miércoles, 28 de abril de 2010

La boda

Yo era ese niño acosado por sus compañeros. Ese niño que, pese a ese demoledor y salvaje acoso, no encontraba apoyo en los curas que decían darle una educación y unos principios rectos y morales. Esos curas que miraban impasibles hacia otro lado, sin importarles el sufrimiento de un menor ni las consecuencias de aquellas despiadadas burlas en su vida futura. Yo era ese adolescente solitario que, casi todos los días y acompañado de un par de libros, entraba en el cine y miraba, acobardado, a un lado y a otro, temiendo que los otros espectadores empezaran a insultarlo como hacían entonces sus compañeros en aquel sórdido y siniestro colegio. Ese trauma, como todo lo negativo de esta vida, duró bastante más de lo necesario. Yo era ese joven que, cansado de tanta represión y ya superados -no sin dificultad- aquellos traumas, se lanzó al día y a la noche, conoció a mucha gente -gente buena y alguna gente mala: gente casi siempre divertida: chicas que sabían quien era Sam Shepard, que bailaban hasta el amanecer y que se pintaban las uñas de verde cuando aún no estaba de moda, y tipos que no sabían ni querían amar-, hizo amigos, tuvo amantes, probó ésto, aquéllo y lo otro, se bebió las copas y la vida, como la mismísima Ava. Ese joven con ganas de conocerlo todo, de vivirlo todo, que visitó los locales más chic y también los antros más sucios y arrastrados, donde -seguramente- había gente más noble y sincera que en los otros. Aquí y en muchas otras ciudades. Yo soy ese joven (quizá ya no tan joven) que el pasado sábado, 24 de abril, se casó con su chico, en el Ayuntamiento de Gijón, rodeado de sus seres más queridos, en una ceremonia magistralmente ejercida por el concejal del PSOE José María Pérez López. Fue un día imposible de olvidar. Ya desde el mismo momento en que, a las seis de la mañana, abrí la ventana y ese aire cálido que presagia los días más luminosos recorrió todo el apartamento, supe que lo sería. Francesca, con sus mimosos maullidos, presentía la algarabía, el jaleo de los días en que pasan cosas diferentes. Hay muchos motivos para celebrar una boda, pero si el amor es el argumento principal la cosa funciona mucho mejor. Allí estaban, ya digo, mis seres más queridos y también, aunque no estuvieran físicamente, todos los que me ayudaron en el camino, todos los que contribuyeron a hacer de mí lo que, a día de hoy, soy. José María Pérez López, al leer un texto de Antonio Muñoz Molina (cuyas primeras lecturas me acompañaron durante buena parte del camino), tiró del hilo y, uno tras otro, como sucede con las cerezas al sacar una del cesto, fueron saliendo todos. Actrices, cantantes, escritores, directores de cine, pintores, músicos... Y también, ¡cómo no!, todos los que ya no están en este mundo, con la abuela Virginia a la cabeza, o los que, por unas causas u otras, se fueron quedando a un lado, aunque permanezcan en el corazón (Varón Dandy, va por ti). Todos estaban allí, en aquel elegante Salón de Recepciones, pude sentir muy viva su presencia. Tan viva como los besos y las lágrimas emocionadas de los que nos rodeaban. El día de nuestra boda, 24 de abril de 2010. Un día inolvidable. En muchos sentidos, en todos los sentidos.

