lunes, 31 de enero de 2011

Natalia Dicenta

Natalia Dicenta es una actriz pasional, visceral, con mucho carácter y temperamento. Pisa con fuerza las tablas teatrales porque puede y porque quiere. De raza le viene, desde luego. Pero no sólo se trata de eso: Natalia es mucho más que la hija de Lola Herrera, interpretando siempre esto como algo positivo, muy positivo, no como una etiqueta impuesta y repetida hasta la saciedad. Los que llevamos ya unos cuantos años viendo a Natalia en todas sus obras de teatro, aquí y allá, en comedias o dramas, lo sabemos bien. Pertenece a ese grupo de actrices de cuerpo menudo (Victoria Abril, con la que tiene algunos puntos en común, podría ser otro buen ejemplo) de cuyo interior brota una vitalidad realmente única. Hace algunos años ya, hizo una interpretación magistral en "La zapatera prodigiosa", de Federico García Lorca. Parecía que el propio Lorca hubiese escrito la pieza pensando en ella. Tan grande era la gracia y el poderío de aquella zapaterita pizpireta y brillante que creó la Dicenta. Memorable creación. Algún tiempo después, junto a su madre, protagonizó la versión teatral de "Solas". Lola estaba magnífica, como siempre, pero el peso de la obra estaba en manos de Natalia, en un trabajo interpretativo de hondo calado, repleto de importantes aristas y matices. El premio Max se lo llevó Lola. Natalia ya tenía uno, como actriz de reparto en la obra "Abocados", compuesta de tres breves historias en la que ella destacaba de modo inevitable. Precisamente, junto a su madre, me la imaginaba yo, hace dos años, mientras veía en el teatro Lola Membrives de Buenos Aires la obra "Agosto", protagonizada por la gran Norma Aleandro y Mercedes Morán. Ahora se está representando en Cataluña, pero yo espero una versión con Lola y Natalia.
Ella, Natalia, lleva años cantando. Su voz cálida y honda es ideal para el jazz, para el blues, para todo tipo de melodías cantadas a media voz, los sentimientos a flor de piel. Hizo una preciosa colaboración con Clara Montes y, según he leído recientemente, está tratando de publicar un disco que muchos esperamos desde hace tiempo con ganas. Entretanto, viajamos a Madrid únicamente para verla en "Al final del arco iris", donde recrea de forma magistral a la gran Judy Garland, mito entre los mitos del siglo XX. Rectifico: Natalia no recrea a Judy Garland: Natalia es Judy Garland. Cada gesto, cada mirada, cada sonrisa, cada enfado, cada arrebato y cada movimiento pertenecen a la propia, genial y atormentada Judy. Los que amamos a la Garland, la hemos visto miles de veces en sus vídeos y sus películas, lo sabemos. La vulnerabilidad y la fragilidad, sí, pero también (y eso está muy presente en la obra) la fuerza inagotable, la chispa, la gracia, el sentido del humor y el sarcasmo de la genial intérprete están ahí, muy presentes, en cada movimiento de Natalia, que, además de interpretar, canta con sentimiento y suma elegancia sus canciones más representativas. Hay momentos en la obra (cuando se pone el traje pantalón de brillantes con el pañuelo rosa al cuello, al final de la obra...) que no sólo es Judy: es lo que tiene Liza Minnelli de Judy. Y esto ya son palabras mayores. Nadie, ame o no a Judy Garland (¿hay alguien con criterio y buen gusto que no lo haga?), debería perderse esta obra. No quiero olvidar el buen trabajo de Javier Mora ni, sobretodo, el de un impresionante Miguel Rellán, que este año se merece el Max tanto como la propia Natalia. Esa Natalia que, en su memorable recreación, consigue, sí, hacernos un poco más felices. Mucho más felices.

