lunes, 31 de octubre de 2011

20-N

Faltan algo más de quince días. Esa mañana, la del día veinte de noviembre, nos levantaremos, nos vestiremos y, antes de nuestro paseo habitual por los mercadillos del Fontán y de tomarnos un vino después en alguna de esas terrazas que afortunadamente se resisten a desaparecer pese a la llegada del otoño, haga sol o llueva torrencialmente, haga frío o no lo haga, iremos a nuestro colegio electoral a votar. En ese colegio al lado de casa que ahora me toca o en otros, no he dejado de hacerlo ni una sola vez desde que cumplí los dieciocho años. No ejercer ese derecho, no votar, más que un acto reivindicativo o subversivo, como quieren hacernos ver algunos, me parece una postura completamente estúpida, fuera de lugar y, hasta cierto punto, irresponsable. ¿Qué pasaría si todos hiciésemos lo mismo? Puedes no estar de acuerdo al cien por cien con todo el programa del partido que más se asemeja a tu manera de pensar, pero ¿acaso estamos de acuerdo al cien por cien con todo lo que nos rodea? Lo que habrá que hacer es acercarse y mejorarlo, o intentarlo al menos, no quedarse en la cama durmiendo la resaca del día anterior o yendo de excursión como si no estuviese pasando nada y aprovechando el sol, si lo hay. Están ocurriendo, por desgracia, muchas cosas muy negativas, demasiadas, e intentar hacer algo por cambiarlas es nuestra obligación. Mirando para otro lado, no se solucionan los problemas, que yo sepa. La democracia es eso: una persona, un voto. Y ella, la democracia, nos pongamos como nos pongamos, sigue siendo la mejor de las maneras posibles de convivir. Elegir a quienes queremos que nos gobiernen, exigirles que cumplan lo que prometen y respetar a los ganadores, si no pertenecen al partido al que nosotros votamos. Durante cuarenta años en este país no se podía ejercer ese derecho, el de votar libremente, parece que algunos lo han olvidado por completo. Y otros, más jóvenes, a los que parece que nadie se lo ha explicado muy bien. Qué peligrosa es, a veces, la memoria. Qué caprichosa. Todavía, a día de hoy, en algunos aspectos y comportamientos, se están pagando las consecuencias de aquellos cuarenta años de cerrazón, de pensamiento único, de miedo, de oscurantismo. No se borran de un plumazo tantos desperfectos sociales y culturales, tan arraigados como estaban. Por eso cada nuevo día electoral es un paso adelante para borrar todo aquel tiempo. Y por eso creo que sería positivo, como ocurre en algunos países, que el ir a votar fuese algo obligatorio. Iremos a votar, sí, el veinte de noviembre, con sol o con lluvia, y después aprovecharemos el día, y nos pondremos de mal humor si no ganan los que nosotros votamos (como, seguramente, ocurrirá), pero estaremos ahí, desde ya, preparados para salir a la calle a manifestarnos como intenten dar marcha atrás, arrebatarnos los derechos que tantos años y a tantos de nosotros nos han costado conseguir. Que no lo olviden. Somos muchos y cada uno de nosotros tiene un voto en las manos.

domingo, 30 de octubre de 2011

La televisión

A veces, cuando subimos los sábados a cenar a casa de mis padres, me acuerdo de aquellos otros sábados, tan lejanos ya en el tiempo, en los que mi madre y yo, en ese mismo salón donde ahora cenamos, veíamos las películas que se emitían en aquel clásico de la televisión pública, "Sábado Cine". En aquellos años, los viernes eran los días de ver aquel otro legendario programa, el "Un, dos, tres", y los sábados, a partir de las diez de la noche, la sesión de cine. Ahí vimos películas que forman parte indiscutible de los mejores títulos del séptimo arte como "Bonnie and Clyde", "Eva al desnudo", "Adivina quién viene a cenar esta noche", "La tentación vive arriba" o "La aventura del Poseidón". Y en este plan. Qué reconfortante era estar allí, en aquel salón, con mi madre, descubriendo aquellas películas. Los gestos de los actores, los movimientos de las actrices, las historias tan bien construidas, las ciudades -tan lejanas y diferentes a la nuestra- en las que se desarrollaban esas historias, la magia y la fantasía que lo envolvía todo... Lo mejor de la semana estaba en los sábados. Mis diez u once años. Acostarse tarde, sabiendo que hasta el lunes no había que volver al colegio, disfrutar de las primeras películas para adultos, dormirse pensando en lo que acababas de ver, acariciando la idea de que tú, cual la protagonista de "La rosa púrpura de El Cairo", podías llegar a formar parte de todo aquello algún día. Aquellas películas donde salían hombres y mujeres de carne y hueso, no como en aquellas otras, de dibujos animados, que mis padres, pocos años atrás, me llevaban a ver al cine. Ah, el cine Roxy, el primero de todos en desaparecer de esta ciudad, situado una calle más abajo de la casa de mis padres, con su letrero de neón apagándose y encendiéndose como en una película americana, iluminando con ese parpadeo intermitente el resto de la calle y de los edificios, donde vi mis primeras películas infantiles. Sensaciones únicas que he vuelto a recordar estos días en los que Televisión Española celebra sus cincuenta y cinco años de emisión. No son pocos años. Años en los que se hicieron series y programas -musicales, culturales, infantiles, vanguardistas, informativos, de debate, de entretenimiento... ¡hasta un programa dedicado exclusivamente al teatro conducido por la maravillosa Natalia Dicenta!- que nadie podrá arrebatarle a la historia de la televisión. Ahora, apenas veo televisión. Quizá alguna serie, algún programa de libros, algún informativo... Las cosas, en todos los sentidos, han cambiado. Sin embargo, me queda el recuerdo, sí, el de aquellas noches de sábado, en el salón de la casa de mis padres, con mi madre al lado, los dos en silencio, las luces apagadas, disfrutando de aquellos clásicos. Algunos de mis mejores recuerdos están ahí, en esas instantáneas que contribuyeron decisivamente a ser quien hoy soy.

