sábado, 31 de diciembre de 2011

Un año más

Cientos de imágenes vienen esta mañana a mi cabeza desde que me desperté. Un año siempre da mucho de sí. Cosas buenas y malas que sucedieron a lo largo de estos doce intensos meses. Como siempre. Como a todo el mundo. Ilusiones, proyectos, decepciones... Todo entremezclado. Un puzzle con su cara y su cruz. Así se escribe la historia. El afán de que lo malo cambie y lo bueno permanezca donde está. No es tarea fácil, me temo, sobre todo lo primero, dadas las circustancias: tijeretazos, recortes y más recortes, Rouco Varela campando a sus anchas y envalentonándose desde el día siguiente de las últimas elecciones... Un año más. Hoy siempre es día de pequeños balances, de renovar (hasta un punto) las ilusiones y los anhelos, de no darlo todo por perdido. Si lo hiciésemos, si lo diésemos todo por perdido, apaga y vámonos, que también es otra opción (quizá la dejemos para un poco más adelante: resistamos un rato más, a ver qué pasa y hacia qué extraños lugares nos conduce el viaje). La Nochevieja es, desde siempre, la jornada que más me gusta de todas las Navidades. Cuando éramos pequeños, porque nos dejaban ver la televisión y acostarnos a las mil: programas musicales y películas clásicas, cuando todos se habían acostado ya, en aquel vídeo que mi padre no nos quería comprar porque intuía que nos iba a alejar de los estudios. Shirley MacLaine corriendo por las calles en busca de Jack Lemmon. Bette Davis felicitando por su premio a Anne Baxter, aquella mosquita muerta (ah, las mosquitas muertas, qué peligro) que quería ocupar su puesto, después de todo. Eusebio Poncela descubriendo el amor que Antonio Banderas sentía por él mientras, al fondo, sonaban Los Panchos. Audrey Hepburn desayunando en Tiffany´s, cantando en la ventana de su apartamento y buscando al gato por las calles mojadas de Nueva York. O Liza Minnelli, con sus uñas pintadas de verde antes de que nadie se las pintase así, recordándonos aquello de que la vida es un cabaret después de desfogarse y deshacerse de los malos rollos gritando a grito pelado al paso de los trenes berlineses de principios del siglo pasado. Después, las primeras salidas, las risas, las complicidades, los primeros cigarrillos (¡qué ganas de fumarme ese cigarrillo que llevo quince días sin tocar!), los excesos, la canallería secreta de la noche. Siempre estaba bien empezar el nuevo año en renovada compañía, aunque a la mañana siguiente no lo recordásemos con demasiada claridad. Otros tiempos. Tiempos vividos en su justa medida, en su instante preciso. Hoy, tantos años después, es más bien el tiempo de tomar esa copa en casa de amigos: alejados del bullicio, de las malas bebidas, los locales abarrotados y toda esa chiquillería que -intuyo- desconoce las inquietudes que nosotros teníamos. Ilusiones, proyectos, decepciones... Un año más. Brindaremos por las cosas positivas y arrinconaremos, qué remedio, las otras en esos compartimentos, los del olvido, ya tan abarrotados. En eso consiste ese juego del que nadie nos contó sus reglas: vivir y sobrevivir. Y, mientras tanto, mientras podamos, sigamos riendo salvajemente como Charo López en su última función hasta que nos recorten también las carcajadas o Rouco Varela salga por ahí elaborando alguna perversa y absurda teoría sobre el asunto. Feliz Año Nuevo.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Bárbara Rey y el lesbianismo

Una vez, hace ya tiempo, me acosté con una chica. Fue una noche divertida e inesperada, como fueron todas aquellas noches que vinieron detrás de una (inevitable, si la analizo con la perspectiva de los años) ruptura amorosa por la que no estaba dispuesto a sufrir más de lo estrictamente necesario. Y placentera: la chica era muy guapa y experta, y eso hizo que aquello no resultase un desastre. ¿Soy por ello heterosexual? Pues no. Las cosas claras y el chocolate espeso. Tampoco pasaría nada si lo fuera, por supuesto. Como tampoco pasa nada si un hombre o una mujer son homosexuales, que ya está bien de tener que estar repitiendo siempre la misma cantinela, qué pesadez. Quizá ahora, que vuelven a estar de moda los libros para curar la homosexualidad (buf, buf y más buf) y con la señora Ana Botella en la alcaldía de Madrid, no nos quede otro remedio que volver a repetirlo más a menudo aún. O tal vez, quién sabe, la mujer ya no se lía como se liaba con aquello de las peras y las manzanas (qué bochorno de entrevista y qué pena que tu carrera política, cual sketch de humorista, sea recordada por tal despropósito), que de inteligentes es renovar el pensamiento y evolucionar. Ver veremos. Viene todo esto a cuento de la noche de pasión (reconocida por ambas) que pasaron Bárbara Rey y la periodista Chelo García Cortés. ¿Es Bárbara Rey lesbiana por ello? Pues no, como ella dice y como bien sabemos por sus conocidos amoríos. Sin embargo, todos (o casi todos) hemos sentido en un momento dado atracción por el sexo contrario del que habitualmente despierta nuestros deseos, aunque muchas personas no se atrevan a decirlo en voz alta. (Ah, los miedos a ser señalados, marginados). Sobre todo, en la adolescencia. Pero ya se sabe que aquel que no vive las cosas en un momento, quizá en el momento que corresponde, las vive en otro: eso está claro. He conocido a personas que se casaron al poco de abandonar los estudios y después, ya separados e instalados en los cuarenta o los cincuenta, empezaron a vestirse y a comportarse en la noche como niñatos en celo que soñaban con ser los reyes de la pista y del mambo y con vivir, cual sus propios hijos adolescentes (parecía que intercambiasen ropas, pendientes, zapatos, bolsas, horarios y gestos), un eterno ritmo de la noche. Vale. Son opciones. Sé de otras personas que, tras cuarenta años en el armario, se convirtieron de la noche a la mañana en los amos de los cuartos oscuros. Y ahí siguen. También vale. Siguen siendo opciones. Y cada cual, evidentemente, escoge la suya. No hay que demonizar a nadie por ello. Vive y deja vivir: no conozco mejor lema. Y que cada uno se lo monte como pueda o como le permitan. Lo importante, creo yo, es mantener a raya la hipocresía, que es esa cosa que a la que te despistas ya quieren colocarte, cual oscura y tirante mordaza, delante de la boca o de los ojos. Como pasa ahora con esta historia entre la vedette y la periodista. Dos mujeres mayores de edad, una noche de vino verde y calor, y punto. Aquí paz y después gloria. A qué tanta pamplina. Una noche como la de tantos hombres y mujeres en un determinado momento. Qué ganas de enredar las historias, de sacarles punta, de crear misterios donde no los hay. Deberíamos ser más naturales, olvidar tantos años de oscurantismo y sacristía, mirar hacia delante, dejarnos llevar. Y no olvidar que el placer (sexual, en este caso) sigue siendo uno de los mejores y más necesarios, venga de la piel que venga. Esa piel que, aunque sólo fuera por una noche, pudimos desear.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Ana Belén