jueves, 22 de abril de 2010

Días de libros

Mi madre dice que, ya desde bien pequeño, siempre estaba con un libro en las manos, tanto en nuestra casa como en el apartamento de la playa. En mi habitación, en la de mis padres, en la terraza, en la bañera, en la cocina, donde fuera. No era un niño solitario, ni encerrado en mí mismo ni nada de eso, más bien todo lo contrario, era hablador y extrovertido, inquieto y alegre, dicharachero y comunicativo, sin embargo, no había cosa que más me gustase que refugiarme durante horas y horas en la lectura, en aquellos mundos que me hacían soñar, evocar, imaginar, disfrutar de la fantasía, de otras vidas. Yo, como todo el mundo, leí encantado "La Cenicienta", "Blancanieves", "Caperucita" y todos los demás cuentos infantiles, y eso no me impide ser un defensor a ultranza de las mujeres y de sus derechos. Creo que la educación y los valores deben aplicarse de otra manera, hablando con el niño, haciéndole ver -siempre desde la palabra, la palabra, la palabra- lo que está bien y lo que está mal, inculcándoles la igualdad con ejemplos, con razonamientos, desde bien pequeños. Los niños deben ver que su madre y su padre son idénticos en sus obligaciones, en el cuidado de sus hijos, en la elaboración de las tareas domésticas. Ése es el principio básico de todo. Y los niños tienen que ser testigos de eso desde el mismo día en que vienen a este mundo. Como también tienen que ser testigos de las lecturas de sus padres. De ese momento del día o de la noche en el que, pese al cansancio, la rutina y los quehaceres, los padres cogen un libro y se sumergen en él, aunque sea sólo un ratito. Si tú lees, ellos leen, como decía aquella estupenda campaña promocional de hace unos años. Por eso también creo que es importante el día del libro. Aunque reconozco que ese día, el del libro -como el del padre, el de la madre, el de los enamorados o el del Orgullo Gay-, deberían de ser todos los días, sin excepción, está bien que durante unas horas, como si de una gran fiesta de cumpleaños se tratara, abramos las puertas de las librerías, coloquemos los libros en las calles (donde, como en Buenos Aires o en algunos bulevares de París y de otras grandes ciudades, están todo el año), al alcance de todo el mundo, y celebremos que eso, la lectura, nos ayuda a vivir y a ser mejores personas. Y que todos, absolutamente todos, somos iguales.

martes, 20 de abril de 2010

Los Bowles

Estos días en los que los Bowles, Paul y Jane, reciben en Málaga un homenaje pienso en lo importantes que han sido sus escritos y su forma de vida para todos los que, ya desde la adolescencia, soñábamos con otros mundos. Esos otros mundos que también tenían cabida en éste. La literatura y los viajes como eje central de sus vidas, de una parte muy importante de ellas al menos. La aventura, la pasión por la vida, por verlo todo, por experimentarlo todo, por atraparlo todo. Recuerdo el impacto que me produjo, sin haber cumplido aún los dieciocho, la lectura de "El cielo protector". Y poco después, la de todos los demás libros de Paul y también los de Jane -aquella mujer que se definía así: "Soy judía, coja y lesbiana"-, mucho menos numerosos pero igual de importantes. También la adaptación que de esa gran novela existencialista del siglo XX hizo Bernardo Bertolucci, muy fiel al espíritu del libro, y con las grandes interpretaciones de John Malkovich y Debra Winger, ambos maravillosos en sus papeles. No era fácil compenetrarse como la pareja a la que daban vida, y ellos lo consiguieron de modo espléndido.
Recuerdo, sí, esa fascinación, la que me produjeron aquellas vidas nómadas, sus viajes, sus relaciones con auténticas personalidades, genios imprescindibles de la escritura, del arte. La luz que entraba en una ciudad de provincias y convertía, si cerrabas muy fuerte los ojos, en posible todo lo soñado. En mitad de la madrugada, delante de la máquina de escribir, eran una continua fuente de inspiración. Un escritor que empieza, ya se sabe, imita a los que admira fervientemente. Paul y Jane, en aquel momento, eran algunos de aquellos primeros compañeros de viaje. Paul y Jane, en cualquier rincón del mundo, de Nueva York a Marruecos, escribiendo, experimentando, viviendo plenamente su existencia. Qué indiscutibles iconos de cierto tipo de vida. La literatura, la música, el arte. ¡Cuántas veces los habré recordado, muchos años después, en todos mis viajes! Hoy, al ver una de las fantásticas fotos de esa exposición, Paul y Jane en decadente sepia, vuelvo a pensar en ellos. Y si cierro los ojos, vuelvo a sentir aquella luz. La de los primeros sueños, la de los primeros deseos. Esa luz que, pese a muchas cosas, casi al borde de los cuarenta, aún está ahí, intacta.