jueves, 27 de octubre de 2011

La Santa

Si una cámara hubiese grabado nuestros rostros y nuestros cuerpos hace cinco o diez o quince o veinte años en una de aquellas míticas y decididamente gloriosas noches de La Santa, nos devolvería hoy nuestra propia imagen con algunas canas y algunas arrugas menos, con aquellas ganas, las de comernos el mundo, y la certeza de que estábamos en el sitio idóneo para hacerlo. Esta ciudad, Oviedo, podía ser por una noche, la del viernes o la que tocase, que siempre tocaba más de una a la semana, Nueva York y entrar en La Santa, ya lo escribí otras veces, podía ser entrar en el Studio 54, sin ir más lejos o yendo, precisamente, tan lejos. Aquel Nueva York de los 70, con toda aquella revolución sexual y cultural, que no tuvimos la suerte de conocer, podíamos recrearlo aquí en un abrir y cerrar de ojos, semana tras semana, que para eso teníamos la fuerza de la juventud e íbamos superando las trabas de los que nos veían diferentes y nos querían hacer pagar un alto precio por ello. (Señor Rajoy, desde aquí se lo digo: si gana las próximas elecciones, deje en paz esa ley, la del matrimonio homosexual, que tanto esfuerzo nos ha costado a tantos). Hay tiempos en los que todo es posible. Una noche, al principio de la barra, podías encontrarte con Montsita, la hija de Montserrat Caballé, que esa noche había venido a cantar al Campoamor y luego decidió acercarse con sus amigos a aquel local del que, seguramente, había oído hablar desde la distancia. A la noche siguiente, Alaska, aún con el pelo rojo y dejando atrás etapas, pinchaba en la cabina y repartía sonrisas y besos con la sabiduría que tienen las divas de verdad sabiendo corresponder a ese público que, en definitiva, es el que les da de comer y para el que realizan sus trabajos (más de una debería aprender de ella). Y la otra, antes de la madrugada, por sorpresa, allí estaban los chicos de Amaral cuando acababan de sacar su primer disco y -me atrevería a decir, sin modestia alguna- que aquí no los conocía nadie más que Alberto Toyos y un servidor, que se había comprado aquella joya semanas atrás después de escucharlos en alguna radio de madrugada y que incitaba a todo el mundo a hacerlo. ¿Te acuerdas, Yolanda, de aquella noche? ¡Como para olvidarla! Cuatro gatos (aún era temprano), un día inesperado, el whisky con un poco de hielo y la voz de Eva, que más que deslumbrarnos a todos, nos apabulló. Tan tremenda es esa voz en directo y en acústico, tan seductora. A los pies de Eva, estábamos mi hermana y yo, y Alberto Toyos, por supuesto, un poco más allá, con su pelo de bohemio, su cigarrillo (eran otros tiempos) y su copa en las manos. En esa especie de escenario donde otras noches -todas-, bajo la gran bola plateada, tanto tenemos bailado. La música disco de los 70, las canciones petardas de los 80, las tendencias de los 90, los revivals del siglo XXI, y en este plan, que allí había cabida para todo. Donna Summer y Las Grecas, por poner un ejemplo rápido, en feliz armonía, que eso, la mezcla, era la marca de la casa. La libertad, la ausencia de prejuicios y las ganas de vivir y de divertirse, también. No recuerdo una noche, ni dos ni tres, sino cientos de ellas porque fueron muchas las que pasamos entre esas paredes que son parte importante de nuestra memoria. Noches de Nochevieja y otras, las mejores, en las que Yolanda convertía la noche en una perpetua Nochevieja. Besos furtivos, risas y más risas, seducciones y colegueo: la intensa celebración de la vida, del aquí y ahora: toda esa complicidad. Los problemas, siempre acechando, se quedaban a la puerta, un respeto. Porque lo fundamental era eso: las ganas de vivir, de divertirse, de descubrirlo todo y de devorarlo de un bocado en una sola noche. Aquella noche que ya se acababa, pero no importaba: vendrían más, muchas más, y las apuraríamos del mismo modo. Y allí volveríamos a estar todos -poetas, músicos, literatos, actrices, mentes creativas y demás fauna amante de la noche y sus excesos y locuras-, revolucionando el ambiente, arrancándole los colores al tiempo (por malo que fuese) y la sonrisa al primer desconocido que se insinuase con descaro e imaginación. Si esa cámara nos hubiese grabado en una de aquellas noches, ahora, al revisar el material grabado, echaríamos en falta algunos rostros, sí. Pérdidas irreparables. Ah, esas malditas enfermedades a las que me niego a ponerles nombre aquí. Pero siempre nos quedaría la certeza de que, en aquellos rostros, en todos ellos, se atistaba algo muy parecido a la felicidad. Los que estuvimos allí, lo sabemos.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Eduardo Noriega

Está como un tren. Podría decirlo así, con esa expresión coloquial y un tanto antigua que conserva una inocencia que, en estos tiempos donde la inocencia está tan devaluada por algunos (peor para ellos), me gusta mucho. O podría decirlo de muchas maneras diferentes, pasarme el artículo alabando las perfectas facciones de su rostro o del resto de su anatomía. Pero fue Pedro Almodóvar quien, quizá sin pretenderlo (o pretendiéndolo abiertamente, quién sabe), mejor definió su belleza. Contó, el director manchego, que, después de vestirlo de mujer para una prueba poco antes de empezar a rodar "La mala educación" (personaje que acabaría interpretando Gael García Bernal: siempre nos quedaremos con las ganas de saber qué hubiese hecho Noriega con aquel personaje), descubrió con sorpresa el gran parecido del actor con la mismísima Ava Gardner. Y es cierto: si uno se fija bien, detrás de la evidente masculinidad de Noriega, puede hallar los rasgos de aquella actriz americana, mito entre los mitos, que enloquecía con los hombres y que sólo quería beberse la vida, casi nada. No se puede ser más guapo, pues. Ahora, Eduardo Noriega, vuelve a estar de plena actualidad gracias a Tomás Soller, su personaje en esa serie, "Homicidios", que está más cerca de "Epitafios", esa joya (hablo de la primera parte) producida por la HBO, con los argentinos Cecilia Roth y Julio Chávez, que de "CSI" y que Tele 5, después de dos semanas en las que no consiguió la audiencia esperada, ya relegó a las madrugadas. Una pena. Es muy triste ver el poco margen que algunas cadenas (todas, me temo) le otorgan a productos más que dignos y la matraca que nos dan con algunos programas de vergonzoso nivel e indiscutible mal gusto. Pero vuelvo a Noriega. Qué lejos quedan aquellas primeras imágenes suyas, la mirada turbia de aquel personaje en la espléndida ópera prima de Alejandro Amenábar, "Tesis", donde le descubrimos. Todo un hallazgo. La fuerza de aquella interpretación no fue una casualidad. Los años y las películas que vendrían después, imponente belleza a un lado, así lo demostraron. Ese perfecta combinación entre intensidad y naturalidad, entre timidez y socarronería, que Noriega brinda a todos sus personajes. Ese misterio que esconde detrás de su mirada -a ratos chulesca, a ratos desvalida: siempre atractiva e inquietante-, interprete a quien interprete. Creo que no me he perdido ninguna de sus películas. Sean mejores o peores, él siempre está bien, ajustado a su personaje, demostrando su valía. De "Plata quemada" a "El Lobo". De "Guerreros" o "Abre los ojos" (estoy mencionando algunas de las mejores) a "Transsiberian" (una de sus interpretaciones que más me gustan), donde se narra ese extraño viaje de Pekín a Moscú en el Transiberiano. La fuerza de su mirada aún cobra más relevancia en la belleza de aquellos paisajes inhóspitos y nevados, la vida que pasa a este lado de la ventanilla del tren. Aún le quedan muchas cosas por hacer, muchos papeles por interpretar. Y la cosa promete. Sigue prometiendo. De momento, me quedo con Tomás Soller y esa serie, "Homicidios", que, pese a estar relegada a la madrugada, me ha devuelto las ganas de volver a ver la televisión, ese cosquilleo por saber qué pasará la semana que viene. Y me quedo también con aquella otra imagen suya desorientado por una Gran Vía vacía y que, de un modo casi visionario, se ha convertido en la imagen del aturdimiento actual. De este sinsentido que nos aguarda a la vuelta de la esquina.

