jueves, 12 de agosto de 2010

Una vida inesperada

UNA VIDA INESPERADA
Elvira Lindo.
Lo que me queda por vivir, Seix Barral, Barcelona, 2010

Hay acontecimientos que marcan decisivamente la vida de una persona, de una mujer, Antonia, en este caso: la muerte prematura de la madre, la maternidad siendo aún muy joven, la ruptura de una pareja donde todavía, al menos por una de las partes, la suya, había amor. La vida, que nunca es fácil, menos lo es para una joven, sola, con un niño pequeño, que intenta buscar su lugar en el mundo y que se siente huérfana, con una fragilísima sensación de orfandad y desamparo que se extiende mucho más allá del tiempo en el que se inicia, tras la muerte de la madre. Esa otra mujer, que recuerda a las mujeres del cine y de la música americana, con el corazón herido, tocado por la larga enfermedad, presencia constante pese a la ausencia física. La mujer joven, Antonia, que se busca y que se encuentra muchas veces en esa mujer que ya no está, esa voz que se funde en aquella voz: voces que se encuentran y se confunden, como en un bello rito, en el filo del espejo, en el hilo de la historia, dentro de la memoria, donde más duele. Un desafío constante. Un camino por hacer. Una vida, aparte de la suya, que sacar adelante, la del hijo. Ese hijo avispado, despierto, listísimo, solitario, que es uno de los muchos logros de esta novela (gran novela): crear y dar credibilidad a un niño, sin caer en la cursilería o el tremendismo: no es pequeño logro, desde luego. Un bellísimo baile a dos manos. Un viaje conjunto, sí. Importante y difícil viaje. El de la madre y el hijo. El de tantas madres e hijos que, en este viaje, se pueden ver reflejados. No me cabe duda alguna. Elvira Lindo, narrando esta historia, la suya, la que quería contar, ha contado también, quizá sin pretenderlo, la de una generación de personas, sobretodo de mujeres, mujeres que estaban ahí, a principios de los años 80 (esa época, posteriormente, tan sesgadamente revisada e idealizada hasta el hartazgo), cuando tantas cosas empezaban a cambiar, pero había que cambiarlas, dar el paso, salirse de lo establecido hasta entonces y continuar hacia adelante, vivir la propia vida sin el peso de las enseñanzas antiguas, hacerse un hueco en la sociedad, sobrevivir. Ella, Antonia, nuestra protagonista, lo consiguió. El pasado que arrastraba este país y el presente que se iba conformando y transformando, no sin complicaciones, día a día. Ese tránsito, ese contraste, aparece magistralmente narrado en estas páginas, que, en algunos tramos, alcanza momentos realmente memorables, de esos cuya ternura y ese cruel patetismo que, visto a día de hoy, te anudan la garganta, como te la anudan las interpretaciones de ciertas actrices (Shirley MacLaine, un suponer) cuando interpretan esas escenas que se debaten entre lo cómico, lo trágico y lo absurdo. Hay muchas escenas así en toda la literatura de Elvira Lindo, escenas que constatan y reflejan a la perfección su agudísimo sentido para captar el mundo, la vida, todo lo bueno, lo malo y lo extraño que nos rodea. Como ejemplo (uno de tantos) pondré esas páginas que retratan la boda de la protagonista, con las mujeres de la familia vistiendo al modo más clásico, rancio casi, con sus blusas de lazo y sus abrigos de mutón, asistiendo a un evento -una boda civil, de las primeras que se celebraban aquí- que a ellas, por novedoso, se les escapa completamente. También hay otras mujeres, claro, poderosos personajes secundarios que quedan grabados en la memoria -la tía Celia, la amiga Marisol...-: cada una con un trocito de historia, su historia -historias tristes, terribles: vidas que, de un modo u otro, se quedaron en el camino-, que sirven también para explicar la suya, la de Antonia. Mujeres que luchan hasta el final, que saben querer por encima de todo, que sólo la muerte les arrebatará la fuerza, el tesón, las ganas de vivir. Hay novelas que están ahí, en un rincón de la memoria, esperando a que su autor les otorgue forma definitiva con las palabras, con los recuerdos, con los sentimientos. Es un juego peligroso y hay que ser un verdadero virtuoso de las letras para salir airoso del empeño. Elvira Lindo lo consigue con creces. Cuando la vida se convierte en palabras escritas ya deja de ser vida real para convertirse en otra cosa, en otro tipo de vida, igualmente auténtica, igualmente vibrante, en literatura pura y dura. Deslumbrante, brillantísima literatura, como la que aquí nos ocupa. Elvira Lindo, que cada día que pasa es mejor escritora, se ha lanzado sin red, sin tapujos, con valentía, cara a cara, a un pasado que puede tener mucho que ver con el suyo, sí, y también con el de muchos otros, con el de todas esas personas que están ahí, que ríen, que gozan, que lloran, que sufren, que sueñan, que luchan, que se emocionan, que se desesperan, que se enfrentan a la vida que les tocó en suerte, a una vida, como la suya, como la nuestra, como la de todos, inesperada. No se la pierdan bajo ningún concepto.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Corte de pelo