miércoles, 14 de abril de 2010

Yolanda Lobo

Yolanda, vestida de negro y con un complemento -un pañuelo, un chaleco, una chaqueta- de intenso color fucsia, azulón, morado, sentada en su taburete alto, al final de la barra, dando pequeños sorbos a su pequeño vaso de whisky, nos recibe siempre con un beso, una sonrisa y una palabra amable, pícara, cariñosa, cómplice. Ya bien entrada la noche, habla, ríe, fuma, gesticula, canturrea. Trata de que nos sintamos bien en su local, el mejor de la ciudad, el más rompedor, el más vanguardista, La Santa, donde tantos buenos momentos pasamos. Esos buenos momentos que, como el mejor de los secretos, el más prohibido de todos ellos, están guardados ahí, en sus paredes, en cada uno de sus rincones. Como también lo están en nuestros corazones, en el recuerdo de los tramos más felices, más alegres y más desenfrenados de nuestros variados viajes nocturnos. Esos rincones que conocieron el significado del vintage antes de que aquí nadie supiese de lo que se estaba hablando. Yolanda, con su imaginación y su capacidad de renovación (esa capacidad que posee como buena hija que es de los años 80), quita, pone, trae, lleva, sube, baja. Renueva y se renueva. Coloca, por ejemplo, un pañuelo rojo sobre una butaca desvaída y cambia por completo todo. Ese mismo pañuelo rojo (heredado, quizá, de una abuela, de una tía o de una amiga) aparecerá otro día en una lámpara o sobre los pechos de una estatua. Eso -tan chic- viene de Londres, de París, de Nueva York, de las ciudades donde el aire y el pensamiento nunca se estancan. Yolanda, tan importante en la renovación cultural de esta ciudad, es nuestro Warhol particular, como en La Santa aún pervive el espíritu de Studio 54, aquel cabaret gigante, libre y discotequero donde el neoyorquino pasaba las noches con sus inolvidables amigas y aquellos chulos tan potentes que soñaban con desnudarse en el underground de sus películas. Yolanda, lectora, amiga, compañera de viaje, feliz cumpleaños.