lunes, 24 de octubre de 2011

La vida después

Viajábamos al sur todos los veranos y mis padres siempre aludían con temor y bajando un poco la voz a la posiblidad de un atentado de aquella banda terrorista en el lugar en el que pasábamos todo el mes de julio o en alguna de las ciudades que atravesábamos para llegar hasta él. Algunas veces, sobre todo cuando mi hermana era muy pequeña, hacíamos el viaje en dos veces. Pasábamos una noche en un hotel de Madrid y ahí, en la capital, los temores de mis padres se acrecentaban. Parecía que siempre hubiese que estar alerta, sin bajar la guardia. En la playa, ya en el sur, algunos días hojeaba aquellos periódicos y revistas que leía mi padre y donde, a veces, junto a otras noticias y los sugerentes desnudos de actrices o de mujeres famosas, venían las fotografías de los atentados que aquella banda, aquí o allá, había perpetrado. Eran fotos tremendas, acompañadas de llamativos titulares, que se escapaban a la comprensión de un niño y le daban cierto miedo. Humo, sangre, escombros, coches destrozados o cuerpos sin vida tapados con sábanas blancas y tendidos en el frío asfalto mientras aguardaban la llegada de los coches fúnebres. Coches bomba, tiros en la nuca, tipos encapuchados, testimonios terribles, palabras llenas de angustia y de dolor por parte de los familiares de las víctimas. Mucho dolor. El verano solía ser una buena época para ellos, los terroristas. O para que las revistas recordasen lo que habían hecho recientemente. Todos los años lo mismo. No había tregua para ellos. Muchos atentados, muchos muertos. Pasaron los años y aquel niño, como todos los de su generación que tuvieron que vivir con la presencia constante del terrorismo en su país, fue comprendiendo la situación. El juego de unos y otros. Lo que aquella gente reclamaba y la forma tremenda que llevaba a cabo para conseguir sus propósitos. (También estaba, y está, esa otra gente, la que reclamaba lo mismo desde la democracia). Una locura. Una sinrazón que alcanzó sus máximas cotas de delirio (si nos ponemos a medir) con el secuestro y posterior asesinato del concejal Miguel Ángel Blanco. Todos recordamos aquella crueldad, aquellas horas con infinito dolor y estremecimiento, siempre pegados a la radio o la televisión, anhelando el final positivo que no se produjo. Todos salimos a las calles: con las manos blancas alzadas y los cuerpos encogidos, como si aquel chico fuese un primo nuestro, un amigo de nuestra propia pandilla o el vecino de la puerta de al lado. Todos recordamos dónde estábamos cuando los terroristas anunciaron que habían matado al joven. Un hecho que no hacía más que evidenciar la barbarie desmedida de la banda. Una ira silenciosa, una rabia contenida y un dolor común unieron todas las formas de pensar como nunca antes -creo- se había visto. Aquel gobierno, el del Partido Popular, y el que vino después, el del PSOE, siguieron luchando firmemente contra ellos. Según los expertos, tanto unos como otros tuvieron contacto con la banda. Muchos intelectuales trataron el tema. Literariamente hablando, Fernando Aramburu escribió los mejores cuentos sobre ello, "Los peces de la amargura". Y ahora llega este momento. Supongo que habrá que tener prudencia, pero no deja de ser un momento para celebrar. Se ha impuesto la democracia, esa palabra que, pese a estar tan manoseada, no pierde (no debe hacerlo) un ápice de su sentido. Patxi López y Rubalcaba no pueden evitar la emoción. Y Aguirre y Cospedal sacan sus guantes de hierro y sus palabras más duras, como acostumbran. Sigue siendo, pese a todo, un momento histórico, un momento para la celebración. Por muchas cosas: entre ellas, porque, si la noticia es definitiva (como deseamos fervientemente todos los demócratas), ningún niño sabrá, como supimos los niños de mi generación, lo que es un país constantemente amenazado por un grupo terrorista.

viernes, 21 de octubre de 2011

El miedo de los niños

De repente, ocurre. Compras un libro en estos tiempos en los que eso, comprar un libro, constituye todo un logro. Y ahí está, sí, el deslumbramiento. No siempre ocurre, ni mucho menos, qué más quisiéramos los que, pese a todo, y a diferencia de la biblioteca pública de tu propia ciudad, seguimos comprando libros con regularidad. Después de una larga caminata en la que vas pensando que ése es el día en que sale a la venta, te acercas a la librería, coges uno, el primero que está colocado sobre la voluminosa pila, lo hojeas, sabes que la mayor parte de él ya lo has leído, que lo has hecho varias veces. De hecho, a excepción de ese relato, uno de los más largos del volumen, conoces todos los cuentos. Es una recopilación, "Nada del otro mundo". Tiene una portada diferente (muy bonita, por cierto: la imagen de esa chica de pelo anaranjado, labios rojos, vestido verde y cara de sorpresa o de susto, la sombra que amenaza detrás de su figura: es un estupendo trabajo del hijo de la mujer del escritor, Miguel Lindo), está publicado por otra editorial, Seix-Barral. Sigues hojeándolo, siempre detenido en ese cuento inédito del que has oído hablar a su autor. Piensas en que deberías emplear ese dinero, 18 euros, en otra cosa. Haces, con el libro aún en las manos, un cálculo acelerado. Quitas de aquí, pones de allá: los malabares de siempre, qué cansancio. Y en un arrebato, te diriges al mostrador, se lo entregas a la chica para que te lo cobre, ya está decidido: lo compras. No hay vuelta atrás. Sabías desde el momento en que saliste de casa que ibas a hacerlo, que ibas a comprarlo, mucho antes de la larga caminata por la ciudad. Son cosas que sigues sin poder evitar. Quieres llegar a casa cuanto antes y sumergirte en su lectura. Ese cuento, "El miedo de los niños", el inédito, será el primero que leas. Y te sientas en el sillón, la luz del otoño inundando el cuarto, una brisa fresca que se cuela por la ventana entreabierta, una música clásica que viene de no sé dónde. Francesca, la gata, alertada por esa brisa fresca, busca un poco de calor y se instala encima de las piernas, olisquea el libro y enseguida se queda adormilada. Y aparace, ya digo, el deslumbramiento. Desde las primera líneas, aquellas que leíste en la librería, sabes que te gustará. Es un texto extraordinario, uno de esos relatos a los que no les sobra ni les falta nada, ni una palabra, ni una coma: un relato que te hace pensar, que te hace reflexionar, que te hace recordar. Los días en la escuela, el olor de los lápices, de los cuadernos y de las gomas de borrar, la amistad profunda, la vida rural, el mundo de los niños y el de los mayores por otro lado, las sombras que, como a la chica de labios rojos, vestido verde y pelo anaranjado de la portada, siempre amenazan. Siempre. A veces, leyéndolo, también te acuerdas de los niños que aparecen en las novelas de Juan Marsé, ese hombre al que tanto has leído también y que esconde infinita ternura. Aquel miedo, aquellos fríos y aquella camaradería. Sigues leyendo, lleno de emoción, y llegas al final de la historia de esos niños del título absolutamente conmovido. No crees que exista forma más poética de contar lo que en él se cuenta. Sabes que volverás a leerlo una y otra vez. Y seguirás sintiendo ese escalofrío. Y mientras tanto, te quedas con uno de esos niños, ya adulto, en la cocina de su casa, escuchando la radio o no, sintiendo las huellas del pasado, los recuerdos apabullantes, el temblor de la historia, de esta bellísima y terrible historia. Una de las más hermosas que su autor, Antonio Muñoz Molina, ha escrito.