Fue un mito sexual y cultural de un tiempo que ya no existe más allá de algunos libros, de numerosos recortes amarilleados de periódicos y revistas, y de nuestra memoria. En los años ochenta, en películas y series de televisión, realizó algunas de sus mejores interpretaciones. Con Camus, con Gutiérrez Aragón, con García Sánchez. Adaptaciones de Lorca, de Valle-Inclán o de Cela. "La casa de Bernarda Alba", "Divinas palabras" o "La colmena", que es una de esas pocas películas cuya calidad está a la altura de su original literario y cuyo reparto, piezas que encajan sutil y milimétricamente como en los puzzles más complicados, aún no se ha vuelto a repetir en el cine español. Le faltó, como a tantas de sus compañeras, un Almodóvar, pero, tras algún intento, no pudo ser (hasta la fecha). Una lástima. Cuando Victoria Abril no quiso ser la Desideria de Antonio Gala, ella, Ana Belén, le insufló carne a una pasión turca que, de haberse parecido a las oscuras pasiones de "Amantes" (película cumbre de Vicente Aranda), la cosa hubiese sido bien distinta. Obras de teatro, discos y canciones que son auténticos himnos generacionales. Pequeños teatros y grandes estadios. Una canción siempre les llevaba a ella y a su marido y a sus amigos aquí o allí. De "Mucho más que dos" a "Dos en la carretera". Y ahora, "A los hombres que amé". Y ahí están sus hombres, los de siempre: Sabina, Aute, Serrat, Pedro Guerra, Víctor Manuel... La otra noche, después de los atracones navideños, mordisqueando aún los últimos trozos de turrón y mazapán (más por no fumar que por otra cosa), ahí volvía a estar, ella sola, con Pasión Vega (grande), con Lola Herrera o Cayetana Guillén (hablando de interpretación con ambas) o con algunos de esos hombres a los que ama (también un recuerdo para Jesús del Pozo, el amigo desaparecido, que tan bien supo captar sus preferencias), en un espectáculo sencillo, elegante, bien realizado. Ha habido muchas Nochebuenas y no sé si ésta ha sido la mejor, como le dijo Joaquín Sabina. (Tengo que reconocer mi debilidad por Raphael, que una cosa no quita a la otra). Pero sí ha sido una noche con clase, con estilo, con arte. Una noche, por otro lado, bien necesaria. Hace poco dijo que, dentro de unos años, le gustaría parecerse a María Dolores Pradera. Tras verla la otra noche, creo que va por el buen camino.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Cuento de Navidad

Estaba en la cama. Estaba en la cama durmiendo la mona, para ser exactos. Sí, empiezo de esta manera tan bukowskiana para definir donde me encontraba aquella mañana de hace cuatro años. Durmiendo la mona. Nunca me han gustado mucho las Navidades (siempre falta algo: personas, dineros, trabajos, expectativas, qué sé yo...), así que, precisamente por eso, casi todos los años desde que tengo uso de razón y edad para beber las he celebrado por todo lo alto. Con familia, con amigos, con novios... La noche previa al sorteo de la lotería da el pistoletazo de salida y más si cae en fin de semana. El que hoy es mi marido y yo aún no teníamos casa propia, así que andábamos por los bares celebrando el habernos conocido unos cuantos meses atrás. La Santa, por estas fechas, se vuelve aún más mágica que de costumbre (aparte de las Navidades, festeja su aniversario). Y allí estábamos. Bueno, allí ya no. Ya estábamos en la cama, durmiendo la mona, cada uno en la suya, en la casa de nuestros respectivos padres. Desperté con la voz de mi madre. Apenas un hilo, un susurro: con su prudencia habitual para no despertarme. Lo que, pese al empeño que se ponga, es imposible: el vuelo de una mosca sirve para que me despierte, con copas o sin ellas. Mi madre hablaba por el telefonillo con mi padre. Decía: ah, ¿qué nos ha tocado el gordo? Así, tan sosegada, como el que puede estar diciendo: ah, parece que va a salir el sol hoy, ¿no? Mi madre es así de tranquila. Qué poco me parezco a ella en este sentido, hombre. El caso es que despierto con esa voz, la suya, diciendo eso, que nos ha tocado el gordo de la lotería. ¿Estaré soñando?, me digo. No, creo que no. Encendí la luz: estaba en mi habitación, con la cabeza un poco de aquella manera, pero estaba allí: reconocía todas y cada una de mis pertenencias, la ropa que llevaba la noche anterior esparcida por el suelo con esa elegante y despreocupada manera en la que se esparce cuando uno llega un poco perjudicadillo a casa, el sonido de los niños cantando los números procedente de la radio que mi madre tenía encendida en la cocina de nuestra casa y la de las radios y televisiones de las casas de los vecinos. El soniquete cantarín de siempre, ya se sabe. Me levanté raudo y veloz. No era un sueño, no. Abrí la puerta de la habitación y allí estaba mi madre, con aquella participación de cuatro euros en la mano. Creo que nos tocó el gordo, acertó a decir al verme. Todos y cada uno de sus números coincidían con los que los niños acababan de cantar. El gordo de la lotería. Allí estaba, en la mano de mi madre, en nuestra casa. De repente, la cabeza se despejó como si hubiese dormido catorce horas seguidas y no hubiese bebido más que agua previamente. Qué algarabía se montó después. Miramos una y otra vez en el teletexto los números premiados. Los escuchamos numerosas veces en la radio y en la televisión. Los niños seguían cantando más números y más premios. No había duda. Eran exactamente los mismos. Llamamos a todo el mundo. La casa se fue llenando de amigos, familiares y demás. Sidra, vino, champán, copazos. Un chin-chin continuo. Esas cosas sólo pasan (si pasan) una vez en la vida, por desgracia. Fue poco dinero (la participación, sólo una, era de cuatro euros), pero la alegría y el momento fueron únicos, como si hubiesen sido cincuenta boletos. Algo me tocó de aquel premio, claro. Nos lo viajamos, básicamente, que es la mejor manera que conocemos de invertir el dinero, la que más nos apetece en cualquier momento. Y montamos esta casa donde ahora vivimos y en la que, en una hora y poco, comenzaremos a escuchar el sorteo de este año. La ilusión es lo último que se pierde, ¿no?

