sábado, 31 de diciembre de 2011

Un año más

Cientos de imágenes vienen esta mañana a mi cabeza desde que me desperté. Un año siempre da mucho de sí. Cosas buenas y malas que sucedieron a lo largo de estos doce intensos meses. Como siempre. Como a todo el mundo. Ilusiones, proyectos, decepciones... Todo entremezclado. Un puzzle con su cara y su cruz. Así se escribe la historia. El afán de que lo malo cambie y lo bueno permanezca donde está. No es tarea fácil, me temo, sobre todo lo primero, dadas las circustancias: tijeretazos, recortes y más recortes, Rouco Varela campando a sus anchas y envalentonándose desde el día siguiente de las últimas elecciones... Un año más. Hoy siempre es día de pequeños balances, de renovar (hasta un punto) las ilusiones y los anhelos, de no darlo todo por perdido. Si lo hiciésemos, si lo diésemos todo por perdido, apaga y vámonos, que también es otra opción (quizá la dejemos para un poco más adelante: resistamos un rato más, a ver qué pasa y hacia qué extraños lugares nos conduce el viaje). La Nochevieja es, desde siempre, la jornada que más me gusta de todas las Navidades. Cuando éramos pequeños, porque nos dejaban ver la televisión y acostarnos a las mil: programas musicales y películas clásicas, cuando todos se habían acostado ya, en aquel vídeo que mi padre no nos quería comprar porque intuía que nos iba a alejar de los estudios. Shirley MacLaine corriendo por las calles en busca de Jack Lemmon. Bette Davis felicitando por su premio a Anne Baxter, aquella mosquita muerta (ah, las mosquitas muertas, qué peligro) que quería ocupar su puesto, después de todo. Eusebio Poncela descubriendo el amor que Antonio Banderas sentía por él mientras, al fondo, sonaban Los Panchos. Audrey Hepburn desayunando en Tiffany´s, cantando en la ventana de su apartamento y buscando al gato por las calles mojadas de Nueva York. O Liza Minnelli, con sus uñas pintadas de verde antes de que nadie se las pintase así, recordándonos aquello de que la vida es un cabaret después de desfogarse y deshacerse de los malos rollos gritando a grito pelado al paso de los trenes berlineses de principios del siglo pasado. Después, las primeras salidas, las risas, las complicidades, los primeros cigarrillos (¡qué ganas de fumarme ese cigarrillo que llevo quince días sin tocar!), los excesos, la canallería secreta de la noche. Siempre estaba bien empezar el nuevo año en renovada compañía, aunque a la mañana siguiente no lo recordásemos con demasiada claridad. Otros tiempos. Tiempos vividos en su justa medida, en su instante preciso. Hoy, tantos años después, es más bien el tiempo de tomar esa copa en casa de amigos: alejados del bullicio, de las malas bebidas, los locales abarrotados y toda esa chiquillería que -intuyo- desconoce las inquietudes que nosotros teníamos. Ilusiones, proyectos, decepciones... Un año más. Brindaremos por las cosas positivas y arrinconaremos, qué remedio, las otras en esos compartimentos, los del olvido, ya tan abarrotados. En eso consiste ese juego del que nadie nos contó sus reglas: vivir y sobrevivir. Y, mientras tanto, mientras podamos, sigamos riendo salvajemente como Charo López en su última función hasta que nos recorten también las carcajadas o Rouco Varela salga por ahí elaborando alguna perversa y absurda teoría sobre el asunto. Feliz Año Nuevo.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Bárbara Rey y el lesbianismo

Una vez, hace ya tiempo, me acosté con una chica. Fue una noche divertida e inesperada, como fueron todas aquellas noches que vinieron detrás de una (inevitable, si la analizo con la perspectiva de los años) ruptura amorosa por la que no estaba dispuesto a sufrir más de lo estrictamente necesario. Y placentera: la chica era muy guapa y experta, y eso hizo que aquello no resultase un desastre. ¿Soy por ello heterosexual? Pues no. Las cosas claras y el chocolate espeso. Tampoco pasaría nada si lo fuera, por supuesto. Como tampoco pasa nada si un hombre o una mujer son homosexuales, que ya está bien de tener que estar repitiendo siempre la misma cantinela, qué pesadez. Quizá ahora, que vuelven a estar de moda los libros para curar la homosexualidad (buf, buf y más buf) y con la señora Ana Botella en la alcaldía de Madrid, no nos quede otro remedio que volver a repetirlo más a menudo aún. O tal vez, quién sabe, la mujer ya no se lía como se liaba con aquello de las peras y las manzanas (qué bochorno de entrevista y qué pena que tu carrera política, cual sketch de humorista, sea recordada por tal despropósito), que de inteligentes es renovar el pensamiento y evolucionar. Ver veremos. Viene todo esto a cuento de la noche de pasión (reconocida por ambas) que pasaron Bárbara Rey y la periodista Chelo García Cortés. ¿Es Bárbara Rey lesbiana por ello? Pues no, como ella dice y como bien sabemos por sus conocidos amoríos. Sin embargo, todos (o casi todos) hemos sentido en un momento dado atracción por el sexo contrario del que habitualmente despierta nuestros deseos, aunque muchas personas no se atrevan a decirlo en voz alta. (Ah, los miedos a ser señalados, marginados). Sobre todo, en la adolescencia. Pero ya se sabe que aquel que no vive las cosas en un momento, quizá en el momento que corresponde, las vive en otro: eso está claro. He conocido a personas que se casaron al poco de abandonar los estudios y después, ya separados e instalados en los cuarenta o los cincuenta, empezaron a vestirse y a comportarse en la noche como niñatos en celo que soñaban con ser los reyes de la pista y del mambo y con vivir, cual sus propios hijos adolescentes (parecía que intercambiasen ropas, pendientes, zapatos, bolsas, horarios y gestos), un eterno ritmo de la noche. Vale. Son opciones. Sé de otras personas que, tras cuarenta años en el armario, se convirtieron de la noche a la mañana en los amos de los cuartos oscuros. Y ahí siguen. También vale. Siguen siendo opciones. Y cada cual, evidentemente, escoge la suya. No hay que demonizar a nadie por ello. Vive y deja vivir: no conozco mejor lema. Y que cada uno se lo monte como pueda o como le permitan. Lo importante, creo yo, es mantener a raya la hipocresía, que es esa cosa que a la que te despistas ya quieren colocarte, cual oscura y tirante mordaza, delante de la boca o de los ojos. Como pasa ahora con esta historia entre la vedette y la periodista. Dos mujeres mayores de edad, una noche de vino verde y calor, y punto. Aquí paz y después gloria. A qué tanta pamplina. Una noche como la de tantos hombres y mujeres en un determinado momento. Qué ganas de enredar las historias, de sacarles punta, de crear misterios donde no los hay. Deberíamos ser más naturales, olvidar tantos años de oscurantismo y sacristía, mirar hacia delante, dejarnos llevar. Y no olvidar que el placer (sexual, en este caso) sigue siendo uno de los mejores y más necesarios, venga de la piel que venga. Esa piel que, aunque sólo fuera por una noche, pudimos desear.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Ana Belén

Fue un mito sexual y cultural de un tiempo que ya no existe más allá de algunos libros, de numerosos recortes amarilleados de periódicos y revistas, y de nuestra memoria. En los años ochenta, en películas y series de televisión, realizó algunas de sus mejores interpretaciones. Con Camus, con Gutiérrez Aragón, con García Sánchez. Adaptaciones de Lorca, de Valle-Inclán o de Cela. "La casa de Bernarda Alba", "Divinas palabras" o "La colmena", que es una de esas pocas películas cuya calidad está a la altura de su original literario y cuyo reparto, piezas que encajan sutil y milimétricamente como en los puzzles más complicados, aún no se ha vuelto a repetir en el cine español. Le faltó, como a tantas de sus compañeras, un Almodóvar, pero, tras algún intento, no pudo ser (hasta la fecha). Una lástima. Cuando Victoria Abril no quiso ser la Desideria de Antonio Gala, ella, Ana Belén, le insufló carne a una pasión turca que, de haberse parecido a las oscuras pasiones de "Amantes" (película cumbre de Vicente Aranda), la cosa hubiese sido bien distinta. Obras de teatro, discos y canciones que son auténticos himnos generacionales. Pequeños teatros y grandes estadios. Una canción siempre les llevaba a ella y a su marido y a sus amigos aquí o allí. De "Mucho más que dos" a "Dos en la carretera". Y ahora, "A los hombres que amé". Y ahí están sus hombres, los de siempre: Sabina, Aute, Serrat, Pedro Guerra, Víctor Manuel... La otra noche, después de los atracones navideños, mordisqueando aún los últimos trozos de turrón y mazapán (más por no fumar que por otra cosa), ahí volvía a estar, ella sola, con Pasión Vega (grande), con Lola Herrera o Cayetana Guillén (hablando de interpretación con ambas) o con algunos de esos hombres a los que ama (también un recuerdo para Jesús del Pozo, el amigo desaparecido, que tan bien supo captar sus preferencias), en un espectáculo sencillo, elegante, bien realizado. Ha habido muchas Nochebuenas y no sé si ésta ha sido la mejor, como le dijo Joaquín Sabina. (Tengo que reconocer mi debilidad por Raphael, que una cosa no quita a la otra). Pero sí ha sido una noche con clase, con estilo, con arte. Una noche, por otro lado, bien necesaria. Hace poco dijo que, dentro de unos años, le gustaría parecerse a María Dolores Pradera. Tras verla la otra noche, creo que va por el buen camino.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Cuento de Navidad

Estaba en la cama. Estaba en la cama durmiendo la mona, para ser exactos. Sí, empiezo de esta manera tan bukowskiana para definir donde me encontraba aquella mañana de hace cuatro años. Durmiendo la mona. Nunca me han gustado mucho las Navidades (siempre falta algo: personas, dineros, trabajos, expectativas, qué sé yo...), así que, precisamente por eso, casi todos los años desde que tengo uso de razón y edad para beber las he celebrado por todo lo alto. Con familia, con amigos, con novios... La noche previa al sorteo de la lotería da el pistoletazo de salida y más si cae en fin de semana. El que hoy es mi marido y yo aún no teníamos casa propia, así que andábamos por los bares celebrando el habernos conocido unos cuantos meses atrás. La Santa, por estas fechas, se vuelve aún más mágica que de costumbre (aparte de las Navidades, festeja su aniversario). Y allí estábamos. Bueno, allí ya no. Ya estábamos en la cama, durmiendo la mona, cada uno en la suya, en la casa de nuestros respectivos padres. Desperté con la voz de mi madre. Apenas un hilo, un susurro: con su prudencia habitual para no despertarme. Lo que, pese al empeño que se ponga, es imposible: el vuelo de una mosca sirve para que me despierte, con copas o sin ellas. Mi madre hablaba por el telefonillo con mi padre. Decía: ah, ¿qué nos ha tocado el gordo? Así, tan sosegada, como el que puede estar diciendo: ah, parece que va a salir el sol hoy, ¿no? Mi madre es así de tranquila. Qué poco me parezco a ella en este sentido, hombre. El caso es que despierto con esa voz, la suya, diciendo eso, que nos ha tocado el gordo de la lotería. ¿Estaré soñando?, me digo. No, creo que no. Encendí la luz: estaba en mi habitación, con la cabeza un poco de aquella manera, pero estaba allí: reconocía todas y cada una de mis pertenencias, la ropa que llevaba la noche anterior esparcida por el suelo con esa elegante y despreocupada manera en la que se esparce cuando uno llega un poco perjudicadillo a casa, el sonido de los niños cantando los números procedente de la radio que mi madre tenía encendida en la cocina de nuestra casa y la de las radios y televisiones de las casas de los vecinos. El soniquete cantarín de siempre, ya se sabe. Me levanté raudo y veloz. No era un sueño, no. Abrí la puerta de la habitación y allí estaba mi madre, con aquella participación de cuatro euros en la mano. Creo que nos tocó el gordo, acertó a decir al verme. Todos y cada uno de sus números coincidían con los que los niños acababan de cantar. El gordo de la lotería. Allí estaba, en la mano de mi madre, en nuestra casa. De repente, la cabeza se despejó como si hubiese dormido catorce horas seguidas y no hubiese bebido más que agua previamente. Qué algarabía se montó después. Miramos una y otra vez en el teletexto los números premiados. Los escuchamos numerosas veces en la radio y en la televisión. Los niños seguían cantando más números y más premios. No había duda. Eran exactamente los mismos. Llamamos a todo el mundo. La casa se fue llenando de amigos, familiares y demás. Sidra, vino, champán, copazos. Un chin-chin continuo. Esas cosas sólo pasan (si pasan) una vez en la vida, por desgracia. Fue poco dinero (la participación, sólo una, era de cuatro euros), pero la alegría y el momento fueron únicos, como si hubiesen sido cincuenta boletos. Algo me tocó de aquel premio, claro. Nos lo viajamos, básicamente, que es la mejor manera que conocemos de invertir el dinero, la que más nos apetece en cualquier momento. Y montamos esta casa donde ahora vivimos y en la que, en una hora y poco, comenzaremos a escuchar el sorteo de este año. La ilusión es lo último que se pierde, ¿no?