Viaje con nieve

Nieva. Los copos de nieve, en espesos remolinos, vienen hacia nosotros, empañando por completo el cristal delantero del coche. Avanzamos con extrema dificultad, muy lentamente. La carretera está helada y desierta. Sus márgenes, al igual que las extensas llanuras castellanas, completamente nevados. Aún no ha amanecido. Si viajar, en el medio en el que se haga, siempre resulta una aventura fascinante, este viaje que realizamos el último viernes de enero lo está siendo aún más. Madrid, 2011. Bajo la ventanilla y el frío corta como un cuchillo bien afilado. El silencio provoca una extraña sensación. Una doble mezcla de placer y cierto temor. Ese silencio que sólo se rompe con el sonido del parabrisas, ris-ras, ris-ras, y con el del viento cuando se vuelve furioso y parece querer arrasar con todo lo que se encuentre a su paso. Ahora Leonor Walting nos acompaña con su voz aterciopelada y susurrante: los primeros discos de Marlango. Otra voz poderosa, la de Judy Garland atrapada en la garganta de Natalia Dicenta, nos espera en el teatro Marquina, donde su madre, Lola Herrera, tantos éxitos consechó. Decía aquel gran vividor (dicho en el buen sentido del término: vividor como absoluto amante de la vida) que fue José Luis de Vilallonga que para él ser millonario consistía en tener el dinero suficiente para viajar a la otra punta del mundo para ver un espectáculo deseado. Así, señalaba, lo hacían él y su esposa, la bella Sylianne, en los años dorados. Si nos basamos en esta filosofía de vida (no encuentro otra mejor), hoy nos podemos considerar millonarios. Esa obra, "Al final del arco iris", es la que, en estos momentos, más nos apetece ver. Natalia haciendo de Judy, qué más se puede pedir. Natalia (mañana hablaré de ella) lleva años cantando, tratando de hacerse un hueco en el mundo musical, de publicar un disco, y creo que esta obra, aún sin haberla visto, es ideal para ella. Después de verla, con el cartel de no hay entradas colgado en la puerta del teatro y un delicioso nudo en la garganta, seguiré pensando lo mismo. Pero eso, ya digo, lo contaré mañana.

