martes, 31 de mayo de 2011

María Jiménez

Parafraseando al gran George Cukor cuando dijo aquello de que hay actrices y actrices y luego está Kate (Hepburn), podríamos decir que hay cantantes y cantantes y luego está ella, María Jiménez. Única, irrepetible, volcánica, arrebatada, excesiva, salvaje, grande. Son palabras que le van como anillo al dedo. La melena revuelta, el gesto siempre arrabalero, la voz rota, el sentimiento a flor de piel, los ojos húmedos por la emoción, el alcohol y el (abundante) humo del tabaco rubio. Dale una mesa y allí estará María Jiménez, a mitad de la fiesta, whisky en mano, cigarrillo en la otra, descalza ya, buscando su sitio entre las copas medio vacías, la pierna en alto, el vestido arriba, el micrófono en el escote y el desgarro en la garganta. Otra de las nuestras. Es imposible contabilizar la cantidad de noches en las que, tantos años atrás ya, con el amanecer acechando y la juventud en plena efervescencia, pedíamos una de sus canciones para irnos tranquilos (o más intranquilos aún, ay) a la cama. A la propia o a la de no sé quién que llevaba toda la noche sin quitarnos el ojo de encima. Otros tiempos. Los de los años de la primera juventud: con sus luces y sus sombras (pocas). Qué noches tan locas y tan divertidas. Noches que empezaban a las cuatro de la tarde bebiendo vino malo y se prolongaban hasta el amanecer, dichoso amanecer, con bourbon bueno. Un lunes, un martes, un miércoles, qué más daba. No había que trabajar al día siguiente, y los jueves y los viernes eran los mayores días de fiesta. Con cuatro duros en los bolsillos, nuestros clásicos al fondo y cientos de ideas bullendo por la cabeza, el mundo era nuestro. Oviedo era una ciudad muy diferente a la que es hoy en día. Había más alegría, más esperanza, más ilusión, más risas, muchas más, y más tugurios -de divina decadencia- abiertos. Araceli y yo jugando a ser Ava Gardner, aquella condesa descalza que, según decía la leyenda, no llevaba ropa interior y meaba a su antojo en los pasillos de los hoteles y donde le daba la gana. Ella, la indómita Ava, bebiéndose la vida: como podía, como quería. Sus amores, sus juergas, su rebeldía, su inquietud, sus películas, sus peleas con Sinatra, su brutal belleza y su inmarchitable leyenda. No sé si Ava llevaba ropa interior debajo del vestido en aquellas largas noches de juerga, pero sé que María, en algunas actuaciones, no la llevaba. Así me lo dijeron quienes tuvieron la suerte de verla actuar por aquí, tanto tiempo atrás. Puedo imaginármela. Con su vestido blanco, vaporoso, escotado, transparente, mínimo. Y sin bragas. Tal cual. Leyenda o realidad, ella también podía. Y la que puede, puede. Y punto. "Se acabó porque yo me lo propuse y sufrí...". Hace unos años, con las canciones de Sabina, hizo un disco soberbio: porque se apropió de todas ellas con la fuerza y el talento que la caracterizan. Hoy, quizá, con las de Bunbury (un suponer), haría otro disco memorable. De una diva a otra. Con todas las plumas o sólo con algunas de ellas.

domingo, 29 de mayo de 2011

Punto y final

Cuando se termina una novela, aparece el vacío. Uno se queda como desinflado, apagado. Satisfecho, sí, pero un tanto nostálgico. Como si tu mejor amigo se fuese a vivir a otra ciudad o algo así. Son muchos meses, muchos días, muchas horas de tu vida dedicados a hilvanar esa historia, a darle forma, a llevarla a buen término. No es lo mismo, como bien sabemos los que escribimos, escribir una novela que un relato o cualquier otra cosa de menor extensión. La novela requiere mucha concentración, no dejar de escuchar nunca esa voz, ese tono, ese hilo que la conduce. Por eso, hay que dedicarle mucho tiempo, no dejar de escribir ni un solo día. Conviene no despistarse. Pensar en ella constantemente. Vas por la calle y vas pensando en ella, en cómo resolver el final de ese capítulo, en qué adjetivo utilizar en aquella frase sin que rechine. La transparencia del lenguaje: eso es lo que busco. Menos siempre es más. Si tomas una cerveza en esa terraza, sabes que tu protagonista puede hacerlo en una similar. Si paseas por un lugar nuevo, quizá ese protagonista también pueda hacerlo en un determinado momento. Si entras en un museo, en una librería, en un teatro, también. Sabes que la vida, de una manera u otra, puede entrar en la novela. De hecho, lo hará. Ayer, en la madrugada (que es la hora que prefiero para escribir), le puse el definitivo punto y final. Se acabaron las correcciones de las últimas semanas. Fueron, ya digo, muchos meses dedicado a ella. Y apareció el vacío, claro. No es un tópico. No es una frase hecha. Por eso lo mejor es salir de casa. El día era luminoso, muy soleado, y apetecía sentarse en una terraza, beber vino y sentir cómo pasaba la mañana tranquilamente. Así lo hicimos. Llevar la novela bajo el brazo, quedar con tus mejores amigos y dejársela para que la leyeran. Esas personas que, aunque a veces te digan cosas que no te gustan o que no compartes, sabes que te dirán la verdad, que su opinión será sincera. Horas más tarde, sonará el teléfono. Y sabes que serán ellos, tus amigos, para decirte lo que piensan de ella tras una primera lectura. Segunda prueba superada. La primera fue cuando la leyó la persona con la que compartes la vida. Esa persona que, durante todos esos meses, mientras la escribía, dormía en la habitación de al lado. Ah, esa complicidad silenciosa... Tres opiniones. Las tres positivas. Luego vendrá la de los lectores. El viaje no ha hecho más que comenzar. Qué vértigo.

jueves, 26 de mayo de 2011

Dylan

Éramos jóvenes y escuchábamos a Dylan. A veces, entrada ya la noche, no entendíamos muy bien lo que decía, pero no importaba. Lo fundamental era que estábamos allí, los dos, juntos, después de todo, escuchando aquellas canciones, ajenos al mundo, a aquel mundo que no nos interesaba demasiado y que, estábamos seguros, no tardaría demasiado en cambiar. Nos encontrábamos en medio del invierno, en aquel viejo apartamento alquilado, pero teníamos las ventanas de la habitación abiertas: nos gustaba escuchar el rumor del mar entrando por ellas. Aquel olor y aquel frío que nos despejaban la cabeza de tanto tabaco como llevábamos fumado, del vino que aún seguíamos bebiendo. Sabíamos que era la hora de irse para la cama, pero no nos apetecía hacerlo, como si el mundo se acabase aquella misma noche y aún tuviésemos muchas cosas que decirnos. Las teníamos, claro. Éramos jóvenes y la revolución, la nuestra, estaba aún por hacer. La música de Dylan seguía sonando una y otra vez en aquel destartalado tocadiscos que habíamos rescatado de no sé dónde. Posiblemente, como tantas otras cosas, de la basura. Eran los tiempos en los que la gente se deshacía de aquellos antiguos aparatos y los sustituía por aquellos nuevos y modernos formatos que, de momento, no nos interesaban. Nosotros no teníamos pensado deshacernos de nuestros vinilos, de ninguno, ¡faltaría más! Allí estaban, sí, buena parte de ellos. Los discos de Dylan, de Janis Joplin, de Jim Morrison y su banda. Nos fascinaban, en aquella época, todos ellos. Y también los de Chavela Vargas, Paco Ibáñez y Silvio Rodríguez. Ella era mayor que yo. Y a su lado, a gran velocidad, estaba descubriendo miles de cosas. No había temas prohibidos. Era viernes, teníamos vino y tabaco en abundancia, estábamos allí, en aquel viejo apartamento del centro de Gijón, escuchando a Bob Dylan, y lo demás no importaba. Qué fácil es dejarse llevar cuando la complicidad nos envuelve de esa manera tan sobrecogedora, tan difícil de volver a encontrar. Por la tarde, en la primera sesión, habíamos ido al estreno de "Thelma y Louise", y después, nos habíamos comprado "El jinete polaco", de Antonio Muñoz Molina. Nos leíamos todo lo que escribía Muñoz Molina. (Me acordé de ella, de mi amiga, y de todas aquellas lejanas noches, cuando el año pasado, en la presentación de "Lo que me queda por vivir", conocí al escritor en Madrid). Nos fascinaba "El invierno en Lisboa" y estábamos convencidos de que esa nueva novela no iba a quedarse atrás. (Muchos años después, en esa misma ciudad, el día de la boda, el concejal leería un párrafo de ese libro, "El jinete polaco", durante el acto). Y Susan Sarandon, qué contar de ella. Era otra de las nuestras. Habíamos oído decir que, en su primera visita a San Sebastián, estaba tan borracha que no sabía ni dónde se encontraba. Era la época de "Atlantic City" y la escena memorable de aquella mujer que se lavaba los pechos con limón para quitarse el olor a pescado. Hablábamos, sí, de películas y de libros, del amor y del sexo, de la realidad y del deseo, de todos los viajes -reales o imaginarios- que se pueden hacer sin salir de una habitación, y seguíamos dándole vueltas a los discos de Dylan, una y otra vez, hasta que el amanecer entraba por los amplios ventanales de aquella habitación y nos encontraba allí, dormidos, tapados bajo la misma manta, rodeados de libros y de ceniceros llenos de colillas, mientras la aguja, atascada al final del disco, repetía aquel sonido que confundíamos con la lluvia o con el rumor del mar, tan bravo, tan cercano.