lunes, 12 de abril de 2010

Con la frente marchita

Buenos Aires es una ciudad inmensa, abierta, cosmopolita, decadente y melancólica. Aún hoy, varios meses después de visitarla por primera vez, con ese poso que otorga siempre el tiempo transcurrido y que resulta imprescindible para la acertada perspectiva de las cosas, puedo sentir esa melancolía. Es la que habita en las ciudades con un pasado esplendoroso y un presente con intenso afán de supervivencia. El frío del invierno acentuaba todavía más la cuestión. Aquel cielo, tan oscuro y encapotado la mayoría de los días, y aquel sol helado que a duras penas podía abrirse paso a través de él, en las zonas más empobrecidas de la ciudad, me traía a veces a la memoria el recuerdo de aquella otra decadencia, paisaje inseparable de mi infancia y primera adolescencia, la de buena parte de la cuenca minera asturiana, cuando, en los años ochenta, comenzaron a cerrarse casi todos los pozos mineros. El Barrio de La Boca, sin ir más lejos. El escenario era el mismo. Las casas destartaladas, las aceras a trompicones, la grisura que siempre trae consigo la necesidad, la falta de dinero, de proyectos, de entusiasmo. Luego, claro está, allí, en los arrabales de la ciudad argentina, brilla con luz propia la parte más emblemática, bien dispuesta y preparada para los visitantes. Tiene, ya digo, luz propia, muy colorista, la mítica que aparece en todas las fotografías, guías y reportajes, pero también decadente, aunque no tanto como el resto. Podríamos decir que, en esa parte de la ciudad, destaca todo ese colorido como destacan en mitad de la noche, al fondo de un triste y solitario café, los labios pintarrajeados de rojo de una anciana cansada que quiere mantener -sin éxito- la luminosidad de los buenos tiempos. Es, en este caso, ese tipo de decadencia. Hay, sin embargo, mucha dignidad en ella: en los labios de la anciana cansada, y en el barrio de La Boca, desde luego. Aquellas mujeres limpiando las mesas sencillas y desnudas de los restaurantes y aquellos hombres tratando de captar al visitante contándole historias de tangos y tanguistas, de reyertas y amores desgraciados que ocurrieron muy cerca de allí. Aquella fría mañana, a finales de junio, no sentimos el miedo. Ese miedo que, días más tarde, un taxista de mediana edad, reconocido nacionalista, nos infundió en una de nuestras travesías por la ciudad. Váyanse ahora mismo de aquí, bramaba ciertamente encendido, son ustedes muy jóvenes aún para morir en esta ciudad en la que sólo hay robos, descuartizamientos, prostitución y delincuencia, mucha delincuencia. El miedo es algo caprichoso, volátil, libre, viene y va. El miedo que no sentimos en aquella visita a Caminito, lo sentíamos ahora allí, en aquel taxi, a media mañana y en pleno centro de Buenos Aires, a causa de las feroces palabras de aquel hombre que nos contaba cómo había tenido que abandonar su carrera de abogado y su importante despacho para dedicarse a pasear a gente de un lado a otro de la ciudad por un puñado de monedas con las que alimentar a su numerosa familia. Tiempos duros, sí, también para Buenos Aires. Gentes que se buscan la vida. Como en San Telmo, zona de muchas tiendas de antigüedades, mercados de frutas y verduras, y mercadillos de todo tipo. En cada patio de cada casa, un tenderete montado. Son patios solemnes, elegantes, destartalados en su mayoría, como las propias casas, llenos de plantas más o menos cuidadas, con un intenso olor a humedad, a polvo y a madera vieja. Se vende de todo allí: desde ropa usada a cuadros, grandes y pequeños lienzos, fotografías, libros, bisutería, artículos de piel, utensilios de cocina, de costura o de labranza, muñecas de porcelana a las que les falta un pie o un brazo o un ojo, o herramientas de toda clase. El que más nos llama la atención es uno que tiene mucha ropa antigua, de hombre, de mujer y de niños. Como si se hubieran muerto de golpe todos los miembros de esa familia y sus parientes hubiesen vendido todas sus pertenencias en un gran lote. Zapatos de varios tamaños, trajes oscuros de caballero, chales y mantillas bordadas de dama antigua, abrigos, sombreros, tules y sandalias. Sobre todo ello, colgado en una percha en lo alto de una lámpara sin bombillas, como un fantasma que vigilase toda la galería de la parte de arriba, un vestido de novia, de corte muy clásico, levemente amarilleado por el paso del tiempo, solemne, misterioso, imponente. ¿A quién habría pertenecido ese vestido? ¿Llegaría a ser utilizado alguna vez? ¿Qué habrá sido de su propietaria? Detrás de él, hay toda una novela por escribir. La de su dueña y su familia y, probablemente, la de toda una generación. Allí, en San Telmo, en uno de los mercadillos callejeros, conocimos a Miguel -cincuenta y pico años muy mal llevados, aliento a vino barato, sin apenas dientes, con frío y tristeza en los ojos, y una sonrisa que, mucho tiempo atrás, debió de ser atractiva-, quien, al detenernos ante las bellas acuarelas que vendía, nos contó su vida mientras nos mostraba con orgullo un papel arrugado que estaba colgado en una de ellas y en el que exhibía los locales, mayoritariamente españoles, en los que había expuesto sus trabajos, esos que ahora vendía por menos de diez euros al cambio. Nacido en Buenos Aires, de familia acomodada, pronto sintió atracción por el arte