jueves, 27 de enero de 2011

Una mujer en la ventana

Son las siete y media de la mañana, y aún no ha amanecido. Estoy sentado en el sillón orejero donde tantos momentos pasé leyendo en la casa de mis padres, al lado de uno de los enormes ventanales de mi habitación. Desde él, desde ese ventanal, puedo ver la calle, la gente que pasa apresurada y soñolienta hacia sus trabajos y sus quehaceres, los viejos edificios de enfrente, los otros edificios que están en obras, en construcción, rehabilitándose. De uno de esos viejos portales, sale una mujer, una de esas vecinas de toda la vida, rondará los ochenta años ya, quizás alguno más. La acompaña una mujer más joven, su hija probablemente. La mujer mayor va vestida con una bata azul claro, un camisón de diminutas florecillas a juego y unas zapatillas nuevas de estar por casa. Está muy flaca, muy desmejorada, muy avejentada. Ella, que siempre iba impecablemente peinada, como recién salida de la peluquería, lleva todo el pelo aplastado, con un buen trozo de ese cabello de color blanco. Las raíces son más gruesas que la otra parte del cabello, rubio luminoso, como siempre. Entra con dificultad en el coche de la que supongo que es su hija (se dan un aire importante, sí, físicamente, ahora lo puedo ver con claridad), la cual, tras finalizar la tarea de ayudar delicadamente a su madre a meterse en la parte de atrás del coche, arranca a toda velocidad. Un coche nuevo, grande, de color negro o azul muy oscuro, que apenas deja un lejano rumor a lo lejos. Esa mujer, la mayor, se pasó la mayor parte de su vida asomada a esa ventana, la que está enfrente de la mía, ahora cerrada, con los visillos echados, descoloridos, amarilleados por el paso del tiempo, y las persianas a medio bajar. Desde allí, desde su ventana, veía la vida pasar. Los niños que jugábamos en la calle, las parejas nuevas que se iban instalando en el barrio, los comercios que se abrían en la calle, la gente que entraba y salía de ellos. Por el verano, el espectáculo se prolongaba hasta altas horas de la noche. Las terrazas de los cafés llenas de gente, los niños jugando hasta mucho más tarde de lo habitual, el ocio característico de esas horas, las lentas y largas horas de los días más calurosos. La humedad y el calor que hacían a los mayores beber una cerveza helada detrás de otra, bebidas alcohólicas con mucho hielo, cócteles de vivos colores. Y a nosotros, los más pequeños, refrescos que en otra época del año no nos dejaban probar. Aquellos veranos que casi empezaban con la primavera y se prolongaban hasta bien entrado el otoño. Esa mujer veía el mundo a través de los demás. A veces, muy pocas, la cruzaba fugazmente por la calle, nos saludábamos, hola, hola, adiós, adiós, pero su mundo estaba ahí, en esa ventana, enfrente de la casa de mis padres, de mi habitación de entonces, donde ahora, aún sin amanecer, con el cielo repleto de nubes densas y muy negras, estoy. Siempre me saludaba con la mano, con la viveza de sus ojos despiertos, alegres, risueños, azulados. Otras veces, cuando abría la ventana para fumar mis primeros cigarrillos, me preguntaba qué tal, cómo te va, si había aprobado todos los exámenes, qué duro es estudiar, ¿verdad?, tú sigue así, no lo dejes... Muchas noches, algún tiempo después, mientras escribía en aquella habitación hasta bien entrada la madrugada, allí estaba ella, en invierno o verano, la vecina asomada a la ventana de su cuarto de estar, las fotografías de sus familiares colgando de las paredes del fondo, y yo movía mi silla, levantaba la cabeza de la máquina de escribir, dirigía la mirada a su ventana y sí, allí seguía ella, con su sonrisa dulce y agradable, cómplice y cercana, muy cariñosa, con una revista, un periódico o una labor entre las manos. En aquel tiempo, aún sin enfermedades ni la vista cansada, cosía asomada a la ventana. Podía coser y saludar a los que pasaban por la calle, hablar incluso con ellos. Movía las agujas de tejer con esa admirable destreza. Ahora, la vecina que contemplaba el mundo desde su ventana, ya muy enferma y encogida, consumida por los años y los achaques, como una pálida y fugaz sombra de sí misma, como ese frágil espectro en el que todos nos convertiremos tarde o temprano, se va de su casa, de su barrio, entra con dificultad en el coche de su hija, tan parecida a ella, el viento mueve sus cabellos de dos colores, la bata azul claro, el camisón de florecillas diminutas, y con ella, qué duda cabe, se van, sí, tantas, tantas cosas.

miércoles, 26 de enero de 2011

Amparo Muñoz

Resulta excesivamente tópico, al hablar de Amparo Muñoz, destacar en primer lugar su belleza, pero creo que es inevitable. Por otro lado, tampoco considero que se trate de algo malo: contemplar la belleza, proceda de donde proceda (a veces puede proceder, como le ocurre a la poesía y al arte en general, de los lugares más feos, oscuros, escondidos o inverosímiles), es algo a lo que siempre aspiramos todos. La actriz, incluso en sus momentos más bajos (como esos que circulan ahora por las revistas y televisiones más impúdicas y sensacionalistas, atrapada -al parecer- en una enfermedad muy grave), conserva algo de aquella impresionante mujer que fue. Amparo Muñoz siempre tuvo un halo de tristeza, quizá surgida del inconformismo con la vida y consigo misma, de la siempre frustrante dicotomía entre la realidad y el deseo, que le otorgaba aún más carisma, belleza y personalidad. Una mirada honda, profunda y oscura, que parecía -a ratos- pedir auxilio, un rasguño de cariño, de protección. Considerándola arrebatadora en su juventud, yo me quedo con esa imagen suya, cumplidos ya los cuarenta, con algunas arrugas en el rostro y el poso de quien ya sabe de qué va esto del vivir. Y del sobrevivir. Su voz, sus ojos, sus manos: ahí está el poso de la vida. La huella de las experiencias. Las risas y las lágrimas, los reconocimientos y las frustaciones, los hombres que se amaron y los que quedaron por amar, la buena y la mala vida, que llegados a determinada edad ya nada se puede (ni se debe) ocultar, qué demonios. Y ya ahí, alrededor de esos años, los cuarenta, consiguió quizá su mejor interpretación en cine, en la película "Familia", la sorprendente ópera prima de Fernando León. Siempre fue una buena actriz, es justo recordarlo, pero, en ese personaje repleto de matices, está absolutamente perfecta.
Ojalá, Amparo, que el viaje, sea cual sea y todo lo quede de él, te sea -como aquella noche del gran José Agustín Goytisolo- propicio.