lunes, 19 de diciembre de 2011

Panorama navideño

Era viernes. Faltaba una semana para la Navidad. A esa hora, alrededor de las ocho de la tarde, los bares, pese a las consecuencias de la crisis, empezaban a llenarse de gente. Amigos o familiares que hacía tiempo que no se veían, compañeros de trabajo que olvidaban por unas horas sus malos rollos o encontronazos, colegas que se citaban como cada viernes a esa hora y en ese lugar para comentar las jugadas de la semana, parejas que salían de trabajar y tenían pocas ganas de irse para casa. Ahí estábamos nosotros, con nuestras botellas de vino recién compradas, haciendo tiempo para ir a cenar a casa de unos amigos, sin quitarnos los abrigos, que este año la moda en la mayoría de los locales parece ser la de no poner la calefacción. Y bebiendo uno de esos vinos que te sirven ahora, dos euros con cincuenta céntimos la copa, que, en dos sorbos, ¡chas!, desaparece como por arte de magia. No es que quiera yo beberme por ese precio la botella entera de Rioja, pero hay hosteleros que deberían replantearse las cosas y no echarle toda la culpa a la crisis o a la dichosa ley anti tabaco. Retomo el hilo, que me pierdo: voces, risas, jolgorio, chascarrillos, algarabía navideña. Quizá, de un modo u otro, todos necesitamos salir a la calle y disfrazar estos tiempos con un poco de todo eso, sobre todo, una vez más, de risas, que buena falta nos siguen haciendo para combatir este cruel panorama (y el que nos espera). A nuestro lado, un tipo que ya va bastante cocido le mete constantemente monedas a la máquina tragaperras y, entre cagamento y cagamento, le dice al camarero, al que parece conocer, que a ver si un día de estos arreglan la maquinita (que, por supuesto, no está estropeada) de los cojones (literal). Una mujer, en la barra, fumando uno de esos cigarrillos de mentira con los que se engaña alguna gente para dejar de fumar y que venden en las farmacias por unos veinte euros la unidad, busca su imagen en el espejo, entre las botellas alineadas, y habla consigo misma y pide al camarero otra ginebra en vaso de sidra, anda, anda, y sirve más Larios y menos tónica, coño, que te conozco, murmura con voz de ultratumba. El resto del local, ya digo, está entregado a la algarabía y la fraternidad de los días pre-navideños, que incluye la compra de los últimos décimos de lotería de la casa que sujetaban las botellas de J&B y Ballantine´s respectivamente. Y de repente, dudando entre largarnos para ponernos de mal humor en otro local donde reincidan en la escasez de vino a dos euros con cincuenta la unidad o de continuar allí sacando material berlanguiano para un artículo (este mismo), entra un muchacho negro vendiendo películas y cedés. La mujer de la barra señala con el dedo la portada fotocopiada del último disco de Bisbal y temiendo estamos de que, tras apurar un sorbo a su copazo de Larios, se ponga a darnos su versión de alguno de esos temas en acústico. Ave María, cuándo serás mía... Parece que la estoy oyendo. El hombre de la tragaperras, que sigue metiendo monedas en la máquina sin resultados positivos para su bolsillo, mira de reojo la carátula de la última película de Tom Cruise, dice que las dos anteriores eran una puta mierda (literal) y hace un aspaviento con las manos que a punto está de tirarle todas las películas y cedés al muchacho, que recorre el local sin que nadie le compre una miserable pieza. Y cuando llega al final de la barra, ya cerca de la puerta, se echa a llorar y dice que por favor alguien le pague un café con leche, cosa que hacen unos amigotes que comentaban hace un rato no sé qué partido de fútbol reciente, con la consabida rivalidad Madrid-Barsa, Mourinho-Guardiola, a grito pelado. Ahí está el joven negro, entre la panda de los que le invitaron al café y la mujer que bebe ginebra y busca su rostro en el espejo para hablar con él. El espejo, además de las tiras de espumillón barato y las bolas que cuelgan de ellas, también refleja su imagen escuálida: los ojos llorosos, las manos temblorosas y el frío. Ese frío del que lleva doce horas en la calle (y para seguir, que es viernes) y que, por un momento, cuando pasamos por su lado, nos muerde con toda su rabia, sin piedad.













jueves, 15 de diciembre de 2011

Antonio Gala

Antonio Gala acaba de recibir un premio importante, el Quijote de Honor. Y al recibirlo, emocionado, ha comentado que ese premio quizá sea el paso previo al último adiós. Lleva luchando varios meses contra un cáncer complicado y parece que la cosa no va demasiado bien. Hubo épocas en las que todo el mundo le leía y otras en las que se puso de moda criticarle. Ah, la envidia. Pueden faltar muchas cosas en este país, pueden faltar incluso la decencia, la honradez y el respeto, pero ella, la envidia, nunca lo hace. Y si un autor vende muchos libros tiene todas las papeletas para ser criticado, independientemente de la calidad de sus escritos. Así son las cosas. Gala tiene una carrera muy extensa que abarca todos los géneros. A mí lo que más me interesa son algunos cuentos, algunas de sus obras de teatro, representadas siempre por las actrices más importantes (Mary Carrillo, Nati Mistral, Amparo Baró, Encarna Paso, Concha Velasco...), y sus artículos largos. De todos ellos, me quedaría con dos: los primeros y los últimos que escribió. "Texto y pretexto", publicados durante el franquismo y los primeros años de la democracia en "Sábado Gráfico", y "La casa sosegada", escritos, como el resto, excepto esos primeros, en el suplemento dominical del diario El País y recopilados posteriormente en libro. En los primeros, Gala habla con total desenvoltura de todos los temas, sobre todo de los temas tabú en aquellos años: el amor, el sexo, la libertad... Y eso le acarreó algunos problemas considerables, muchas amenazas, persecuciones por parte de los intolerantes, que son siempre los mismos y nunca engañan por muchas caretas y disfraces que se pongan. Mítico es su enfrentamiento durante toda la vida con Fraga, sobre todo en la etapa en la que el gallego fue ministro. Eran otros tiempos, ya se sabe, aunque ahora parezca que estén a la vuelta de la esquina y que aquí no ha pasado nada. Siguen conservando la frescura con la que fueron escritos: toda la vigencia. En los últimos, se acerca a los temas de siempre -el amor, el sexo, la libertad, la pareja, la soledad, los miedos, el paso del tiempo, las ocasiones perdidas y las que aguardan, la esperanza que pese a todo no hay que perder...- de un modo más filosófico. A sus espaldas está ya constituida una prolífica carrera y la sombra de la vejez va asomando por las esquinas del jardín. De ese jardín del que nos ha hablado en numerosas ocasiones y en el que tanto le gusta sentarse a recibir invitados, a reflexionar. Nunca perdió Gala su ironía, que me imagino que le ha servido para batallar contra todo lo negativo, enemigos incluidos. Ni siquiera los más acérrimos detractores de su obra, indispensables en una carrera de tantos éxitos y premios, le han negado esa cualidad. Antológicas son, a este respecto, algunas entrevistas y aquellas míticas charlas con Jesús Quintero, otro que tal baila en cuanto a ironía o inteligente socarronería se refiere. Como antológicas son las colas y las multitudes que se forman para que estampe su firma en los libros de sus lectores. Ahí estoy ahora, en una de esas colas, muchos años atrás, con mi amiga Araceli, auténtica seguidora del escritor, lectora de todas sus libros, relectora de la mayoría de ellos. Era una tarde de primavera, con calor. Habíamos salido a comer y ahora ahí estamos, esperando nuestro turno. Una auténtica algarabía. Público de todo tipo y todas las edades, aguardando también su turno, riéndose con la ironía de su autor preferido, con las constantes puyas que lanza contra no sé quién (parece que está de mal humor por algo). Pero no importa: la gente espera. Le sigue con una devoción nunca vista. Nosotros también esperamos. (Una vez, tras rodar con ella "Sé infiel y no mires con quién", Fernando Trueba dijo que Carmen Maura disfrutaba tanto actuando que pensaba que no cambiaría el rodaje de un solo plano por estar en la cama con Paul Newman. Pues bien: yo creo que aquella tarde, Araceli hubiese hecho lo propio: no creo que cambiase estar allí, delante de su autor preferido, ni por un revolcón con el mismísimo Paul Newman de sus años mozos, que ya es decir). Porque, además, más allá de la firma, sabemos que esa tarde volverá a nuestra memoria como un divertido recuerdo. Uno de tantos de aquellos irrepetibles años. Antonio, larga vida y que Dios, si existe, reparta suerte.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

La Reina

Una madre es una madre. La frase es sencilla, cercana, directa, popular, y dice por sí misma cosas que no hace falta explicar a nadie. La madre de la que quiero hablar hoy arremetió, hace algún tiempo, contra los homosexuales, olvidando que hay otras madres, muchas madres, cientos de madres, que tienen hijos e hijas homosexuales. Esa madre, que además de madre es la Reina de todos, incluidos miles de homosexuales y sus madres y muchas otras personas que no quieren que ella sea su Reina, no se disculpó demasiado cuando sus declaraciones estallaron en la sensibilidad de las personas decentes, homosexuales o no. Ahora, esa madre de la que hablo se va a Washington, la ciudad americana donde viven su hija y su yerno para apoyarlos mientras el Hola, oh casualidad, inmortaliza el instante. ¿Apoyarlos? Sí, porque el yerno está (presuntamente) implicado en una tremenda trama de corrupciones, delitos y estafas. Una trama que va aumentando cada mañana cuando abrimos el periódico y que se perfila como la gran noticia del año en los programas del corazón, desbancando incluso a la Duquesa de Alba y su goyesca (digámoslo así) boda o la noche de pasión entre la gran Bárbara Rey y una amiga periodista. (Las recientes declaraciones de uno de los hijos de esa duquesa sobre los andaluces o las palabras de entrega incondicional a Esperanza Aguirre por parte de Mario Vaquerizo, Nancy Rubia y Anoréxica, tampoco tienen desperdicio). La madre, con esa foto que aparece en la portada de la revista más como una provocación que como otra cosa (lo siento: no se consiguió el efecto pretendido, y creo que no se consiguió ni en los lugares donde ellos, los del Hola, pretendían hacerlo), está diciendo que es más madre que Reina y reclama, sin decirlo con palabras, comprensión. La comprensión que toda madre debe tener con una hija y un yerno que están metidos en un buen lío y la misma comprensión que ella no tuvo (aquí sí lo dijo con palabras, como recordamos) con las madres de los homosexuales. Que hable al sabor de la boca cualquier persona no me parece bien, pero que lo haga ella, la Reina de todos, incluso de los homosexuales y de sus madres y de quienes que no quieren que ella sea su Reina, me parece aún peor. Hay que pararse siempre a pensar las cosas dos veces y más si ocupas el cargo que ocupas, aunque estés hablando con una amiga periodista que aprovecha cualquier momento para sacar a pasear a la brutal cavernícola que lleva dentro. ¿Madre o Reina? Ah, ahí está el quid de la cuestión. Como madre me parece estupendo que apoye a su hija y a su yerno, estén metidos donde estén metidos, que la Justicia, después de las portadas de los periódicos y los programas del corazón, será la que diga la última palabra. Ahora, como Reina, desde luego que no, con la descaradísima complicidad del Hola o sin ella.





