miércoles, 31 de agosto de 2011

Almodóvar

La primera película que vi de Almodóvar en el cine fue "Matador". Tenía catorce años y aquel espectáculo de amor y muerte me deslumbró por completo. Al año siguiente, en los Brooklyn, mis favoritos, aquellos cines que estaban situados al lado de la casa de mis padres y que hoy son un enorme y casi siempre vacío supermercado, acudí al estreno de "La ley del deseo" (entre medias, en la tele y en las cintas de VHS, ya había rescatado su filmografía anterior) y ni que decir tiene la fascinación que me provocó aquella historia de amor, aquellos besos entre Banderas y Poncela, aquella brutal actuación, la de Carmen Maura, aquellos colores, aquellos boleros, aquellos personajes... Aquellos sentimientos. Salí transformado del cine. Antes que yo, habían abandonado la sala varias personas completamente indignadas por lo que estaban viendo, la historia de amor entre dos hombres, la vida de una mujer, Tina Quintero, que antes había sido un hombre, los lazos que los unían. Estábamos a finales de los años 80 y aquello que podía verse con total naturalidad en las grandes ciudades, que ya por entonces soñaba con visitar, aún era visto como algo terrible en pequeñas ciudades de provincias por algunos sectores. Sabía que en la visión del mundo de aquel creador estaba parte de la mía. Almodóvar es una de las personas que más ha hecho por la aceptación de gays, lesbianas y transexuales en la sociedad precisamente por la naturalidad (tema fundamental) con la que siempre ha mostrado a las personas con esa condición. Pocos meses más tarde, llegó "Mujeres al borde de un ataque de nervios", película que le reconcilió con el gran público, incluso con algunos de aquellos que se salían de sus películas antes de que terminasen. Debí de ir al cine unas quince veces para verla (no exagero); luego, en casa, la revisaría otras tantas veces más. Esa película es un clásico indiscutible, te entusiasme o no el cine que hace Pedro. Después, cada estreno suyo consituía todo un acontecimiento. Hay algunas películas que me gustan más que otras, como es lógico en alguien que ya cuenta con un montón de películas dirigidas a sus espaldas. Me quedaría con multitud de momentos de sus cintas. Las cuatro interpretaciones de Carmen Maura más potentes de la filmografía de ambos ("¿Qué he hecho yo para merecer esto?", "La ley del deseo", "Mujeres al borde de un ataque de nervios" y "Volver"), la mirada de Victoria Abril en "Átame!", la poderosa presencia de Banderas y Loles en esa misma película, el personaje de Rossy en "Kika", el de Marisa en "La flor de mi secreto", el de Cecilia en "Todo sobre mi madre", el de Penélope en "Los abrazos rotos", aún más poderoso (por su complejidad) que el de "Volver", por mencionar sólo algunas... Miles de referencias: desde el color de la mayoría de sus películas a los guiños constantes al cine clásico, las referencias literarias, musicales o teatrales (Truman Capote y La Lupe, Tennesse Williams y Chavela Vargas, Divine y el flamenco más desgarrado, Gena Rowlands y Cassavetes, Andy Warhol y Alice Munro, Bette Davis y Caetano Veloso), el modo de ver el mundo, la presencia constante de la maternidad, los cielos y los infiernos del amor y del deseo, las ventanas que -pese a todo- siempre se abren, el (imprescindible) sentido del humor, la admiración absoluta por el cine y por la escritura, el látigo y el don de los que hablaba Capote y que siempre lleva consigo toda creación, incluso ese modo que ahora, desde hace unos años, se va transformando inevitablemente hacia la madurez creativa y personal. Me quedaría con miles de instantes de sus películas, ya digo. Y sobre todo me quedaría con esa emoción, aún muy viva, que se apodera de mí cada vez que se va acercando la hora del estreno de una nueva de sus creaciones. La magia de ese momento en el que se apagan las luces del cine y comienza todo.