jueves, 20 de octubre de 2011

La madre de Alice

En el avión, de regreso a Asturias, cuando los pasajeros más ruidosos y alborotadores parecen haberse quedado adormilados, con la luz del sol filtrándose con intensidad a través de la minúscula ventanilla y las nubes flotando debajo de nosotros y tratando de esconder esa especie de mar imaginario que uno piensa que se encontrará tras ellas, voy leyendo el nuevo libro de Alice Munro, "La vida de las mujeres". Se trata de la única novela publicada por la autora canadiense y que ahora traduce al castellano, en exquisita edición (como acostumbra), Lumen. Dice Munro, refiriéndose a la madre de la protagonista, que es, a grandes rasgos, la suya propia, ya que la novela es una especie de memoria de lo que fueron los primeros años de la autora: "Y si la felicidad de este mundo está en creer en lo que vendes, entonces mi madre era feliz. El saber no era para ella algo hostil, sino acogedor y entrañable". La mujer de la que habla, la madre, interesada siempre por los conocimientos, vendía enciclopedias por las puertas de los pueblos de los alrededores. Todo un personaje. Qué grandes palabras las de Munro. Detrás de su aparente sencillez, se esconden miles de cosas. Esa transparencia en el lenguaje, que, a su vez, transmite tantas sensaciones, tantas emociones, es una de las más difíciles de conseguir. Palabras mayores de la literatura, con Nobel o sin él. Cierro por unos instantes el libro y pienso en sus palabras, las palabras de Alice refiriéndose a su madre. No hay mayor regalo que creer en lo que estás haciendo, estar convencido de lo que vendes. No todo el mundo conoce esa felicidad. Recuerdo mis tiempos como librero (el otro día me los recordaron en una radio: en la magnífica entrevista que me hicieron en el programa de Pachi Poncela) como uno de esos instantes de felicidad. Hablar con la gente, recomendarles este libro o aquel otro, hacerles llegar nuevos hallazgos. Guardo muchos buenos recuerdos de esos casi diez años como librero. Y sí, hay veces que los echo de menos, como me preguntaba la locutora del programa. Al hilo de todo esto, recordé la anécdota que acabábamos de vivir en uno de los museos que visitamos esos días en Londres, el National Portrait. Aparte de la exposición permanente, había otra sobre estrellas de los años dorados de Hollywood. Katherine Hepburn, Bette Davis, Ava Gardner, Elizabeth Taylor, Vivien Leigh, Marlon Brando, Rock Hudson, Marlene Dietrich... Llegamos alrededor de las cinco y media, después de ver en una diminuta sala de cine del centro (por segunda vez) "La piel que habito", y ya no había entradas para esa exposición. La chica del mostrador así nos lo comunicó, a la vez que nos decía que al día siguiente por la mañana habría nuevas entradas disponibles. Le dijimos que, a la mañana siguiente, ya regresábamos a España, que resultaba del todo imposible. Y seguimos, bastante desilusionados, nuestro camino por el museo. Retratos y más retratos excepcionales. Cuando llegamos a la parte donde se exponían las fotografías de esas estrellas del cine clásico para las que ya no había entradas, otro de los empleados del centro, nos ofreció dos pases. Al parecer, su compañera le dijo que nos marchábamos de Londres al día siguiente y que no querían bajo ningún concepto que nos quedásemos sin verla. Eso, aparte de criterio y educación, es creer en lo que vendes, estar bien en tu trabajo, como le pasaba a la madre de la protagonista de Munro y a mí mismo en mis tiempos de librero. El agradecimiento fue absoluto. Mi cara cambió por completo. Y más aún después de ver la exposición (sublime, imprescindible para mitómanos de esa época irrepetible), cuyo catálogo no pudimos resistirnos a comprar. Qué menos, por otro lado, después de aquel detalle que no todo el mundo sabría tener. Abandonamos aquel museo felices, eufóricos, con nuestro pequeño tesoro en las manos, perdiéndonos en el barullo de Trafalgar Square, ajenos a aquello que le habíamos dicho a la empleada del museo de que al día siguiente teníamos que volver y que era cierto.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Diane Arbus en la Tate Modern

Los personajes arrinconados por la sociedad, los travestis, los enanos, los nudistas de carnes arrugadas y generosas, los deficientes mentales, las señoras con ínfulas de un pasado glorioso, los alcohólicos, la fauna nocturna en todo su decadente esplendor, los niños que tapan con bolsas de papel sus rostros deformes y amongolados, los viejos sin dientes destruidos por lo miserable y lo precario de sus existencias. Todos ellos están ahí, en un blanco y negro que añade aún más patetismo a las imágenes, en una de las exposiciones de la Tate Modern, tres años después de que nos encontrásemos con ellos, cara a cara, en el MOMA de Nueva York. El impacto sigue siendo el mismo, brutal. La atracción por todos ellos, la punzada en el estómago, la fascinación y la compasión (dicho sea esto en el mejor de los sentidos). Diane Arbus logra captar la vida que tienen todos ellos. Ese halo de una vida miserable, en la mayoría de los casos, que ellos no escogieron y a la que tienen que enfrentarse cada mañana. Hay un instinto de supervivencia en todas esas vidas. El travesti fuma y mira con descaro a la cámara, acaso buscando esa oportunidad que no le concedieron, esos quince minutos de fama de los que hablaba Andy Warhol, presente también, con uno de sus autorretratos en rojo y negro, unas salas más allá. Los nudistas de carnes arrugadas y generosas están sentados tranquilamente, sin importarles el rubor que puedan causar sus desnudos en las mentes más reaccionarias: el sexo minúsuculo de él tapado por los kilos de más y ese pelo enmarañado que ya se va cayendo o volviendo canoso, los pechos caídos de ella, la seguridad en la mirada, el reproche siempre es de los otros, parecen decir. La dignidad de las señoras que aún viven en sus ostentosos pasados: el cuerpo firme, tieso, con esos sombreros de una elegancia imposible que, alguna vez, puede que estuviesen de moda y que les otorgan ante sus ojos el respeto que buena parta de la sociedad "bienpensante" ya no les tiene, pero del que ellas no hablan, faltaría más. Los alcohólicos y los viejos sin dientes muestran con orgullos sus miradas vidriosas -el llanto y el alcohol en sus ojos, las noches que hay ahí detrás, peleándose con el mundo y consigo mismos en una batalla perdida de antemano-, un punto desafiantes y muy conscientes de que están así, y lo saben, aunque ya nada importe. Los niños, con sus risas inocentes, conscientes de su deficiencia (la sociedad que les tocó vivir ya se encargó de recordárselo), ríen y ríen, como si en esas carcajadas estuviese el único poder de su salvación. Diane Arbus no edulcora jamás nada, ninguna situación, ni por un mínimo instante. Parece como si ese, el edulcoramiento de las cosas, fuese su mayor temor. Muestra la crudeza de la vida de un modo apoteósico, casi abrumador. Esto es lo que hay y aquí está, parece señalarnos detrás de su cámara fotográfica. No hay filtros que suavicen las situaciones, no hay un gesto que quiera ocultar el dolor, el vacío, la desolación. Así son las cosas. Le guste a quien le guste. La vida -en todos sus sentidos- no deja de ser como un espectáculo circense, no nos engañemos. Ninguno, en nuestros respectivos papeles, dejamos de ser esos guiñoles que, como arriesgados trapecistas a los que no les queda otra opción, pendemos de un hilo al que agarrarnos. Y ella, Diane, lo sabe y lo muestra. La cara y la cruz de una moneda que jamás queda escondida en el cajón. Las luces y las sombras que, embarulladas, se enredan como en esas mañanas de invierno en las que parece que nunca amanecerá.