lunes, 12 de diciembre de 2011

Una luz en la ventana

El domingo es el día de remover sombras, abrir cajones y libros viejos, hurgar en la memoria, detener relojes (se detienen solos), recuperar papeles, ponerse melancólico por un rato (sólo por un rato). Encerrado aquí, en mi cuarto de trabajo, escuchando la radio a intervalos, apartando esas noticias, todas iguales, de la crisis, de lo que nos espera (recortes y más recortes: recortes siempre para los mismos), buscando canciones cuyas letras no entienda y cuya música me arañe suavemente la tristeza. Ordenando papeles, estudiando apuntes, releyendo párrafos de escritores muertos, metiendo mi novela en un sobre, pensando cuál será su destino, cuándo llegará a las manos de esa gente que me repite cuánto le apetece tenerla ya en las manos. Y de repente, la foto. En esa marabunta de papeles y cosas, de libros abiertos por la mitad y recortes escritos por mí o por otros, de billetes del metro de Londres o de Nueva York o las entradas de algún museo, de instantáneas de todos nuestros viajes y películas antiguas, de cajas donde Francesca quiere pasar la noche o diez minutos, que nunca se sabe con ella, aparece la foto. Y en ella, mi madre y yo, treinta y cinco años atrás. El pelo largo y moreno de mi madre, las piernas estilizadas, el vestido ajustado, los zapatos de tacón alto (hoy estarían de rabiosa actualidad, si los hubiese conservado, qué manía con deshacernos de todo: zapatos rojos, de ante suave y tacón ancho, un poco como los de una bailaora de flamenco o como los de Faye Dunaway en una peli de los 70), la sonrisa poderosa, los dientes -como siempre- impecables en su forma y su color. Mi madre ríe y me mira a mí, que la estoy mirando con cara de susto o de querer un beso o un helado, quién sabe. Así quedamos retratados, ya para siempre. Quizá sea sábado o domingo, en la foto, y estemos preparados para salir a tomar un aperitivo o para comer fuera con los abuelos, sus padres. Quizá estemos esperando que mi padre llegue del trabajo (los sábados por la mañana, por entonces, trabajaba) o los abuelos de Mieres, donde viven. Sí, quizá sea eso y sea él, mi padre, el que está haciendo la foto. Esa foto que aparece un domingo melancólico como éste donde las sombras se remueven y yo no se lo impido. Cuando uno va perdiendo amigos, trabajos, ilusiones, apoyos, ahorros, esperanzas y demás, ya sólo van quedando los hallazgos que aparecen los domingos, estos domingos un poco tontos y un poco tristes, preámbulo de la inestabilidad que nos espera, preámbulo de no sé muy bien qué. Hallazgos como esta foto, la mirada de mi madre, su belleza, su sonrisa, casi carcajada, la enfermedad que no se presentía aún, los años que han pasado, aquellos años que están en nuestras memorias... Esa foto que es como una luz en la ventana. Esa luz en la ventana de su casa, la casa de los padres, que vemos desde la calle cuando va atardeciendo y nos vamos alejando hacia la nuestra y que sabemos que es ya nuestro único refugio. Y detrás de esa ventana, esa luz reflejando su silueta, la madre, treinta y cinco años después de esa foto que ha aparecido hoy de un modo inesperado entre papeles, libros y cosas. Mi madre, entre las sombras del invierno, batallando con su enfermedad y sus cosas, sonriendo, despidiéndonos, apoyándonos incondicionalmente, en todos los sentidos. Y sobre esa imagen, hoy, la de esa foto, treinta y cinco años atrás, ya digo, sonriendo, covirtiendo esa sonrisa, la suya, tan limpia, tan brillante, tan perfecta, casi en carcajada. Y yo, desde abajo, reclamando un beso o un helado, quién sabe. Con ganas de salir ya a la calle, seguramente.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Absurdas y divinas

El magnetismo de Isabel Preysler se dio a conocer prácticamente al mismo tiempo que ella misma. Con el cantante, con el marqués, con el ministro. En la España de los ochenta, de los noventa, del dos mil y del dos mil diez. O eso decían quienes estaban cerca de ella. Artistas y literatos así lo glosaban. ¿Qué vendía? Glamour, elegancia, sofisticación... Nada, en realidad. O a sí misma, para ser exactos. Lo que, bien mirado, no está mal. Lista que es la chica. No hacía falta recurrir al Hola para seguir sus pasos. En cualquier periódico, a cualquier hora, podías conocer sus movimientos. Con su familia, con el príncipe Carlos o con el mismísimo George Clooney. Comprando en no sé qué tienda o inaugurando una para las que vende su imagen. Así, la otra tarde, a las afueras de Oviedo. Nos llaman unas amigas que tienen una destacada empresa en la ciudad y nos dicen que si nos apetece ir con ellas a este evento de tan destacada magnitud y para el que había tortas por una invitación. Como nos reímos mucho con su ironía y en esta ciudad no hay nada interesante que hacer un viernes por la tarde más allá de beber decimos que sí. Y ahí estamos, esperando por la diva. La cita era a las ocho y ella aparece más de cincuenta minutos tarde. No es Elizabeth Taylor, no es Jessica Lange, no es George Clooney, pero esperamos. La risa, el vino (delicioso) y la salvaje ironía de nuestras amigas, ayudan. Cerca de las nueve, llegan tres de sus hijos, haciendo muy bien su papel: sonrisas y más sonrisas y cercanía con el público asistente. Su dominio de la escena es claro. Al poco tiempo, aparece ella. O los restos de lo que fue, deberíamos decir. Una especie de caricatura de sí misma, de aquella imagen que aparecía en periódicos y revistas. Ah, los años, que no pasan en balde, ya se sabe. Incluso la ropa que lleva parece vieja, anticuada, demodé, como si, al hilo de la crisis y de que regresan con fuerza los ochenta, hubiese sacado del armario todos los trapos de aquella época. La gente se vuelve loca (literalmente) y se agolpa a su alrededor llamándola por su nombre e intentando hacerse una foto con ella a su paso. ¿Qué vende esta mujer, que no es Elizabeth Taylor ni Jessica Lange, que no ha aportado nada al mundo del arte en toda su vida? Y sin embargo... Sin embargo, ahí está, ganándose las lentejas sin hacer nada, absolutamente nada. Me quito, no obstante, el sombrero ante ese hecho: vivir estupendamente sin hacer nada. Qué más quisiéramos. Llenarlo todo con humo y con un encanto que, pese a todo lo que hemos leído sobre él, no vemos por ningún lado. Eso no deja de ser inteligencia, desde luego. Hay que reconocerlo, le pese a quien le pese. Llegan, hacen su papel (sonrisas y más sonrisas, escuetas palabras, estudiada cercanía con el público), que incluye un paseíllo por la tienda en cuestión, y se van. Eso es todo. Ni media hora conceden a su público. Es suficiente. Sí, quizá lo sea para mantener la leyenda. La que ella misma se ha creado y la que, ahora, quiere traspasar, como la herencia más importante, a sus hijos. La nada cotizándose al precio del oro. No es poca cosa. En la España de los ochenta y en la de hoy mismo. Qué país.

martes, 6 de diciembre de 2011

Adornos navideños

Este año, salvo honrosas excepciones que viven (me imagino) de las rentas de un pasado más o menos glorioso, los adornos navideños de los comercios de esta ciudad son bastante cutres. Pero no con esa cutredad de quien aprovecha los adornos de los últimos dos o tres años, sino de muchos años más atrás. Voy caminando por Oviedo (por unas zonas y otras, lo mismo da) y tengo la sensación de haber retrocedido treinta años en el tiempo. De regresar a las calles de mi infancia, en esta misma ciudad o en Mieres, donde vivían mis abuelos y pasábamos muchas jornadas cuando se acercaban los días navideños. Tan antiguos me parecen esos adornos. Las tiras fucsias, rojas, plateadas y amarillas de los espumillones clásicos, bastante peladas en algunos casos; las bolas que hacen juego con esas tiras de espumillón y que, en algunos casos, se entrelazan y cuelgan de mala manera del cristal del escaparate o de la puerta de la tienda. Y arriba, la estrella, con rastros perdidos de purpurina, o las palabras que felicitan la Navidad al cliente, también sin la purpurina de sus días más gloriosos. Todo puesto con desgana, sin alegría, como por obligación. Como en esas conversaciones en las que tenemos que sonreír forzadamente cuando lo que más nos apetecería sería echar a correr del lado de esos interlocutores lo antes posible.
Hace unos años, por estas mismas fechas, Íñigo y yo decidimos de un modo inesperado viajar tres días a Madrid. Dado lo precipitado del viaje, no encontrábamos habitación en ningún hotel del centro. Y decidimos probar fortuna en alguna de las pensiones de Gran Vía. Nada, todas las habitaciones ocupadas. Lo seguimos intentando y, finalmente, encontramos una. Qué risas y qué miedo al entrar. El interior de la vivienda era una mezcla entre "La colmena" y la más exagerada película de Álex de la Iglesia. Los escenarios de la serie "Cuéntame", al lado de aquello, parecían un sofisticado loft neoyorquino. El muchacho que nos recibió era de lo más extraño: no podía ser de otro modo. Para más inri (y no exagero), tenía un ojo de cristal que le daba un toque al panorama. Y en cualquier momento, más pronto que tarde, esperábamos que salieran detrás de unas indescriptibles (y sucillas) cortinas las mismísimas María Luisa Ponte y Terele Pávez aupadas en algunos de sus personajes más siniestros. Pues bien, a la entrada tenían un árbol de Navidad que este año he visto en algunas tiendas de esta ciudad. El típico árbol artificial de los años 70, bastante espelurciado, con los mismos adornos de los que antes hablaba, esas bolas y tiras de espumillón que se pasan años en bolsas de plástico en cualquier altillo. Unas luces de colores se apagaban y encendían constantemente, lo que, unido a las indescriptibles (y sucillas) cortinas que separaban una parte del pasillo de la otra, le daba un inevitable aire de puticlú barato a la residencia. De la habitación, ni hablo. Sólo diré que, en cada puerta, había una estrella, roja o plateada, grande o pequeña, y las palabras Feliz Navidad debajo. No había una sola que no estuviese torcida. No hay mal que por bien no venga: nunca pasamos tanto tiempo pateando las calles de Madrid, pese a aquel frío. Ni (creo) nos reímos tanto. Este año, me digo mientras paseo por las calles de esta ciudad, habrá que reír también, pero no sé yo si acabermos consiguiéndolo. Entre los recortes sociales y económicos, el Valle de los Caídos, el pánico que nos meten sobre lo que aún nos espera y la realidad que nos rodea, no sé yo. Tampoco sé si aparecerán María Luisa Ponte, en paz descanse, y Terele Pávez aupadas en sus personajes más siniestros, pero a Rajoy (eso es fijo) le que quedan cinco minutos para salir a escena.

lunes, 5 de diciembre de 2011

El café de la mañana

La otra noche, después de la cena, recordaba con mi amiga Bea (excelentes anfitriones tanto ella como su marido, Juan) los cafés de la mañana de los primeros años de la facultad, cuando ella y yo coincidíamos. Salíamos sobre las once, o tal vez un poco antes, de alguna de las clases que nos interesaban y quizá ya no volvíamos más. Nos quedábamos, con unos y con otras, en los bares de los alrededores, tomando un café detrás de otro hasta que llegaba la hora de la comida. Numerosos cafés, probablemente demasiados, en aquellos años. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Muchas ilusiones y muchas decepciones. Muchas risas y algunas caídas cuesta abajo. Muchos cafés y muchas mañanas. Con los amigos, con los primeros amores, con los amores de una sola noche, con el amor definitivo. En unas ciudades u otras. En unos países y otros. (Recuerdo aquí esos cafés que nos tomamos por las calles de Nueva York, en aquellos cafés de Buenos Aires donde el tiempo parecía haberse detenido definitivamente, o en Madrid, acompañados siempre de un pincho de tortilla, para tranquilizar cierta resaca). El café de la mañana también como disculpa para salir diez minutos del trabajo, sentir el aire fresco de la calle, tomarte un respiro y regresar a tu puesto con la fuerza renovada para encarar lo que vaya llegando, que quién sabe de qué se trata (de un cliente pesado a la noticia de un despido, por ejemplo). Los cafés de la mañana, después de una larga caminata de una hora u hora y media, alrededor de las once, o tal vez un poco antes, en cafés donde compartimos barra una fauna peculiar: parados, jubilados, funcionarios sin prisa por fichar, mujeres con pocas ganas de ir a la compra o con ella ya hecha (el carrito, a su lado, a rebosar: verduras, yogures, barras de pan, cajas de galletas...), alcohólicos que se decantan ya a esas horas por un generoso tintorro servido en vaso de sidra. Ahí estoy yo ahora, con mi caminata hecha, frente a la taza del café (descafeinado: ah, el paso del tiempo cómo se delata en los detalles más insignificantes), rodeado de estas gentes a las que observo con disimulo y mayor interés que a las páginas de ese periódico por el que todos se pelean, sobre todo los lunes, o que a las páginas de esa revista, Interviú, donde los desnudos que se muestran son cada vez más decadentes y absurdos. Otras veces, el bar (casi nunca es el mismo) está vacío y, si me encuentro de humor (no siempre ocurre), me dejo llevar por el hilo de conversación que me brinda la camarera. Lugares comunes entre los que siempre suelo encontrar tema para un artículo, detalles sobre la condición humana -tan variopinta y tan similar en el fondo-, la razón para una sonrisa (en el mejor de los casos) o para un retazo de tristeza, que es lo que suele abundar en estos tiempos. Muchas veces, estoy esperando a mi madre en uno de esos cafés, que enseguida llega con ganas de hablar. Después de esos cafés con mi madre, a media mañana, damos un paseo por las calles de los alrededores de su casa, como le recomendó el médico. Y, mientras hablamos, nos vamos encontrando con toda esa gente, la misma que estaba en los cafés, acodada en la barra o sentada a las mesas, ahora ya en movimiento, apurando la mañana, intentando -en medio de todo-, atrapar lo que desean.