lunes, 24 de enero de 2011

Tarde en Gijón

Luz fría de invierno en Gijón. El sol, minúsculo, aparece y desaparece según las calles por las que caminamos. El mar está en calma, imponente y bella calma. Pasar la tarde ahí, en Gijón, sin nada que hacer, es uno de esos pequeños placeres que a uno aún le quedan. Es una sensación muy parecida a la de hacer novillos: escaparse de aquellas pesadas y aburridas clases de matemáticas, de gimnasia o de religión para ir a pasear por los rincones más desconocidos de tu ciudad, lejos del colegio o de tu propia casa, o a refugiarse al cine (a cualquiera de los cines que, lamentablemente, ya no existen en Oviedo: por muchos años que pasen aún sigo sin acostumbrarme a esa absurda y tristísima desaparición) para que nadie te descubriese. La misma dulce y placentera sensación, sí. Detenerse en algunos escaparates y en las librerías de siempre. Lamentar el cierre de otra librería, Alborá en este caso (¡qué melancolía provocan esas paredes y estanterías vacías, el abandono propio de algo que se cierra definitivamente, el aire enrarecido y fantasmal, el polvo que enseguida se va formando y apoderando de todo, el papel de estraza que intenta ocultar todo el desaguisado tras los cristales y que se va desprendiendo poco a poco de la cinta adhesiva que lo sujeta!). Contemplar el mar y tomar un poleo en alguno de los numerosos y acogedores cafés de la ciudad. Cosas que, en su aparente simplicidad, esconden otras cosas importantes: ciertos planteamientos vitales, determinadas reflexiones, atisbos de futuros proyectos. Planes, cambios, renovaciones, cosas, y la esperanza de que se lleven a cabo. Qué sé yo. Una tarde que no es como cualquier otra tarde. Una aventura, aunque sea algo tan sencillo como es el viaje a una ciudad tan cercana y tan conocida, Gijón. La ilusión por todo sigue ahí, intacta, y eso creo que es lo que importa, pese a todo. Eso es lo que pienso cuando ya se ha hecho de noche definitivamente y regresamos, silenciosos, al lugar donde habíamos dejado el coche. Esa ilusión que tapa (casi) todo lo feo y ayuda a seguir adelante. No queda otro remedio.

viernes, 21 de enero de 2011

Azucena Ceñal

Vuelvo a ver la exposición de Azucena Ceñal en la sala del BBVA. Conozco a Azucena desde que era niño. Su familia y la mía vivían en el mismo edificio. Azucena -guapa, elegante, con clase y talento- pertenece a esa clase de señoras estupendas que, teniendo miles de cosas que hacer, siempre encuentra un momento para una pequeña charla, una palabra cariñosa, una sonrisa cómplice. La otra tarde, en la presentación de mi libro, Azucena me contó que, mientras los otros niños jugaban en la calle, a mí me recordaba sentado en el escalón del portal con un libro siempre en las manos. Ese recuerdo suyo me produce una gran ternura: por mi propia imagen leyendo y por el hecho de que ella conserve ese recuerdo mío de niño.
Recorro de nuevo toda la exposición, magnífica, y me detengo en "Homenaje a una ausencia", que es mi parte preferida, la más emotiva sin duda: un trabajo mayor. Es una serie de collages, rojo sobre negro, dedicada a su marido, Vicente, fallecido hace unos años. Las cartas que se escribieron, las fotografías que se hicieron, los hijos que tuvieron, los lugares donde viajaron: todo está ahí, hecho desde una contenida emoción, en una especie de intensa celebración de la vida, de lo vivido. Esa vida, su vida, ha sido un buen regalo, y ella, pese al dolor por esa pérdida, lo sabe. Eso también queda reflejado. Azucena y Vicente. Los recortes, cientos de recortes, que configuran una historia de amor, la suya, en luminoso rojo y negro, ahora recordada. La imagen del marido, Vicente, a veces se difumina en algunos collages, su rostro y su cuerpo desaparecen, se borran en lo negro, en la oscuridad. La muerte que está ahí, acechando, ay. La ausencia duele, sigue doliendo. Como lo hace en todos los seres queridos que se nos van. Muchos creadores centran su dolor en la creación. Azucena así lo ha hecho. Y ha logrado uno de sus mejores trabajos. La sensibilidad y el coraje necesarios para enfrentarse al pasado también están muy presentes. Me cuenta que uno de sus más admirados profesores dijo de ella que era la reina del collage. No sé si ese profesor habrá visto este trabajo. Sin duda, si lo ha hecho, se habrá reafirmado en su comentario. Azucena, la reina del collage, sí. Y todo lo que eso conlleva -trabajo, talento, esfuerzo, empeño y dedicación- en un lugar bien alto.