sábado, 27 de agosto de 2011

Cosas personales

Hay muchas razones para levantarse por las mañanas. Hay muchas otras para no hacerlo, pero seamos positivos y que cada cual escoja las suyas. El mes de septiembre, por ejemplo, que ya está ahí, a la vuelta de la esquina, aterrizando esta misma semana en los calendarios. Estos últimos días de agosto, al levantar las persianas y abrir las ventanas al amanecer, ya puede respirarse ese aire fresco que determina el final del verano, el regreso al trabajo (quien lo tenga), a los quehaceres cotidianos. Qué tristeza nos invadía muchos años atrás, en la niñez y la adolescencia, cuando se acercaban estos días, los de la vuelta al colegio, que ya se encargaban de anunciar los centros comerciales casi a principios de agosto. Septiembre, con sus temperaturas templadas, sus cambios de hojas y ese aire inevitable de renovación. Este año, más que nunca, espero la llegada de ese mes, septiembre, ilusionado (repito: pese a todo, quiero ser positivo), esperando que pasen cosas, muchas cosas, buenas. Por lo pronto, Almodóvar estrena película, "La piel que habito", y eso, para los que llevamos siguiendo su cine de un modo casi reverencial desde sus comienzos, es una gran noticia. Espero con expectación ese estreno (el viernes, estaré allí, en esos cines de las afueras de la ciudad, en la primera sesión, como un clavo) y esa expectación lleva implícita la idea de que, pese a todos los palos de una y otra clase, aún hay algo de aquel muchacho con miles de ilusiones y ganas de comerse el mundo que había dentro de mí hace más de veinte años. Septiembre será también el mes en el que tendré en las manos mi nuevo libro, "Ventanas compartidas", con ese generoso prólogo de Maruja Torres. Espero que parte de la buena suerte que tuvo el anterior, se quede con éste. No es sencillo escribir, como saben quienes lo hacen, tampoco publicar, como conocen los que lo intentan. Por eso, estar ahí, abrir las cajas cuando lleguen a la editorial y oler las páginas de ese libro que he escrito con tanto empeño y dedicación, constituye una emoción importante. Decía hace poco la gran Charo López que lo mágico de la creación no son los premios ni los reconocimientos, sino que eso que tú has creado llegue al público de un modo contundente. Eso que sucedió con "El extraño viaje", espero que también lo haga con estas "Ventanas compartidas".
Ah, y los viajes que me aguardan, no quiero olvidarlos tampoco. El primero, a finales de septiembre, a Bilbao para ver la última obra de Concha Velasco, "Yo lo que quiero es bailar". Esos viajes, los que me llevan en coche de una ciudad a otra para ver a alguna de mis artistas favoritas, no tienen precio para los mitómanos de verdad. Y el otro, a Londres, en octubre, para celebrar mis cuarenta años. Ese día, el 14, estaré allí. Y supongo que, sin nostalgias, recordaré muchas de las cosas sucedidas. Pensaré en todo ese tiempo que vendrá. Y olvidaré el vértigo de lo que me aguarda, bueno y malo, porque el verdadero vértigo, si me paro a reflexionarlo, es el que me produce pensar en lo que ha costado llegar hasta aquí, hasta este nuevo septiembre, hasta este otoño, el de mis cuarenta años.