sábado, 3 de diciembre de 2011

La fotografía de Dorothy Parker

La fotografía estaba colgada en la pared del fondo, detrás del mostrador de la librería donde trabajaba, junto a otras fotografías de ilustres escritores. Una Dorothy Parker ya madura, en blanco y negro, con un lápiz grueso cerca de los labios, el pelo recogido en un moño, la tela estampada de un vestido ligero (una bata de verano, como decían antes las abuelas), los ojos medio cerrados, con la actitud de quien está pensando, buscando la palabra adecuada para un texto o un cuento. Parece, en la foto, pese a las brumas de alcohol y de olvido que envolvieron a Dorothy en esos años, los de la madurez, que no tiene un mal día. Parece, sí, que está sobria, que los malos momentos son un espejismo y que la inspiración la acompaña. Puede que sólo se trate de una pose, pero, en todo caso, la pose le ha quedado perfecta, muy creíble. ¿Qué estará escribiendo -o fingiendo que escribe-, Dorothy Parker, en esa fotografía? ¿Qué palabra andará buscando? ¿Cuántas veces habrá mirado el reloj pensando en la hora del dry martini? Ah, los entresijos de la creación. Nunca lo sabremos. Por eso lo imaginamos. Muchas veces, cuando estaba trabajando en aquella librería (Trabe) y tenía esa fotografía a mis espaldas, me hacía estas mismas preguntas. A su lado, había una fotografía de otra borracha memorable, Marguerite Duras, también, como el resto, en luminoso blanco y negro. Marguerite aún no era muy mayor, pero ya estaba hinchada por el alcohol, poseída, como estuvo hasta el final de su vida, por la escritura. De todas las fotografías que había allí, a mí me habían dejado escoger dos, y escogí a esas dos mujeres, Dorothy y Marguerite. Dos mujeres a las que admiro y a las que releo. Dos mujeres fascinantes: en su grandeza y en su miseria, que ni de lo uno ni de lo otro tienen poco. Las dos estaban detrás de mí, cómplices silenciosas de aquel tiempo. Un tiempo que ya no existe más allá de la memoria. Las dos fueron testigos de tardes gozosas y tardes decadentes. De conversaciones, trajín de libros, ilusiones, recomendaciones, decepciones, charlas y complicidades. Sobre todo con ellos, mis compañeros de entonces, Esther y Samuel, hoy amigos, que esta noche han venido a cenar a casa y me han regalado la foto de Dorothy Parker que ahora está ahí, sobre la mesa, enmarcada en blanco, delante de mis ojos, como si el tiempo no hubiese pasado, pero ha pasado, claro, con la velocidad imperiosa con la que acostumbra a hacerlo. Cada libro de las estanterías que tengo enfrente o cada fotografía de las paredes guarda detrás una historia, una tarde, un recuerdo. El modo en que llegó hasta aquí. Y los motivos. Esa fotografía, la de Dorothy Parker, que ahora está sobre la mesa y que pronto estará en la pared, a lado de la de John Cassavetes y Gena Rowlands, sobre ese cartel de la obra de teatro donde se repasaba la vida de Tallulah Bankhead que trajimos de Nueva York. Creo que Dorothy pensaría que no la coloco en mala compañía. Y cuando pase por su lado y me encuentre con ella, con Dorothy, buscando la palabra exacta para su texto o para su cuento, recordaré aquel tiempo que ya no existe más allá de la memoria y que a veces, como esta noche, entre risas y nostalgia, recordamos mientras levantamos (como entonces) nuestras copas de vino. Y esperamos.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Alma de librera

(Artículo publicado en el nuevo número de la revista "Estoyu")

Ahí está, a sus casi setenta años (digo la edad porque ella, orgullosa, la proclama sin tapujos, acaso con un ligero toque de coquetería, tan extraño y poco habitual en ella, que, haciendo gala de su carácter castellano, no es nada coqueta ni presumida), una de las mujeres más trabajadoras que conozco, una librera de las de verdad (no hay demasiadas, por desgracia: hay que diferenciar siempre entre ser librera y vender libros, que no es lo mismo), Paquita Laguna. Más de veinticinco años al frente de la librería Aldebarán. Desafiando a los malos momentos (emocionales, económicos, de salud: que de todo tiene que haber a lo largo de tantos años de trabajo), y disfrutando de los buenos, reconfortándose en esos placeres sencillos que de cuando en cuando nos ofrece el transcurso de los días y que siempre resultan ser los mejores. Charlar con un cliente, lector voraz y exquisito, que viene desde la otra punta de la ciudad porque esa pequeña librería, Aldebarán, pese a las numerosas alternativas que encuentra en el recorrido, sigue siendo su favorita, consciente de que en ella va a hallar lo que anda buscando, esa joya literaria que tiene que convivir, irremediablemente, cosas de la supervivencia, entre los cuadernos y los lápices de colores y los libros más vendidos del momento; ayudar, cuando los profesores se desentienden, con los numerosos libros que sus hijos necesitan para el colegio a una mujer jovencísima que vino desde el otro lado del mundo para buscarse la vida y que tiene que hacerlo, buscarse la vida, sola con esos tres o cuatro pequeños porque su marido se largó de la noche a la mañana y la dejó ahí plantada, con esos tres o cuatro hijos, como si fueran unos muñecos de trapo y, encima, no fuesen suyos; la generosidad con ese joven de apenas veinte años (yo mismo por aquel entonces) que quiere leer todos los libros y que no tiene dinero para pagarlos y que ella le permite llevarlos e ir pagándolos como buenamente pueda. Algunos de esos placeres sencillos de los que, parafraseando a Jane Bowles y su colección de relatos magistrales, hablo. Ser librero, aparte de un oficio, es una actitud. Una posición en el mundo, me atrevería a decir desde mis cuarenta años recién cumplidos. No todo el mundo sirve para ello. No consiste en vender, en hacer caja (que también, como es lógico, cuando vives de esto), sino en saber acercar a cada persona que entra en la librería el libro que esa persona necesita en ese momento concreto. No todo el mundo tiene el mismo gusto, ni tiene por qué tenerlo, faltaría más. El librero está ahí, casi como un amigo, como un confidente, como un apoyo, y no es nadie para juzgar la decisión del cliente. El buen librero puede, en un determinado momento, si considera que la elección del cliente no es una maravilla, desviar hacia otro título, de similar contenido pero de mayor calidad (aunque el precio sea inferior). A veces, el cliente acepta y, días más tarde, vendrá, emocionado y completamente entregado, dándote las gracias y pidiendo cosas de mayor envergadura literaria de las que inicialmente reclamaba. Ése es uno de los mejores momentos del librero de verdad. Supongo que si alguno me está leyendo ahora mismo, se sentirá identificado con lo que estoy diciendo. Todas estas cosas positivas, y tantas otras para las que no tengo espacio en esta columnilla que sigue siendo la de un librero, aunque, por esas cosas del destino y de esta interminable crisis, no esté al frente de ninguna librería en estos momentos. Este librero que hoy recuerda a esa otra librera, Paquita Laguna, y que, para él, con todo, sigue siendo mucho más que eso.

martes, 29 de noviembre de 2011

Habitaciones propias

Fue una mujer la que escribió la frase. "Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción". Virginia Woolf, naturalmente. El tiempo se encargó de convertir esas palabras en una especie de filosofía de vida, de necesidad imprescindible e incuestionable. ¿Qué se necesita para escribir? Un lápiz, un papel y una habitación propia, por supuesto. La necesidad de tener esa habitación propia, el trabajo que permita poseer las monedas necesarias para pagarla. La esencia de la frase se extiende también al resto de las mujeres, aunque no se dediquen al oficio de la escritura. La importancia de esa habitación propia para todo: para leer, para escribir, para pensar, para coser, para descansar, para contemplar el mundo desde su ventana, para dejar pasar las horas en silencio, para el sexo, solitario o compartido, con unos o con otras. Otra mujer, Simone de Beauvoir, algunos años más tarde, nos habló de ello en ese otro ensayo imprescindible, "El segundo sexo", donde, con sus lógicas particularidades, se sitúa a la mujer de igual a igual con el hombre. La postura es clara: la mujer (sin tener que renunciar a ello) es algo más que madre, hija y esposa. Y el recorrido es amplio: la infancia, la edad adulta, la vejez. Y la iniciación sexual de la mujer y la sexualidad en sí misma, casi siempre tan silenciada. Los tiempos han cambiado, por fortuna, pero conviene, como siempre, no olvidarlo. "No se nace mujer, se llega a serlo". No tenemos más que echar un vistazo a la literatura española para comprender esa mítica frase de la Beauvoir y los riquísimos matices que encierra. En 1989, la escritora Almudena Grandes ganó el Premio La Sonrisa Vertical y se dio a conocer con una novela, "Las edades de Lulú", donde la protagonista hacía con su cuerpo lo que le daba la gana sin ser juzgada por ello, cosa impensable unos pocos años atrás. Hoy, ese premio ya no existe. Y pienso que una de las lecturas que se pueden hacer sobre ello, sobre la desaparición de aquella colección de libros de tapas de color rosa que según el maestro Luis García Berlanga deberían leerse con una sola mano, es -precisamente- el hecho de que la represión que envolvió este país durante tantos y tantos años de dictadura ya ha empezado a remitir. Y que la posición de la mujer, por tanto, va adquiriendo -lentamente: eso sí- el lugar que le corresponde, más allá del objeto sexual, la caricatura o la imagen arquetípica. Muchas mujeres (y algunos hombres) contribuyeron a ello. La mujer que entra y que sale, que tiene una pareja y otra, que no depende económicamente de nadie, que practica sexo cuando y con quien le viene en gana, ya no se ve como algo extraño o negativo, ni se considera que esa mujer se trate de una degenerada, de una perdida o de una prostituta. Ah, esa palabra. A los que ya vamos teniendo unos años, nos basta con echar una vista atrás, a algunas de las escenas vividas a lo largo de la infancia o de la adolescencia, para comprobar la marginación que podían llegar a padecer las mujeres que no seguían la norma establecida, los cánones de la época. Los cuchicheos, las sonrisillas burlonas, la manera en que se juzgaban o reprobaban comportamientos que no se correspondían con los de la mayoría, con la figura de aquella mujer enclaustrada en una casa, con un marido (del que, en numerosas ocasiones, ni siquiera estaban enamoradas) y unos hijos. Han sido, como digo, muchas mujeres y hombres luchadores los que ayudaron a cambiar la perspectiva de las cosas. Y la evolución de los propios tiempos, evidentemente. La literatura, el cine, los medios de comunicación o, más cercano en el tiempo, la revolución que supuso Internet contribuyeron de forma decisiva a ello.
Recuerdo ahora, cuando Almodóvar, cuyo cine está repleto de toda clase de figuras femeninas, empezaba a salir a otros países con sus películas, las palabras de elogio por parte de profesionales de aquellos lugares sobre cómo quedaba plasmada en sus películas la evolución de la mujer española. Carmen Maura fue durante un tiempo la imagen de ese cambio, la mujer moderna, entendiéndose siempre la palabra moderna como algo positivo. La mujer reía o lloraba, sufría o gozaba, pero era ella misma, con todas las consecuencias que, por otro lado, eso lleva consigo. En una de las más gloriosas colaboraciones de Almodóvar con Maura, “Mujeres al borde de un ataque de nervios” (una de las cintas más redondas del manchego: ni le falta ni le sobra ni un solo minuto), el personaje de Carmen, Pepa Marcos, al final de la película, decide asumir la maternidad en solitario, otro de los temas tabús de nuestra sociedad durante años. El cambio había sido brutal, desde luego. La mujer estaba en el mundo y era visible. Era algo más que una mera comparsa o acompañamiento de los personajes masculinos. O la figura, casi siempre desnuda sin venir a cuento y más bien muda, de las tremendas películas del llamado cine del destape.
Y, hablando de cine, no quiero olvidarme de las películas, tan reflexivas y literarias, de Pilar Miró, ni de la imagen de mujeres independientes que sus protagonistas (casi siempre en la piel de la fabulosa Mercedes Sampietro, álter ego de la propia Pilar) ofrecían. “El pájaro de la felicidad”, con guión de Mario Camus, alcanza, en este sentido, importantes cotas.
La generación literaria que surgió en los años ochenta del siglo pasado, un poco antes de que Almodóvar comenzase a pasear su cine por medio mundo, también veía las cosas de esa manera. La propia Almudena Grandes, Soledad Puértolas, Laura Freixas, Núria Amat, Enriqueta Antolín... Y no debemos olvidar a importantes escritoras de la generación anterior, como Josefina Aldecoa o Carmen Martín Gaite, cuyas protagonistas femeninas intentaban buscar nuevos aires, ya no se conformaban con la rigidez de aquellas normas establecidas. Martín Gaite, cuya obra se engrandece con el paso de los años, ganó el premio Nadal con una novela, "Entre visillos", que criticaba, precisamente, el ambiente cerrado y opresivo que se vivía entonces en los lugares pequeños, pueblos o ciudades de provincias, esas miradas que observaban y que juzgaban a través de los visillos. Esas miradas que tanto contribuían a hacer mucho más lento el avance de las mujeres, el verdadero avance que las situase en un lugar en el mundo, el suyo propio, con lápiz y papel y aquella habitación propia de la que hablaba Virginia Woolf incluida.
Y ya termino. Y lo hago con la imagen de una mujer frente a un espejo, la de la escritora y académica Soledad Puértolas. O la de uno de los personajes de su último libro de relatos, “Compañeras de viaje”. Una mujer se contempla en ese espejo y reflexiona sobre la vida, sobre el paso del tiempo, sobre el peso que supone vivir, sobre la vejez y sobre sí misma. Los fantasmas, los parecidos con la madre, la mujer que fue, que quiso ser, que es. Una mujer dentro de la que hay numerosas mujeres. Todas necesarias, todas imprescindibles. Es un relato magistral que demuestra, por otro lado, que el espíritu de Virginia Woolf, en una habitación propia, delante de un espejo, sigue, afortunadamente, muy vivo.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Compartiendo mesa con Antonio Masip