miércoles, 19 de enero de 2011

Series americanas

Los americanos son únicos haciendo series de televisión. En apenas media hora, consiguen contar varias historias, hacerlas creíbles sin que sobre ni falte ningún detalle o explicación. Cuentan (casi) siempre con unos guionistas magníficos, unos actores curtidos en mil batallas y unos directores que no consideran en absoluto que eso que están realizando sea un trabajo menor. Podría poner miles de ejemplos que ya están ahí, en la historia de la televisión, y que me han acompañado a lo largo de todos estos años, pero pondré sólo uno hoy, el de la serie que me ocupa estos días de vacaciones forzosas, "Nurse Jackie", cuyos capítulos me estoy devorando velozmente. Se desarrolla en Nueva York y cuenta las peripecias personales y profesionales de Jackie, la enfermera del título, en el departamento de urgencias de un hospital de la ciudad. Sus comeduras de cabeza, sus problemas con las dos hijas pequeñas que tiene, su adicción a los tranquilizantes, sus relaciones con los demás, sus vaivenes entre su marido y su amante, un compañero de trabajo que le proporciona algunas dosis de esos tranquilizantes. La protagoniza Edie Falco, famosa por su intervención en "Los Soprano" y buena conocedora de las tablas teatrales. Una actriz espléndida que da vida a una mujer común y corriente, con sus problemas y sus satisfacciones. Muchos de los capítulos están dirigidos por el actor Steve Buscemi, quizá vengan de ahí algunos de sus momentos menos políticamente correctos. El caso es que se trata de una serie magnífica, altamente recomendable, con historias reales como la vida misma, con momentos tristes o hilarantes, en la que todos, por unas razones u otras, nos podemos reconocer.

viernes, 14 de enero de 2011

Fumar, ese placer

Empecé a fumar a los catorce años, con mi amigo Bernardo, cuando regresábamos a nuestras casas caminando desde el colegio. Eran viernes por la tarde, hacía calor y la sensación de tener dos días libres por delante unida al sabor de aquel tabaco, Lucky Strike, es una de las más placenteras que recuerdo de mi juventud. El sabor del tabaco es delicioso. Fumar realmente es un placer. Un auténtico placer. A partir de aquellas tardes, ya tan lejanas en el tiempo, empecé a fumar diariamente. Pronto cambié el Lucky por el Camel. Siempre he fumado por auténtico gusto. Nunca he tenido la necesidad, como tanta gente, al abrir los ojos por la mañana, antes de poner un pie en el suelo, de encender un cigarrillo. Mi primer contacto con el tabaco es siempre después de comer. Pocos placeres más sublimes conozco que ese sabor, que casi siempre intento prolongar fumándome dos cigarrillos seguidos. Excesivo que es uno. Durante bastante años, llegué a fumar casi un paquete diario. El placer ya se sabe: abres la puerta y te dejas llevar... Sin embargo, ese placer me estaba machacando: la garganta, mi eterno punto débil, se resentía salvajemente. Dos o tres veces al año, pasaba diez días en la cama atiborrado de antibióticos, con casi cuarenta grados de fiebre y la garganta en carne viva: un verdadero horror. En un momento dado, harto ya de aquel tremendo dolor que aparecía puntualmente, decidí rebajar las dosis del placer. Cuatro o cinco cigarrillos al día, lo que, a día de hoy, fumo. Y las infecciones de garganta empezaron a disminuir considerablemente. Sin embargo, cuando me reunía con amigos, salíamos a beber y a cenar, la dosis, al hilo de la complicidad y las risas, siempre aumentaba. Ahora, como en cualquier país civilizado, eso se ha terminado. Ya no hay cigarrillos en las sobremesas de los lugares públicos. Lo cual, desde el punto de vista de la salud, me parece fantástico, aunque desde el literario no lo sea tanto. Pienso que cada uno debe dejar de fumar, si quiere hacerlo, cuando libremente decida, eso sí. Pero a mí, personalmente, esta ley me ha hecho un gran favor porque, por mucho que recuerde (y lo hago, lo hago) los infernales dolores de garganta que me pueden esperar después, ¿quién, tras una cena estupenda, botella de vino mediante, me podía impedir a mí fumar media cajetilla de una sentada, mientras la charla iba y venía? Pues eso: nadie, absolutamente nadie. Sólo la ley, claro. Esta ley con la que, con sus más y sus menos, estoy muy de acuerdo.