lunes, 19 de diciembre de 2011

Panorama navideño

Era viernes. Faltaba una semana para la Navidad. A esa hora, alrededor de las ocho de la tarde, los bares, pese a las consecuencias de la crisis, empezaban a llenarse de gente. Amigos o familiares que hacía tiempo que no se veían, compañeros de trabajo que olvidaban por unas horas sus malos rollos o encontronazos, colegas que se citaban como cada viernes a esa hora y en ese lugar para comentar las jugadas de la semana, parejas que salían de trabajar y tenían pocas ganas de irse para casa. Ahí estábamos nosotros, con nuestras botellas de vino recién compradas, haciendo tiempo para ir a cenar a casa de unos amigos, sin quitarnos los abrigos, que este año la moda en la mayoría de los locales parece ser la de no poner la calefacción. Y bebiendo uno de esos vinos que te sirven ahora, dos euros con cincuenta céntimos la copa, que, en dos sorbos, ¡chas!, desaparece como por arte de magia. No es que quiera yo beberme por ese precio la botella entera de Rioja, pero hay hosteleros que deberían replantearse las cosas y no echarle toda la culpa a la crisis o a la dichosa ley anti tabaco. Retomo el hilo, que me pierdo: voces, risas, jolgorio, chascarrillos, algarabía navideña. Quizá, de un modo u otro, todos necesitamos salir a la calle y disfrazar estos tiempos con un poco de todo eso, sobre todo, una vez más, de risas, que buena falta nos siguen haciendo para combatir este cruel panorama (y el que nos espera). A nuestro lado, un tipo que ya va bastante cocido le mete constantemente monedas a la máquina tragaperras y, entre cagamento y cagamento, le dice al camarero, al que parece conocer, que a ver si un día de estos arreglan la maquinita (que, por supuesto, no está estropeada) de los cojones (literal). Una mujer, en la barra, fumando uno de esos cigarrillos de mentira con los que se engaña alguna gente para dejar de fumar y que venden en las farmacias por unos veinte euros la unidad, busca su imagen en el espejo, entre las botellas alineadas, y habla consigo misma y pide al camarero otra ginebra en vaso de sidra, anda, anda, y sirve más Larios y menos tónica, coño, que te conozco, murmura con voz de ultratumba. El resto del local, ya digo, está entregado a la algarabía y la fraternidad de los días pre-navideños, que incluye la compra de los últimos décimos de lotería de la casa que sujetaban las botellas de J&B y Ballantine´s respectivamente. Y de repente, dudando entre largarnos para ponernos de mal humor en otro local donde reincidan en la escasez de vino a dos euros con cincuenta la unidad o de continuar allí sacando material berlanguiano para un artículo (este mismo), entra un muchacho negro vendiendo películas y cedés. La mujer de la barra señala con el dedo la portada fotocopiada del último disco de Bisbal y temiendo estamos de que, tras apurar un sorbo a su copazo de Larios, se ponga a darnos su versión de alguno de esos temas en acústico. Ave María, cuándo serás mía... Parece que la estoy oyendo. El hombre de la tragaperras, que sigue metiendo monedas en la máquina sin resultados positivos para su bolsillo, mira de reojo la carátula de la última película de Tom Cruise, dice que las dos anteriores eran una puta mierda (literal) y hace un aspaviento con las manos que a punto está de tirarle todas las películas y cedés al muchacho, que recorre el local sin que nadie le compre una miserable pieza. Y cuando llega al final de la barra, ya cerca de la puerta, se echa a llorar y dice que por favor alguien le pague un café con leche, cosa que hacen unos amigotes que comentaban hace un rato no sé qué partido de fútbol reciente, con la consabida rivalidad Madrid-Barsa, Mourinho-Guardiola, a grito pelado. Ahí está el joven negro, entre la panda de los que le invitaron al café y la mujer que bebe ginebra y busca su rostro en el espejo para hablar con él. El espejo, además de las tiras de espumillón barato y las bolas que cuelgan de ellas, también refleja su imagen escuálida: los ojos llorosos, las manos temblorosas y el frío. Ese frío del que lleva doce horas en la calle (y para seguir, que es viernes) y que, por un momento, cuando pasamos por su lado, nos muerde con toda su rabia, sin piedad.