martes, 18 de octubre de 2011

Apuntes de Londres

Viajar a Londres es viajar siempre a la ciudad que uno recuerda (si ha estado antes) o que uno imagina (si no ha estado). Nunca decepciona en este sentido. En ninguno, en realidad. Las calles, los parques, las tabernas, las librerías, las plazas, los puentes, los cafés, los museos, los teatros... Las casas donde vivieron personajes ilustres y esas otras donde vive la gente que insufla el latido de la propia ciudad cada día. No hay como viajar en metro, cuanto más temprano mejor, para descubrir ese latido. De unos lugares a otros, siempre con el tiempo mordiéndote los talones, intentando atrapar todos los momentos, que nunca sabes si volverás por allí (seguro que sí: seamos positivos, una vez más). Porque en Londres, como en todas las grandes ciudades, parece que el tiempo transcurre a mayor velocidad, que los relojes devoran las horas de un intenso bocado, en un fulminante abrir y cerrar de ojos. Sobre todo -me imagino- cuando estás de vacaciones en ellas sólo unos pocos días. Son muchos siempre los instantes que recuperas, a la vuelta, en un rápido apunte, de los viajes. También de este viaje: Londres, 2011. Las larguísimas caminatas por las diferentes zonas de la ciudad, esas zonas que componen un mosaico, el de la propia ciudad, tan legendario como venerado; los recorridos por los museos; los rastreos por los mercados de frutas, los mercadillos con todo tipo de cachivaches y las tiendas de segunda mano donde siempre huele a esa intensa mezcla de humedad e incienso que no consigue ahuyentar a los fantasmas de toda la gente que poseyó con anterioridad todas esas cosas: ropas, zapatos, anillos, muñecos, vinilos, pósters, cuadros, abanicos, secadores, planchas o cualquier otro tipo de artilugio; los hallazgos que encuentras a cada paso, aquí y allá; los restaurantes de moda (decepcionante, en este sentido, la comida italiana de Jamie Oliver, pese a lo acogedor del lugar) y los puestos donde por un trozo de pizza o un sobre de arroz solucionas la comida; el placer de encontrar una silla libre, después de todo ello, en alguna terraza donde aún da un poco el sol y desde la que poder contemplar a toda la gente que pasa, que ésa es siempre una de las mejores maneras de conocer otros mapas, otros ámbitos. Y ese paseo, el día de mi cuarenta cumpleaños (qué vértigo), por Hyde Park. Eran las cinco de la tarde y era viernes. Ya se respiraba allí ese ambiente que tienen los viernes por la tarde, cuando, tras la agotadora semana, aparecen esos dos días de vacaciones (quien tenga el privilegio de disfrutar de dos días, claro). Hombres y mujeres de diferentes edades paseando tranquilamente, corriendo o haciendo gimnasia; niños moviéndose de un lado a otro, jugando con libertad; jóvenes con sus patines, sus bicicletas o sus patinetes; abuelos sentados en los bancos, frente al lago, aprovechando ese último resquicio de calor o dándoles de comer a los patos y a las palomas. Ese reducto de tranquilidad en medio del bullicio de la gran ciudad, del vértigo de llegar a esta fecha tan redonda y tan mitificada (para bien y para mal): cuarenta años. Con todos esos años ya a las espaldas y la incógnita de los que te aguardan por delante. Pero estamos en Londres y no hay tiempo de hacer balances. Caminamos en silencio, respiramos ese aire no contaminado, hacemos fotografías, disfrutamos del paisaje, planeamos la siguiente parada. Esa paz, la de Hyde Park, consigue por unos instantes que me olvide de los años que están ahí y del tiempo que vendrá. Quién sabe qué nos espera. Esa fotografía reflejará algún día este tiempo, esa paz que se cuela entre las ramas de los árboles, el atardecer ya instalándose, amenazando con su rastro de melancolía desde lo lejos, y que ahora respiramos.

martes, 11 de octubre de 2011

Cosas de abuelos

Después de la comida y la posterior sobremesa, cuando ya estamos a punto de marcharnos, los niños se acercan al abuelo y éste, con aire despistado y una sonrisa de medio lado, como si nunca antes hubiese hecho ese gesto, revuelve en los bolsillos de su pantalón gris y les da unas monedas, cincuenta céntimos, un euro, acaso dos, que los niños reciben con alborozo, pensando ya en qué van a invertirlas nada más salir de casa. Ah, los abuelos. Ese gesto, el de ese abuelo de aspecto serio pero tan entrañable como la mayoría de los abuelos, me recordó a los gestos de mis abuelos, de los dos. Al final de nuestras visitas, las tardes de los sábados o de los domingos, los dos hacían lo mismo que hizo este abuelo el pasado domingo. Qué alegría nos producía recibir aquellas monedas, aquel billete, nuevo o arrugado, de un color u otro, en el mejor de los casos. Una moneda de veinticinco o de cincuenta pesetas, un billete de cien o de quinientas. De mil o de cinco mil, si el santo, el cumpleaños o la Navidad estaban cerca. Todo un tesoro. Aquello daba para varios helados, un nuevo "Zipi y Zape", un puñado de golosinas, otra aventura de "Los Cinco", una entrada para el cine o para el circo, si estaba en la ciudad... Una de las mejores cosas de aquellas visitas consistía, precisamente, en ese momento que sabíamos que, tarde o temprano, antes de irnos, se produciría. Y entonces les dabas un beso, no hacía falta que nadie nos hiciese una señal para indicárnoslo. La textura de la barba cerrada, pese a estar casi recién afeitado, del abuelo Tomás; el olor a tabaco del abuelo Pepe, siempre con aquel Ducados prendido de los labios. La colonia antigua de ambos (quizá era la misma: regalo de las últimas Navidades de alguno de nosotros). Olores y sensaciones que no se borran de la memoria, aunque ya hayan pasado tantos años. Siempre había una voz por detrás que decía "hale, para la hucha", pero aquellas monedas o aquellos billetes, en mi caso, jamás terminaban en la hucha. Hay personas que sí, que saben guardar dinero en las huchas (suerte que tienen en estos tiempos y los que se avecinan, según dicen), y otras que, no nos engañemos, hace mucho tiempo que dimos por perdida esa batalla y a mucha honra. Así es la vida. No todos los niños poseen, con el paso del tiempo, estos recuerdos. Una pena. Pero vuelvo al principio, al abuelo de esta historia, a esos nietos, inquietos y espabilados, que algún día lejano recordarán ese momento, el del pasado domingo, el olor y el cariño de su abuelo, la alegría de recibir unas monedas, la ilusión de ir a gastarlas de inmediato al quiosco o al puesto de helados más cercano, y descubrirán que en ello está buena parte de lo que los definirá como hombres.

