ver todos los días de este año, pese a las circunstancias, propias y ajenas. Y si no los hay, me los invento, qué demonios. Es el propósito para este 2012: poner colorido y risas allí donde sólo hay grisura. La otra tarde, en una estupenda entrevista que me hizo Alberto Piquero y que saldrá este sábado en su periódico (El Comercio), me preguntó si tenía una concepción amable de la vida. No, le dije, no creo que sea ésa la palabra. La vida rara vez es amable. Los que estuvimos en el infierno de verdad (aquí que cada cual ponga el suyo), bien lo sabemos. Más bien, pese a los momentos en que todo se vuelve adverso y te tira hacia abajo (y en los cuales prefiero utilizar la ironía que la tragedia), es un sentido positivo. Hace ahora diez años que sufrí una depresión importante. Dos años en los que ir del sofá a la cama y viceversa eran arduos caminos que recorrer, pese a ser los únicos que deseaba realizar. Cuando, a duras penas, logré salir de aquello, me dije que nunca más. O, por lo menos, que lucharía con todas mis fuerzas para que algo así no se volviese a repetir. Y de momento, toco madera, lo voy logrando. De mil colores estuvo repleta la otra noche cuando, después de la entrevista de la que hablo, llamamos a nuestros amigos y nos tomamos unos cuantos gin-tonics con gominolas (más colores), que es así como los ponen en la coctelería de abajo y que me viene muy bien ahora que he sustituido (hasta el lunes, que empieza la dieta contra este non-stop de excesos que están siendo estas Navidades) nicotina por dulce. De mil colores son mis charlas con Emilio, ese amigo que conocí hace ya tiempo a través de las redes sociales y que comparte unos cuantos universos conmigo. Emilio tiene talento, estilo, palabra, chispa y picardía. Y supongo que una noche de estas beberemos champán y convertiremos cualquier pista de baile en la pista del Studio 54, que es la que nos hubiese gustado conocer para bailar hasta el amanecer. De mil colores es la sonrisa que todas las mañanas se despierta a mi lado y que me ayuda a buscar esos otros mil colores con los que quiero embadurnarlo todo. Sé que lo conseguiremos, pese a los tiempos que nos está tocando vivir. A mal tiempo, ya se sabe, buena cara. De mil colores me imagino que se llenará mañana la casa cuando nuestros sobrinos abran los regalos que les han traído los Reyes, que una casa con niños es donde se celebran como se tienen que celebrar las Navidades. Quién no recuerda la magia de aquella noche cuando la inocencia aún era nuestra. Pero vuelvo a mi hermana, que hoy es su cumpleaños. Otra que tal baila en esto de darle colorido a todo. De los gorros que pone sobre su cabeza a los paraísos que se inventa para salir adelante. Y en eso anda. Treinta y cinco años, y aún recuerdo aquella mañana en la que dejó de gatear y se puso a caminar por el pasillo de la casa. Largo recorrido que pasó en un soplo, sin apenas enterarnos. Seguiremos buscando colores y carcajadas. Y que el sol salga por donde quiera, que, tan caprichoso como es, es por donde va a salir.

lunes, 2 de enero de 2012

Caminando

Caminar por la calle. Eso que otras veces, todos los días, a una hora u otra, es algo tan normal, como una rutina más que has acoplado por motivos de salud física y mental a tus quehaceres cotidianos, se transforma hoy, de repente, en algo diferente, extraño, casi extraordinario. Son las seis de la tarde del primer día del año y las calles están desiertas, los negocios cerrados, el silencio lo envuelve todo como la espesa niebla que, pese a esa humedad que va directamente a los huesos a pesar de los abrigos y las bufandas, no aparece por ningún lado. Las horas transcurren lentas. Te has levantado con más pereza que resaca, aunque algo de ésta también pululaba por ahí. No fue una mala Nochevieja. La cena, en familia, resultó agradable y la charla con amigos, casi hasta el amanecer, también. Pese a las tentaciones de los alrededores, que no eran pocas, no encendí ningún cigarrillo. De vuelta a casa, ese otro paseo fue bien distinto a este de ahora, aunque apenas los separen unas horas en el tiempo. A esa hora, alrededor de las siete de la mañana, las calles estaban abarrotadas de gentes que regresaban a sus casas, con las caras desencajadas, los maquillajes corridos, los pelos alborotados, los tacones en la mano, el alcohol cerrando los ojos y abriendo los estómagos. Algunas voces, roncas y arrastradas, reclamaban bares abiertos para desayunar y otras, matasuegras entre los labios y gorritos navideños en las cabezas, aún no querían dar por terminada la función. Lo típico. Me duermo pensando en esa amiga que iba a pasar la Nochevieja sola después de romper con su pareja: doce uvas y dos botellas de champán para olvidarse de todo. Y me despierto con otra mujer, Mayte Mejía, que conozco a través de las redes sociales y que ha escrito un precioso texto sobre mi último libro. Un buen comienzo de año, desde luego. No conozco a Mayte en persona, pero intuyo muchas cosas a través de sus comentarios, sus escritos y nuestras charlas. La vida no es fácil para (casi) nadie y para ella me temo que tampoco lo ha sido. Creo que Mayte es de esas personas que también piensa que el que resiste gana, y ahí sigue cada día, como todos a estas alturas de la película, resistiendo, resistiendo, resistiendo, aún sin ganar. De todas las cosas bonitas que ha dicho sobre mi libro, la que más que me gusta es la que se lee entre líneas y la que la ha impulsado a escribir ese texto: lo identificada que se ha sentido con lo que yo había escrito. Esa conexión, tan difícil de captar, entre el lector y el escritor es uno de esos reconocimientos silenciosos que más me gustan y que tantas cosas dicen. No es un mal comienzo de año, no. Pero hay que caminar, pese a ser ya más tarde de la hora habitual. El cuerpo lo reclama para hacerle olvidar un poco los numerosos excesos de la noche anterior: es lo que traen estas fechas y el hecho de sustituir tabaco por dulces, ay. Caminamos en silencio, después de algunas risas, sintiendo el frío en los huesos como un pequeño latigazo que nos recuerda que estamos vivos y que estamos en pleno invierno. No decimos nada pero queremos creer que este que acaba de comenzar será un buen año. Mucho mejor que el anterior, desde luego. No podemos permitirnos otro pensamiento. Y los dos lo sabemos.