miércoles, 25 de mayo de 2011

¿Quién teme a Virginia Woolf?

Nunca tuve deseos de ser una chica. Me gustan cómo piensan, cómo se mueven, cómo actúan ante la adversidad, cómo en ocasiones sacan fuerzas de donde no las hay para seguir tirando, cómo se recomponen tras sufrir alguna desgracia, alguna pérdida, algún descalabro amoroso. Hablo de la mayoría de ellas, de muchas a las que he conocido: no conviene generalizar. Recuerdo todos los días de mi vida -todos- a mi abuela Virginia, muerta hace casi veinticinco años, por el ejemplo de dignidad que dejó en esta tierra, por las enseñanzas que me dio, por todas aquellas clases de cocina (desoyendo a los hombres de la casa), por los libros que me compró, por aquella maravillosa filosofía (que ella se aplicaba) de que debemos amar a los demás como son y no como nos gustaría que fuesen. Siempre me encuentro mejor entre un grupo de chicas que entre uno de chicos. Compartimos ciertas complicidades, ciertas posturas -al margen de ideologías, según en qué casos- esenciales para la vida. Siempre estaré a su lado a la hora de reivindicar igualdades, derechos y dignidad, sobra la duda. Admiro profundamente la labor de muchas actrices, escritoras, fotógrafas, pintoras, cantantes, bailarinas... Muchas de esas mujeres están aquí, siempre a mi lado, mientras escribo. Las paredes de nuestra casa están llenas de fotografías de esas mujeres: Judy Garland, Elizabeth Taylor, Bette Davis, Gena Rowlands, Marguerite Yourcenar, Clarice Lispector... Y también admiro los trabajos de esas otras mujeres que se dedican a otras cosas menos creativas, pero que son imprescindibles para la sociedad. Barrenderas, limpiadoras, carniceras, pescaderas, abogadas, ingenieras, ministras, etc, etc, etc. A la hora de trabajar, otro tanto de lo mismo. Después de hacerlo con algunas de ellas, he conseguido mantener una buena amistad (Patricia Hevia y Esther Prieto, tan diferentes entre sí, las dos vinculadas al mundo de los libros, son buena prueba de ello). Y la risa, ay, la risa, qué necesaria, sobretodo en estos tiempos tan grises y anodidos, tan necesitados de dinero, oportunidades y esperanza. Cuánto me he reído con las mujeres. Sin embargo, nunca tuve deseos de ser una chica. Ni siquiera se me pasó por la cabeza en alguna ocasión vestirme de mujer, disfrazarme en carnaval como hacen algunos de la manera más burda y grosera, ridiculizando por completo la figura femenina. Qué le vamos a hacer. ¿A qué viene todo esto a cuento?, se preguntarán. Es sencillo: desde hace unos días, en medio de los numerosos comentarios de gente a la que le gusta mi manera de escribir, estoy recibiendo algunos mensajes (anónimos) de alguien que me dice que escribo como una mujer. Pues vale. Todavía estamos así. Porque el buen hombre (deduzco que se trata de un hombre) utiliza esas palabras a modo de desprestigio. A vueltas con el machismo más lamentable que muchos presenciamos desde la infancia. "No cocines porque pareces una mujeruca". "No juegues con muñecas porque acabarás muy mal". "No leas esa revista o ese libro porque sólo los leen las mujeres". Qué hartazgo, de verdad. Ahora viene este buen señor (imagino que es un hombre) con parecidas peroratas. Es lamentable, pero aún estamos así, en pleno siglo XXI. Soy un hombre, sí, homosexual, a punto de cumplir cuarenta años y escribo, desde esa posición, como puedo, como sé y, en ocasiones, hasta como me da la gana. Para mí no es ninguna ofensa, como pretende el que lo dice, que me digan que escribo como una mujer. Más bien al revés: me enorgullece. Las mujeres ocupan buena parte de mis gustos literarios, la mayoría. Ya me gustaría a mí escribir como Elvira Lindo, como Soledad Puértolas, como Carmen Martín Gaite, como Alice Munro, como Ana María Matute, como Idea Vilariño... Tener la ironía de Maruja Torres (y su ternura) o la de Dorothy Parker, sobria o borracha. No, sinceramente, no me importaría lo más mínimo. Firmaría ahora mismo donde hiciese falta. Por eso, por el desprecio que pretende ejercer sobre las mujeres este hombre (supongo que es un tipo), es por lo que escribo este artículo hoy. A mí, que me digan que escribo como una mujer no me molesta en absoluto, todo lo contrario: me siento profundamente halagado. Lo que me repatea, una vez más, es el machismo que esa afirmación encubre. Ese tonillo tan rancio, tan pasado de rosca. Como la base de la educación de nuestra infancia: los chicos por un lado, las chicas por otro. Los chicos, a jugar con balones y escopetas; y las niñas, con muñecas y cocinitas. ¡Por favor! Como dice mi tía Maru -otra de mis favoritas-: ¡No quemamos tantos sujetadores en el 68 para esto! Pues eso. Ah, si Virginia Woolf levantara la cabeza...