en general y el dibujo en particular, y, al comienzo de la dictadura militar, cuando las cosas empezaron a ponerse feas, se marchó a Madrid. Allí realizó todo tipo de trabajos, tuvo cierto éxito con sus dibujos, cierto reconocimiento y consiguió bastante dinero, pero la vida, ay, suspiraba, la vida siempre es muy, muy... Le fallaba la voz, no le salía la palabra, las palabras. La vida, en fin. Otra novela por escribir, sin duda. Le prometimos pasar más tarde para comprar un par de aquellas bonitas y vistosas acuarelas, pero, cuando lo hicimos, Miguel ya no estaba.Músicos, pintores, poetas. Si en Nueva York, en cada esquina, te encuentras a jóvenes que quieren cantar y bailar, ser actores, conseguir una oportunidad, triunfar en Broadway, aquí, en Buenos Aires, lo que más abunda son jóvenes, estudiantes aún, que sueñan con estas otras artes. En cada uno de los numerosos y magníficos cafés, puedes encontrarlos, leyendo a Camus, a Borges, a Cortázar, a Susan Sontang o a Haroldo Conti, cuya biografía cinematográfica, con Darío Grandinetti como protagonista, según nos contó una librera agradable y eficaz, buena conocedora de su oficio, de Palermo Soho donde nos hicimos con sus cuentos completos, se estrenaba esos días. A Darío Grandinetti, como a Norma Aleandro, los vimos en dos de los muchos teatros ubicados en la calle Corrientes. El Obelisco, imponente, al fondo. Y a sus pies, niños de apenas diez años pidiendo dinero, comida, cigarrillos. Teatros antiguos, que conservan todo el olor y la magia de los teatros de verdad, sillas tapizadas de granate y madera, teatros donde tantos actores y tantas actrices, de aquí y de allá, vieron el éxito ante un público entregado, respetuoso y culto, como es el argentino. Es imposible ver a Norma Aleandro -inmensa en su papel de "Agosto", reciente Premio Pulitzer, gran espectáculo observar cómo pasa de la risa al llanto, de la alegría y la euforia a la más profunda y terrible sensación, de la cordura a la locura- sin recordar su interpretación en "La historia oficial", dolorosa revisión de un pasado no tan lejano de un país, ese país, Argentina. Caminando por esa calle, la calle Corrientes, o por cualquier otra de las inmensas avenidas de Buenos Aires, es imposible que no venga a la memoria aquel tiempo, el de la dictadura, como vimos retratada en esa película y en alguna otra, también memorable. Cabe imaginar la angustia, el dolor, el miedo, la represión, la injusticia. El sufrimiento de los perdedores, siempre los mismos. El de los que desaparecieron. El de sus familiares. El de sus madres sobretodo, las madres de Mayo, paseando aún con sus carteles y su dignidad, con sus pañuelos blancos en la cabeza y su cansancio, sus pasos lentos y silenciosos y sus pancartas muy descoloridas ya, por la emblemática Plaza de Mayo. Qué frío, aquella tarde, en aquella Plaza, pese a ser el día más caluroso y soleado de los que estuvimos allí. Toda la humedad del Río de la Plata cercándonos. La humedad y la memoria. Porque, como escribe Haroldo Conti en uno de sus cuentos, "el río es memoria". A la salida de los teatros, con la euforia propia que sentimos los que lo amamos de verdad después de ver algo realmente memorable, las infinitas librerías de la calle Corrientes, aún estaban abiertas; de hecho, lo estaban hasta altas horas de la noche. Las recorrimos todas, cada una con sus particularidades. (Los viajes no se hacen para descansar: para eso ya está nuestra ciudad, nuestra rutina). Y en cada una, un hallazgo. Unas cuantas calles hacia el interior, una de las más grandes, El Ateneo, antiguo teatro convertido en librería, y en cuyo escenario, mientras tomas un delicioso café con leche, puedes hojear tranquilamente todos los libros que te plazca. Ahí se detiene el tiempo. Y se aviva, como siempre, el deseo de encontrar algo nuevo, algo que llevabas buscando mucho tiempo, algo que haga esa jornada aún más redonda, más especial. Y siempre, sí, aparece ese algo. Triste, muy triste será el día que no lo haga. Vuelvo a Palermo Soho, a sus calles arboladas, a aquella tarde en la que nos hicimos con varios libros en la también espléndida librería Prometeo. Se ha convertido en una zona muy intelectual, según nos dijeron. Y se ha puesto muy de moda. El contraste con esas otras partes más empobrecidas de la ciudad es brutal. Nada que ver, claro. Aquí lo decadente deja de serlo para convertirse en vintage. Es la zona más cool de la ciudad, la más europea sin duda. Jóvenes -chicos y chicas- atrevidos, libres, descarados, modernos, de toda tendencia sexual, ávidos lectores, a su aire, que no tienen sobre sus espaldas ese tiempo gris que les tocó vivir a sus padres y a sus abuelos. Ahora las cosas son diferentes. Caminamos en silencio por las calles, muy concurridas pese a ser ya de noche cerrada, y entramos en un local. Nos sentamos en dos butacones de rojo desvaído, al lado de la ventana. Y casi al tiempo que nos sirven un sabroso vino tinto argentino, a su temperatura adecuada, Adriana Varela comienza a cantar. "Con la frente marchita", del mejor Sabina. "No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió", susurra Adriana con su voz de aguardiente. Y así es, pienso, mientras observo la calle, las sombras que pasan y se mueven entre las sombras de la noche, la vida que transcurre por delante de mis ojos.