jueves, 25 de agosto de 2011

Gijón

Me gusta Gijón por el verano. En realidad, como saben los lectores de este blog, me gusta en cualquier época del año. La ventaja que tiene el verano es que te puedes sentar tranquilamente con el cuaderno en una terraza (bajo toldos o sombrillas, si la lluvia amenaza, que este verano, por desgracia, amenaza casi cada día) y contemplar la vida que pasa alrededor. Gentes que van y vienen, de aquí y de allá, con sus hijos, con sus perros, con sus familias, a su aire. Ese aire que está libre de toda rigidez, de todo encorsetamiento. Siempre fue así. Recuerdo los días que pasábamos en Gijón, con los abuelos, cuando éramos pequeños, paseando por la playa o por el muro, sentándonos en una terraza y en otra, comiendo al aire libre, disfrutando de largas sobremesas. Eran días de auténtica fiesta. Las sonoras carcajadas de la abuela, los castillos de arena, el olor del mar, las reprimendas de mi padre porque nos alejábamos de la orilla o porque estábamos echando arena en la toalla de la señora de al lado, los periódicos amarilleados por el sol, los libros de Los Cinco en la mochila. Inolvidables sábados de verano. Las noches, años más tarde, recorriendo casi todos los garitos de la ciudad, los locales que abrían y que se daban un aire a los que aparecían en revistas y suplementos de las ciudades más modernas, los besos libres y las palmadas que batíamos en aquel bar de Cimadevilla donde los gitanos cantaban por Manzanita, por Camarón o por María Jiménez y donde nosotros terminábamos la noche antes de irnos, haciendo que cantábamos, a la cama, a cualquier cama, o a la playa. Qué vértigo da pensar en todo el tiempo que pasó desde entonces. Hay risas y fotos y algunas zonas sombrías de todo ese tiempo transcurrido. Lo bueno de cumplir años es que sólo te vas quedando con las risas -eso siempre- y con algunas de esas fotografías. El equipaje cada vez es más ligero. Cuánto costó que así fuera.
Estos días regreso a Gijón porque Íñigo está montando el Salón del Libro Asturiano y le estoy echando una mano. (El sábado firmaré ejemplares de mi libro y cerraré así un gozoso ciclo). Ah, la sensación de volver a abrir cajas de libros y colocarlos en las estanterías. El placer de descubrir algunas novedades o de reencontrarte con pequeños hallazgos que no tuvieron la repercusión que se merecían y que situas en un lugar preferente por si esta vez tienen más suerte, que seguro que sí. Luego, ya más relajado, me siento en esa terraza y pido una cerveza bien fría. Y, viendo a toda esa gente que va de un lado a otro de la ciudad, el sol que quiere hacerse un hueco en el cielo encapotado, la charla con esos amigos que pasan, pienso que sí, que este es uno de esos sitios donde quiero estar y que el viaje, extraño o no, va mereciendo la pena.

martes, 23 de agosto de 2011

En aquel café

Merendábamos, mi madre y yo, en aquella cafetería los días que íbamos a ver una película al cine Principado (hoy, como todos los demás cines de esta ciudad, ya no existe) o a la consulta del médico, el doctor Garrido, que teníamos por entonces en la misma calle que los desaparecidos cines. La cafetería estaba en la calle de abajo. Era un local antiguo, con mesas cubiertas con manteles de color verde, una suave música al fondo y muchos cuadros de caballos por las paredes, siempre recién pintadas de un amarillo muy discreto. A la entrada, había una lámpara de pie que le daba un aire más acogedor al local, como si estuvieses en el salón de tu propia casa; luego, bajabas una escaleras y accedías a la cafetería. Siempre estaba llena de gente. A veces, teníamos que esperar unos minutos en la barra hasta que quedase alguna mesa libre. A mi madre, como a muchas mujeres de su generación, nunca le gustó comer en las barras de los cafés. Como los camareros nos conocían de otras ocasiones, enseguida nos encontraban una mesa. Nos gustaba una de las del fondo, pegada a la pared, desde la que podíamos observar toda la sala, el ir y venir de unos y otras (todos muy bien vestidos; al menos, a los ojos de aquel niño que veía cómo su madre también se había puesto uno de los últimos vestidos que se había comprado para la ocasión: cine y merienda o -esto sonaba peor- médico y merienda), las meriendas que los camareros iban sirviendo en el resto de las mesas. Bandejas con platos llenas de exquisiteces, dulces y saladas. Mirábamos la carta, haciendo que dudábamos de nuestra decisión, pero la cosa estaba clara: siempre pedíamos lo mismo. Dos tazas de té con limón y dos sándwiches de tres pisos, bien repletos de queso, jamón york, tomate, lechuga, mayonesa y un poco de ensaladilla rusa. Mi madre, tan golosa y tan friolera, sustituía algunas tardes aquel tremendo sándwich por una taza de chocolate con churros, sobretodo en los largos días del invierno, cuando ya hacía mucho frío y siempre parecía que estuviese a punto de ponerse a llover o a nevar. Me gustaba contemplar cómo espolvoreaba aquel sobre de azúcar encima de los churros humeantes y la cara de satisfacción que ponía, ¿quieres uno? Estar allí, en aquel café, suponía todo un acontecimiento. Uno de los muchos regalos que mi madre me ha hecho a lo largo de la vida. Me hacía sentir mayor, importante. No había ningún otro niño casi nunca por allí, acaso alguno muy pequeño en su cochecito de bebé. A mi me gustaba imaginar las conversaciones de las mujeres de las mesas de al lado (el local, al menos a aquellas horas, estaba repleto de mujeres que hablaban y hablaban unas con otras). Y mi madre sonreía. Decía: qué cosas se te ocurren. Y después, los dos contemplábamos los modelos más llamativos de aquellas mujeres: las joyas, los bolsos, los zapatos, las pieles que algunas llevaban anudadas al cuello y de las que, pese a los intensos calores de la calefacción, no se despojaban. Al rato, salíamos y de la mano, con las calles iluminando la oscuridad de la noche, regresábamos a casa comentando la película y la suculenta merienda, y pensando ya en volver allí cualquier tarde de la semana siguiente o de la otra.