martes, 24 de mayo de 2011

Las fotografías de Romy

Pocas imágenes de Romy Schneider me fascinan tanto como las que pertenecen a la película "Lo importante es amar", de Andrej Zulawski. Su hondura, su desgarro y su dolor son tan transparentes, tan reales, tan excesivos, que, por muchas veces que las vea, no dejan de impresionarme. Buscando en las carpetas no sé qué artículo, me acabo de encontrar con una de esas imágenes. Romy, con la mirada perdida, las largas pestañas postizas, la lágrima a punto de derramarse. La actriz fracasada a la que interpreta, aquel ser humano a la deriva. Así está en esa fotografía que, entre cientos de artículos y muchas otras fotografías suyas y de otras actrices y escritoras (Josephine Baker, Nastassja Kinski, Marguerite Duras, Margaret Laurence, Elizabeth Smart...), acabo de encontrar en esa vieja carpeta azul que vino de la casa de mis padres a esta casa. Seguramente está ahí desde los tiempos del colegio. El tiempo la fue acompañando de más fotografías, de recortes de periódicos y revistas. Me encantaba, ya entonces, esa mujer, Romy. Su ascenso a la fama con aquellas primeras y acarameladas cintas, su vida, sus amores, las películas de la última etapa, su tormento, el terrible final. La leyenda que, a partir de entonces, la envuelve. Ese misterio. Lo raro que es vivir. Romy, en esa película que hace años que no veo, estaba deslumbrante. Ah, la decadencia. Qué bien le sienta a algunas mujeres ese punto que une la decadencia con la tristeza. Romy, en todas esas películas de la última etapa, siempre está magnífica, intensa, arrebatadora. Recuerdo que por aquella época leí un biografía sobre ella: tremenda vida la suya. En la contraportada, aparecía una fotografía donde aparecía así, bellísima y decadente. Hace poco, en una librería de viejo, la encontré y me la compré. No por su calidad literaria, sino por el recuerdo que tenía de ella, por el recuerdo de aquellos años en los que la leí. En aquellos años grises y difíciles, los años que pasé en aquel colegio de curas, leer este tipo de biografías me alejaba de aquel ambiente cerrado, sórdido, cuartelario, de aquellos curas y profesores, de mis compañeros, con los que no tenía nada que ver. Había otros mundos, lejos, muy lejos. Y esos mundos llegaban a mí a través de los libros, de biografías como aquella (llenas de fotografías), la de Romy Schneider, vestida, en la contraportada de ese libro, con una combinación negra y unos zapatos de tacón, los ojos muy pintados, la actitud de quien ya ha cumplido algunos años y conoce de qué va todo esto. En la facultad, tuve una amiga que se parecía enormemente a ella. Le faltaba el punto decadente, claro: aún tenía veinte años. Todo lo que escribía por aquella época estaba pensado para ella. ¿Qué habrá sido de su vida? Le gustaban estas cosas de la literatura y le hacía gracia que alguien -yo- escribiese pensando en ella. Cuando le hablaba de la posibilidad de rodar un corto, reía y encendía otro cigarrillo (fumaba constantemente y movía con las manos su pelo rubio con elegancia cinematográfica), no ponía ningún incoveniente. La última vez que la vi estaba casada, tenía dos hijos. Parecía feliz. No tenía el misterio de aquellos años en la facultad. Poseía otra belleza -superior aún, quizá- y otro misterio. Se acordaba de aquellas cosas que había escrito pensando en ella. Y se reía como entonces, apartando el pelo con las manos hacia atrás, encendiendo un cigarrillo con el anterior. Pienso en la dos, en Romy y en la chica de la facultad, y en esos hilos invisibles que tiene la vida y que, llevándote de un lado a otro, van uniendo las cosas.

lunes, 23 de mayo de 2011

María Dolores Pradera

Pocas mujeres en el mundo de la música como ella, María Dolores Pradera. La otra noche, en el teatro Campoamor, volvió a demostrarlo. La elegancia, el saber estar sobre las tablas, la voz honda e impecable, el movimiento de las manos, la fuerza que brota de su cuerpo menudo, cómo se apodera todo el escenario de la luz que surge de esa presencia, la suya. Todo eso está dicho, sí, pero hay que repetirlo. Es inevitable. La fragilidad de su imagen desaparece por completo cuando entra en el escenario y comienza a cantar, a ponerse sus ponchos, a jugar con las manos, a hablar con los músicos y con el público, a desplegar su fina ironía, su inteligencia. Las canciones de siempre siguen emocionando de la misma manera, como si fuese la primera vez que las escuchásemos. Como ocurre con los auténticos clásicos. Con los buenos repertorios. La escuchamos con devoción. Nos emocionamos también cuando ella se emociona al recordar a su amigo Carlos Cano, de quien canta varias canciones, las más emblemáticas. Por causa de esa emoción, se le olvida un pequeño tramo de la letra y los aplausos retumban en el interior del recinto. (Recuerdo aquel maravilloso concierto, el de los dos, Carlos Cano y María Dolores Pradera, mano en mano, en este mismo teatro, unos cuantos años atrás ya). A nuestro lado, Cosme Marina, crítico musical, embelesado también, realmente emocionado. ¡En cuántas batallas he coincidido con Cosme! Conservamos las risas de algunas de ellas, los secretos de algunas otras y el amor por estas mujeres maravillosas, como la propia Pradera, para las que nos tememos que no hay relevo. Eso comentamos al final del espectáculo. Siempre nos quedarán los buenos momentos que nos hicieron disfrutar, eso sí. Como este de la otra noche, en un palco del Campoamor. Y también nos queda la certeza de que, más allá de todo, algunas estrellas siguen brillando como entonces.

domingo, 22 de mayo de 2011

Indignado

Sí, estoy indignado. Y mucho. Este año cumpliré cuarenta años y, como esos casi cinco millones de personas, no tengo trabajo. Entre unos vaivenes y otros, como el que no quiere la cosa, seis meses ya sin él. Hago muchas cosas al cabo del día para no pensar demasiado en ello. Lo importante es organizarse, estar entretenido, dejar pasar las horas sin muchas alteraciones. No deslizarse con demasiada frecuencia por la (siempre apetecible) senda del alcohol, la comida, el tabaco en exceso, los ansiolíticos. No siempre consigo mis propósitos, claro. Pero siempre hay un momento, más tarde o más temprano, en el que termino pensando en ese día, imaginando lo que pasará si termino mi prestación y aún no he encontrado un trabajo. Ay, ese momento: parece lejano pero está ahí. Muchísimas personas se marcharon de aquí, de Asturias, ya lo sabemos. No hay más que salir un viernes por la noche: apenas hay gente de nuestra edad. O cenas con gente de la edad de mis padres o de la de esos jóvenes que están empezando a descubrir los misterios de la noche. Por no hablar de la hora de tomarse una copa o de irse a bailar un rato. Sin desearlo, pero, a la mayoría, no les quedó otro remedio que largarse de aquí. Cobro una prestación por desempleo que dentro de poco, por esas extrañas cosas del INEM, se verá seriamente rebajada. Que yo sepa -también es cierto que cada vez sé menos cosas-, cuando cotizaban por mí lo hacían siempre del mismo modo. A pesar de la miseria de esa prestación, no puedo realizar ninguna colaboración literaria sin dar cuentas al propio INEM, sin que repercuta en lo que cobro, aunque sea una colaboración, en el mejor de los casos, de cincuenta ridículos euros. Lo mismo nos da que te paguen cincuenta que cinco mil, me dijo rotundamente una trabajadora de la propia oficina de empleo el otro día, con ese aire de superioridad que tiene el que piensa que jamás se verá en la misma situación de su interlocutor. Estoy indignado, sí. Y mucho. Por eso, dentro de unas horas, me levantaré, me tomaré un café (o dos), escribiré las dos páginas diarias de mi novela (ya está llegando a su fin), me ducharé, me vestiré e iré a votar (no votaré en blanco), con paraguas o con las gafas de sol puestas. No sé si servirá para mucho, sinceramente. Pero lo haré. Sé que hacerlo, aliviará (un poco) mi indignación. A fin de cuentas, la democracia es eso, ¿no? Una persona, un voto. Me temo que lo que tendría que ser una jornada de fiesta, será algo triste, aburrido y previsible. Después, como cada domingo, recorreré los puestos de El Fontán, a ver si encuentro ese libro que aún me falta, me tomaré un vermú (o tres, que hoy es domingo y la veda está abierta) y no pensaré demasiado en lo que pueda pasar. En ese momento en el que la indignación pueda ser aún mayor.