domingo, 9 de octubre de 2011

Historia de un abrigo

El tejido del abrigo era una especie de ante marrón con borreguillo por dentro. Volvió a ponerse de moda hace unos años, después de estarlo por primera vez en la década de los setenta. Era un abrigo muy setentero, sí. Lo había visto, en su momento, en alguna película o serie de televisión cuya acción transcurría en el Nueva York de aquellos años, los 70. Quizá alguno de los chicos de la mítica serie "Fama" lo llevara puesto en alguna ocasión. El caso es que hace unos años, con ese ir y venir que siempre traen consigo las modas, volvió a ponerse de actualidad. Y me compré uno con el dinero que gané por un relato en no sé qué concurso literario. Pesaba y abrigaba muchísimo. En pleno invierno, podías llevar sólo una camiseta debajo sin pasar nada de frío. Con un gorro y una bufanda de colores que me había regalado mi hermana combinaba estupendamente. Lo estrené un viernes para salir a cenar y a bailar. A mis amigos no les gustó mucho (son más bien clásicos a la hora de vestir, qué le vamos a hacer). Uno de ellos dijo que María Jiménez tenía uno muy parecido y desde entonces el abrigo pasó a llamarse "el-maría-jiménez". Fue testigo de lo mejor de aquellos años. Noches, risas, fiestas, bailes, ausencia de preocupaciones, ganas de hacer cosas, de descubrirlas todas. Si te caías, te levantabas: y eso, caerse y levantarse, por entonces, no costaba apenas esfuerzo. Recorrió las mejores barras de la ciudad (hoy muchas de ellas ya están cerradas, y otras en seria decadencia), los locales donde se tocaba música en directo y también alguna que otra pista de baile que cerraba al amanecer, también ya clausurada. ¿Dónde vas? Al ropero, a dejar "el-maría-jiménez". Siempre ha habido mucha mano larga en la noche, ya se sabe. Mi hermana que, como le había encantado el abrigo, se compró uno muy parecido semanas después: se lo robaron una noche para aparecer a los pocos días en uno de los puestos del Fontán, perdido entre montañas de otras prendas (seguramente, también robadas). Recuerdo muchas de aquellas noches, de regreso a casa, solo o acompañado, con el humo del tabaco adherido al abrigo, con los primeros roces ya inmortalizados en su tejido, el eco de las risas y las músicas, el sabor del whisky y el de ciertos besos, como la gloria y el fin de una época (con sus múltiples luces y también alguna que otra sombra), aunque entonces no lo viésemos así. En ese abrigo, "el-maría-jiménez", está reflejado un paso, el de la juventud a la madurez. O algo así podríamos decir, si toca ponerse serios, aún más serios, que verdaderamente es lo que corresponde con la que está cayendo por todas partes: recortes y más recortes, cerrar el grifo, apretarse el cinturón, qué cansancio. La otra tarde, en casa de mis padres, encontré el abrigo en el fondo de un armario. Su olor, su tacto, las huellas y el recuerdo de todas aquellas noches... Lo metí en una bolsa y lo traje para esta casa. Ahí está, esperando, como casi todos, la calle o el fondo de un armario, que no sé si traerá consigo el olvido. O casi.

viernes, 7 de octubre de 2011

Fotografía desde Nueva York

Es un día soledado del mes de septiembre. Es nuestra primera visita a Nueva York. Aún faltan unos días para nuestros cumpleaños, pero esos días, los de los cumpleaños, ya no estaremos aquí, en esta ciudad que nos ha seducido desde el primer momento. Decidimos que es un día tan bueno como cualquier otro para celebrarlos, sólo una semana separa ambas fechas. Tiraremos la casa por la ventana. Aún falta mucho tiempo para la llegada de este año. Aún no sabemos que cuando llegue este año que ahora nos ocupa, el 2011, me pondrán de patitas en la calle y que con tu trabajo quién sabe lo que pasará. Por eso, nos sentamos en una terraza del Village y pedimos una botella de vino blanco. Una de las más caras. Las baratas que se las beban Bukowski y su mujer allá donde estén tirados escribiendo versos, meando por las calles o peleándose. (Cuando hablo de vino barato, siempre me acuerdo de la cantidad de botellas que mi amiga Araceli y yo nos bebimos, cuando éramos mucho más jóvenes, por las calles de nuestra ciudad: y también éramos felices, no voy a negarlo, con nuestras ilusiones y aquellas ganas de comernos el mundo teníamos y que seguimos temiendo, pese al sosiego -¡bendito sosiego!- que otorga el paso del tiempo, que no sólo va a servir para acumular arrugas). No es día para escatimar. No queremos un vino dulce, le decimos al dueño del local (parece sacado de una de las cintas de "El Padrino": la corbata ancha, el traje negro, el anillazo en el dedo, la barba cerrada y la mirada turbia), que al poco rato nos trae una botella con su cubitera y una cuenta con un importe con el que hoy haríamos la compra de media semana, que esa nevera, por mucho que la llenemos, siempre vuelve a estar vacía. Qué importa. Estamos ahí, en Nueva York, y estamos celebrando nuestros cumpleaños. Quizá mañana estemos muertos, quién sabe. Quizá no podamos celebrarlo así nunca más. Brindamos y hacemos planes (iremos a cenar al Odeón, en la zona de Tribeca, como nos recomendó Elvira Lindo) y vemos pasar a la gente a nuestro alrededor, una de nuestras actividades favoritas. Cuando queremos fumar, pese a estar en una terraza, tenemos que salir del recinto y hacerlo en la calle, a unos metros de la misma. Creemos que una chica que pasa y nos dedica una sonrisa un poco torcida es Ellen Barkin, pero no decimos nada porque en Nueva York siempre hay una chica que se parece a Ellen Barkin buscando a un tipo que se parece a Al Pacino: como Frankie y Johnny bajo el claro de la luna, esa obra de teatro que hemos visto ya varias veces, en diferentes ciudades del mundo y con distintos actores. Si pudiese deternese la vida, ese día estaría en un lugar destacado. Ha llovido mucho desde entonces, desde aquella tarde cercana al otoño del 2008. Han ocurrido cosas buenas y menos buenas. Estas últimas siempre ajenas a nosotros, aunque seamos nosotros los que suframos la repercusión. Unos rompen los platos y otros tenemos que pagarlos. Un lema más viejo que el mundo. Pero hoy, 7 de octubre, nada de eso importa: es tu cumpleaños. Y lo celebraremos de la mejor manera posible. El vino no será como el de aquella tarde en el Village. Tampoco pienso beber uno de los bricks de Bukowski (a este paso, todo se andará). Lo importante es estar aquí y ahora. Y sentir cómo me pones la mano en el hombro mientras termino de escribir esto, y saber, con ese roce, que estoy vivo. Feliz cumpleaños, Íñigo.