jueves, 13 de enero de 2011

Otra mujer bajo la influencia

La veo muchas mañanas, durante mis largas caminatas por diferentes zonas de la ciudad, a unas horas u otras. Es una mujer de edad indeterminada: quizá tenga entre cincuenta y sesenta años, quizá algunos menos, pocos menos. Va siempre sola, desaliñada, con faldas muy cortas, las piernas, con venas muy marcadas y azuladas, desnudas pese al intenso frío de estos días de invierno y unos ridículos calcetines arremolinados en torno a sus esmirriados tobillos. Lleva un gorro oscuro para la lluvia en uno de los bolsillos del abrigo y un bolso de piel enorme, también oscuro, desgastado y sin cerrar. Y dentro de él, muchas cosas. Peines, carteras, bolsas de plástico, cepillos de dientes sin estrenar, pañuelos de papel, libretas arrugadas, rotuladores de colores, guantes de lana, paquetes de tabaco, algún bollo de chocolate mordido y envuelto en papel transparente... Se da un aire a la Jane Bowles de los últimos años: el mismo pelo corto y enmarañado, las mismas facciones de niña-vieja, la misma mirada ausente. Un paquete de Camel blando y un mechero siempre en una mano y un cigarrillo encendido en la otra. La mirada perdida, detenida, como su propio y menudo cuerpo, en un punto indeterminado de las calles. El abrigo, algunas veces, caído por los hombros desnudos (siempre utiliza camisetas de tirantes, tirantes que se enredan con los de su viejo sujetador color carne). Una bufanda deshilachada cubriendo la garganta. Nunca se escucha su voz. Nunca habla con nadie. Camina despacio, muy despacio, y, a veces, sí, se detiene en medio de la acera, como si unos hilos invisibles la moviesen a su antojo y decidiesen en ese preciso momento detenerla ahí, precisamente, a esa altura concreta. En ocasiones, quizás cuando se le ha acabado todo el tabaco, estira la mano hacia cualquiera que pase por su lado, como si pidiese una moneda o un cigarrillo. O ambas cosas. Algunos la miran con descaro y otros lo hacemos con mayor disimulo. Unos y otros sabemos -o deberíamos saber- que esa mujer puede ser, en cualquier momento, el espejo que nos refleje.

