jueves, 13 de mayo de 2010

San Francisco

Aún son las cinco de la mañana. Desde el enorme ventanal de la habitación del hotel de estilo japonés en el que nos alojamos puedo ver parte de la ciudad iluminada. Las luces en algunos edificios, las de los coches -puntos verdaderamente diminutos desde aquí (estamos en el piso 21)-, los neones de algunas esquinas. El cielo va abriéndose poco a poco, con cierto esfuerzo. Las noticias dicen que será un día soleado. Como el de ayer, nuestro primer día aquí. San Francisco es una ciudad realmente encantadora. La mayoría de las casas (de dos plantas) conservan todo su encanto antiguo. Las calles son tranquilas. La gente amable y relajada. Sin esa prisa que hay, por ejemplo, en Nueva York, a la que, a ratos, nos recuerda. Hay todo tipo de gente, claro. Predominan los veteranos de guerra (no pueden ocultarlo, con sus tatuajes y esas cicatrices en sus rudos y ajados rostros), los hippies de entonces (con sus largas melenas -o lo que queda de ellas- y esas ropas que vuelven a estar de moda), la comunidad china y los gays que empezaron la revolución casi al mismo tiempo que los hippies. El espíritu de Harvey Milk está muy presente por toda la ciudad. Llegamos al barrio gay (el barrio de Castro) en un tranvía que no se llama deseo pero podría hacerlo perfectamente. No es un recorrido demasiado largo, pero sí lo suficiente para relajar nuestras piernas de tanto paseo y observar, de nuevo, lo variopinto de la gente. El barrio gay también es tranquilo y encantador, con su bandera de colores ondeándose a la entrada, justo a las puertas del emblemático café Twin Peaks. Vinaterías con grandes sofás, músicas agradables y relajantes para después de la larga jornada de ayer. (El vino californiano tan delicioso como caro). El tiempo, mientras tomamos ese vino ahí, en esa vinatería donde por un dólar el minuto te leen (si lo deseas) el futuro, parece que se ha detenido definitivamente. Pero el cielo, que ya puedo ver completamente despejado desde el enorme ventanal de la habitación, demuestra lo contrario. El tiempo corre deprisa, muy deprisa, como siempre. El día no ha hecho más que comenzar. Y muchos lugares, con el Golden Gate a la cabeza, nos esperan.

jueves, 6 de mayo de 2010

Paquita

Paquita es una de las mujeres más trabajadoras que conozco. Pertenece a ese grupo de señoras estupendas que ahora están a punto de jubilarse y que, en su momento, no quisieron acomodarse en sus casas. Ella sola, durante más de veinte años, sacó adelante una librería, Aldebarán, que es ya un referente en muchos aspectos. Con tesón, con esfuerzo, con múltiples quebraderos de cabeza. Quitándole horas al sueño, al ocio, a sí misma y a su familia. Resistiendo. Capeando el temporal cuando tocaba, que tocaba muchas veces. Necesitabas cualquier cosa, de papelería o de librería, y ella, Paquita, siempre estaba allí, en esa pequeña y acogedora librería, aunque fueran las nueve o las diez de la noche, ya fuera lunes, miércoles o sábado. A Paquita le entusiasmaba su oficio. Le sigue entusiasmando, aunque, como es lógico, con el paso del tiempo, el cansancio haga su inevitable aparición. Se merece un buen descanso por tantos años de constante lucha y oficio, por su esfuerzo y su labor. Se merece la medalla de los libreros. Antes de trabajar allí, ya éramos amigos. A los dos nos gusta mucho hablar, y estamos del mismo lado del mundo, donde hay que estar. Hablábamos de libros, de música, de política, de nuestras propias vidas. De regreso a casa, en años gloriosos y en otros mucho más difíciles, siempre me gustaba charlar con ella, que, casi desde el principio, intentó por todos los medios que yo trabajase allí. Finalmente, el deseo anhelado por ambos se cumplió. El 28 de junio de 2004, el día más gris y lluvioso de aquel verano, empecé a trabajar en Aldebarán. Cambié muchas cosas, manteniendo siempre la esencia que ella había creado, el espíritu del local. Paquita, desde el primer momento, puso toda su confianza a mi disposición. Me dejó hacer y deshacer a mi gusto y criterio. Y lo hice de la misma manera que si el negocio hubiese sido mío: afortunada o desgraciadamente, no sé (ni quiero) trabajar de otra manera. Los lazos se estrecharon aún más: con ella, con Patricia, su hija y una de mis mejores amigas, con el resto de la familia, siempre tan cariñosa conmigo. Cuando, hace ya dos años y medio, por esas cosas tan sucias como necesarias de la economía, me marché de allí, resistiéndome casi hasta el final, lo hice con una pena inmensa. Por aquellos años de complicidad y camaradería, por el buen rollo y pefecto entendimiento que siempre hubo entre nosotros, por el cariño sincero. La vida es así: tentadora, incansable a la hora de ofrecerte constantes pruebas a cada rato, qué le vamos a hacer. Mi nueva experiencia laboral resultó buena (gracias, Inaciu), pero siempre guardaré aquellos años como parte esencial de mi vida, como persona y como profesional. Y tanto a ella, a Paquita, como a Patricia, su hija, las tengo en ese lado del corazón reservado a las mejores compañeras de viaje.