jueves, 6 de octubre de 2011

La Duquesa

Saber envejecer consiste en acumular experiencias, aprender de ellas, de los inevitables errores que siempre las acompañan. No somos perfectos, por fortuna. Nos caemos y nos levantamos. Y al hacerlo, al levantarnos, lo más lógico sería no volver a recorrer ese camino que nos llevó de cabeza al suelo. No siempre se consigue, claro. Somos humanos: y muchas veces tropezamos más de dos veces con la misma piedra. Es lo que hay. Me gustaría llegar ahí, a la vejez, sin perder la cabeza y con sosiego. Eso es lo que más valoro, hoy por hoy, el sosiego. Así que, si llego a viejo, espero valorarlo doblemente. Entiendo que tiene que ser difícil, muy difícil. No olvidemos que, entre otras cosas, la vejez es el paso anterior a la muerte y siempre, incomprensiblemente, ha estado muy mal vista. Y eso conlleva un vértigo añadido. El sosiego del que hablo no quiere decir quedarse amodorrado en casa, ni mucho menos, sino acoplarse a las circunstancias, a esos muchos años encima del cuerpo, y disfrutar de las cosas, de todas las cosas, sí, pero seguramente que de otra manera. En mis largos paseos por los parques de la ciudad, me encuentro cada día con muchas mujeres mayores que, en grupos de dos o tres, con sus zapatillas de deporte y sus camisetas de vivos colores, caminan a un paso casi tan rápido como el mío. Van charlando, riéndose, comentando algún concurso de la tele o el último libro que han leído. Otras, con sus auricales puestos, caminan solas de un lado a otro del parque, al mismo ritmo, escuchando a Bisbal o a Bach. Son mujeres activas, que hacen ejercicio, que leen, que asisten a clubs de lectura, que hacen teatro en sus centros sociales, que van a clases de baile o a otras para ejercitar la memoria, que están al tanto de la actualidad más allá de los cotilleos, que acuden al cine una vez por semana, que cuidan de sus nietos, que aceptan que las cosas de hoy no son como las de antes. Son, algunas, mujeres que van a misa los domingos, que rezan, y eso no les impide querer y aceptar a sus nietos homosexuales (por poner un ejemplo cercano), por mucho que diga el señor Rouco Varela, o a los amigos de sus hijos o de sus nietos que lo son. Muchas de ellas, ya viudas, quizá tengan un compañero (tal vez, en algunos casos, una compañera) con el que salen a pasear por la tarde (distinto paseo que el de por la mañana), a cenar, a tomar una copa, al cine, qué sé yo... Lo cual siempre es estupendo. Nadie dijo que el amor tuviera edad, sino diferentes maneras de sentirlo. Pienso en todo esto después de ver a la Duquesa (esa señora a la que todo le ha sido regalado y que nunca sabrá, como esas otras mujeres que me encuentro en mis largos paseos matutinos, lo que es adaptarse con una pensión de 450 euros al mes), a la salida de su boda, con sus lazos y su vestido rosa, intentando bailar sevillanas como cincuenta años atrás. Es una imagen cruel y patética. Una imagen que demuestra que no ha sabido en absoluto asimilar el paso del tiempo, esa tarea tan difícil (de lo cual está en todo su derecho, ojo). Pero lo que tiene sentido en el cine ("¿Qué fue de Baby Jane?"), en la vida real me temo que ya no lo tiene tanto.

miércoles, 5 de octubre de 2011

El corredor vacío

Cuando hace unos pocos días, Marta Magadán, un tanto acelerada, me llamó para decirme si me apetecía presentar este libro de Carmen Menéndez, le dije que sí de inmediato. Es lo que tiene la amistad y las personas que no sabemos decir que no a los amigos cuando están en apuros. Al parecer, el libro, este libro, iba a presentarlo otro escritor pero, a última hora, un inesperado viaje se lo impidió. Cosas del destino, ya saben. Recogí el libro en el café donde Marta me lo había dejado, me impactó su portada -las piernas cansadas de esa mujer, sus pies derrotados, su actitud vencida: todo lo que había detrás de esa imagen- aunque ya la había visto colgada en el blog de la editorial días atrás, di un largo paseo por la ciudad, como acostumbro a hacer todas las tardes, llegué a casa, dejé el libro sobre la mesa de trabajo, abrí una botella de vino, me serví una copa, me senté en mi sillón preferido y me dejé llevar por la lectura. La noche fue poco a poco apareciendo al otro lado de la ventana sin que me diese cuenta. El primero de los relatos, “El corredor vacío”, que da título al volumen, me dejó impactado. En apenas unas pocas páginas, asistimos al drama de una mujer y comprendemos los motivos de esas piernas cansadas, de esos pies derrotados, de esa actitud completamente vencida. La protagonista es la misma mujer de la portada del libro. Y su tremenda historia, tan tremenda como la de muchas otras mujeres anónimas, que están ahí, en cualquier rincón, a la vuelta de la esquina, aunque no lo sepamos, está tan bien contada que no puedes hacer otra cosa que identificarte con ella, con su vida, con sus miserias, con su problema. Comprenderla. Ponerte en su piel. Eso es lo que tiene la buena literatura, la capacidad de vivir otras vidas, de hacerlas tuyas, de entenderlas. Un gran relato, sin duda. Seguí leyendo. Y me encontré con muchas historias de mujeres, sí, también de hombres y de mujeres, de parejas. Las luces y las sombras de las parejas: sus alegrías y sus desgastes, sus miedos, sus anhelos, sus esperanzas. El discurso de la vida. Y esas preguntas que flotan en el aire y que, en su respuesta, está parte del destino que nos aguarda, que aguarda a este mosaico de personajes. Y también aquello que tan bien resumió la gran Dorothy Parker, hablando de parejas, en una frase ya mítica: “Te odio, amor mío”.
La voz de las mujeres es, sin embargo, la que lleva la voz cantante. Su voz se impone, aunque a veces sea la actitud de los hombres que las acompañan en la historia la que quiera imponerse. Mujeres con un pasado, con un presente, con un futuro. Mujeres que quieren vivir y otras que no lo quieren tanto. Cada una tiene sus motivos, sus razones, sus porqués. Ah, el misterio de la existencia. Ese que tan bien reflejado queda en este puñado de páginas, las que ha escrito Carmen Menéndez con sabia sencillez y que hoy presentamos. Más mujeres: con sus temores, con sus inseguridades, con sus ganas de demostrar que están aquí, en el mundo. O que ya no quieren estar. Mujeres de ayer y de hoy. Mujeres. Porque los relatos de Carmen van y vienen en el tiempo y en el espacio, pero siempre, detrás de ellos, o al final, hay un giro inesperado que nos sorprende, como ocurre en la vida misma. Un giro inesperado que nos retuerce, que nos conmueve, que nos sorprende, que nos paraliza. La muerte siempre al fondo. Sus relatos están llenos de vida, pese a ese fantasma, el de la muerte, que acecha sin piedad. De vidas que quedan atrapadas en unas pocas páginas y que nos dejan una sonrisa, una tristeza, una melancolía, una desazón, una inquietud, un vértigo. Ganas de seguir y seguir leyendo. La noche, ya digo, se instaló al otro lado de mi ventana mientras lo hacía. Por eso, hoy, además de presentarles este libro, me permito recomendarles su lectura muy vivamente. Gracias.