miércoles, 12 de enero de 2011

En el INEM

Faltan unos minutos para las nueve de la mañana y, aunque las puertas ya están abiertas, una chica con una taza humeante en la mano y cara de pocos amigos me dice, señalando su reloj, que espere fuera, que no se abre hasta las nueve en punto. A esa hora, detrás de mí, ya hay una cola considerable de gente, más o menos de mi edad, con actitud de sueño, cansancio, tristeza, hartazgo. Ya son las nueve en punto. Todo el mundo es educado y respeta escrupulosamente su turno. El silencio de la sala sólo se ve interrumpido por el llanto de un bebé que acompaña a su madre y por el sonido que va anunciando en una pantallita los números de los turnos de cada sección. Ahora me toca a mí. Soy el primero: ventajas de madrugar (alguna tenía que tener). Solucionan rápido y con eficacia mi papeleo, lo que agradezco enormemente. Ya estoy ahí, en las filas del INEM, a la mejor edad para trabajar. Maneras de empezar el año. Cuando uno se acerca a los cuarenta años, conoce muchas más cosas de la vida, se la toma de otra manera (nada es tan blanco ni tan negro: la euforia y las emociones se van templando, todo -hasta los silencios- adquiere otro significado), sabe reflexionar, analizar mejor las cosas, no desesperarse con tanta facilidad. Pienso en todo eso (y así me lo repito) cuando salgo a la calle, paseo por las calles y sólo veo caras de jubilados y de amas de casa, cargadas con pesadas bolsas de la compra, con edad para ello. ¿Quién tiene la culpa de todo esto? No lo sé y no me importa demasiado. Es lo que hay. Unas calles más abajo, cerca del centro, me encuentro con otro tipo de gente. Muchas mujeres, entre los cuarenta y los cincuenta, llenas de bolsas. No son bolsas de los supermercados, como las de las otras mujeres que me iba encontrando unas calles más arriba, sino bolsas de tiendas de ropa, zapatos, joyas, libros, perfumes... Así que me digo, qué coño, un día es un día, y me voy a fundir la VISA antes de que aparezca algún dolor imaginario o las ganas de fulminar a alguien.

lunes, 10 de enero de 2011

La tía Maru

La otra tarde, en medio del bullicio característico de los primeros días de rebajas, nos encontramos con ella, con mi tía Maru, la mujer del hermano pequeño de mi padre. Aunque ya apareció alguna vez por estas páginas, creo que se merece un capítulo para ella sola. Los tíos, a finales de los años 70, vivían con sus dos hijos en Bruselas. Y cuando, por los veranos, venían de vacaciones, su presencia, la de ambos, era una importante nota de color en aquel paisaje tan gris, recién salido de la larga dictadura. La tía Maru fumaba constantemente, bebía vermú rojo en el aperitivo, vino tinto en las comidas y café negro a todas horas, leía con voracidad libros, periódicos y revistas e imponía su hermosa voz oscura, si hacía falta, a quien se le pusiese por delante, la abuela Luisa, su suegra, tan amante de sarcasmos y reproches antiguos, incluida. La tía Maru, todo un carácter, según decían aquellas otras mujeres de la familia de su marido con quien su imagen contrastaba poderosamente. Se podría hacer un estudio serio sobre la situación de las mujeres en aquella época con esos dos perfiles femeninos tan bien diferenciados. La mujer que sólo se ocupaba de la casa y del marido, que casi siempre iba un paso por detrás del hombre y que sólo empleaba su tiempo libre en misas y chismorreos vecinales. Y aquella otra, culta, avanzada, con intereses y aspiraciones, con ansias de viajar y de conocer, que miraba a los hombres, como a la vida, de tú a tú. La recuerdo, en aquellos húmedos y calurosos veranos, escuchando a Edith Piaf y leyendo a Marguerite Duras, tumbada bajo la frondosa higuera que daba sombra delante de la casa de los abuelos, con los pies descalzos, generosos e insinuantes escotes en camisetas de vivos colores, las uñas pintadas de un rojo intenso, el pelo cortísimo y un cigarrillo agotándose siempre entre los dedos (en sus bolsos, siempre enormes y abiertos, nunca faltaban varias cajetillas de aquel tabaco que por aquí no se veía). Ajena a todo, ensimismada en su lectura, disfrutando de los rayos de sol que se colaban entre las hojas, pensando -quizá- en todas esas diferencias de las que ahora hablo entre unas mujeres y otras, entre unos mundos y otros: nuestro país de entonces y la vieja y refinada Europa. Ni que decir tiene que aquella imagen, la de la tía Maru, me fascinaba por completo.
La tía Maru, una superviviente. Porque los buenos tiempos, los de aquellos veranos, no siempre fueron eternos, y la vida, en todos sus aspectos, te lleva y te trae, te sube y te baja, te acaricia y te zarandea, te abandona y te rescata después de ese abandono, y, a estas alturas de la mía, a punto de cumplir los cuarenta, lo único que sé es que el que puede con todos esos vaivenes -amorosos, económicos, existenciales...-, el que cae y se levanta para volver a caer y levantarse, qué pesadez, es el que sobrevive. El que se bebe la vida y el que la desafía, mirándola cara a cara, sin miedos ni complejos, sin tonterías ni medias tintas, sin contemplaciones ni máscaras o baratas falsedades. Ese, sí, es el secreto de la vida.
La tía Maru, años más tarde, ya instalada en este país que había cambiado tanto, fue cómplice de muchas de las historias que yo escribía en aquellas lejanas noches (ser escritor es escribir siempre y en todo lugar, como decía la propia Duras), una de las primeras en animarme a seguir haciéndolo. Como yo lo fui de alguno de esos vaivenes de los que hablo, ay, y que aquí me callo. Ahora, en esta tarde de rebajas en la que nos encontramos por casualidad, me cuenta que, estos días, haciendo limpieza en casa, acaba de encontrarse con muchos de aquellos relatos que yo le pasaba para que me diese su opinión. Y no deja de producirme una gran ternura esa complicidad que va más allá de los parentescos y que siempre he defendido ferozmente. Ahora que nuestros rostros han cambiado tanto, que las arrugas los surcan libremente, que nos hemos caído y levantado cientos de veces (y las que nos quedan, me temo), será un buen momento para tomarnos esas botellas de vino que tenemos pendientes.