lunes, 22 de agosto de 2011

A vueltas con la religión

Cuando era pequeño, bajo las sábanas, rezaba todas las noches tres avemarías. Así me lo había enseñado mi abuela. Con eso, decía, nada malo podrá ocurrirte. Ah, las abuelas. Pero muy pronto empezaron a suceder cosas malas. Las burlas de los otros niños al comprobar que era un niño diferente y el silencio de aquellos curas y profesores que miraban sin disimulo hacia otro lado. Sin embargo, yo continuaba rezando todas las noches aquellas tres oraciones que me había enseñado mi abuela. Cosas de niños, cosas del miedo. Después de rezar, le pedía a la imagen de aquel Niño Jesús de porcelana que estaba sobre mi mesita de noche que cesara todo aquello, que se acabara de una vez por todas aquel sufrimiento. Por favor, por favor, por favor, susurruba: sé que tú puedes hacerlo. El miedo de los niños (tan intenso como la inocencia) es siempre el peor de los miedos porque ellos, los niños, desconocen los porqués de las cosas, los motivos y las circunstancias. Sólo la figura de los padres puede ahuyentar ese miedo terrible, esa angustia. Pero mis padres no sabían nada de todo aquello. Otro de mis temores era que ellos llegasen a enterarse. Me avergonzaba la idea de que ellos supiesen que el resto de los compañeros se burlaba de mi diferencia. Los complejos mundos de la mente infantil. Las cosas siguieron así hasta que, años más tarde, Bernardo, el más grandullón de la clase, al que todos tenían gran respeto por su imponente físico, fue a buscarme a mi pupitre y pedirme que me sentara a su lado. Así, de un modo radical, terminó todo. Qué bien lo pasamos desde entonces en aquel pupitre. Cuántas risas. Por aquel entonces, hacía ya mucho tiempo que había dejado de rezar. Pese a seguir estudiando hasta el final en aquel colegio religioso, ya no me interesaba lo más mínimo todo lo relacionado con los curas, aquellos curas que jamás me habían ayudado (más bien al contrario) durante aquel largo tiempo, ni con sus enseñanzas. Nunca volví a hacerlo, rezar. Ni siquiera en los momentos más duros de la depresión que sufrí durante dos años, ni en los peores tramos de la enfermedad de mi madre. Sabía que no serviría de nada. Comprendo (y respeto) que a otras personas, en momentos de angustia, puede servirles de consuelo. A mí, desde luego, no. Nada de lo relacionado con la iglesia católica me interesa (aunque respeto la postura contraria a quien la practica, siempre y cuando se guarden las formas y no se arremeta contra la idea de que hay más opiniones válidas que las suyas). Estuve quince años en aquel colegio religioso y conozco muy bien su juego. En el momento en que dejes de ir (incluso involuntariamente) por el camino que ellos trazan, estás acabado. He pensado en esto todos estos días de éxtasis colectivo (¿dónde está luego toda esa gente, si las iglesias están medio vacías y no hay curas suficientes para tantas parroquias?), viendo a ese hombre y a su séquito invadiendo las calles de Madrid. Y por primera vez en mi vida, ni me he indignado cuando, una vez más, arremetieron contra el matrimonio homosexual ni contra el modelo de mi familia. Sigue siendo todo tan absurdo como siempre y estando tan alejado del verdadero e íntimo concepto de las creencias en un Dios o en otro, que cada cual es muy libre. Supongo que el hecho de cumplir años sirve para algo más que para que la cara se te llene de arrugas y el alma de cansancio.