jueves, 15 de diciembre de 2011

Antonio Gala

Antonio Gala acaba de recibir un premio importante, el Quijote de Honor. Y al recibirlo, emocionado, ha comentado que ese premio quizá sea el paso previo al último adiós. Lleva luchando varios meses contra un cáncer complicado y parece que la cosa no va demasiado bien. Hubo épocas en las que todo el mundo le leía y otras en las que se puso de moda criticarle. Ah, la envidia. Pueden faltar muchas cosas en este país, pueden faltar incluso la decencia, la honradez y el respeto, pero ella, la envidia, nunca lo hace. Y si un autor vende muchos libros tiene todas las papeletas para ser criticado, independientemente de la calidad de sus escritos. Así son las cosas. Gala tiene una carrera muy extensa que abarca todos los géneros. A mí lo que más me interesa son algunos cuentos, algunas de sus obras de teatro, representadas siempre por las actrices más importantes (Mary Carrillo, Nati Mistral, Amparo Baró, Encarna Paso, Concha Velasco...), y sus artículos largos. De todos ellos, me quedaría con dos: los primeros y los últimos que escribió. "Texto y pretexto", publicados durante el franquismo y los primeros años de la democracia en "Sábado Gráfico", y "La casa sosegada", escritos, como el resto, excepto esos primeros, en el suplemento dominical del diario El País y recopilados posteriormente en libro. En los primeros, Gala habla con total desenvoltura de todos los temas, sobre todo de los temas tabú en aquellos años: el amor, el sexo, la libertad... Y eso le acarreó algunos problemas considerables, muchas amenazas, persecuciones por parte de los intolerantes, que son siempre los mismos y nunca engañan por muchas caretas y disfraces que se pongan. Mítico es su enfrentamiento durante toda la vida con Fraga, sobre todo en la etapa en la que el gallego fue ministro. Eran otros tiempos, ya se sabe, aunque ahora parezca que estén a la vuelta de la esquina y que aquí no ha pasado nada. Siguen conservando la frescura con la que fueron escritos: toda la vigencia. En los últimos, se acerca a los temas de siempre -el amor, el sexo, la libertad, la pareja, la soledad, los miedos, el paso del tiempo, las ocasiones perdidas y las que aguardan, la esperanza que pese a todo no hay que perder...- de un modo más filosófico. A sus espaldas está ya constituida una prolífica carrera y la sombra de la vejez va asomando por las esquinas del jardín. De ese jardín del que nos ha hablado en numerosas ocasiones y en el que tanto le gusta sentarse a recibir invitados, a reflexionar. Nunca perdió Gala su ironía, que me imagino que le ha servido para batallar contra todo lo negativo, enemigos incluidos. Ni siquiera los más acérrimos detractores de su obra, indispensables en una carrera de tantos éxitos y premios, le han negado esa cualidad. Antológicas son, a este respecto, algunas entrevistas y aquellas míticas charlas con Jesús Quintero, otro que tal baila en cuanto a ironía o inteligente socarronería se refiere. Como antológicas son las colas y las multitudes que se forman para que estampe su firma en los libros de sus lectores. Ahí estoy ahora, en una de esas colas, muchos años atrás, con mi amiga Araceli, auténtica seguidora del escritor, lectora de todas sus libros, relectora de la mayoría de ellos. Era una tarde de primavera, con calor. Habíamos salido a comer y ahora ahí estamos, esperando nuestro turno. Una auténtica algarabía. Público de todo tipo y todas las edades, aguardando también su turno, riéndose con la ironía de su autor preferido, con las constantes puyas que lanza contra no sé quién (parece que está de mal humor por algo). Pero no importa: la gente espera. Le sigue con una devoción nunca vista. Nosotros también esperamos. (Una vez, tras rodar con ella "Sé infiel y no mires con quién", Fernando Trueba dijo que Carmen Maura disfrutaba tanto actuando que pensaba que no cambiaría el rodaje de un solo plano por estar en la cama con Paul Newman. Pues bien: yo creo que aquella tarde, Araceli hubiese hecho lo propio: no creo que cambiase estar allí, delante de su autor preferido, ni por un revolcón con el mismísimo Paul Newman de sus años mozos, que ya es decir). Porque, además, más allá de la firma, sabemos que esa tarde volverá a nuestra memoria como un divertido recuerdo. Uno de tantos de aquellos irrepetibles años. Antonio, larga vida y que Dios, si existe, reparta suerte.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