jueves, 19 de mayo de 2011

Compartiendo el viaje

Cuántas veces nos habremos preguntado qué es el amor. Casi las mismas en las que, encogiéndonos de hombros, con cara de sorpresa, no hemos sabido muy bien qué responder, cómo salir del paso. Ah, el amor. Cada uno de nosotros podría dar una respuesta y, seguramente, todos estaríamos, con leves variaciones, definición arriba o abajo, más o menos de acuerdo. A mí una de las que más me gustan es la que escribió Soledad Puértolas en su novela "Si al atardecer llegara el mensajero" (quizá la más extraña de las suyas -con ese homenaje a Ítalo Calvino implícito en el título-, y una con las que más felicidad sintió al escribir, según reconoce ella misma), "El amor es uno de los caminos más seductores que los humanos pueden emprender para vencer la desolación". No puedo estar más de acuerdo. La vida es maravillosa (a ratos), sí, pero también está llena de trampas, de obstáculos que hay que estar sorteando constantemente. Cuando esquivaste el último, al mínimo despiste, aparece el siguiente. Y comienza la lucha de nuevo. Lo bueno de ir cumpliendo años es que todo va resultando -casi siempre- más sencillo. Vamos aprendiendo ciertos trucos, ciertas pautas, qué remedio: ya está bien de tropezar siempre en similares piedras. Por eso, por las dificultades que conlleva la vida, es importante tener a alguien cerca, una pareja. No es imprecindible, desde luego, pero sí relevante. El amor, a lo largo de la vida, va pasando por muchas etapas. El primer amor, los amores de juventud, los imposibles, los que casi te pueden destrozar la existencia, los que ven las cosas de un modo similar al tuyo, los que, tras las semanas iniciales, se esfuman con la misma rapidez con la que llegaron... Todos con sus ventajas e incovenientes. Qué pereza recordar toda esa lista. Uno, cerca de los cuarenta, piensa que el mejor tipo de amor es el de esa persona que está a tu lado y disfruta de las mismas situaciones, que ve las cosas de un modo similar, que con una mirada puede lograrse el entendimiento. Que, en una terraza, si esta atormentada primavera lo permite, puede estar sentado a su lado, cada uno delante de su libro y de su bebida favorita. Comentando un pasaje de ese libro, el delicioso sabor de ese vino joven que te han dado a probar, la calidad de las aceitunas. Qué difícil es llegar a eso. No es algo que ocurra de hoy para mañana, de un día para otro. Los años, ya digo, ayudan a ello, cuando esa persona es la adecuada. Todos lo sabemos al principio: quién puede ser o no ser, precisamente, eso, un buen compañero de viaje. Esa idea, la del compañero de viaje, después del deslumbramiento inicial, es la que más me gusta, con la que, a punto de cumplir cuarenta años, me quedo. Compartir el mundo. Hacerlo con todas sus consecuencias. Todas las aventuras que van surgiendo, las risas y, también, cómo no, los sinsabores, que suelen aparacer más a menudo de lo deseado. Hace hoy cuatro años, en la noche imprevisible de un tiempo un poco loco y divertido, le encontré a él, mi compañero de viaje. A su lado, la magia, cada nuevo día, se renueva. Cuatro años llenos de muchas cosas, muchas emociones, muchas sensaciones. Viajes, libros, músicas, poemas, ciudades, proyectos, ilusiones, risas, descubrimientos, hallazgos... Y dificultades, claro, ¿quién las puede evitar? Cuatro años de viaje compartido. A su lado, mientras escribo esto sin que él lo sepa, tengo la sensación de que han pasado veloces, muy veloces, como si aquellos dos tipos ilusionados que éramos entonces -aquella larga y calurosa jornada en la que buscábamos, como Tom Waits, el corazón del sábado noche-, fuésemos los mismos de este momento. Ahora, sabemos que la salvación de uno depende de la salvación del otro. Y saber eso, saberlo con toda certeza, nos aleja de la desolación, de ese abismo del que, cada día, cuando despierto a su lado, él me rescata.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Los bancos y el surrealismo

El surrealismo, a día de hoy, sigue existiendo. Todo lo relacionado con los bancos nos conduce, inevitablemente, a ello. No voy a hablar aquí de grandes temas, ni de los comienzos de esta interminable crisis, ni de nada de eso de lo que ya se encargan los expertos con mayor o menor acierto. Me centro en mí mismo y en mi propia economía, que ya es bastante. El pasado martes día diez, cuando el INEM tiene a bien pagarnos a todos los parados, fui a mi sucursal bancaria para retirar algo de dinero para varios asuntos. Cuando llegué a la ventanilla, la chica que estaba al frente me pidió la cartilla (el D.N.I. ya se lo había entregado). Le dije que no la traía. Tanta globalización para acabar como nuestras abuelas, cartilla siempre en mano. Dijo que, al no llevar la cartilla, no podía darme esa cantidad (700 euros, no vayan a pensar) sin pedir permiso a mi propia oficina, que, curiosamente, era aquella misma en la que me encontraba. Se lo dije: mi oficina es ésta. ¿Acaso no saldrá esa información en el ordenador de la muchacha?, pensé. Me dio, a regañadientes, el dinero, como si lo sacara de su propia cartera. Algo increíble, como de risa, que viene pasando con cierta frecuencia en los últimos tiempos. Me encaminé, como todos los días diez de cada mes, a pagar a mis caseros la renta del apartamento. Como la chica del banco me había dado todo el dinero en billetes de 50, me di cuenta de que necesitaba 10 euros sueltos. Ya estaba en la calle Uría (donde tenía que entregar el dinero de la renta), así que decidí sacarlos de un cajero. Introduje la tarjeta (que caducaba en 2014 y no estaba doblada ni arañada) y el cajero se la tragó, ¡zas!, a una velocidad impresionante. Estupendo, me dije. Entré en esa oficina, la de la calle Uría, esperé la cola correspondiente (bastante numerosa) y, cuando llegó mi turno, el chico del mostrador me dijo que el cajero se había tragado mi tarjeta porque hacía un rato le habían dado orden de que se anulase ya que había sido robada, que en breve me enviarían una a mi oficina de Lugones (localidad situada a unos cinco kilómetros de Oviedo, donde jamás viví ni abrí cuenta alguna). ¿Dónde está la cámara oculta?, pregunté. Lo mejor es que vaya a su oficina, me dijo el joven. Así lo hice, con el consiguiente cabreo, como cualquiera se puede imaginar. Allí estaba la chica de antes, la que me había atendido previamente, a la que le costaba soltar un dinero que no era suyo, pero decidí que quería hablar con otra persona, la encargada. Cuando le conté la historia, como es lógico, no dio crédito. Dijo: No se preocupe, yo se lo soluciono. Y lo solucionó. Le dejé bien claro que no estaba dispuesto a pagar por una tarjeta nueva ni un euro, puesto que la mía caducaba en el año 2014 y ya había pagado por ella en su momento, como corresponde. Al poco rato, ya estaban descontados nueve euros de mi cuenta por la nueva tarjeta. Sonó el teléfono. Era la encargada con la que había hablado. Me dijo que se habían descontado los nueve euros pero que inmediatamente me los devolverían, como así hicieron. El problema, dijo, fue que la chica que le atendió por la mañana tocó una tecla del ordenador que no debería de haber tocado y montó todo el desaguisado. Ah, qué bien. ¡Una tecla puede montar todo este lío! Esa misma tecla -bastante vaga, diría yo- que, cuando el día diez cae en sábado, no es capaz de moverse para que tu dinero esté disponible hasta media mañana del lunes. Qué mundo.