jueves, 18 de agosto de 2011

Glenn Close

Hay actrices que, al margen de tener una excelente carrera plagada de gloriosas interpretaciones, serán, inicialmente, recordadas por una recreación que va más allá de cualquier adjetivo que intentemos otogarle. En ese selecto grupo de prodigios interpretativos podemos poner a la Bette Davis de "Eva al desnudo", la Audrey Hepburn de "Desayuno con diamantes", la Shirley MacLaine de "El apartamento", la Gena Rowlands de "Opening night", la Kathleen Turner de "Fuego en el cuerpo", la Jessica Lange de "Frances" o la Carmen Maura de "La ley del deseo". Las actrices dejan de ser actrices para convertirse en esos personajes. Serán ya para siempre esas mujeres en nuestra cinéfila memoria. A ese selecto grupo (podría recordar más nombres, desde luego), se debe añadir el de Glenn Close y su interpretación en "Las amistades peligrosas". Un año antes de ese milagro (toda la película es en sí misma una obra maestra: se convirtió en un clásico nada más estrenarse), la actriz se había dado a conocer por su papel en "Atracción fatal". Un papel, por cierto, que habían rechazado previamente otras actrices muy famosas. Por entonces, no era demasiado conocida. Había hecho varios papeles secundarios (por los que fue nominada al Oscar) y bastantes obras de teatro en Broadway y en el "off" Broadway. Ella misma reconoce que recogía los papeles que Meryl Streep rechazaba. A partir de entonces, las cosas cambiaron. Tras verla en la piel de aquella malévola marquesa (ese final, con el rostro desmaquillado de Glenn, certera metáfora de la soledad y el ridículo que le aguardaba a su personaje, es uno de los más sublimes de la historia del cine), todo el mundo se preguntaba dónde había estado metido durante tantos años aquel pedazo de actriz. Comenzó a hacer papeles importantes en el cine, regresó de cuando en cuando al teatro (al musical y al otro), se refugió en buenos productos televisivos cuando llegó el momento, ganó algunos premios y se quedó siempre a las puertas del Oscar (curiosamente, ninguna de las interpretaciones que cito más arriba lo obtuvo). Ahora, por fin, recibirá el Donostia, ese premio cuya lista está repleta de nombres intachables y de uno o dos que es mejor no recordar. Lo recogerá con su porte elegante, con su atractiva y cercana sonrisa, y rememorará -imagino- todas aquellas veces que se quedó sin un papel, las escaleras que tuvo que subir mientras veía cómo otras con menos talento alcanzaban primero la gloria, el esfuerzo, la dedicación y el reconocimiento final. Toda esa historia más vieja que el mundo. Nuestro aplauso, hoy, es para ella.