La Reina

Una madre es una madre. La frase es sencilla, cercana, directa, popular, y dice por sí misma cosas que no hace falta explicar a nadie. La madre de la que quiero hablar hoy arremetió, hace algún tiempo, contra los homosexuales, olvidando que hay otras madres, muchas madres, cientos de madres, que tienen hijos e hijas homosexuales. Esa madre, que además de madre es la Reina de todos, incluidos miles de homosexuales y sus madres y muchas otras personas que no quieren que ella sea su Reina, no se disculpó demasiado cuando sus declaraciones estallaron en la sensibilidad de las personas decentes, homosexuales o no. Ahora, esa madre de la que hablo se va a Washington, la ciudad americana donde viven su hija y su yerno para apoyarlos mientras el Hola, oh casualidad, inmortaliza el instante. ¿Apoyarlos? Sí, porque el yerno está (presuntamente) implicado en una tremenda trama de corrupciones, delitos y estafas. Una trama que va aumentando cada mañana cuando abrimos el periódico y que se perfila como la gran noticia del año en los programas del corazón, desbancando incluso a la Duquesa de Alba y su goyesca (digámoslo así) boda o la noche de pasión entre la gran Bárbara Rey y una amiga periodista. (Las recientes declaraciones de uno de los hijos de esa duquesa sobre los andaluces o las palabras de entrega incondicional a Esperanza Aguirre por parte de Mario Vaquerizo, Nancy Rubia y Anoréxica, tampoco tienen desperdicio). La madre, con esa foto que aparece en la portada de la revista más como una provocación que como otra cosa (lo siento: no se consiguió el efecto pretendido, y creo que no se consiguió ni en los lugares donde ellos, los del Hola, pretendían hacerlo), está diciendo que es más madre que Reina y reclama, sin decirlo con palabras, comprensión. La comprensión que toda madre debe tener con una hija y un yerno que están metidos en un buen lío y la misma comprensión que ella no tuvo (aquí sí lo dijo con palabras, como recordamos) con las madres de los homosexuales. Que hable al sabor de la boca cualquier persona no me parece bien, pero que lo haga ella, la Reina de todos, incluso de los homosexuales y de sus madres y de quienes que no quieren que ella sea su Reina, me parece aún peor. Hay que pararse siempre a pensar las cosas dos veces y más si ocupas el cargo que ocupas, aunque estés hablando con una amiga periodista que aprovecha cualquier momento para sacar a pasear a la brutal cavernícola que lleva dentro. ¿Madre o Reina? Ah, ahí está el quid de la cuestión. Como madre me parece estupendo que apoye a su hija y a su yerno, estén metidos donde estén metidos, que la Justicia, después de las portadas de los periódicos y los programas del corazón, será la que diga la última palabra. Ahora, como Reina, desde luego que no, con la descaradísima complicidad del Hola o sin ella.





lunes, 12 de diciembre de 2011

Una luz en la ventana

El domingo es el día de remover sombras, abrir cajones y libros viejos, hurgar en la memoria, detener relojes (se detienen solos), recuperar papeles, ponerse melancólico por un rato (sólo por un rato). Encerrado aquí, en mi cuarto de trabajo, escuchando la radio a intervalos, apartando esas noticias, todas iguales, de la crisis, de lo que nos espera (recortes y más recortes: recortes siempre para los mismos), buscando canciones cuyas letras no entienda y cuya música me arañe suavemente la tristeza. Ordenando papeles, estudiando apuntes, releyendo párrafos de escritores muertos, metiendo mi novela en un sobre, pensando cuál será su destino, cuándo llegará a las manos de esa gente que me repite cuánto le apetece tenerla ya en las manos. Y de repente, la foto. En esa marabunta de papeles y cosas, de libros abiertos por la mitad y recortes escritos por mí o por otros, de billetes del metro de Londres o de Nueva York o las entradas de algún museo, de instantáneas de todos nuestros viajes y películas antiguas, de cajas donde Francesca quiere pasar la noche o diez minutos, que nunca se sabe con ella, aparece la foto. Y en ella, mi madre y yo, treinta y cinco años atrás. El pelo largo y moreno de mi madre, las piernas estilizadas, el vestido ajustado, los zapatos de tacón alto (hoy estarían de rabiosa actualidad, si los hubiese conservado, qué manía con deshacernos de todo: zapatos rojos, de ante suave y tacón ancho, un poco como los de una bailaora de flamenco o como los de Faye Dunaway en una peli de los 70), la sonrisa poderosa, los dientes -como siempre- impecables en su forma y su color. Mi madre ríe y me mira a mí, que la estoy mirando con cara de susto o de querer un beso o un helado, quién sabe. Así quedamos retratados, ya para siempre. Quizá sea sábado o domingo, en la foto, y estemos preparados para salir a tomar un aperitivo o para comer fuera con los abuelos, sus padres. Quizá estemos esperando que mi padre llegue del trabajo (los sábados por la mañana, por entonces, trabajaba) o los abuelos de Mieres, donde viven. Sí, quizá sea eso y sea él, mi padre, el que está haciendo la foto. Esa foto que aparece un domingo melancólico como éste donde las sombras se remueven y yo no se lo impido. Cuando uno va perdiendo amigos, trabajos, ilusiones, apoyos, ahorros, esperanzas y demás, ya sólo van quedando los hallazgos que aparecen los domingos, estos domingos un poco tontos y un poco tristes, preámbulo de la inestabilidad que nos espera, preámbulo de no sé muy bien qué. Hallazgos como esta foto, la mirada de mi madre, su belleza, su sonrisa, casi carcajada, la enfermedad que no se presentía aún, los años que han pasado, aquellos años que están en nuestras memorias... Esa foto que es como una luz en la ventana. Esa luz en la ventana de su casa, la casa de los padres, que vemos desde la calle cuando va atardeciendo y nos vamos alejando hacia la nuestra y que sabemos que es ya nuestro único refugio. Y detrás de esa ventana, esa luz reflejando su silueta, la madre, treinta y cinco años después de esa foto que ha aparecido hoy de un modo inesperado entre papeles, libros y cosas. Mi madre, entre las sombras del invierno, batallando con su enfermedad y sus cosas, sonriendo, despidiéndonos, apoyándonos incondicionalmente, en todos los sentidos. Y sobre esa imagen, hoy, la de esa foto, treinta y cinco años atrás, ya digo, sonriendo, covirtiendo esa sonrisa, la suya, tan limpia, tan brillante, tan perfecta, casi en carcajada. Y yo, desde abajo, reclamando un beso o un helado, quién sabe. Con ganas de salir ya a la calle, seguramente.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Absurdas y divinas