martes, 17 de mayo de 2011

La boda de Marian

Nos conocimos en la librería Aldebarán, donde trabajé durante casi cuatro años. Marian vivía en uno de los edificios cercanos y entraba a menudo para preguntarme por libros para ella, para sus hijas, para regalar a su madre (qué estupenda, la madre de Marian, con su fortaleza y ese punto racial que a veces me recuerda a la mismísima Lola Flores), a una amiga o a alguna de sus hermanas. Estaba casada desde hacía muchos años. Un matrimonio convencional, a la vieja usanza, como tantos otros. Pasaba a todas horas por delante de la librería: que si ahora voy a tomar un café, que si voy a llevar a las niñas al colegio, que si tengo que sacar a Kenia (una perra tan inquieta como su dueña). Enseguida, pese a los mundos que nos separaban, conectamos. A Marian le hacía gracia mi sentido del humor, la naturalidad con la que lo veía todo. Vive y deja vivir, ése sigue siendo mi lema. A veces, para escandalizarla, llamaba a las cosas por su nombre, exageraba algunas situaciones, y ella se reía con esa risa un poco nerviosa que aún tienen algunas mujeres que estudiaron en colegios de monjas cuando alguien habla de sexo -un suponer- abiertamente. Por entonces yo llevaba el pelo largo. Y ella me decía: no te cortes nunca el pelo. Los meses fueron pasando, seguíamos hablando de esto y de lo otro y, en una de aquellas tardes, me corté el pelo. Ah, los cambios: qué necesarios de vez en cuando. Pero Marian no me dijo nada. Hacía tiempo que no la veía. Y cuando volví a hacerlo aquel carácter alegre, pizpireto y dicharachero había desaparecido. Seguía conservando su estilo de siempre, pero su mirada se había oscurecido. Acababa de separarse. Su marido se había marchado con otra chica. Cosas que pasan. Marian estaba destrozada: aquello no entraba en sus planes de boda por la iglesia y para toda la vida. Pasó unos meses malos, muy malos. La vida, cuando te sorprende con un vuelco inesperado, puede convertirse en algo muy cruel. Sacó fuerzas de donde no las tenía y siguió su camino, siempre al lado de sus hijas. Había días, cuando pasaba por la librería, en los que volvían a hacerle gracias las cosas. Conseguía arrancarle alguna sonrisa. La animaba a salir, a conocer gente nueva. Los cambios tienen que venir acompañados de todas sus consecuencias. En casa, en situaciones así, no se hace nada, le recordaba. Ponte unos zapatos nuevos y a la calle. Conoció a gente y muchas cosas cambiaron en su modo de pensar. Había más mundos que los mundos convencionales. Y estaban allí, en el día y, sobretodo, en la noche: tampoco había que irse demasiado lejos. Salió, bailó y se rió. Tropezó, claro, algunas veces, ¿quién no lo hace? Al poco tiempo, conoció a un chico, empezaron a salir así como el que no quiere la cosa, tres años hace ya de eso. El viernes de la semana pasada se casaron en el juzgado. Y brindamos hasta bien entrada la madrugada por ello. También recordamos aquel tiempo, los malos tiempos, y nos reímos, sobretodo se rió ella, con una risa luminosa, sosegada (mucho más luminosa y sosegada que otras veces), como si aquella vida perteneciese ya a otra persona que no tenía nada que ver con ella. Y me lo dijo, sí, una vez más, bien claro: no te cortes el pelo.

lunes, 16 de mayo de 2011

Don de gentes

Hay quien piensa que los libros que recopilan artículos son libros menores. No estoy en absoluto de acuerdo. Los buenos libros que recopilan artículos deben tratar muchos temas, temas de muy diferente alcance, pero, detrás de todos ellos, debe estar la propia voz de quien los escribe. Parte de su biografía. Trozos de esa vida, la suya, que se van desparramando sabiamente aquí y allá, que se van descubriendo al hilo de un tema de la más rabiosa actualidad, del perfil de un personaje famoso o de un viaje por cualquier lugar aún desconocido, o de ese otro viaje que conduce de regreso a la ciudad de la que procede el autor. El origen del autor: la madre, el padre, los hermanos, las tías, las abuelas... Ah, esa vida familiar en la cocina, en las cocinas españolas. Ahí, en esa manera de retratarse, de situarse detrás de cualquiera de esos otros temas, es donde el buen escritor se coloca y nos cuenta su manera de ver el mundo, su posición en él, su trato con el resto de la sociedad. La cercanía con ese mundo, la capacidad de observación, la complicidad con aquél que le está contando una historia, la que sea. Todo eso está muy presente en este libro, "Don de gentes", de Elvira Lindo, que recopila buena parte de los artículos publicados por la escritora en su sección dominical del periódico. Don de gentes es esa expresión que utilizaban nuestras abuelas cuando se referían a alguien que tenía una gran capacidad para comunicar, para relacionarse con los otros. Quizá, entonces, nos sonaba un poco antigua, como antiguas nos sonaban todas las cosas que aún no terminábamos de comprender del todo. Ahora, aquel soniquete añejo nos parece la expresión más exacta para definir lo que tratamos de definir, la capacidad de llegar al público. En eso, Elvira, es una maestra. El público la sigue (la seguimos) con esa fidelidad que es patrimonio de los escritores queridos y admirados de verdad. De los escritores que saben conectar con los sentimientos, con el pensamiento -melancólico, indignado, eufórico, esperanzado...: según cómo y en qué situación- de los lectores. No debe haber engaño. El artículo de periódico, el que contiene buena literatura, debe ser transparente, sincero. Al lector, jamás se le engaña, se esté hablando de lo que se esté hablando. Ella, Lindo, no lo hace, no nos engaña. Y esa verdad, la suya, es lo que la hace tan grande como escritora. Ya esté hablando del presidente de los Estados Unidos, de la infancia, de esos cómicos a los que adora, de la música que está escuchando, de la última película que vio, de un recuerdo muy personal o de lo magnífica cocinera que es su suegra. Son sólo algunos ejemplos. No importa el tono que utilice: más irónico, más simpático, más serio, más profundo. La verdad está ahí, en cada una de sus palabras. Esas palabras que la convierten en una escritora única, imprescindible.

domingo, 15 de mayo de 2011

Medianoche en París

La vida, por esto y por lo otro, se hace, a ratos, un poco cuesta arriba. Pero, de repente, llega un día cualquiera, la primera hora de la tarde de un sábado anodino, como la de este sábado un poco resacoso y melancólico, y te encuentras, en el cine, con un cuento. Un cuento ligero (que no simple), delicioso, encantador. Un cuento de esos que te hacen soñar, pensar que la vida son muchas más cosas que esa cuesta arriba que a veces se presenta con fuerza, que ese puñado de problemas y rompederos de cabeza. La vida, durante algo menos de una hora y media, en la silenciosa oscuridad de una sala, vuelve a ser maravillosa. Comienza el cuento, la ensoñación, la última aventura de ese genio que es Woody Allen. ¡Cuántos momentos memorables nos regaló a lo largo de todos estos años! Cada uno de sus fieles seguidores podríamos escribir nuestra biografía basándonos en cada una de sus películas. ¿Dónde estará aquel novio que tuvimos cuando estrenó aquella película? ¿Dónde los planteamientos vitales que teníamos en aquella otra? Ah, el cine, tan pegado siempre a nuestra propia vida... La última película, "Medianoche en París", más que cualquier otra cosa, es eso, sí, un cuento delicioso. Tan delicioso como una canción de Cole Porter. Un escritor que anda a vueltas con una novela, al dar la medianoche, retrocede a los años veinte del siglo pasado. Aquellos años en los que, en París, que es donde se desarrolla la historia, todo era una fiesta. Y por allí, al retroceder en el tiempo, París se vuelve una ciudad aún más hermosa, fotogénica e irresistible, si cabe, y una serie de personajes empiezan a desfilar con toda naturalidad de la noche a la madrugada, que es cuando se acaba el fantasioso periplo, como ocurre en el mejor de los sueños y de los cuentos. Hemingway, Scott Fiztgerald y Zelda (suya es una de las frases más geniales de la película: "Mi verdadero talento es beber"), Dalí, Picasso, Djuna Barnes o Buñuel... Hasta la mismísima Gertrude Stein (¡qué grande eres, Kathy Bates!) se encarga de darle consejos a nuestro joven escritor. París, al cruzar la medianoche, se viste de nuevo de fiesta, descorcha las botellas, rellena las copas una y otra y vez, y hace sonar la música del jazz que nos lleva los pies hasta la pista de baile, donde Djuna Barnes ya mueve desde hace rato los zapatos con brío. Aquel París, el de los años veinte del siglo pasado, y también el de ahora mismo, cuando el novelista camina bajo la lluvia con esa chica que escucha a Cole Porter, por fantasioso que sea el cuento, hace que la vida no sea el engaño que, algunos días, parece que es.