martes, 16 de agosto de 2011

Sex-shops

Hubo un tiempo en que me gustaba entrar en los sex-shops. Curiosear entre las estanterías, descubrir artilugios imposibles, sorprenderme con los nuevos aromas y colores de los preservativos o con esos títulos de literatura de segundo o de tercer orden que se venden allí. Lo mismo me daban los sex-shops de mi propia ciudad que los de cualquiera de las ciudades que visitaba. Hay todo un mundo detrás de esos anuncios de neón parpadeantes, de esos escaparates habitualmente atiborrados de cientos de cosas: cadenas, esposas, cintas de cuero, lubricantes, vibradores de todos los tamaños, juguetes sexuales, revistas, películas, lencería o muñecas hinchables. Los hay cutres, muy cutres, y fashion (o pretendidamente fashion). Todos ellos tienen un inevitable halo de decadencia, un punto hortera y el mismo olor a ambientador más o menos barato. Cuánta literatura se puede esconder detrás de todo eso. Un grupo de chicas comprando un montón de regalos para una despedida de soltera; chicos tratando de ligar con otros chicos; abuelos que, desinhibidos o jugando al despiste, mirando las películas porno como si fueran las últimas novedades de su video-club habitual, a saber lo que andaban buscando por allí... Muchas historias después de traspasar esas puertas. Recuerdo un sex-shop de tres plantas en pleno centro de Londres que era como una especie de Corte Inglés del sexo. Y en contraste, los más decadentes que vi hasta la fecha, los situados en pleno Manhattan, a pocos metros de la calle 42, entre locales de comida rápida, licorerías y supermercados coreanos, de donde salían unos tipos que nunca dudé que hubiesen estado en la mismísima guerra de Vietnam. El modelo Robert de Niro en "Taxi driver" es bastante frecuente en los sex-shops de Nueva York. Ah, la influencia del cine en nuestras vidas. Todo un mundo, ya digo. Hace tiempo que ya perdí el interés por visitar los sex-shops. Vistos los tres modelos habituales, vistos todos, ya estén situados en un barrio del rincón más pequeño del mundo o de la mismísima ciudad de San Francisco. Cerca de nuestra casa, hay dos sex-shops. Uno un poco más cutre que el otro. La gente entra y sale con total normalidad, se para delante de sus escaparates, señala, comenta, bromea. El domingo por la tarde, de regreso del cine, nos encontramos con un grupo de jovencísimos peregrinos que habían empapelado el escaparate de uno de esos sex-shops (estaba cerrado) con el mismo panfleto que nos habían dado a nosotros y que nos animaba a acudir a la plaza de La Catedral a entonar con ellos sus oraciones y sus cánticos religiosos. No habían puesto esas pegatinas en ninguno de los otros escaparates de las tiendas cerradas: sólo en ése, en el del sex-shop. Ay, ay, ay, los eternos prejuicios en torno al sexo. Y la falta de respeto por la libertad de cada uno a entrar libremente donde le apetezca. Luego, siendo sinceros, pensamos en ella, en la chica que trabaja allí y en la gracia que le iba a hacer al día siguiente cuando llegase por la mañana a su puesto de trabajo y tuviese que dedicarse a quitar del cristal todas aquellas pegatinas mientras los otros, cantando y rezando, continuaban con su feliz peregrinaje.

martes, 9 de agosto de 2011

Niños diferentes

Hay un momento terrible en la vida de todo niño diferente: aquel en el que, cuando empieza a escuchar los primeros insultos de sus compañeros de clase, teme decírselo a sus padres por miedo o por vergüenza. Ignora que sus padres siempre van a ponerse de su lado, tratando de evitar por todos los medios el sufrimiento. El niño piensa que es él el que ha hecho algo malo y seguirá aguantando los improperios y la marginación de sus compañeros hasta que llegue el momento en que éstos se cansen o suceda algo (no sabe muy bien el qué) que termine con todo aquello. El tiempo va pasando, el niño va creciendo y las cosas, después de un montón de sufrimiento inútil, se van poniendo en su sitio. El niño diferente se convierte en un adulto y, aunque a veces tiene que escuchar algunas sandeces por parte de los sectores más reaccionarios de la sociedad, ve cómo los años y las nuevas leyes van, afortunadamente, normalizándolo todo. Los padres, por su parte, siguen ahí. Sean más comprensivos o menos, más tolerantes o menos, siguen ahí. A algunos les cuesta más adaptarse al hecho de que su hijo tenga una sexualidad diferente a la de la mayoría. En cierto modo, siendo honestos y comprensivos, resulta normal. Tienen otra educación, provienen de un tiempo en el que la homosexualidad, con la inestimable ayuda de la iglesia católica, era considerado como algo terrible. Lo más terrible. Pero los padres siempre son padres y, pese a lo mucho que pueda costarles aceptar que su hijo sea homosexual, siguen avanzando. Intentan adaptarse a la nueva situación y a los nuevos tiempos. Escuchan, hablan, discrepan, tratan de acercarse a la pareja de su hijo: están ahí. Avanzan lentamente en sus posiciones, pero avanzan. Ahora son ellos, los padres, los que, en ocasiones, tienen que escuchar algunos comentarios por parte de la sociedad. Incluso por parte de personas muy allegadas a ellos. Ah, esos son los peores comentarios. Los que, envueltos dentro de una presunta complicidad, pretenden servir de consuelo. Esos comentarios pueden ser muy crueles. El más dañino de todos ellos es aquel que también sostiene el sector más reaccionario de la iglesia católica (haciendo oídos sordos a lo que tienen en sus propias casas): la homosexualidad es una enfermedad. Y lo dicen así, amparados en la amistad que guardan con los padres de aquel niño diferente (hoy adulto), y se quedan tan anchos. Creo que, llegados a este punto, lo diré del modo más sencillo que puedo hacerlo: Esas personas no tienen el más mínimo sentido de la vergüenza, del respeto ni de la educación: tres pilares básicos para relacionarnos unos con otros. No sólo condenan de un modo radical la sexualidad de una persona libre y adulta (el hijo de sus amigos), sino que arremeten de un modo salvaje, amparándose en la presunta amistad, contra los padres de ese adulto que fue un niño diferente. Y que, si hubiesen conocido verdaderamente los sufrimientos de aquel tiempo, el de la infancia, se hubiesen puesto de inmediato de su lado, sin cortapisas. Estoy convencido.