viernes, 9 de abril de 2010

Anabel Alonso

Hay actrices que tienen una estrella especial dentro. Una estrella que les permite hacer reír o llorar, o, en un redoble de genialidad, ambas cosas a la vez. Pienso en Shirley MacLaine, en Giulietta Masina, en Carmen Maura. Grandísimas cómicas que te ponen como nadie un nudo en la garganta, un pellizco en la boca del estómago, un escalofrío en el corazón. Mujeres que encarnan magistralmente a mujeres normales y corrientes que, con miles de problemas a sus espaldas, con vidas alejadas de lo que se supone que sería lo ideal o lo soñado, se ríen de todo, empezando por sí mismas, claro. Que tiran de lo tragicómico de la vida con una risa, porque saben que eso, la risa, es lo único que, en el fondo, nos salva de las adversidades, de lo negativo, de tanta tontería a la que tenemos que hacer frente cada jornada. Anabel Alonso pertenece a este grupo de mujeres. Es una cómica sublime. Tiene esa capacidad (realmente excepcional) de salir a un escenario y que todas las miradas se dirijan a ella, que todos los focos la alumbren, que el teatro se revolucine con su sola presencia. Hace poco la vi en una obra estupenda, "Sexos", en el teatro de La Latina, y, nada más que ella sale a escena, consigue todo eso. Su sola presencia, en un escenario prácticamente desnudo, logra que el espectador sólo se fije en ella: en sus palabras, en sus risas, en sus gestos. El milagro ya está hecho: la risa asegurada, el estremecimiento recorriendo nuestra espalda. Hace años, en Avilés, también tuve la suerte de verla en un monólogo de Darío Fo, "Un día cualquiera", y esa magia de la que hablo ya estaba allí. No es fácil, como bien sabemos los amantes del teatro, para una persona sola mantener la atención del espectador durante hora y media. El monólogo no se anda con medias tintas. El monólogo está hecho para los intérpretes de verdad. Y Anabel, sola o acompañada, lo es. Lo es en términos superlativos.

miércoles, 7 de abril de 2010

Homofobia

Por esas cosas que tienen los hilos del azar, acabo de enterarme de una historia terrible, que acaba de ocurrir aquí, en un pequeño pueblo del norte, hace pocos meses y no hace treinta o cuarenta años como por su brutalidad pudiese parecer. Una madre, cuyo hijo es homosexual declarado, proclama a los cuatro vientos que para ella su hijo está muerto desde el mismo momento en que se enteró (por él mismo) de sus preferencias sexuales. El hijo se marchó a vivir a Madrid con su pareja y no ha vuelto a saber nada más de su familia. ¿Qué tipo de persona es una mujer así? No conozco -afortunadamente- a la susodicha, pero me imagino que será la típica señora (conozco a varias similares) que se tiene por muy recta y buena persona, de peluquería los viernes y misa de doce los domingos, siempre del brazo del marido y dos pasos por detrás de sus decisiones (o que, al menos, así lo parezca), que para eso es un hombre, hombre, de los de toda la vida. La pregunta que surge es bien clara: ¿Si esta mujer hace esto con su propio hijo, que no haría, si pudiera, con los demás -ya no sólo con los homosexuales- que no piensan como ella? Hay otras madres (y padres, claro) que, sin llegar a pronunciar las salvajes palabras de esta mujer, deciden mirar para otro lado, como si tal cosa, como si no pasara nada, manteniendo las formas, sobretodo de cara a la galería, mucho paripé, mucho rococó y, en el fondo, nada de nada. A los hijos (como a los padres, a los amigos, etc) se les quiere como son, no como tú quieres que sean. Y esa opción, la de mirar hacia otro lado, la de hacerse los oídos sordos, es igual de homófoba, repulsiva y lamentable que la otra. ¿Qué hacer contra este tipo de mentalidades? Educación, educación, educación. Libros, libros y más libros. Y viajes a otras culturas, a otras ciudades, a otros países, muchos viajes. Sólo ellos -me temo- serán capaces de cambiar las cosas. Inculcar, desde la más temprana infancia, ciertos valores. Pero, sinceramente, resulta agotador, triste y muy lamentable que tengamos que seguir hablando de historias así, tan radicales y furibundas, tan cerradas y llenas de odio y de más odio, a estas alturas de la vida, abril de 2010, mes de los libros por excelencia, dicho sea de paso.