jueves, 12 de mayo de 2011

A mi manera

Ayer, delante de uno de esos carteles publicitarios que evocan aquel espíritu de los años 70 americanos, haz el amor y no la guerra y todos aquellos lemas, recordé aquella tarde del año pasado cuando vimos el musical "Hair", en Broadway. Al final de la función, terminamos bailando y cantando en el escenario, junto a los actores y el resto del público. "Let the sunshine in", como inequívoco grito de paz. Gente de todo tipo y condición, de todas las edades y de diferentes lugares del mundo estábamos allí, en aquel viejo teatro neoyorquino, unidos por ese musical, ya clásico, y por el espíritu que surgió de aquel mítico y pacífico movimiento. Unidos con esos lazos que comunican a personas muy diferentes interesadas por una misma opción cultural. Qué ganas de fumarse algo a la salida del teatro, con la euforia correspondiente tras pisar las tablas (casi sagradas para los mitómanos) de esa ciudad, Nueva York. Quizá pocas cosas hayan quedado vigentes de aquel movimiento, de aquella época, de aquel grupo de jóvenes que no querían ir a la guerra ni someterse a los dictados de los poderosos, que reclamaban con sus voces la paz, un mundo mejor. Aquel mundo que también imaginó John Lennon y que plasmó en su poética canción, "Imagine". Veníamos de San Francisco, donde, en según qué zonas de las ciudad, ese espíritu, el de los jóvenes de los 70, seguía, como la respuesta de Bob Dylan, en el aire. Viajar, de un lugar a otro, abrir la mente, dejarse llevar por la cultura de otras ciudades, de otros países: por sus gentes. Ah, los viajes. Qué rotunda su importancia. Salir de tu habitación, de tu ciudad (por bonita que sea), ponerse en la piel del otro. Evitar las polémicas, los malos rollos. Eso es lo que me gusta a mí. Ir a lo mío, vivir mi vida. Nadie me ha regalado nada. Escribir, leer, pasear, cocinar, charlar con la gente, conocer personas, acercarme a los lectores, compartir con ellos impresiones, opiniones, gustos, risas. Pocas cosas hay más gratificantes que ésa: descubrir las impresiones que tus escritos han causado en una persona que no conoces absolutamente de nada y que acaba de leerte. Toda esa generosidad, todos esos matices. Pienso que siempre es mejor dar un abrazo que una patada, sonreír que poner cara avinagrada sin venir a cuento. El debate civilizado. Dejar atrás fanatismos y fantasmas de tiempos oscuros. No todo el mundo piensa igual, qué pereza. Hay gente a la que le gusta todo eso, la polémica sobretodo. Las polémicas baratas. No me interesa ese juego. Y el insulto, menos aún. Intentar desprestigiar a alguien por su opción sexual es algo que, aparte de muy rastrero y desfasado, particularmente, ya no me afecta. Pero es algo -quede claro- que no voy a consentir porque a mucha otra gente aún sí lo hace.
La vida, ya ven, que llevo, con mis amigos, con mi familia, con mi marido. Con esa legión de lectores de muchas partes del país (que, recientemente, gracias a este blog y a mi libro, han descubierto lo que llevo muchos años haciendo, escribir), con gente también de otros países gracias a este magnífico invento de las redes sociales. Con la gente que quiere leerme y que comparte la misma visión de las cosas que yo. Y si no lo hace, lo rebate con educación, con respeto. La gente que es consciente de que la vida son dos días y la aprovecha al máximo. La gente que prefiere perder una discusión que el tiempo, como dijo Onetti. Sí, ésa es la gente que me gusta a mí.

martes, 10 de mayo de 2011

Muñecas

Cuando era pequeño, me encantaban las muñecas. Ni que decir tiene las furibundas reacciones que esa afición provocaba en los hombres de mi familia, sobretodo en el padre de mi padre. Mi abuelo Pepe, tan pacífico y tan buena persona, con su boina negra y su eterno Ducados entre los labios, era el que peor lo llevaba. Cada vez que me veía con aquella Nancy de la que mi hermana -más aficionada a los animales que a otra cosa: aquella casa de pueblo, la de los abuelos, rodeada de todo tipo de animales, era su paraíso particular- pasaba olímpicamente, se ponía enfermo. Le cambiaban la voz y la expresión de la cara. "No sé en qué vais a terminar convirtiendo a este niño", les espetaba a las mujeres, como si ellas, de un modo u otro, me indujesen a coger aquellas muñecas. Cuando el abuelo estaba delante, me quitaban la Nancy de las manos sin demasiados aspavientos, más bien por no escucharle a él soltar la perorata de siempre que por otra cosa. Luego, me dejaban a mi aire. Qué gusto. Lo mismo decía cuando me veía husmeando por la cocina, aquel recinto lleno de complicidades y secretos, interesado ya en aprender a cocinar. Qué divertido era el mundo que se consideraba exclusivo de las chicas: todas aquellas complicidades y secretos, aquellas sonrisas y aquellas palabras que a veces no llegaban a pronunciarse o que se decían bajando mucho la voz. Y qué pesado me parecía el otro, el de los hombres, todo el santo día hablando de aquellos jugadores que corrían detrás de una pelota, que si ganaban unos o perdían los otros, soltando gritos de euforia o de desilusión. No podía con aquello. Mi mayor deseo era tener los vestidos que la abuela Luisa le hacía a la Nancy de mi prima Luisa María, unos años mayor que yo. Tenía de todo. Ella, mi prima, cuando íbamos a ver a los abuelos, se encerraba en el salón para jugar con su Nancy y con toda aquella colección de vestidos que no me dejaba ni tocar. Qué tirria le tenía entonces. La Nancy, sí, era mi muñeca preferida. Sobretodo, la negra. Aquella que tenía el pelo más corto que las otras, muy oscuro y enmarañado, vestida de los años 70, con esa ropa que, vista ahora, resulta tan chic y tan rabiosamente moderna. Parecía a punto de entrar en Studio 54 para darlo todo, como una Pam Grier desenfrenada y con ganas de bailar toda la noche en la pista (esa pista, la del Studio 54, que, ahora repleta de butacas de teatro, conocimos el año pasado, qué emoción) hasta el amanecer. Ya se sabe que no hay peor cosa que la represión. Por eso, ahora, tengo tres Nancys negras. Una, con esa imagen discotequera de la que hablo. Otra, con el pelo más largo, vestida de ibicenca. Y la otra, que mi amiga Yoli rescató de un viejo baúl que tenía en el hórreo de su casa de Nava, vestida con un gorro, un bolso y un abrigo de leopardo como uno que llevaba, años atrás, la gran María Jiménez. Sin nada debajo, como alguien que era igual que Eusebio Poncela me contó que había visto actuar a la propia María por estos lares. Con el paso del tiempo, he ido conociendo a hombres (no necesariamente gays) a los que les gustan las muñecas. Y que permiten, como hacían las mujeres de mi propia familia, que sus hijos varones jueguen con ellas si les da la gana. Lo mismo que permiten que las niñas, si así lo desean, jueguen con camiones o con balones, que, por entonces, cuando yo era pequeño, tampoco estaba demasiado bien visto, aunque no alcanzase las cotas de escándalo que provocaba un niño con las muñecas. Pensar en todo ese tiempo del que venimos da más miedo que otra cosa. Conviene no olvidarlo. Los espejos en los que no deberíamos volver a reflejarnos nunca más.