domingo, 7 de agosto de 2011

Feliz cumpleaños

Cumplió ochenta años el pasado martes, pero aún se vale por sí misma. Puede ducharse sola y subirse a la cama sin ayuda de nadie, aunque algunas noches, a causa de sus problemas en esa rodilla, la derecha, de la que ya la operaron en dos ocasiones, le cueste más hacerlo que otras. Ese día, el de su cumpleaños, recibió la llamada de sus cuatro hijos y de alguno de sus doce nietos. El sonido del tren que pasa cada media hora a toda velocidad cerca de allí, le hacía perder por momentos la comunicación. Para no molestar a su compañera de cuarto, que se pasa la mayor parte de la tarde adormilada, salía de la habitación cada vez que le sonaba el móvil. Le costó hacerse a él, a ese diminuto teléfono que le regalaron el día de Reyes, pero ya lo domina a la perfección. El pequeño de sus nietos se pasó varias tardes enseñándola con paciencia a utilizarlo. Tienes que hacer un curso de informática, abuela, ya verás qué bien se te da, le repite cada vez que va a visitarla. Lleva casi dos años en esa residencia de las afueras de la ciudad donde, al principio, se resisitió a ingresar. Ahora, qué remedio, ya está resignada. Comprende que sus hijos tienen sus vidas y sus trabajos, y que ella, pese a su estupenda situación física, es demasiado mayor para vivir sola. No le costó adaptarse al resto de compañeros ni al personal de la residencia. Siempre tuvo buen carácter: alegre, risueño, pacífico. Más le costó hacerlo a su viudedad, cuando le tocó. Cincuenta años de matrimonio no se pueden borrar de un plumazo, argumentaba cuando alguien la veía un tanto apagada. El otro día, el de su cumpleaños, el mayor de los hijos le contó que este sábado pasarían a recogerla, que estuviese preparada alrededor de las doce y media, que se iban todos a comer a un restaurante cerca de la playa. La mujer, este sábado, se levantó a las siete de la mañana, se duchó, se vistió, se arregló el pelo con más esmero que otros días y, a las nueve y media en punto, ya estaba en la salita donde jugaban a las cartas o leían revistas y periódicos, esperando. Uno u otro hijo, solían ir a verla una vez al mes (a veces, menos), pero eso de recogerla e irse todos juntos no pasaba ni por Navidad. Se leyó todas las revistas que encontró por allí y la novelita negra que había empezado la otra noche. A las doce y cuarto, entró en su habitación, se dio un último retoque en el pelo, se quitó las gafas, se puso la chaqueta, cogió el bolso y se despidió hasta la tarde de su compañera de habitación, que ya se preparaba para la comida y para echarse una de sus largas siestas. Se sentó en una de las butacas del hall de la entrada. El chico de recepción le sonreía cada vez que sus mirabas se encontraban. El reloj de la pared, justo encima del chico, parecía que no se moviese, que sus agujas se hubiesen quedado definitivamente atascadas. Pasaron las doce y media, la una, la una y media, las dos, las dos y cuarto, las tres, y ella, la mujer, seguía allí sentada, esperando. Se habrán retrasado por los niños, por el tráfico, por... A las tres y media, ya no le quedaban disculpas ni argumentos. Se levantó de allí, la cabeza agachada para ocultar las lágrimas, y se dirigió a su habitación. El chico de la entrada, que ya terminaba su turno, le susurró un tímido feliz cumpleaños, pero ella, a causa del sonido de aquel tren que pasaba a toda velocidad cada media hora, no pudo oírlo.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Brooklyn en blanco y negro