A veces, en este ir y venir en el que andamos los escritores, nos encontramos con colegas con los que empatizamos de inmediato. Así, la otra tarde, en el Rastrillo de Nuevo Futuro (donde Marta Polledo y Mar Eguidazu siempre tienen la gentileza de invitarme), con Antonio Masip, alcalde que fue de Oviedo y que acaba de publicar "Con vistas al Naranco", publicado por Septem Ediciones (la editorial que dirige Marta Magadán, generosa y siempre detallista amiga), que aguarda desde ya en mi mesita junto a la nueva recopilación de artículos del gran Javier Marías (me adelanto un poco en esto de los balances anuales y digo que su novela, "Los enamoramientos" es una de las mejores de este año, el 2011, que se va agotando). Ahí estamos, los dos, Antonio y yo, compartiendo mesa, recibiendo flashes, firmando de cuando en cuando a los que se acercan a comprar nuestros libros, charlando sobre nuestros gustos literarios, recordando anécdotas de mujeres estupendas, dejando pasar la tarde entre unas cosas y otras. Abre, Antonio, uno de mis libros al azar y trae de ellos el nombre de alguno de los escritores que los habitan. Los Aldecoa, los Bowles, los escritores norteamericanos con Truman Capote a la cabeza... Coincidimos en todos ellos. No podía ser de otra manera. En las dos Marguerite, Duras y Yourcenar. Y en Ángel González, claro, tan grande poeta como era, como es. Palabra sobre palabra. Hablamos, de pasada, de su enfermedad, de ese ictus que le dio hace un tiempo y cuyas secuelas intenta neutralizar haciendo un montón de tareas: el ordenador, las lecturas, la escritura, los artículos del periódicos, los viajes a Bruselas... Y de cómo eso, la enfermedad, lo relativiza todo. Las enfermedades siempre separan las cosas importantes de las que no lo son. Bien lo sabemos los que, de un modo u otro, pasamos por ellas. Mirar hacia delante, siempre, no queda otra. Nos despedimos, Antonio y yo, después del encuentro con los lectores y de nuestra charla. Y al llegar a casa, abro su libro y leo: "El camino es mi patria, mi esfuerzo, mi vida, mi inexcusable razón de ser". No puedo estar más de acuerdo con esas palabras, don Antonio. Y espero que ese camino por el que transitamos haga que nos volvamos a encontrar pronto, compartiendo de nuevo alguna mesa como la de la otra tarde.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Alguien tendría que decírselo (a Rouco Varela)

Un día, uno solo, después de que el Partido Popular ganara las elecciones, ha tardado en salir de nuevo el cardenal Rouco Varela a arremeter contra el matrimonio gay, una de sus prioridades y actividades favoritas. Qué falta de respeto. Sí, digo falta de respeto, con todas las palabras, y digo bien. No sólo por los gays (que ya estamos muy hartos, por cierto, pese a la costumbre de escucharle cada vez que puede arremeter contra nosotros en radios, periódicos y televisiones), sino por todos esos padres y madres, heterosexuales y creyentes la mayoría de ellos, que tienen hijos homosexuales, casados o no, y que los quieren, los aceptan y los respetan. Ya está bien. Siempre con la misma perorata, con la misma cantinela, con las mismas diatribas. Alguien tendría que decirle al cardenal que debería de respetar con las mismas dosis de respeto que reclama para sí mismo y para los suyos cuando alguien intenta arrebatarles medio milímetro de su confortable territorio. Y que debería empezar a salir en radios, periódicos y televisiones cambiando un poco su discurso, aunque sólo fuera un poco y, más que nada, por renovar, que, de cuando en cuando, no viene nada mal. Ese discurso tan rancio y obsoleto que cada vez lo está alejando más de la gente con criterio y sentido común. Ha sido largo el camino, largo y duro, hasta llegar aquí, hasta conseguir nuestros derechos, con la palabra matrimonio al frente de ellos (qué manía con la susodicha palabra, aunque me temo que la palabra, para ellos, es sólo la excusa perfecta para poner sobre la mesa eso que tanto detestan, las relaciones amorosas y sexuales entre dos personas del mismo sexo), así que debería de abandonar la cizaña y dejar de arrimar el ascua a su sardina, que sólo un día, uno solo, le ha bastado para salir a la palestra con el mismo runrún de siempre. Qué obsesión. Alguien, insisto, tendría que decírselo. Y de paso, ya puestos, que le diga también que el gobierno bastante tiene con arreglar la situación económica y con encontrar trabajo para esos cinco millones de parados que pululamos por España en estos momentos como para andarse por las ramas que a este señor, qué pesado, le interesan. No voy a decirle a ese alguien que le recuerde al cardenal que nuestras familias son tan respetables como las demás porque eso no hace falta recordárselo a nadie, salta a la vista por sí solo, le pese a quien le pese, que es a él y a sus seguidores, primordialmente, a quien les pesa. Y a todos esos seguidores del cardenal les digo lo mismo sobre la homosexualidad que sobre el paro: el que no lo tenga en su casa, que lo espere. Y luego ya me cuentan.

martes, 22 de noviembre de 2011

¿Quién teme a Yasmina Reza?

Un niño golpea con un palo a otro niño. Y sus padres, los de ambos niños, se reúnen en la casa de unos de ellos, los del niño agredido, para hablar sobre el tema. Las causas, las palabras de perdón y arrepentimiento, los posibles motivos, la educación de los hijos, etcétera, etcétera, etcétera. Ahí empieza todo. "Un dios salvaje". Lo que inicialmente, pese al asunto que los reúne, se trata de un encuentro amable, la cosa, según avanzan los minutos, se convierte en un encuentro terrible, casi en una pesadilla. Los miedos, las inseguridades, las frustraciones, las complicaciones que conlleva el hecho de ser padre y el hecho mismo de vivir... Todo, sin contemplaciones, dobles caras o disfraces, se va poniendo sobre la mesa. El alcohol, entre medias, ayuda. Poco a poco, vamos descubriendo el verdadero carácter de cada uno de los personajes, sus inesperadas reacciones, sus lados más vulnerables, ese lado salvaje que todos guardamos dentro y que tratamos de disimular en el día a día, en medio de la convivencia: qué remedio. El texto es sencillamente brutal. En el teatro, cara a cara con los personajes, resulta apoteósico, descarnado, divertido, humano, patético, terrible, casi grotesco en ocasiones. La representación que se hizo aquí hace dos o tres años con Aitana Sánchez-Gijón, Maribel Verdú, Pere Ponce y Antonio Molero, dirigidos por Tawmin Townsend, era absolutamente perfecta. Una de esas mágicas ocasiones en las que el puzzle que conforman los actores con el texto y los actores entre sí, era redondo: todo encajaba de una manera natural, sin que nada sobrase o faltase. La adaptación al cine que acaba de hacer el gran Roman Polanski (suyas son un puñado de películas que pasarán a la historia del cine: desde la inquietante "La semilla del diablo" a la brutal "La muerte y la doncella", que adapta, por cierto, otra obra de teatro que ya se ha convertido en un clásico), siendo buena, pierde algo de la fuerza del original. Supongo que resulta inevitable. O al menos lo resulta para los que vimos la obra en el teatro. No obstante, conserva muchos de los puntos álgidos que están sobre el papel, muchas de las situaciones más hilarantes o descarnadas. Y un principio y un final de película muy acertados. Todos los intérpretes están bien, destaco a Jodie Foster porque creo que le imprime a su repelente personaje todo lo que éste le reclama para ser eso, repelente. La complicidad entre los actores, al igual que ocurría en la versión teatral española, está presente. No puede ser de otro modo para la representación de un texto así. Un texto en el que se pasa velozmente de la educación y el entendimiento a las peleas más atroces, a decir todo aquello que se le pasa a uno por la cabeza. Y que refleja a la perfección la doble cara del ser humano. Sus temores y sus contradicciones. Lo peligroso y fascinante que es vivir: desde el lado sosegado o desde el lado salvaje. Y desde ese lado que está entre uno y otro, y en el que no siempre resulta sencillo mantenerse.

domingo, 20 de noviembre de 2011

El padre del escritor

Ahí está, sobre las tablas de ese teatro, el Filarmónica, donde tantas tardes pasé disfrutando de las actuaciones de algunos de mis intérpretes favoritos cuando venían por esta ciudad. Lola Herrera, Miguel Rellán, Núria Espert, Verónica Forqué, Lola Cardona, Amparo Baró, Esperanza Roy, José Sacristán, Ana Marzoa, las hermanas Gutiérrez Caba... Y tantos otros. Ahí está, vestido de cura, con una de esas sotanas negras que siempre dan un poco de repelús a los que hemos conocido la cara siniestra de los colegios religiosos, representando un pequeño papel en una obra sobre la vida de Jovellanos. Ahí está, es él, mi padre, en su estreno en la capital. Desde que se jubiló, hace unos cuantos años ya, encontró en el teatro una manera estupenda de encauzar tanto tiempo libre, que siempre resulta un peligro para gente tan activa como él. Al principio, la cosa no era como ahora. Actuar no es sólo recitar un papel bien aprendido: hay que interpretar ese papel, darle vida a un personaje, crearlo desde el propio texto donde está escrito. Fue complicado, seguramente más de lo que él esperaba. Sin embargo, no desistió y siguió haciendo unas obras y otras. El año pasado, en Mieres, estrenó una obra de Woody Allen, "Adulterios", donde estaba espléndido, otorgando al personaje todos los difíciles matices que estaban sobre el papel. Le veía allí, sobre aquel teatro, y no le reconocía: nada tenía que ver aquella estupenda interpretación con la de sus comienzos en esto del teatro. El esfuerzo y el trabajo (casi) siempre tienen recompensa. Y allí, en aquel trasunto de Woody Allen, estaba la prueba. Mi padre y Woody, dos de los hombres de mi vida. Cuántas tardes me pasé viendo películas del genio neoyorquino. Todas sus películas: las obras maestras y las menores. Cuántas al lado de mi padre. No siempre nuestras relaciones fueron fáciles. Una generación de diferencia siempre es una generación de diferencia: mucho tiempo. Demasiado. Y más, cuando los mundos, las inquietudes, las maneras de ver las cosas, la suya y la mía, eran tan diferentes. No hay obstáculos que el verdadero cariño no pueda vencer. Podría quedarme con muchas imágenes de mi padre. Las de su época joven, las de su época de maduro, las de ahora cuando está a punto de cumplir setenta años. Las conservo todas. Pero me quedaré con una: la del día de nuestra boda, en Gijón. Los hombres de su generación no fueron educados para ver cómo sus hijos se casaban con personas de su mismo sexo. Pero mi padre, aquel día, inolvidable día, estaba allí, con nosotros, con Íñigo y conmigo. Y ese gesto borró de un solo golpe todas nuestras diferencias anteriores. Era su hijo, y era feliz, y eso era lo que contaba. Ahora, en estos tiempos tan difíciles en los que nadie sabe si cobrarás a fin de mes, mi padre (y mi madre, claro) es el único que pregunta si necesitamos dinero, si hay comida en la nevera, si queda algún recibo por pagar. Vive la angustia del que no tiene trabajo (yo) y del que siente cómo su trabajo se tambalea irremediablemente (Íñigo). Ah, los padres. Los únicos que ahora llaman por teléfono para interesarse. Así es la vida. Mi padre está ahí, encima de las tablas del Filarmónica, vestido con esa sotana que tanto repelús me da (recuerdo a aquel cura, vestido con una sotana idéntica, que nos pegaba con todas sus fuerzas con una gruesa regla de madera en los dedos si fallábamos alguna respuesta), y sobre su imagen se superponen esos otros cientos de imágenes: la de nuestras vacaciones en el Sur, la de su regreso del trabajo, la de las cenas que compartimos, los cumpleaños, las Navidades, la enfermedad de mi madre... Y tantas, y tantas otras. Y aplaudo al actor, sí. Y aplaudo, sobre todo, al padre. El padre del escritor. Mi padre.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Melancolía, de Lars Von Trier