El magnetismo de Isabel Preysler se dio a conocer prácticamente al mismo tiempo que ella misma. Con el cantante, con el marqués, con el ministro. En la España de los ochenta, de los noventa, del dos mil y del dos mil diez. O eso decían quienes estaban cerca de ella. Artistas y literatos así lo glosaban. ¿Qué vendía? Glamour, elegancia, sofisticación... Nada, en realidad. O a sí misma, para ser exactos. Lo que, bien mirado, no está mal. Lista que es la chica. No hacía falta recurrir al Hola para seguir sus pasos. En cualquier periódico, a cualquier hora, podías conocer sus movimientos. Con su familia, con el príncipe Carlos o con el mismísimo George Clooney. Comprando en no sé qué tienda o inaugurando una para las que vende su imagen. Así, la otra tarde, a las afueras de Oviedo. Nos llaman unas amigas que tienen una destacada empresa en la ciudad y nos dicen que si nos apetece ir con ellas a este evento de tan destacada magnitud y para el que había tortas por una invitación. Como nos reímos mucho con su ironía y en esta ciudad no hay nada interesante que hacer un viernes por la tarde más allá de beber decimos que sí. Y ahí estamos, esperando por la diva. La cita era a las ocho y ella aparece más de cincuenta minutos tarde. No es Elizabeth Taylor, no es Jessica Lange, no es George Clooney, pero esperamos. La risa, el vino (delicioso) y la salvaje ironía de nuestras amigas, ayudan. Cerca de las nueve, llegan tres de sus hijos, haciendo muy bien su papel: sonrisas y más sonrisas y cercanía con el público asistente. Su dominio de la escena es claro. Al poco tiempo, aparece ella. O los restos de lo que fue, deberíamos decir. Una especie de caricatura de sí misma, de aquella imagen que aparecía en periódicos y revistas. Ah, los años, que no pasan en balde, ya se sabe. Incluso la ropa que lleva parece vieja, anticuada, demodé, como si, al hilo de la crisis y de que regresan con fuerza los ochenta, hubiese sacado del armario todos los trapos de aquella época. La gente se vuelve loca (literalmente) y se agolpa a su alrededor llamándola por su nombre e intentando hacerse una foto con ella a su paso. ¿Qué vende esta mujer, que no es Elizabeth Taylor ni Jessica Lange, que no ha aportado nada al mundo del arte en toda su vida? Y sin embargo... Sin embargo, ahí está, ganándose las lentejas sin hacer nada, absolutamente nada. Me quito, no obstante, el sombrero ante ese hecho: vivir estupendamente sin hacer nada. Qué más quisiéramos. Llenarlo todo con humo y con un encanto que, pese a todo lo que hemos leído sobre él, no vemos por ningún lado. Eso no deja de ser inteligencia, desde luego. Hay que reconocerlo, le pese a quien le pese. Llegan, hacen su papel (sonrisas y más sonrisas, escuetas palabras, estudiada cercanía con el público), que incluye un paseíllo por la tienda en cuestión, y se van. Eso es todo. Ni media hora conceden a su público. Es suficiente. Sí, quizá lo sea para mantener la leyenda. La que ella misma se ha creado y la que, ahora, quiere traspasar, como la herencia más importante, a sus hijos. La nada cotizándose al precio del oro. No es poca cosa. En la España de los ochenta y en la de hoy mismo. Qué país.

martes, 6 de diciembre de 2011

Adornos navideños

Este año, salvo honrosas excepciones que viven (me imagino) de las rentas de un pasado más o menos glorioso, los adornos navideños de los comercios de esta ciudad son bastante cutres. Pero no con esa cutredad de quien aprovecha los adornos de los últimos dos o tres años, sino de muchos años más atrás. Voy caminando por Oviedo (por unas zonas y otras, lo mismo da) y tengo la sensación de haber retrocedido treinta años en el tiempo. De regresar a las calles de mi infancia, en esta misma ciudad o en Mieres, donde vivían mis abuelos y pasábamos muchas jornadas cuando se acercaban los días navideños. Tan antiguos me parecen esos adornos. Las tiras fucsias, rojas, plateadas y amarillas de los espumillones clásicos, bastante peladas en algunos casos; las bolas que hacen juego con esas tiras de espumillón y que, en algunos casos, se entrelazan y cuelgan de mala manera del cristal del escaparate o de la puerta de la tienda. Y arriba, la estrella, con rastros perdidos de purpurina, o las palabras que felicitan la Navidad al cliente, también sin la purpurina de sus días más gloriosos. Todo puesto con desgana, sin alegría, como por obligación. Como en esas conversaciones en las que tenemos que sonreír forzadamente cuando lo que más nos apetecería sería echar a correr del lado de esos interlocutores lo antes posible.
Hace unos años, por estas mismas fechas, Íñigo y yo decidimos de un modo inesperado viajar tres días a Madrid. Dado lo precipitado del viaje, no encontrábamos habitación en ningún hotel del centro. Y decidimos probar fortuna en alguna de las pensiones de Gran Vía. Nada, todas las habitaciones ocupadas. Lo seguimos intentando y, finalmente, encontramos una. Qué risas y qué miedo al entrar. El interior de la vivienda era una mezcla entre "La colmena" y la más exagerada película de Álex de la Iglesia. Los escenarios de la serie "Cuéntame", al lado de aquello, parecían un sofisticado loft neoyorquino. El muchacho que nos recibió era de lo más extraño: no podía ser de otro modo. Para más inri (y no exagero), tenía un ojo de cristal que le daba un toque al panorama. Y en cualquier momento, más pronto que tarde, esperábamos que salieran detrás de unas indescriptibles (y sucillas) cortinas las mismísimas María Luisa Ponte y Terele Pávez aupadas en algunos de sus personajes más siniestros. Pues bien, a la entrada tenían un árbol de Navidad que este año he visto en algunas tiendas de esta ciudad. El típico árbol artificial de los años 70, bastante espelurciado, con los mismos adornos de los que antes hablaba, esas bolas y tiras de espumillón que se pasan años en bolsas de plástico en cualquier altillo. Unas luces de colores se apagaban y encendían constantemente, lo que, unido a las indescriptibles (y sucillas) cortinas que separaban una parte del pasillo de la otra, le daba un inevitable aire de puticlú barato a la residencia. De la habitación, ni hablo. Sólo diré que, en cada puerta, había una estrella, roja o plateada, grande o pequeña, y las palabras Feliz Navidad debajo. No había una sola que no estuviese torcida. No hay mal que por bien no venga: nunca pasamos tanto tiempo pateando las calles de Madrid, pese a aquel frío. Ni (creo) nos reímos tanto. Este año, me digo mientras paseo por las calles de esta ciudad, habrá que reír también, pero no sé yo si acabermos consiguiéndolo. Entre los recortes sociales y económicos, el Valle de los Caídos, el pánico que nos meten sobre lo que aún nos espera y la realidad que nos rodea, no sé yo. Tampoco sé si aparecerán María Luisa Ponte, en paz descanse, y Terele Pávez aupadas en sus personajes más siniestros, pero a Rajoy (eso es fijo) le que quedan cinco minutos para salir a escena.