martes, 6 de abril de 2010

Gran Vía

Recuerdo perfectamente lo que sentí la primera vez que, siendo ya adulto, pisé la Gran Vía. (Antes, ya había estado en ella, cuando éramos pequeños y mis padres, al regreso de las vacaciones en el sur, nos llevaban a ver los lugares más característicos de la ciudad). Fue una sensación muy emocionante. Estábamos en julio y mucha gente caminaba apresurada de un lado a otro. Otra, en cambio, disfrutaba relajadamente de las terrazas. Las camisetas escotadas, los pantalones cortos, los abanicos en las manos, los pañuelos en la cabeza, el sudor en la frente y en la comisura de los labios. Cada uno a su aire, sin reparar en el que tenía al lado. Gentes de todos los tipos, de todas las razas, de todas las edades y de todas las tendencias sexuales. La libertad más absoluta. Para mí, en aquel momento, la Gran Vía era eso: una explosión de colorido, de luz y de auténtica libertad. Aún hoy, años después de aquella primera visita, cada vez que piso esas aceras, sigue siéndolo. El contraste con las calles de una pequeña ciudad de provincias como la mía era (y sigue siendo) decididamente brutal. No tenía nada que ver. Gente durmiendo la siesta en la propia calle, gente vendiendo de todo -pulseras, anillos, collares, películas, gafas de sol, refrescos, bocadillos, lotería, amuletos-, gente recitando poemas, gente tocando jazz como si estuviera en el local más privilegiado de Nueva York. Aquellas notas aún resuenan en mi cabeza. Como entonces resonaban en todos aquellos cines, teatros, locales y demás emblemáticos edificios. Y detrás de cada uno de ellos, un misterio. Cientos de habitaciones, de oficinas, de pensiones, de hoteles, caros y baratos, viejos y modernos, lúgubres y de lo más chic. Cada ventana, una historia. Un nuevo y maravilloso contraste. La mujer más antigua y la más fashion. El hombre más trajeado y el más hippie. Ejecutivas, estudiantes, actores, cantantes, limpiabotas, camareras, parados, desahuciados, modernas, siniestras, punkies, asiduos visitantes de sex-shops, bingueras desesperadas, putas por un día... La Gran Vía de día y de noche. De noche, ay, cuando todos los gatos somos pardos y el brillo en los ojos se acentúa, se vuelve más vivo, más insinuante. Pasear por la Gran Vía de noche (esa noche que empieza al caer la última luz del atardecer y que termina al aparecer las luces del nuevo día, con resaca o sin ella, saliendo del garito más infame, de la discoteca más cool o de la cama más reparadora para nuestro insomnio, y que, durante todas esas horas, no deja ni por una décima de segundo de tener vida) es otra experiencia única, mágica, irrepetible. Todo se transforma de nuevo. Las mismas historias, ahora bajo el misterio de la noche, el prisma de las tentaciones, que cada cual escoja la suya, que allí nadie te juzgará. El bellísimo cielo azul de Madrid y el cielo nocturno con todas sus incógnitas, sus posibilidades, sus deseos y sus excesos. El ir y venir por todos esos lugares emblemáticos, con Chicote y su leyenda a la cabeza. El espíritu de Ava Gardner, para los mitómanos de las verdaderas estrellas, en cada rincón. Ahí, sí, en esa mesa, dicen, se sentaba a tomar el vermú alrededor del mediodía. Un vermú tras otro, bien secos claro, que las leyendas no se forjan con tonterías ni medias tintas. De regreso a la calle, ya de madrugada, la ciudad está cada vez más viva, más pletórica, más exultante. Los policías vigilando a las prostitutas, y ellas acechando a cada transeúnte, ofreciéndose por unos pocos euros. La fiesta que no se detiene. La vida que bulle, que fluye, que no se agota. La Gran Vía, hoy, a sus cien años, tan renovada, tan hermosa, tan llena de latidos, de miles de latidos. Un lugar al que hay que volver cada poco, como a esos lugares que ocupan un espacio bien destacado en nuestro corazón.