domingo, 8 de mayo de 2011

Dos mujeres

Las veo muchos días, por la mañana, bastante temprano, a esas horas en las que la ciudad comienza su nueva andadura. Son dos mujeres. La joven es alegre, dicharachera, rotunda de carnes, morena de piel, de pelo muy negro, largo y rizado. Por su manera de hablar supongo que es cubana. La otra, en silla de ruedas, es mayor, elegante, refinada, con el pelo enroscado en un moño blanco y perfectamente hecho. Cada día, lleva un abrigo distinto. Son abrigos -marrones, negros, morados- algo anticuados, símbolo de un pasado bastante más glorioso que este presente, tan decadente. Luce un broche llamativo en la solapa, siempre el mismo, un collar de perlas y unos pendientes que reflejan a la perfección la gloria de aquel pasado. No tengo la menor duda de que fue una mujer hermosa. Ahora, con sus enormes gafas negras ocultando su rostro, me recuerda a aquellas imágenes que captaron de Greta Garbo cuando ya era muy mayor y llevaba muchos años retirada de la interpretación. La joven conduce la silla de ruedas y habla constantemente, con su voz dulce y en un tono muy alto. A veces, detiene su paso y el de la silla para preguntarle a la otra si está bien, si necesita algo. La mujer mayor, sin decir nada, mueve la cabeza y con ese movimiento quiere decir que todo está orden, que el paseo debe continuar. Recorren el Parque de Invierno, de un lado a otro. Así, una mañana tras otra. Quizá la joven le hable de su familia, de sus proyectos, de su país. Muchas mujeres, vestidas con chándal y zapatillas deportivas para caminar, pasan por su lado, por el mío. Algunas las saludan, a las dos. La mujer mayor dice algo, en voz baja, mueve una mano como diciendo que las cosas van así, así, más bien regular. La otra, la joven, da las gracias si le preguntan cómo va, sonríe, dice sí, quizá luego nos pasemos por la terraza a tomar un café... A ver si ella tiene ganas, añade señalando a la mujer mayor. Sí, si no empieza a llover, pasaremos... Y prosiguen su camino, hasta el final del paseo. Y yo sigo el mío, en sentido contrario, hasta bien entrada la mañana, pensando que un día de estos escribiré sobre ellas.

jueves, 5 de mayo de 2011

Salomé y el bingo

Empecé a venir al bingo tres meses después de la muerte de mi marido, Alfonso, con el que llevaba más de treinta años casada. El médico me había dicho que me distrajera, que buscara cosas con las que entretenerme. Muchas cosas repartidas a lo largo de la jornada, que los días, más aún cuando no duermes demasiado bien, siempre resultan demasiado largos. Nuestras vidas estaban hechas la una a la otra y superar esa separación, de repente, era complicado. Un infarto. Fulminante. No tuve tiempo de asimilar nada, como pasa cuando la persona se muere después de una prolongada enfermedad. De hoy para mañana, como suele decirse. Después del desayuno, se sintió mal, con dolores muy fuertes de cabeza y constantes hormigueos en el brazo izquierdo, y por la noche, ya estaba muerto. Así de sencillo. No somos nada, como apunta el tópico. Sí, un golpe muy duro. No se lo deseo a nadie, desde luego. No tuvimos hijos. Él no podía tenerlos. Tampoco los echamos mucho de menos, la verdad sea dicha. No éramos como esas parejas que, tras el diagnóstico de los médicos, se pasan la vida intentando hacerse con una criatura, no. Estábamos bien así. Perfectamente organizados. Si los hubiésemos tenido, fenomenal, pero no podía ser y no podía ser, punto. No hubo traumas. Viajamos mucho, por este país y por otros, gracias al trabajo de Alfonso, que siempre tenía que ir de un lado para otro con sus catálogos, y yo, como no trabajaba fuera de casa, pues me iba con él. Vivimos holgadamente, no tengo queja. Le echo de menos, ¿sabes?, pero la vida es así. Cuesta asimilarlo, por supuesto. A mí aún me está costando. Alfonso era un buen compañero. Veíamos la vida de manera parecida. Nos encantaba comer, probar las especialidades de cada ciudad, de cada país. Nunca se nos ocurrió jugar al bingo. A mí me vino la idea un día, cuando pasé por delante de uno. Las amigas me cansaban, las cosas como son. Siempre con chismorreos de unas y de otras, con dimes y diretes, que si los hijos no me hacen caso, que si estoy harta de mi marido, que si has visto cómo se ha puesto fulanita, cuánto ha envejecido menganita, ¡qué pesadez! Algunas mujeres hablan demasiado. A mí me gusta hablar, sí, como ves, pero también me gusta estar en silencio, a mi aire. Aquella tarde entré en aquel bingo y hasta hoy. Me divierte, me pasan las horas muy rápido. Me gasto el dinero que considero oportuno, ni un euro más, no voy a perder la cabeza a estas alturas. A veces, como cierran muy tarde, si no puedo dormir, que casi nunca puedo sin esas pastillas que me recetó el médico y que no quiero tomar, y me cansa la radio (la televisión, de mano, ni la enciendo), todos esos programas a los que la gente llama para contar sus miserias, me vengo y echo unos cartones. Muchas veces cantoun bingo o dos y saco algo de dinero para seguir jugando. Las chicas que reparten los cartones me dicen que tengo mucha suerte, que ya quisieran muchos jugadores profesionales cantar tanto como yo... En fin, a mí me entra la risa. Son majas esas chicas, ya las conozco a todas, cada una por su nombre. Hay cada una con cada historia... Le suelo dejar una buena propina si canto algo, aunque sea una ridícula línea. La verdad es que, para mí, tengo dinero de sobra. Apenas lo gasto. Y no hay cosa mejor cosa que ver a la gente contenta. El dinero es lo que más contenta la pone. Un día, hace poco, canté un super bingo, seis mil euros, uno detrás de otro, como lo oyes. Cuando me los trajeron, no me lo creía. Con lo que le cuesta, hoy en día, a los jóvenes que trabajan ganar ese dinero. Cuestión de suerte, sí. Aquella noche, me fui con el bolso lleno de dinero; andando, como siempre, que viene muy bien caminar para la circulación de las piernas y para despejar la cabeza. Le dejé cincuenta euros al tipo que estaba durmiendo entre cartones en el portal siguiente al mío, qué menos. En los bingos, ves muchas cosas, diferentes clases de gente. Hay muchas personas amargadas, desesperadas, podría decirse. Y hay otras, sobretodo mayores, como yo, que venimos a pasar el rato, simplemente. Nos conocemos todos. Hay que organizar las horas del día, que son muchas, ya lo dijo el médico. Por cierto, me llamo Salomé... Ay, calla, calla, que me falta el seis, a ver si lo cantamos, anda...

martes, 3 de mayo de 2011

"No tengas miedo"