La vida es cruel en la tierra. Eso lo sabemos todos y eso es lo que dice en un momento dado la protagonista de esta película, la última de Lars Von Trier, "Melancolía". Asistimos, de entrada, casi a trompicones, a una ceremonia, la de la boda del personaje interpretado por Kirsten Dunst, rodeada de esa panda de idiotas donde la más cuerda parece ser la madre, curiosamente el personaje más antipático de la función (¡cómo se va pareciendo físicamente la siempre soberbia Charlotte Rampling, tantos años después de aquella mítica imagen de "Portero de medianoche" con la que se dió a conocer, a Bette Davis cuando tenía sus mismos años: y demuestra, una vez más, Charlotte, a las claras, que no hay intérprete pequeño -cuando el talento es inmenso- pese a la brevedad del papel). A veces, esa parte, irrita, cansa, agota, va y viene, tarda en situarse, en situarnos. Pero lo hace, finalmente: nos sitúa. Y ahí, cuando empieza la segunda parte, ya situados, viene lo mejor de la película, un Lars Von Trier excepcional. Los planteamientos filosóficos, las dudas existenciales, los temores, las angustias, el mundo que se puede escapar en cualquier momento... El personaje de Kirsten -su melancolía, su miedo, su tristeza, su dolor, sus problemas para enfrentarse a la vida, sus altibajos- ya está plenamente ubicado y el de su hermana, la fascinante Charlotte Gainsbourg, adquiere una relevancia y un desarrollo que en la primera parte reclamaba casi desesperadamente. El planeta que se va a destruir -o no-, que va a ser devorado por otro planeta -o no-: sólo al final lo sabremos, aunque lo vayamos intuyendo desde el principio, en las imágenes previas a las de la boda, con los novios, la madre de ella y la panda de idiotas. Los temores, las incertidumbres, la existencia que pasa por delante casi a la misma velocidad con la que ese otro planeta planea devorar a la Tierra. Todo eso está ahí: en el ritmo, en los rostros de las dos hermanas, en el de Kiefer Sutherland (espléndido), en el caballo que se detiene y que no quiere seguir su carrera, en la imagen de Kirsten, reproduciendo otra imagen, río abajo, el vestido de novia arrastrado por la corriente, despojado de todo su esplendor inicial... Ya no hay sonrisas en la boca de la novia: sólo desolación: ésa es la palabra. El fin del mundo, la hecatombe, las reflexiones entre medias, antes de todo eso. Lars Von Trier que recuerda ahí, a ratos, al de su mejor obra, "Rompiendo las olas". Y Kirsten y Charlotte, la Gainsbourg, en constante estado de gracia. La primera se llevó el premio en el último festival de Cannes, pero la otra no se queda atrás en ningún momento. Las miradas, la complicidad, la compasión de una hacia la otra y de la otra hacia la una, finalmente. Un trabajo, sostenido en dos voces, dos miradas, perfecto, soberbio. De los que más vale no perderse. Una película desigual, impactante y recomendable. Y que, durante su proyección, hace que nos olvidemos de las sandeces filonazis (provocación barata y peligrosa) que su director dijo en el pasado festival de Cannes. Lo que, bien mirado, no es poco.

martes, 15 de noviembre de 2011

Las fotos de Terelu

Cuando ayer vi las fotos de Terelu, recordé de repente a Umbral y pensé en el artículo que el maestro hubiese escrito sobre el asunto. Una pieza -quiero imaginar- a medio camino entre lo poético y lo irónico, sin olvidar las alabanzas al cuerpo femenino: esos cuerpos gloriosos que tantas veces retrató en sus libros y columnas y que siguen siendo un referente importante. Luego pensé que yo mismo escribiría algo sobre lo que acababa de ver. Algo relacionado con lo poco que me habían gustado esas fotos, con que se necesitan algo más que unas pieles y unas joyas falsas para homenajear a José María Castellví (el fotógrafo de las estrellas de los 70: de Bárbara Rey a Victoria Abril), con que si te desnudas te desnudas y déjate de pamplinas (ah, el miedo que sigue dando el desnudo en este país), que el Interviú es lo que es y los desnudos artísticos son para otro tipo de publicaciones. Más aún si lo que pretendes, como reconoce la propia Terelu en la entrevista que acompaña al reportaje fotográfico, es convertirte en el póster de la cabina de más de un camionero y en lo que ello conlleva consigo. Sin embargo, a medida que pasaba el día, en radios, televisiones, redes sociales y periódicos digitales, casi todo el mundo se centraba y se ensañaba con lo mismo: los kilos de más de Terelu. No lo decían así, claro. Lo decían, en la mayoría de los casos, del modo más despectivo posible. Una periodista llegó a exclamar que cómo se atrevía Terelu a posar así cuando sus brazos eran como piernas. Hombre, no. Seamos un poco serios. Si estamos luchando contra la anorexia, contra las tallas 34 en las chicas, contra los peligros que puede acarrear al respecto de la publicidad todo este tema en mujeres jóvenes (y no tan jóvenes), venir ahora con esto me parece, como poco, de juzgado de guardia. No todo el mundo tiene que estar como Kate Moss para desnudarse. El desnudo, el desnudo. Cuántos temores y complejos. Cuánta tontería. ¿Será que, como apuntaba antes, sigue poniendo nervioso a más de uno y se tira por el camino del medio? Lo siento, pero no es disculpa. Es un tema peligroso y hay que tener cuidado. Hay desnudos valientes y maravillosos sin necesidad de tener el cuerpo de Sharon Stone. Recuerdo ahora el que hizo la gran Kathy Bates en aquella película, "About Schmidt", entrando en el jacuzzi donde estaba Jack Nicholson (bien tapadito por las aguas, por cierto). Tan poderoso como su talento. Y punto. Terelu ha hecho el reportaje que le ha dado la gana y tenemos todo el derecho del mundo a criticarlo. Las fotos son ordinarias (¡esa camisa blanca!), no ha sido valiente, es un quiero y no puedo constante: lo que te venga en gana... Pero cuidado con ciertos temas. Y no se trata de ser políticamente correcto, ¡ni mucho menos!, sino de tener un poco de sentido común, que cada vez (me temo) nos va quedando menos.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Lo que viene después

Le veo ahí, tumbado en el sofá rojo que compramos al día siguiente de venir a vivir a esta casa, adormilado tras la comida, traspuesto por esa gripe impertinente que se instaló con nosotros hace días y que no quiere irse, y pienso qué sería de mí en estos tiempos tan complicados sin él, sin esa templanza suya que encaja perfectamente con mi nervio siempre acelerado e inquieto. Las rosas que nos regaló Asmaan ya están marchitas, algunos de los pétalos amarillos se han desparramado sobre la estanterías y aquel delicioso olor de los primeros días se ha convertido en un olor casi nauseabundo, como el de los cementerios semanas más tarde de la jornada de Todos los Santos. Ese triste olor, el de los cementerios cuando ya se van quedando solos, es un poco el de esta ciudad en estos meses, donde las tiendas y los cafés están vacíos, las calles desiertas, las carteras arrasadas después de pagarle al ayuntamiento el temible IBI (aunque no seas propietario de la vivienda, como es nuestro caso), la resignación fuertemente instalada en las gentes, en sus rostros y en sus expresiones. Parece como si hubiese miedo a salir, a gastar, a divertirse, y es lógico. El que no está al paro, ve cómo su sueldo se ha rebajado considerablemente (o desaparecido, en algunas situaciones) y cómo su puesto de trabajo se tambalea antes del desenlace final. Hoy nos enteramos del aviso que le han dado a otro amigo: en quince días, a la calle. Y también de lo mal que lo está pasando otra amiga que ve cómo ese aviso llegará en breve. Impotencia, rabia, asco, angustia, decepción. Y encima tendremos que ir a votar con nuestras mejores sonrisas y a seguir peleando, qué remedio (ya claman las voces más cavernarias del PP para que Rajoy, cien días después de llegar al poder, retire la ley del matrimonio homosexual: qué pesadez de gente, siempre con lo mismo, siempre contra los mismos). Leo, mientras él duerme, los estupendos poemas de Vanessa Gutiérrez, que acaba de hacerme una entrevista para su programa de televisión, publicados en edición bilingüe por Trea: "Pobre inocencia que mira/ deslumbrada/ la inmensidad de la vida/ que viene dispuesta a comer./ Para mí quisiera yo sus ojos/ que no ven/ cómo se va dilatando el mundo/ camino de romper". El título de la recopilación habla por sí mismo, "La quema". Dos palabras casi premonitorias. No hay que dejarse llevar por la melancolía o la derrota, pero ¡qué cansancio y qué hastío produce todo! Y como no hay que hacerlo, dejarse vencer antes de tiempo, decidimos pasar la tarde en Gijón, que siempre es un respiro, un poco de aire fresco, una buena manera de alejarnos del vértigo. Leo, antes de irnos, un último poema de Vanessa: "Vivo como si hubiese vivido,/ siguiendo unos pasos/ que adivino como sombras./ Con la prudencia/ del que supone/ lo que viene después/ y no le gusta". En el coche (donde nos enteramos de la muerte de la gran María Jesús Valdés, esa actriz que combinaba a la perfección dulzura, voluntad y honda sabiduría y que se acercaba a sus personajes casi de puntillas para después hacerse con ellos plenamente, como si fueran una prolongación de sí misma: su voz habitada ya por esas otras voces), sigo dándole vueltas al poema y pensando que no, que tampoco me gusta lo que vendrá después.

domingo, 13 de noviembre de 2011

¿Uno más?

No pudo ser. La casa es demasiado pequeña y las circunstancias no indican que vayamos a cambiar próximamente a otra. ¿Uno más en la familia? Ya digo: no pudo ser. Una lástima. Otra vez será. Pero qué pena nos dio dejar allí a un posible nuevo miembro de la familia. Eran tres gatos diminutos, casi recién nacidos, que dos chicas, en El Fontán, una agradable mañana de sábado de este noviembre insulso, regalaban a quien quisiera llevárselos a casa. Ellas ya tenían a la madre (una hermosa gata persa, según contaban, que se vio inesperadamente sorprendida una noche de calor por un gato que pasaba por allí) y a uno de los pequeños gatos de la camada. Cogí uno de ellos. El que, de habernos animado a traerlo a casa, hubiese venido con nosotros. Lo supe nada más verlo: el más indefenso, el más asustado, el que menos disimulaba el miedo que había en sus ojos. En mi mano, encontró el calor que andaba buscando. Se agarró con sus diminutas patas a la chaqueta, mientras le acariciaba la cabeza: parecía estar a gusto allí. Lo mismo que aquella mañana en que nos hicimos con Francesca. Supe enseguida que iba a ser ella la que vendría a casa con nosotros. Casi con la misma rapidez que ella se acostumbró al calor de nuestras manos. En El fontán, rodeados de gente que se acercaba a ver a los gatos, una mañana de noviembre, dudamos un buen rato, calibramos, reflexionamos, pero, finalmente, no pudo ser. El espacio es el que es. ¡Menos mal que aún no nos habíamos tomado los vinos del aperitivo! De haberlo hecho, ya estaría aquí. Pobre gato. Qué lío se hubiese formado. ¿Qué reacción hubiese tenido Francesca, acostumbrada como está a ser la reina absoluta de la casa? ¿Qué hubiese hecho al vernos llegar con aquel diminuto y precioso gato en una de las cajas de cartón que aquellas chicas tenían dispuestas? Siempre nos quedará la duda. Pero no es difícil adivinar que hubiese abandonado la posición que adopta sobre la cama (que es donde habitualmente la encontramos cuando llegamos de la calle), muy parecida a la de Elizabeth Taylor en algunos planos de "Cleopatra", y hubiese sacado las uñas como la propia Elizabeth Taylor en "La gata sobre el tejado de zinc caliente". Como siempre hace cuando Nati o mi hermana o cualquier otra chica vienen por casa y les hacemos alguna demostración de cariño. La veo ahora, a Francesca, mientras escribo, adormilada sobre el sofá, entre los nuevos libros de Elvira Lindo, de Siri Hustvedt y de Laura Freixas y los periódicos del sábado, dueña de sí misma y de todas las situaciones, y pienso en ella cuando llegó a esta casa, asustada, temblorosa, tratando de escabullirse constantemente entre los cojines del sofá. Dos años y pico atrás ya. ¡Cómo pasa el tiempo! De repente, me mira y se incorpora y, como todos los días cuando llevo un rato delante del ordenador, se acerca a mí y coloca sus patas delanteras sobre mis piernas para que la suba al cuello. El ritual es siempre el mismo: contemplará lo que acabo de escribir haciendo como que realmente lo está leyendo, husmeará la taza de café vacía, lamerá el borde y se sentará sobre la mesa, al lado del ordenador, ajena por completo a la posibilidad de haberse encontrado hoy con otro gato en su espacio, esperando a que termine de escribir y le haga un poco de caso. Un poco más, quiero decir.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Nueva York compartido