Compañeras de viaje

Me gustan los relatos de mujeres viajeras. Esas mujeres que, por unas razones u otras, por decisión propia o por acompañar a sus parejas, se encuentran en otras ciudades que no son las suyas, muy lejos de sus casas, de sus familias, de su entorno habitual. Ahí, en esas ciudades, puede suceder de todo, bueno y malo. Y, de hecho, sucede. Lo imprevisible, lo inesperado, quién sabe. La sorpresa está siempre al acecho. Todo viaje es un enigma, ya desde el mismo momento en que da comienzo. Esas mujeres que deambulan por calles desconocidas, por cafés acogedores, por hoteles de muy diferente pelaje; que descubren nuevos rostros; que piensan en sus vidas; que evocan momentos, sensaciones, recuerdos, anécdotas. Aquí, en este nuevo libro de relatos de Soledad Puértolas -el quinto- hay muchas mujeres de esas. Mujeres, también, que, de pronto, se preguntan para qué han hecho ese viaje y anhelan el inmediato regreso a casa. A veces, los viajes pueden resultar así, qué duda cabe. Pero esas veces -todo hay que decirlo- son minoría. Pese al miedo o a la reticencia incial de algunas de esas mujeres a la hora de emprender el viaje, éste -finalmente- siempre resulta toda una aventura, un hallazgo hasta entonces desconocido. Un camino hacia el conocimiento de otras vidas, de otros paisajes, de otros entornos. Mujeres que viajan a otras ciudades, sí. Y una mujer, como la protagonista del relato "Espejos", que, sin moverse de la habitación, de los alrededores del espejo, resulta ser una de las más viajeras. Esa mujer que conserva las huellas de la madre, de las tías, de otras mujeres de su familia. Es un relato magistral sobre el brutal e inevitable paso del tiempo, sobre la identidad, sobre el vértigo de los viajes interiores, sus incógnitas y sus miedos, cuya lectura me trae a la memoria el comienzo de ese poema de Ricardo Bellveser, perteneciente a su libro "Las cenizas del nido", que dice: "Me miro en el espejo,/ me veo en los vídeos,/ me observo en las fotos/ y no me entiendo./ Como si yo no fuera yo". Y, también, cómo no, a Virginia Woolf, su intimismo y su habitación propia.La ausencia de la madre, las enfermedades, el paso del tiempo y, ¡por supuesto!, los viajes son algunos de los temas esenciales en la obra de Soledad Puértolas, que aquí, en una nueva vuelta de tuerca, vuelven a estar presentes en algunos de los mejores pasajes. Y, casi por primera vez en sus escritos, aparece, a ratos, el sentido del humor, fino sentido del humor, como en ese relato, "Macarena", cuya escena en un restaurante parisino es de esas situaciones que, de tan absurdas, provocan la risa, ¡vaya par de protagonistas!, y se acercan peligrosamente al patetismo. Todos los libros de relatos de Soledad Puértolas tienen un nexo en común, un hilo silencioso que los une. Si en "Adiós a las novias", el anterior, eran esas etapas de la vida que se van dejando atrás, aquí, evidentemente, es el viaje, los viajes. Esa puerta que se abre cuando nos aventuramos hacia un nuevo destino. Esa sorpresa. Diferentes tipos de viajes, diferentes edades de las protagonistas, diferentes situaciones. Un libro espléndido. Historias que pasan por la vida naturalmente como pasa la propia vida, con sus diferentes etapas. Historias que nos llevan a otras historias (mención especial aquí para "Masako", otro de los grandes relatos de este libro). Historias que atrapan porque en el detalle dicho y en el no dicho, ese que se intuye siempre entre las líneas escritas, está la esencia misma de la vida. Y por donde nada pasa, nada, excepto eso, la vida -como dejó escrito Marguerite Duras-, que no es poco.
Reseña aparecida en el último número de la Revista de Literatura "Clarín".

miércoles, 5 de mayo de 2010

Libros y viajes

Qué difícil resulta escoger libros para llevar en un viaje largo. Siempre me sucede lo mismo: quiero llevármelos todos, casi todos. Ahora mismo, sin ir más lejos, a punto ya de coger el vuelo para Nueva York y San Francisco, estoy a vueltas con el dilema, el mismo de siempre ante un nuevo viaje. Novedades, relecturas, viejos libros aparcados por no sé qué extraños motivos: veo catorce horas de avión por delante y me apetece llevármelo todo, absolutamente todo. En catorce horas sentado en una butaca de avión, aunque todos los vuelos salgan puntuales (toquemos madera), se pasa por muchos estados de ánimo: alegría, euforia, cansancio, desesperación, más euforia, más cansancio, más alegría, más desesperación... Hay que tener diferentes lecturas, una para cada estado de ánimo, eso como poco. Una bolsa sólo para libros. Novela (algo de novela negra, entre otras, es fundamental), cuentos breves, relatos cortos, ensayo... Y periódicos, claro. Muchos periódicos, con suplementos o sin ellos. Con pasar de esos columnistas que te revuelven el hígado y destruyen hasta el poder del trankimazin será suficiente. Un cuento de Alice Munro, otro de Soledad Puértolas, otro de Richard Yates, esa novela que tengo reservada para la ocasión de Ruth Rendell, la nueva publicación de Marcos Giralt Torrente... Estos son algunos de los planes iniciales. Esos planes que, según se vaya acercando el día de la partida, el próximo martes al amanecer, entre nervios e ilusiones, la excitación y los temores, irán cambiando como esos propios estados de ánimo de los que hablaba antes y el color de todo ese cielo que tenemos por delante.