lunes, 5 de diciembre de 2011

El café de la mañana

La otra noche, después de la cena, recordaba con mi amiga Bea (excelentes anfitriones tanto ella como su marido, Juan) los cafés de la mañana de los primeros años de la facultad, cuando ella y yo coincidíamos. Salíamos sobre las once, o tal vez un poco antes, de alguna de las clases que nos interesaban y quizá ya no volvíamos más. Nos quedábamos, con unos y con otras, en los bares de los alrededores, tomando un café detrás de otro hasta que llegaba la hora de la comida. Numerosos cafés, probablemente demasiados, en aquellos años. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Muchas ilusiones y muchas decepciones. Muchas risas y algunas caídas cuesta abajo. Muchos cafés y muchas mañanas. Con los amigos, con los primeros amores, con los amores de una sola noche, con el amor definitivo. En unas ciudades u otras. En unos países y otros. (Recuerdo aquí esos cafés que nos tomamos por las calles de Nueva York, en aquellos cafés de Buenos Aires donde el tiempo parecía haberse detenido definitivamente, o en Madrid, acompañados siempre de un pincho de tortilla, para tranquilizar cierta resaca). El café de la mañana también como disculpa para salir diez minutos del trabajo, sentir el aire fresco de la calle, tomarte un respiro y regresar a tu puesto con la fuerza renovada para encarar lo que vaya llegando, que quién sabe de qué se trata (de un cliente pesado a la noticia de un despido, por ejemplo). Los cafés de la mañana, después de una larga caminata de una hora u hora y media, alrededor de las once, o tal vez un poco antes, en cafés donde compartimos barra una fauna peculiar: parados, jubilados, funcionarios sin prisa por fichar, mujeres con pocas ganas de ir a la compra o con ella ya hecha (el carrito, a su lado, a rebosar: verduras, yogures, barras de pan, cajas de galletas...), alcohólicos que se decantan ya a esas horas por un generoso tintorro servido en vaso de sidra. Ahí estoy yo ahora, con mi caminata hecha, frente a la taza del café (descafeinado: ah, el paso del tiempo cómo se delata en los detalles más insignificantes), rodeado de estas gentes a las que observo con disimulo y mayor interés que a las páginas de ese periódico por el que todos se pelean, sobre todo los lunes, o que a las páginas de esa revista, Interviú, donde los desnudos que se muestran son cada vez más decadentes y absurdos. Otras veces, el bar (casi nunca es el mismo) está vacío y, si me encuentro de humor (no siempre ocurre), me dejo llevar por el hilo de conversación que me brinda la camarera. Lugares comunes entre los que siempre suelo encontrar tema para un artículo, detalles sobre la condición humana -tan variopinta y tan similar en el fondo-, la razón para una sonrisa (en el mejor de los casos) o para un retazo de tristeza, que es lo que suele abundar en estos tiempos. Muchas veces, estoy esperando a mi madre en uno de esos cafés, que enseguida llega con ganas de hablar. Después de esos cafés con mi madre, a media mañana, damos un paseo por las calles de los alrededores de su casa, como le recomendó el médico. Y, mientras hablamos, nos vamos encontrando con toda esa gente, la misma que estaba en los cafés, acodada en la barra o sentada a las mesas, ahora ya en movimiento, apurando la mañana, intentando -en medio de todo-, atrapar lo que desean.