El hombre y la mujer están ahí, sentados en el sofá de su casa de Nueva York, hojeando una revista, esperando. Están esperando -nerviosos, intranquilos, excitados- al hijo de ella, hijastro de él, Miguel, joven ilustrador, que viene del otro lado del mundo. Están deseando verle. En el nerviosismo de la espera está presente eso tan común en la mayoría de los padres españoles: no asumir del todo que los años van pasando y que el joven que viene de camino no es el niño de entonces, el que vivía con ellos, el que criaron junto a sus otros hermanos. El joven atraviesa Nueva York sin problemas y llega a la casa. Ya juntos, madre e hijo, escritora e ilustrador, fantasean sobre la posibilidad de escribir e ilustrar respectivamente un libro sobre lugares de Nueva York. Ya tienen el título, sí: "Lugares que no quiero compartir con nadie". Ahora ya tenemos el libro: escrito e ilustrado. Aquí está. Una pequeña joya. Pero la historia que bien podría empezar ahí, no lo hace así. Comienza con un viaje, en metro, a Queens. Comienza con un sentido del humor muy propio de Elvira Lindo, que no se pierde en ninguna de las partes del libro, lo que es muy de agradecer. Un sentido del humor fino y elegante y un punto irónico, que a veces te hace sonreír y otras, reír a carcajada limpia. El sentido del humor como pieza indispensable para enfrentarse al caos que a ratos supone vivir. La escritora lo sabe bien. No es, Elvira, un personaje de Woody Allen, pero podría serlo perfectamente, sin olvidar, por supuesto, sus raíces, la procedencia, el país de origen. La ansiedad y los miedos, provengan de donde provengan los motivos, no conocen límites ni nacionalidades. Bien lo sabemos algunos. El jazz y otras músicas, las copas, las comidas, la literatura, el arte, el trabajo, las largas caminatas, las charlas con los amigos y la vida en pareja ayudan a mantenerlos alejados. Éste no es un libro de viajes, no es una guía sobre Nueva York. Es mucho más que eso: es el diario de una mujer que escribe, que le gusta la vida y que se pasa medio año en esa ciudad, Nueva York, de enero a junio, desde que el frío muerde con intensidad hasta que estallan los calores y la ciudad puede llegar a tener aquel ambiente axfisiante de las mejores obras de Tennesse Williams. No es lo mismo visitar la ciudad, por muchas veces que lo hagas, que vivir en esa ciudad (esto ocurre con cualquier lugar, en realidad: quizá, en Nueva York, al estar todo tan magnificado, suceda de un modo superior), Elvira nos lo deja claro, sin restar por ello un ápice de interés al hecho de estar allí seis meses al año. Siempre hay algo nuevo que descubrir. Un rincón, una panadería, una persona... Porque a Elvira, casi me atrevería a decir que sobre todas las demás cosas, lo que le gusta de verdad es observar. Observar la vida que transcurre a su alrededor: las gentes, las situaciones, las diferencias entre unos y otros, las cosas que nos unen... Sentarse y observar, entre el ir y venir de la gente, y escuchar. Atrapar el hallazgo, mostrárnoslo. Y ninguna ciudad para hacerlo como esa, Nueva York, "una ciudad abierta, que tanto el turista como el habitante se construye a su manera". Los parques, los museos, los cafés, los restaurantes, las calles, los puentes, las librerías, los emblemáticos hoteles, las leyendas de cada uno de ellos... Cada persona, tendrá los suyos, sus favoritos. Elvira nos habla de los suyos. Y al hacerlo, los convierte un poco en los nuestros. Eso es lo grande de la literatura, de la buena literatura.
Decía Terenci Moix en la primera parte de sus memorias algo así como que ningún cuerpo vale lo que su fantasía, ninguna ciudad lo que su literatura y ningún amor lo que la idea del amor. Durante algún tiempo suscribí esa frase. Hace años que ya no lo hago. Me atrevería a afirmar, después de leer este libro, que Elvira tampoco lo haría. Se ha escrito mucho sobre Nueva York, pero creo que la ciudad está a la altura de las circunstancias: de su literatura.
Un libro maravillosamente escrito, que demuestra -una ocasión más- que en las pequeñas cosas, por insignificantes que nos puedan parecer, están las cosas realmente importantes de esta vida. Un libro para perderse una y otra vez en él, para saborearlo despacio, para disfrutarlo tanto como nos imaginamos que su autora disfrutó escribiéndolo. Para anotar y recrearnos en esos lugares que, no queriendo compartir con nadie, Elvira comparte con todos nosotros, sus lectores. Un libro delicioso que, lejos de cualquier ligereza, nos muestra una vida, la suya, la de la autora, y un amor que no puede encontrar mejor definición que en el título del último capítulo: "Donde estés tú, está mi casa". Donde estés tú, literariamente hablando, estará la nuestra, Elvira.

jueves, 10 de noviembre de 2011

La chica del supermercado

Eran alrededor de las doce de la mañana y la mujer estaba delante de mí en la cola de una de las cajas del supermercado, la del medio. Era alta (no llevaba tacones), con buen tipo y tendría unos cuarenta años bien llevados: la piel cuidada, sin rastro de arrugas en el rostro. El pelo largo, salpicado de mechas rubias, recogido de manera informal y con estilo, las gafas de sol colocadas despreocupadamente sobre la cabeza, las ropas sencillas y con ese aire retro que continúa estando de moda, los gestos de una persona activa, dinámica y con las ideas claras. Dentro del enorme bolso de piel que colgaba de su hombro, podían distinguirse varios paquetes de Marlboro light, un mechero rojo, una cartera grande de la misma piel que la del bolso y dos libros de Anagrama, tapa amarilla: uno de ellos, el más grueso, eran los últimos cuentos de Julian Barnes. No tiene mal gusto la chica, pensé. Hablaba con la cajera del supermercado como si les uniese una amistad, algo más allá del vínculo habitual que se establece entre una cajera y una clienta: ya se sabe: buenos días o buenas tardes, seguro que va a llover hoy, ¿necesita bolsa?, ya estamos en Navidad como quien dice, los turrones están en promoción, qué cara de sueño tiene hoy el niño... La mujer no parecía tener niños. Era el tipo de mujer a la que no le interesan los niños. Ni siquiera cuando pasase uno muy guapo o simpático por su lado se fijaría en él: estoy seguro. ¿Cómo lo llevas?, le preguntó la cajera, bajando un poco el tono de voz, mientras ella, la mujer, iba sacando de la cesta los productos que había comprado. No demasiado bien, contestó ella, no te voy a mentir. Un champú y una mascarilla de la misma marca para el pelo, un paquete grande de pan de molde integral, jamón york y queso estuchados, una bolsa con lechuga, cuatro yogures desnatados de la propia marca del supermercado y diez bricks de vino Don Simón. Esos eran los productos que había en su cesta. Ni uno más ni uno menos. Mientras los sacaba y los colocaba sobre la cinta, el hombre que iba delante de ella y que aún estaba recogiendo sus compras en una bolsa que acababa de sacar perfectamente doblada del bolsillo de su pantalón, se fijó en el sujetador (blanco) de la mujer cuando, al agacharse, se le abrió un botón de la blusa. Ella zanjó aquella mirada con otra y el hombre se fue del supermercado sin decir ni adiós, pensando, seguramente, en lo que, más tarde o más temprano, acabaría haciendo con aquella imagen en la intimidad. La cajera sonrió y, mientras iba pasando los productos por la máquina, le deseó paciencia. ¿De qué estarían hablando? La curiosidad, en algunos casos, es poderosa. ¿Un divorcio, un despido inesperado, un horario de trabajo abusivo, una enfermedad irreversible? Ah, ahí se quedará la duda. Diez bricks de Don Simón pueden ser una pista. O quizá no. Quizá sólo se preparaba para ver el debate de esa noche: Rubalcaba o Rajoy, that´s the question. Se despidió de la cajera y salió del supermercado. Cuando yo lo hice, a los pocos minutos, la encontré sentada en uno de los bancos de enfrente, con las bolsas del supermercado en el suelo, fumando con ansia un cigarrillo y leyendo uno de los cuentos de Barnes, como el que no tiene ninguna prisa o no le apetece demasiado irse para casa, consciente de que nadie le está esperando o de que quien lo hace no le interesa lo más mínimo.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Glamour of the Gods

Llegamos tarde. Ya no había entradas para la exposición de grandes estrellas del cine clásico en el National Portrait, de Londres: "Glamour of the Gods". La chica que nos dijo que no quedaban entradas, nos señaló que al día siguiente, a primera hora, podríamos verla de nuevo. Le dijimos que era nuestro último día en Londres y que, lamentablemente, no podría ser. Y nos adentramos en el museo. Retratos y más retratos. Primeras figuras del arte y de la cultura a la altura de nuestros ojos. Una abrumadora galería de retratos. A los pocos minutos, uno de los empleados del museo se acercó a nosotros y, en voz baja, muy baja, nos preguntó si éramos los chicos que regresábamos al día siguiente a España, le dijimos que sí, que éramos nosotros y nos dio dos entradas para ver la exposición. Todo un detalle, desde luego. Y hacia allí nos dirigimos, pese a que una parte de la sala se había quedado, inesperadamente, a oscuras. No hacía falta demasiada luz para que brillasen aquellos ojos, aquellos rostros, aquellos cuerpos. Allí estaban: luminosos, resplandecientes, únicos. Auténticas estrellas. Rostros clásicos. Mitos de los de verdad. Como si el tiempo no hubiese pasado por ellos. O como si nosotros, casi milagrosamente, nos hubiésemos transportado a aquella época, la época dorada del cine americano. Los años treinta, los cuarenta, los cincuenta. Todos esos años que tan bien supo explicarnos Terenci Moix en sus libros de cine, "Mis inmortales del cine". (Algún día se hará verdadera justicia a su obra, a la dedicada al cine y a la otra, la dedicada a la memoria, la suya y la de toda una generación). Allí estaban Ava Gardner, Elizabeth Taylor, Marlene Dietrich, Rock Hudson, James Cagney, Grace Kelly, Vivien Leigh... Perderse en esas imáganes era perderse en nuestra memoria, en nuestros sueños. Las luces del salón apagadas, la casa en silencio, la vuelta atrás en el tiempo... La magia del cine clásico, de sus estrellas. Eternos compañeros de viaje. Inseparables. Aquel viaje que empezó en la adolescencia y que sigue, que sigue. Las luces del día que se extinguen, las luces de la noche que aparecen. Y vuelve a empezar la magia. Una noche, un rostro. A la siguiente, otro. Allí, en el National Portrait, estaban todos. O casi todos. Ingrid Bergman, William Holden, Rita Hayworth, Bette Davis, Donna Reed, Katherine Hepburn, Cary Grant, Gloria Swanson, Marlon Brando... Qué lujo. Nos queríamos quedar allí, entre aquellas paredes. O llevarnos todas las fotografías a casa. Nos conformamos con el catálogo, ¡qué remedio!, estupendo catálogo, por cierto (y asequible, pese a todos los precios de Londres, tan excesivos para nuestros bolsillos). Si lo importante es ser feliz, nosotros, allí, lo fuimos de un modo superlativo. El tiempo se nos cayó encima. La tarde en retirada. Tuvimos que irnos. Lo hicimos con una bolsa llena de retratos. Londres, como Nueva York, es la ciudad para mitómanos por excelencia. Retratos y más retratos: aquí y allá. A precios asequibles y a otros que no lo son tanto. Así las cosas, salimos del museo. Empezó a oscurecer. Nos quedarán muchos recuerdos de este viaje a Londres, pensamos. Esta visita al National Portrait será uno -otro- de ellos. No nos cabe la menor duda.