(Texto leído en la presentación del libro "El corredor vacío y otros relatos", de Carmen Menéndez).




lunes, 3 de octubre de 2011

No hay dinero, no hay libros

Las estanterías de novedades de la biblioteca pública del Fontán están vacías. Llevan así varias semanas, desde principios de septiembre, cuando comienza el curso y se reanudan las actividades. Y me dice una de las chicas que trabaja allí que ese servicio, el de las novedades, está cortado hasta nueva orden. No hay dinero, no hay libros. Es una ecuación que, lamentablemente, nunca falla. Como aquella otra de que, por muchas ganas y optimismo que le pongamos, siempre terminamos perdiendo los mismos. Parte de mi formación se la debo a esa biblioteca: acogedora, bien repleta de toda clase de libros, con su aire vetusto (pese a las reformas) y su inconfundible encanto. Por ese motivo, entre otros, ver así algunas de sus estanterías produce mucha tristeza, mucha rabia y mucho dolor. Los mismos sentimientos que se apoderan de mí al ver un supermercado Día construido en el local de aquellos cines, los Clarín, unos de mis favoritos. Uno no se acostumbra a esa decadencia tan espantosa aunque pasen los años, muchos años. Cada domingo, cuando subo a comer a casa de mis padres y lo veo, no puedo evitar esa tristeza, ese dolor y esa rabia. Tres salas tenían aquellos cines. Cada una con sus paredes y sus butacas de un color. Marrón, verde y granate. No eran demasiado grandes. La sala uno era la más espaciosa. La tres, la más pequeña. En esa sala, la tres, muchos años atrás, se exhibían películas X. Con el paso del tiempo, se convirtió en la preferida de los más cinéfilos, aquella donde se estrenaban películas minoritarias y en versión original. Recuerdo la emoción de aquellas tardes de viernes, las de los estrenos. También las de los lunes, cuando la entrada era un poco más barata (como todas las noches, a las diez y media, entre semana: creo que pasé más noches allí que en el salón de mi casa). Apenas un puñado de personas, casi siempre las mismas, con EL PAÍS y el Fotogramas bajo el brazo, ansiosas por descubrir aquella rareza de la que habíamos oído hablar en el periódico, en la radio y en la 2. (Ángel Fernández-Santos, Antonio Gasset, Núria Vidal o Carlos Pumares, cada uno con su marcado e inconfundible estilo, nunca fallaban en sus críticas). La misma emoción que sentía cuando bajaba a la biblioteca, dos o tres veces por semana, a la caza de aquel libro del que acababa de oír hablar a no sé quién o de un nuevo hallazgo. Siempre estaba allí. Y si no estaba, podías pedirlo. Ahora todo eso se ha terminado, como hace unos años se terminaron los cines en la ciudad. Y sólo se puede sentir algo parecido a la decepción más brutal. Todo resulta muy extraño. Una inquietante mezcla de desolación y de camino sin retorno. La misma que uno experimenta cuando se encuentra por la calle con una persona que hace mucho tiempo que no ve y que, de entrada, cuesta trabajo reconocer en su rostro y su cuerpo transformados por la erosión del tiempo las huellas de aquella persona que habita en tu recuerdo. Como un salvaje y despiadado antes y después del que nosotros, aunque no seamos demasiado conscientes, también formamos parte.

domingo, 2 de octubre de 2011

El peluquero

Había luz en el interior (una luz de fluorescente blanco), pero la puerta estaba cerrada. En el escaparate, aparte de los típicos productos de una peluquería masculina de toda la vida, había recuerdos de alguna boda y varios recortes de prensa en los que se hablaba de ese oficio, el de peluquero. Al separarme de la puerta, sentí el sonido del claxon de un coche viejo y la voz de un hombre que salía de la ventanilla del mismo coche: ¿A quién estás buscando? Al peluquero, contesté. Soy yo, espérame tres minutos ahí, que estoy buscando sitio para aparcar y vuelvo, esto hoy está imposible, chico... Ya voy, ya voy, les decía a los conductores de los coches de atrás, que ya le estaban dando sonoros y prolongados bocinazos. Esperé. No sé por qué lo hice, pero esperé, que es justo lo que no quiero hacer cuando voy a arreglarme el pelo o la barba. Me fijé con más detenimiento. En la puerta había un cartel que decía: Vuelvo en 0,001 segundos. Y la decoración me recordaba a algún local del Buenos Aires más pintoresco y al taxi de Guillermo Montesinos en "Mujeres al borde de un ataque de nervios". Una mezcla de estilos y excesos. Ya estoy aquí, sentí a mis espaldas. Abrió la puerta y entramos. Una música salsera sonaba a todo volumen. La bajó. Tenía un montón de libros (pude atisbar a Millás, Vargas Llosa y una recopilación de artículos de Pérez Reverte) apilados al lado de varios Interviús atrasados, el MARCA, dos periódicos gratuitos y numerosas revistas de coches. ¿Qué quieres hacer? Arreglar la barba, respondí. Y ahí comenzó una cháchara que no cesó hasta que, veinte minutos más tarde, abandoné el local. Que si las barbas muy recortadas son una moda pasajera y una horterada, que si la influencia de la televisión, que si lo que de verdad tiene estilo es la naturalidad, que si tú pareces un tío muy natural, que si estoy haciendo una dieta que me recomendó el médico, que si es la mejor dieta del mundo, que si descubrieron que tenía el colesterol y el azúcar altos, que lo mejor para bajar kilos es no mezclar unos alimentos con otros y beber mucha agua, que si caminar es sanísimo, que si tuve que dejar por completo la sidra, que si ni te imaginas lo que es eso para un sidrero de los de verdad, que si es ver una botellina (de sidra) y ponerme malo, que si los políticos son todos iguales, que si las elecciones, que si tu cara me suena, que si parabas en ese bar de la esquina, que si los bares ya no son lo que eran, que vaya precios, que no sé dónde vamos a ir a parar, que si esto y que si lo otro y lo de más allá... Apenas me dejaba asentir o sonreír en señal de que tenía razón en lo que decía. Mira que tengo visitado peluquerías a lo largo de mi vida y conocido peluqueros (del gay más gay al machirulo más machirulo), pero nunca me había tropezado con un peluquero que, tres minutos después de verle por primera vez, me pusiese al corriente de los últimos treinta años de la suya, incluido el sitio donde vivía, donde había hecho la mili y los niveles de colesterol y azúcar en sangre. No me pareció un mal tipo, ni siquiera, pese al torrente de información, me puse de peor humor del que llevaba. Casi al contrario: todo me parecía tan surrealista que le encontré hasta el punto simpático, que es el punto que hay que encontrar en estos tiempos. Berlanguiano, almodovariano, costumbrista y hasta neorrealista, pero simpático, después de todo, el buen hombre. Pero lo mejor aún estaba por venir. Cuando me levanté y, sacando la cartera de la bolsa, le pregunté lo que le debía, va y me dice que dos euros. ¡Dos euros!, exclamé. Sí, hombre sí, dame dos euros, que bastante paciencia has tenido con aguantar todo el rollo que te solté. Que lo que te digo: que tu cara me suena y no sé de qué: anda, ya me acordaré para la próxima. Dos calles más abajo, si me apuras, aún se escuchaba aquella música salsera cuyo volumen volvió a subir nada más que salí de allí.