La mujer se despertó y miró al hombre que dormía a su lado. ¿De quién se trataba? ¿Cómo había llegado hasta allí? Las mismas preguntas de todas las mañanas de sábado de los últimos tiempos. Aquella habitación, cuya clásica decoración en nada se parecía a la suya, le daba vueltas y más vueltas. Tenía la garganta seca, un intenso dolor de cabeza y ganas de vomitar. Descubrió su imagen en un horrible espejo situado enfrente de la cama y soltó un pequeño grito. No recordaba que la tarde anterior, después de salir de la oficina, se había ido a la peluquería que acababa de abrir enfrente de su casa y se había cortado toda la melena. Qué estropicio, musitó. Su rostro demacrado tampoco contribuía a ensalzar demasiado aquel extraño y asimétrico corte de pelo. Una mujer con un peinado muy similar al suyo la miraba desde una fotografía en blanco y negro enmarcada en ostentosa plata. A su lado, sonriente, el hombre que estaba ahora a su lado en la cama la rodeaba con sus brazos. Era verano y parecían felices. Qué cabrón, murmuró. Se levantó despacio y se vistió deprisa con aquella ropa que apestaba a noche atrasada. No encontró el cinturón. Aquel pantalón, sin él, sin aquel ancho cinturón que había comprado el verano anterior en Ibiza, le quedaba bastante holgado. Como casi toda la ropa. Desde que su marido se había marchado, seis meses atrás, había perdido casi diez kilos. A ratos, aún seguía buscando las razones por las que se había largado. El sonido de sus altos tacones sobre la madera recién pulida del suelo hizo que el hombre se despertase. Miró, acelerado, el reloj de su mesilla y le dijo, al tiempo que saltaba veloz de la cama y abría las ventanas del cuarto de par en par, que tenía que marcharse ya. Ella lo miró con más cara de pena que de asco y salió de aquella habitación. Recorrió el largo pasillo, esquivando numerosos juguetes, muñecos y libros infantiles, y abandonó el piso. Al llegar a la planta baja y abrir el ascensor, mientras sacaba del bolso sus oscuras gafas de sol, dió los buenos días a la mujer que hablaba con la portera y que mandaba callar a tres niños -dos niños y una niña- repeinados y vestidos iguales que no paraban quietos. Hemos tenido muy buen tiempo, decía alegremente a aquella mujer gordezuela que se empeñaba en sacar todo el brillo al dorado de la puerta. Tampoco a ella le favorece nada este peinado, pensó. Salió a la calle, donde lucía un sol furioso, con la firme promesa de no volver a cortarse el pelo así nunca más.