domingo, 6 de noviembre de 2011

La presentación

La presentación de un libro no es cualquier cosa. Más aún cuando el libro que se presenta lo has escrito tú y tú eres uno de esos escritores que se implican a fondo en todo lo referente al libro que has escrito, respetando no sólo tu trabajo sino el de los que han apostado por él. Quieres que todo salga bien, que te arrope el mayor número de personas posible, que se acerquen luego a saludarte, a decirte algo, a que se lo dediques. Los días previos traen consigo cierto estrés, cierto nerviosismo, cierta sobreactuación. Intuyes que todo saldrá como lo planificas, pero hasta que suceda no puedes decir la última palabra. El trabajo está hecho, pero la vida, una vez más, puede ser imprevisible (¿cuándo no lo es?). Llevas semanas escribiendo las palabras que vas a leer, dándole vueltas y más vueltas, tachando y volviendo a escribir. Subiendo a las nubes y buscando las palabras adecuadas, como definió una vez Truman Capote, ese genio al que siempre vuelves, la escritura. Escribes esas palabras antes de que amanezca, como siempre, cuando la casa está en silencio y Francesca no deja de reclamar su primera ración de mimos, de husmear en la taza de café que se va quedando fría, de juguetear con los botones de la chaqueta que dejamos olvidada en el sofá, con los cordones de unos zapatos. Escuchas el trajín de las otras casas, la vida que empieza de nuevo: persianas que se levantan, el agua de la ducha que sale con fuerza, la madre del piso de arriba que grita a sus hijos porque no quieren levantarse, el llanto de uno de ellos, quizá el más pequeño... El discurso ya está terminado, la personas que te van a acompañar en la mesa hace tiempo que están avisadas, las invitaciones enviadas. Sólo queda esperar. Alguna vez lo escribí, y vuelvo a hacerlo: la vida es una continua espera (a ratos, desesperante espera). Pero ha llegado el día, el 3 de noviembre. Y estás ahí, en la mesa, rodeado de personas que se han implicado en tu libro. Y las escuchas, y te emocionas, y luego lees tus palabras, esas que escribiste durante semanas, y la sala donde presentas el libro, abarrotada (hay, incluso, algunas personas, al fondo, de pie), guarda un silencio sepulcral. Y después, suenan los aplausos. El mejor regalo de los cómicos, de los escritores, de los que realizamos un trabajo que necesita el reflejo de los demás, del público. Esa gente que ahora está ahí, esperando en una larguísima cola para que le firme un ejemplar. Todas las palabras de agradecimiento serían pocas para ellos. Llegar a una librería y escoger un libro, uno determinado, y comprarlo (más aún en estos tiempos tan duros), siempre debería de ser motivo de infinito agradecimiento por parte de ese autor elegido. Antes de publicar libros, ya lo pensaba así. Ahora que los publico, sigo pensándolo. Y lo agradezco infinitamente, por supuesto: a cada una de las personas que se acercan a la mesa, que reclaman mi firma tras adquirir un ejemplar del libro. Y mientras lo hago, mientras estampo mi dedicatoria en cada libro, y sonrío, y siento los flashes de las cámaras de fotos sobre mí, pienso que la vida es un cúmulo de azares y de circunstancias, de esfuerzo y de trabajo, de empeño y de más empeño. Y mientras pienso en eso y evoco velozmente el camino que me trajo hasta aquí, sé que las fotografías que salgan de esas cámaras reflejarán parte de esa emoción, la bruma de los ojos, el nudo de la garganta, los nervios del estómago, el agradecimiento, la satisfacción final... Y miro a la cámara, a una de ellas, y sonrío, como si esa sonrisa fuese a quedar ahí, en su interior, como un guiño cómplice entre ella y yo, ajeno al resto de las instantáneas.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Ventanas compartidas

(Aquí están las palabras que pronuncié ayer en la presentación de mi libro).

Cuando el pasado año, más o menos por estas mismas fechas, publicaba mi anterior libro, “El extraño viaje”, llevaba una vida, digamos, sosegada (dentro del sosiego del que soy capaz, que tampoco es mucho, la verdad). Me levantaba temprano, escribía una o dos páginas de la novela que por entonces estaba escribiendo y que acabo de corregir definitivamente en estas últimas semanas, escribía mis artículos para diferentes revistas y, también, dos o tres columnas semanales en mi blog. Después, me iba a trabajar a la librería, recibía libros, los colocaba, ponía escaparates, charlaba con diferentes distribuidores y compartía momentos con mis compañeros de trabajo, con mis amigos, con mi familia, con mi pareja. Buscaba destinos para los próximos viajes; iba al cine o al teatro; asistía a conciertos, a exposiciones; daba largos paseos por ésta y por otras ciudades… Más o menos, cada cual con sus gustos y particularidades, lo que hace todo el mundo. Un mes y unos pocos días más tarde de aquella gloriosa presentación, de un modo sorprendente e inesperado, me comunicaron que la librería en la que estaba trabajando cerraría sus puertas a finales de año. De pronto, todo cambió. La estabilidad, económica y emocional, que otorga siempre un trabajo, se desplomó al rato de salir de aquel despacho donde me dieron la brutal noticia. Después de casi diez años de trabajo ininterrumpido, siempre rodeado de libros, pasaba a engrosar la lista de parados de este país. Uno más. Cosas de la crisis. Cosas de unos o de otros. O de todos, qué sé yo. Ese uno más era yo. En ese momento, no me importaban los culpables. Me importaba el hecho de enfrentarme a algo tan espantoso como es no tener trabajo. El mismo año en que cumpliría cuarenta años (acabo de cumplirlos), me quedaba en la calle, con una mano delante y otra detrás, como suele decirse. Nadie dijo que la vida fuera fácil. Absurda, a veces, sí. Maravillosa, otras, también. Pero fácil, casi nunca. Ahí estaba yo, el 2 de enero, minutos antes de las 9 de la mañana, en la cola, ya bastante numerosa, del INEM. Perdido, desorientado, desconcertado, angustiado, muy enfadado. Años atrás, había estado en el paro, sí, como todo el mundo, pero entonces no tenía cuarenta años, un montón de canas en el pelo, muchas cosas que sostener. Todo el mundo te dice: no te preocupes, algo te saldrá, ahora es un buen momento para ti, mi hermano, mi mujer, mi cuñada están en la misma situación… Y tú piensas que el mal de muchos nunca es consuelo. Ahí estaba (ahí sigo), con 24 horas diarias por delante. Lo importante, como me recomendó Elvira Lindo cuando se lo comenté, es organizarse. Tener algo que hacer cada hora. Tarea difícil. Pero no quedaba otra. Y me organicé. Sólo quedaban dos opciones: organizarse o caer en las garras de la apatía más absoluta o de algún paraíso artificial no demasiado recomendable. De eso nada. De momento, pensé, vamos a organizarnos. Y seguí escribiendo. Como llevo haciendo toda mi vida. Mi novela y mi blog me tenían unas cuantas horas ocupado. Mientras lo hacía, mientras continuaba escribiendo, comenzaron a llegarme numerosos correos de todos los rincones del país, sobre todo del País Vasco y de Cataluña, esas dos tierras que tanto me gustan y a las que vuelvo siempre que puedo, diciéndome lo mucho que les había gustado mi libro, lo identificados que se sentían, hombres y mujeres, al leer mis palabras. La vida casi nunca es fácil, como dije antes, pero a veces tiene regalos maravillosos como ése. No todo es siempre blanco o negro de forma radical. Que la gente se identifique con lo que escribes, que viva tus historias como si fueran suyas, es uno de los propósitos de los que nos dedicamos a este hermoso oficio, el de escribir. Mi amigo, el poeta José Luis Piquero, habló en la reseña que hizo del libro de una especie de retrato generacional. Algo de eso había, sí. Y muchas de esas personas así me lo hacían llegar. Seguí llenando el blog de cosas: de recuerdos, de historias del pasado, de la infancia, de la adolescencia, de mis viajes, de recuerdos, de anécdotas, de historias inventadas, de obras de teatro, de músicas, libros y películas. De rostros famosos y de rostros anónimos. Y parte de todo ello está hoy aquí, en este libro, en estas ventanas desde las que me asomo cada mañana a todo aquel que quiera leerme para mostrarle las cosas que conforman mi mundo. También están aquí esas otras historias que yo veía asomado a la ventana de la casa de mis padres, a la mía propia, o a la de los hoteles en los que nos hospedamos cuando vamos de viaje. La vida está ahí, casi al alcance de la mano, y a veces parece que reclamase ser contada por nosotros, los que observamos. Pocas cosas me gustan más que eso, que asomarme a una ventana y observar el mundo, las vidas que pasan, dejar volar la imaginación, darle forma y plasmarla en un papel. Como este que hoy está aquí, ya en forma de libro, y que quiero compartir con todos vosotros de manera especial. El viaje, esta vez, empieza en Manhattan y termina en Brooklyn, en un Brooklyn en blanco y negro, que es el Brooklyn de mi amigo el escritor Hilario Barrero y que es un poco también el mío. Por el medio, algunos lugares donde fui feliz y otros donde no lo fui tanto. Personajes constantes en mi vida y otros que van y vienen porque la vida es, sobre todo, eso: un ir y venir continuo, un caer y levantarse, una búsqueda. Y en eso estamos. Tengo que dar las gracias a mi editor, Inaciu Iglesias, porque, aunque ya no podemos seguir bailando en aquella librería que con tanta ilusión y tantas ganas abrimos, lo seguimos haciendo con estos libros, los míos, en las manos. A mis compañeros y amigos Esther Prieto y Samuel Castro por su trabajo y por estar siempre pendientes de cualquiera de mis peticiones en todo lo referente al libro y también en lo referente a mi vida personal, que es aún más de agradecer. A Marta Magadán y a Azucena Vence por su complicidad y su amistad. A Maruja Torres, por su infinita generosidad, su ternura y su ironía. A todos los que me leéis. Y quiero, si me lo permitís, dedicar vuestro aplauso final a toda la gente que este año me ha hecho reír, porque, al final, yo siempre termino por reír. No queda otra. Y esta vez también lo he hecho porque es la mejor manera de salir adelante. A todos ellos, gracias. Y muy especialmente a las tres personas que me apoyan incondicionalmente: mis padres y mi marido, Íñigo. Y a todos vosotros por estar aquí esta tarde, también. Una vez más, muchas gracias.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El secreto

El día de Todos los Santos siempre íbamos al cementerio donde estaban enterrados mis abuelos paternos, en Udrión. Más que un acto íntimo o una jornada de reflexión y de recogimiento, aquello era toda una fiesta: vecinos o familiares que hacía tiempo que no se veían, charlas, voces, risas, besos y abrazos. Muchas veces, el cura, que recorría el cementerio de arriba abajo dando su bendición, tenía que hacer callar a la gente: no siempre de muy buenos modos, todo hay que decirlo. Luisa, la segunda mujer del abuelo y la única abuela paterna que conocimos, siempre nos acompañaba: con sus ropas negras, las que utilizaba desde que su marido se había muerto. Por la mañana, bien temprano, recogía algunas flores del jardín (rosas, si la lluvia no las había machacado en exceso, o margaritas, que siempre aguantan más las inclemencias del tiempo) y luego las depositaba en el nicho donde reposaban los restos de su marido y de la mujer que había parido a aquellos tres niños que ella, tras la boda con el abuelo, crió. Me imagino que no fue una tarea fácil. En el salón de aquella casa de dos plantas, la de los abuelos, siempre estuvo colgada la foto de novios de mi abuelo y de la madre de sus hijos, la abuela María, de la que ellos, mi padre y mis tíos, apenas recuerdan nada. Cuando le preguntábamos a la abuela Luisa quién era aquella mujer tan bella -algunos de cuyos rasgos están hoy en el rostro de mi hermana: todas las mujeres que conocieron a la abuela María, al ver a mi hermana, se asombran del gran parecido físico: los ojos claros, el pelo oscuro, el porte elegante, los rasgos casi perfectos-, ella siempre respondía lo mismo: vuestra abuela. Nosotros ya conocíamos la historia, pero no decíamos nada, como nos habían indicado los mayores. Que no se entere la abuela Luisa de que conocéis esa historia. No digáis nada. Es un secreto. El primer secreto importante que tuvimos que guardar. Nuestro secreto: tener dos abuelas paternas. No todo el mundo podía decir lo mismo. Qué raro se hacía ver aquella foto en aquel salón, la de la abuela María el día de su boda, y saber que aquella abuela que pululaba por la casa y por el jardín, la abuela Luisa, no era la misma mujer. En realidad, físicamente, no se parecían nada, pese a la diferencia de edad. Y los que habían conocido a la abuela María decían, cuando la abuela Luisa no estaba delante, que, en el carácter y la forma de ser, tampoco. La abuela Luisa era una mujer de carácter fuerte y rotundo, una mujer de armas tomar, como solía decirse. Y la abuela María, desde la foto, transmitía todo lo contrario: serenidad, dulzura, sosiego. (Creo que mi hermana, qué cosas, es una mezcla de ambas). Un día, mientras la abuela limpiaba en la parte de arriba de la casa y me peleaba con ella para que me diera una onza más de chocolate (la abuela Luisa era una buena mujer, pero muy tacaña, y eso siempre me llevaba a pelearme con ella), descubrimos una foto: la del abuelo con ella, la abuela Luisa. Era una foto de boda y en ella estaba el abuelo, igual de joven que en la foto de boda con su primera mujer, y la abuela Luisa, cuyos rasgos, mucho más jóvenes, se adivinaban claramente. Le pregunté a la abuela quiénes eran. El abuelo y yo, respondió. Apenas era un niño, pero enseguida me pregunté por las razones por las que los mayores andaban con todo aquella historia del secreto: la abuela no se ocultaba, no mentía. Había dos mujeres, un solo abuelo y una misma época, que quedaba bien reflejada en los trajes de novios de aquellas fotografías en blanco y negro. Seguí, pese a todo, guardando silencio. Los secretos hay que respetarlos. Pero algo me decía, ya por entonces, que las cosas de la vida no iban a ser demasiado sencillas. Como así fue, como así es. Secretos, verdades a medias, guardar las apariencias, miradas que ocultan palabras... Era un niño, claro, y, como es natural, no pensaba demasiado en ello, ni en el tiempo que vendría después. A mí, por entonces, sólo me asaltaba una y otra vez la misma duda: ¿hubiese sido la abuela María, aquella mujer a la que conocimos a través de una sola fotografía, tan tacaña con el chocolate?