domingo, 9 de enero de 2011

Fin de fiesta

Terminaron ya las fiestas navideñas, afortunadamente. Todos los años, casi desde principios de diciembre, después del largo puente, se repite la misma historia: cenas y copas con unos y con otros, aquí y allá, con más o menos dinero, con crisis o sin ella, para celebrar estos días. Qué agotamiento. Parece que nunca puedes negarte a ninguno de los planes que te ofrecen. Da la sensación, si lo haces, de que no te apetece brindar con esas personas, desearles felices fiestas, próspero año y demás frases hechas dichas con mayor o menor sentimiento y sinceridad. Y no es eso, la verdad. Es que resulta del todo agotador. Siempre coges algunos kilos de más, la cartera se resiente considerablemente y el hígado y la garganta protestan con exquisita puntualidad por las mañanas. Este año, además, se unía el tema del precipitado cierre de la librería Trabe y sus desagradables circunstancias, que no es algo que haya que celebrar evidentemente, pero siempre es buen tema para comentar y aplicarse el célebre "beber para olvidar" por eso de empezar un nuevo año en la cola del paro y con miles de horas libres por delante para organizar. Risas, charlas, confidencias y alguna que otra maldad para aligerar la intensidad y provocar nuevas risas, que buena falta hacen siempre para la piel y para el alma. Por eso, de todas esas numerosas comidas, me voy a quedar con una, la del día de Nochevieja, último día de trabajo en la librería. Íñigo y yo nos refugiamos, solos, en un restaurante, casi vacío, con una decoración que tuvo su momento álgido tres décadas atrás (típica de esta ciudad, por otro lado) y que no solemos frecuentar habitualmente. Ajenos a todo, parecía que estuviésemos en otra ciudad (pese a la decoración), en otro país, en otra época del año (sorprendentemente, en la parte en la que estábamos, no vislumbrábamos ninguno de esos adornos navideños tan frecuentes y desvencijados que, por eso de la crisis, conservan el polvo de varios años atrás). Después vendrían más celebraciones, preparativos, reuniones y brindis. Las uvas, el champán y las firmes promesas para el nuevo año: dejar de fumar, beber menos, comer adecuadamente, hacer mucho ejercicio y todo ese largo y aburrido blablablá. Pero ese momento, el de la comida del último día del año, disfrutando lentamente del vino, del pescado y de la charla, será sin duda uno de los mejores de este tiempo tan revuelto, tan incierto, tan imprevisible. Nos hizo recordar aquel tiempo en el que no teníamos una casa en común y cientos de proyectos que llevar a cabo juntos. Algunos de ellos, la mayoría, aún están por cumplir. Quizá este año, pese a todo, sea su momento. Quién sabe.