El silencio. Los silencios de la niña, de la adolescente, de la joven, de la mujer adulta. Los ojos tristes, la mirada perdida, los nervios en el estómago, las pastillas, las ganas constantes de ir al baño, de encerrarse, de huir sin saber muy bien cómo. El padre, ese ser al que se supone que todos debemos querer y admirar, enturbia la mirada de la niña, de la adolescente, de la joven, de la mujer adulta, y la vuelve triste, terriblemente triste y apagada. Más que eso aún: perdida. Ese ser humano, ya adulto, se encuentra sobretodo así, perdido. El padre, la madre, esos referentes, no están: desaparecieron. El padre destroza ese referente. La madre, aún más cruel que el padre si cabe, mira hacia otro lado, casi sin inmutarse, con toda esa frialdad. La joven, con ese terrible pasado ya a sus espaldas, sólo quiere huir, aunque no sepa cómo, ni cuándo, ni hacia qué lugar. Encerrarse. Lo hará, sí, ¿pero encontrará en ese huida el alivio para todo ese dolor, para todo ese pasado? Ah, la incógnita. Ni siquiera la música -su extrema belleza- puede con ese dolor, con ese pasado. No tengas miedo. ¿No debemos tenerlo? Entre medias, otras historias, muchas historias, de personas como ella, en terapia, la niña, la adolescente, la joven, la mujer adulta, cuyos padres o tíos o abuelos destrozaron todo referente y cuyas madres miraron hacia otro lado, casi sin inmutarse. No tengas miedo, sólo son unas cosquillas, coge tu peluche, niña, mi pequeña.
"No tengas miedo", de Montxo Armendariz, esconde en ese silencio, en esos silencios, terribles, angustiosos, escalofriantes -tan terribles, angustiosos y escalofriantes como todo aquello que vemos sin ver, que intuimos, no hace falta más, y que nos desgarra-, muchas incógnitas, muchos interrogantes, muchos debates. Una gran película, con unos actores que te hacen contener el aliento, quitarte el sombrero. Lluis Homar, sin perder toda la dulzura de la que es capaz de transmitir, ofrece, disfrazada, la perversa crueldad del malo del cuento, del auténtico ogro. Belén Rueda, en su breve pero aprovechado papel, da una lección de interpretación con mayúsculas. (Sólo recuerdo algo parecido pensando en lo que hizo la gran Victoria Abril en "El séptimo día"). Cuánta sabiduría en sus gestos, en sus miradas, en cada uno de los movimientos de esa mujer sin nombre, la madre, que bien podría ser la más terrible de las madrastras. La más cruel. Cuánta tristeza en esta película, "No tengas miedo", de Montxo Armendriz. Qué bien contada. Qué frío cuando se acaban los créditos, cuando se encienden las luces. Qué miedo. Cuando la música ya no suena. Qué miedo, sí. Aunque el padre le diga lo contrario a su hija, en un susurro, no, no tengas miedo.

El perdón

No era uno de los cabecillas. Los cabecillas de aquel grupo eran dos, básicamente: repetidores, malos estudiantes, siempre con ganas de follón, de quitarles el dinero o la comida a quien, por auténtico pánico, se dejaba (casi todos, aunque ahora algunos parecen haberse olvidado) y de meterse con los demás. Siempre con los más débiles: los diferentes. Los gordos, los cojos, los afeminados... "En nuestro barrio, a los maricones como tú, los reventamos a patadas", decían ellos, los cabecillas, uno o dos años mayores que nosotros, tan valientes siempre, en las clases de gimnasia, dos veces por semana, mientras te arrinconaban y te zurraban: patadas, puñetazos, bofetadas... Burlas y más burlas, cada una más despiadada que la anterior. Los curas y los profesores de aquel colegio -aquel colegio que, el año pasado, visitando la prisión de Alcatraz, en San Francisco, de pronto, me vino a la memoria: los mismos aires cuartelarios, idéntico halo siniestro, aquel olor a hombre encerrado,a represión y a comida de rancho-, mirando para otro lado. Esa retahíla con diez, once, doce, trece años. No era uno de los cabecillas, no. Se trataba de uno de tantos que, seguramente por miedo a que si no lo hacían les sucediese lo mismo, les seguía el juego a los otros, los verdaderos cabecillas. Esa masa que, siguiendo al líder, a los líderes, puede hacer tanto daño como él, como ellos. La otra noche abrí mi correo y allí estaba un mensaje suyo, hablaba en su nombre exclusivamente aunque otros -decía- deberían hablar en el suyo propio, pidiéndome perdón por el daño que, siguiendo las directrices de los otros, hubiese podido hacerme en aquel tiempo. Nunca es tarde si la dicha es buena, pensé. Vale más tarde que nunca, etc. Todo ese blablablá. Nunca se imaginará ni él ni nadie (sólo quien, a mi lado, sufrió lo mismo que yo lo sabe de idéntica manera: aquellas piedras volando hacia nosotros, aquel encogimiento de hombros por parte de todo el profesorado, mucho más dañino que las propias piedras) lo que fueron aquellos años. Las palabras de perdón y arrepentimiento honran a quienes las pronuncian, desde luego, aunque vengan tantos años después. El silencio de aquellos curas y profesores continúa ahí, definiéndoles -si aún hace falta hacerlo- cada día a todos ellos.

lunes, 2 de mayo de 2011

Una madre asturiana

La mujer se acercó al puesto de libros, hojeó el mío, lo compró y se dirigió a la mesa donde estaba firmando ejemplares para que se lo dedicara. Se llamaba como una famosa cantante española y tenía sesenta y un años, aunque aparentase algunos menos. Se daba un aire importante a la (gran) actriz inglesa Brenda Blethyn. El pelo largo, muy oscuro, atado en una frondosa cola. Las gafas, grandes y de colores, según la moda. Me dio un par de sonoros besos en las mejillas y me dijo: tu libro está lleno de mujeres, ¿verdad? Sí, contesté: de muchas mujeres. Ah, las mujeres, suspiró. ¡Cuántas injusticias hemos tenido que sufrir! Lo sé, le respondí. Si yo te contase mi historia... Y me la contó. Había empezado a trabajar a los quince años, en un pueblo de La Cuenca Minera, recogiendo carbón y llevándolo de un lado a otro, mal vendiéndolo. Enseguida conoció a un tipo de la mina con el que se casó. Tuvieron cinco hijos, dos de ellos ciegos. Al poco tiempo de nacer el último, el marido se largó con otra y no volvió a saber de él. Nunca le pasó dinero para los críos. Ni un duro. Ni los volvió a ver. Ella siguió trabajando, donde pudo, haciendo esto y lo otro, aquí y allá. Trabajando hasta reventar, de sol a sol, sin miramientos. No se me caían los anillos, ¿sabes? Cualquier trabajo honrado, era bien recibido. Cuando tenía un minuto libre (pocas veces), se refugiaba en la lectura: cualquier historia le servía para evadirse durante un rato. Con el tiempo aprendió a seleccionar, a distinguir los libros buenos de los menos buenos. Les inculcó a sus hijos ese amor por la literatura. Las cosas, con el tiempo, fueron mejorando. Ahora trabaja para el ayuntamiento, tiene más tiempo para leer. Los hijos hacen su vida. Mañana, como es el día de la madre, me invitan a comer fuera de casa. Durante años, siempre encontró tiempo para reunirse con su mejor amiga. Me enseñó una foto de las dos que llevaba en la cartera, la última que se hicieron juntas. Las dos, un día de lluvia, bajo un enorme paraguas rojo, sonriendo. Tomaban café y hablaban de sus cosas, también de libros. Hace unos meses, pocos, su amiga se suicidó. No soportaba el paso del tiempo, asimilarlo, envejecer, y se quitó de en medio. Cada cual es muy libre de hacer lo que quiera, señaló, pero no estoy de acuerdo con ella. Si yo me hubiese quitado de en medio cada vez que había un problema gordo, hacía tiempo que ya no andaba por aquí... Pero ya ves, el viaje, dijo señalando mi libro, es extraño, sí, pero, pese a todo, merece la pena. Ya sé que es una tontería, que el día de la madre es un reclamo comercial y todo eso, pero ver a mis hijos, todos juntos a mi alrededor, me llena de orgullo, no sé si me entiendes. Sonreí. Y aquella sonrisa quería decir que la entendía perfectamente. Le firmé el libro, le deseé suerte y, mientras se alejaba, entre el barullo de la numerosa gente que había en aquellos momentos bajo la carpa, la vi sacar el libro de la bolsa y comenzar a leer alguna de sus historias.