Llevo varios días sumergido en la lectura de "Brooklyn en blanco y negro". Desde que Hilario Barrero, su autor, tuvo la gentileza de dejarme un ejemplar en casa, con una hermosa dedicatoria, mientras Íñigo y yo estábamos con mis padres celebrando sus cuarenta y un años de matrimonio. (La cara de mi madre, ese día, pese a la recaída de esa enfermedad reumática que la atormenta, con todos nosotros a su alrededor, parecía otra: como si hubiese hecho una especie de pacto con los dolores para esa jornada). Ese mismo día, el de la celebración de mis padres, cuando llegué a casa y lo recogí, empecé a leerlo y no pude parar. Tan seductora es su lectura, tan apasionante. Se trata de un diario, y de mucho más que eso. Un puñado de fotografías donde el pasado y el presente, Asturias, Toledo o Nueva York, la ciudad en la que vive desde hace muchísimos años, o algunas de las personas que forman parte de la vida de su autor, están muy presentes. La casa de la infancia en Toledo y la casa de su barrio neoyorquino. Los paseos por los alrededores, las charlas con los amigos, las caminatas hasta Manhattan, la afición por la ópera... Y la vida que va pasando de modo inevitable, los amigos que se fueron, las huellas y el vacío que dejaron, el tiempo que corre y corre, los sucesivos viajes, las maletas que se abren y se cierran, las cosas que van cambiando, los poemas que se escriben y los que no llegan nunca a escribirse porque así lo dictamina esa mano invisible que está detrás de la inspiración (o como se llame) y que es más determinante que cualquier razonamiento. Ah, todos esos pequeños detalles: tan bien reflejados con esa prosa minuciosa que atrapa y cautiva. Y la muerte, claro, como el poderoso reverso de la vida, de los momentos felices y de los otros. La muerte de Estelle, esa vieja conocida. Y la muerte de su madre. Cuántas páginas se han escrito sobre la muerte de la madre en la historia de la literatura. Aquí, Hilario escribe algunas de las más bellas. El silencio y el dolor. La mirada última de la madre, el recuerdo de un sonido, de un olor, de una boca que se cierra para siempre y del pañuelo de seda que la cubrirá para toda la eternidad, las flores y la tierra que se desparraman sobre el féretro. Un desgarramiento silencioso, nada arrebatado. Unas páginas de una gran intensidad y hermosura. Pero no quiero terminar con algo tan triste como resulta eso, la muerte de la madre (cualquier muerte, en realidad), porque este diario no lo es. En el diario van pasando tantas cosas como en la propia vida, y en la vida no todo lo que pasa es triste, aunque a ratos desfallezcamos y así nos lo parezca. Me quedo, para finalizar, con ese momento en un bar de Gijón, "La sacristía", donde el autor comparte un vermú y recupera el delicioso sabor de esa bebida. En eso, en un instante compartido, en el disfrute de un sabor recuperado, observando otras vidas que se mueven y pasan ante los ojos, consiste lo mejor de vivir, esos momentos que hacen que los otros queden relegados a un segundo plano, a ese rincón donde se van fermentando las arrugas y las cicatrices. Y por los que, pese a todo, merece la pena estar aquí.