sábado, 3 de diciembre de 2011

La fotografía de Dorothy Parker

La fotografía estaba colgada en la pared del fondo, detrás del mostrador de la librería donde trabajaba, junto a otras fotografías de ilustres escritores. Una Dorothy Parker ya madura, en blanco y negro, con un lápiz grueso cerca de los labios, el pelo recogido en un moño, la tela estampada de un vestido ligero (una bata de verano, como decían antes las abuelas), los ojos medio cerrados, con la actitud de quien está pensando, buscando la palabra adecuada para un texto o un cuento. Parece, en la foto, pese a las brumas de alcohol y de olvido que envolvieron a Dorothy en esos años, los de la madurez, que no tiene un mal día. Parece, sí, que está sobria, que los malos momentos son un espejismo y que la inspiración la acompaña. Puede que sólo se trate de una pose, pero, en todo caso, la pose le ha quedado perfecta, muy creíble. ¿Qué estará escribiendo -o fingiendo que escribe-, Dorothy Parker, en esa fotografía? ¿Qué palabra andará buscando? ¿Cuántas veces habrá mirado el reloj pensando en la hora del dry martini? Ah, los entresijos de la creación. Nunca lo sabremos. Por eso lo imaginamos. Muchas veces, cuando estaba trabajando en aquella librería (Trabe) y tenía esa fotografía a mis espaldas, me hacía estas mismas preguntas. A su lado, había una fotografía de otra borracha memorable, Marguerite Duras, también, como el resto, en luminoso blanco y negro. Marguerite aún no era muy mayor, pero ya estaba hinchada por el alcohol, poseída, como estuvo hasta el final de su vida, por la escritura. De todas las fotografías que había allí, a mí me habían dejado escoger dos, y escogí a esas dos mujeres, Dorothy y Marguerite. Dos mujeres a las que admiro y a las que releo. Dos mujeres fascinantes: en su grandeza y en su miseria, que ni de lo uno ni de lo otro tienen poco. Las dos estaban detrás de mí, cómplices silenciosas de aquel tiempo. Un tiempo que ya no existe más allá de la memoria. Las dos fueron testigos de tardes gozosas y tardes decadentes. De conversaciones, trajín de libros, ilusiones, recomendaciones, decepciones, charlas y complicidades. Sobre todo con ellos, mis compañeros de entonces, Esther y Samuel, hoy amigos, que esta noche han venido a cenar a casa y me han regalado la foto de Dorothy Parker que ahora está ahí, sobre la mesa, enmarcada en blanco, delante de mis ojos, como si el tiempo no hubiese pasado, pero ha pasado, claro, con la velocidad imperiosa con la que acostumbra a hacerlo. Cada libro de las estanterías que tengo enfrente o cada fotografía de las paredes guarda detrás una historia, una tarde, un recuerdo. El modo en que llegó hasta aquí. Y los motivos. Esa fotografía, la de Dorothy Parker, que ahora está sobre la mesa y que pronto estará en la pared, a lado de la de John Cassavetes y Gena Rowlands, sobre ese cartel de la obra de teatro donde se repasaba la vida de Tallulah Bankhead que trajimos de Nueva York. Creo que Dorothy pensaría que no la coloco en mala compañía. Y cuando pase por su lado y me encuentre con ella, con Dorothy, buscando la palabra exacta para su texto o para su cuento, recordaré aquel tiempo que ya no existe más allá de la memoria y que a veces, como esta noche, entre risas y nostalgia, recordamos mientras levantamos (como entonces) nuestras copas de vino. Y esperamos.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Alma de librera

(Artículo publicado en el nuevo número de la revista "Estoyu")

Ahí está, a sus casi setenta años (digo la edad porque ella, orgullosa, la proclama sin tapujos, acaso con un ligero toque de coquetería, tan extraño y poco habitual en ella, que, haciendo gala de su carácter castellano, no es nada coqueta ni presumida), una de las mujeres más trabajadoras que conozco, una librera de las de verdad (no hay demasiadas, por desgracia: hay que diferenciar siempre entre ser librera y vender libros, que no es lo mismo), Paquita Laguna. Más de veinticinco años al frente de la librería Aldebarán. Desafiando a los malos momentos (emocionales, económicos, de salud: que de todo tiene que haber a lo largo de tantos años de trabajo), y disfrutando de los buenos, reconfortándose en esos placeres sencillos que de cuando en cuando nos ofrece el transcurso de los días y que siempre resultan ser los mejores. Charlar con un cliente, lector voraz y exquisito, que viene desde la otra punta de la ciudad porque esa pequeña librería, Aldebarán, pese a las numerosas alternativas que encuentra en el recorrido, sigue siendo su favorita, consciente de que en ella va a hallar lo que anda buscando, esa joya literaria que tiene que convivir, irremediablemente, cosas de la supervivencia, entre los cuadernos y los lápices de colores y los libros más vendidos del momento; ayudar, cuando los profesores se desentienden, con los numerosos libros que sus hijos necesitan para el colegio a una mujer jovencísima que vino desde el otro lado del mundo para buscarse la vida y que tiene que hacerlo, buscarse la vida, sola con esos tres o cuatro pequeños porque su marido se largó de la noche a la mañana y la dejó ahí plantada, con esos tres o cuatro hijos, como si fueran unos muñecos de trapo y, encima, no fuesen suyos; la generosidad con ese joven de apenas veinte años (yo mismo por aquel entonces) que quiere leer todos los libros y que no tiene dinero para pagarlos y que ella le permite llevarlos e ir pagándolos como buenamente pueda. Algunos de esos placeres sencillos de los que, parafraseando a Jane Bowles y su colección de relatos magistrales, hablo. Ser librero, aparte de un oficio, es una actitud. Una posición en el mundo, me atrevería a decir desde mis cuarenta años recién cumplidos. No todo el mundo sirve para ello. No consiste en vender, en hacer caja (que también, como es lógico, cuando vives de esto), sino en saber acercar a cada persona que entra en la librería el libro que esa persona necesita en ese momento concreto. No todo el mundo tiene el mismo gusto, ni tiene por qué tenerlo, faltaría más. El librero está ahí, casi como un amigo, como un confidente, como un apoyo, y no es nadie para juzgar la decisión del cliente. El buen librero puede, en un determinado momento, si considera que la elección del cliente no es una maravilla, desviar hacia otro título, de similar contenido pero de mayor calidad (aunque el precio sea inferior). A veces, el cliente acepta y, días más tarde, vendrá, emocionado y completamente entregado, dándote las gracias y pidiendo cosas de mayor envergadura literaria de las que inicialmente reclamaba. Ése es uno de los mejores momentos del librero de verdad. Supongo que si alguno me está leyendo ahora mismo, se sentirá identificado con lo que estoy diciendo. Todas estas cosas positivas, y tantas otras para las que no tengo espacio en esta columnilla que sigue siendo la de un librero, aunque, por esas cosas del destino y de esta interminable crisis, no esté al frente de ninguna librería en estos momentos. Este librero que hoy recuerda a esa otra librera, Paquita Laguna, y que, para él, con todo, sigue siendo mucho más que eso.