miércoles, 31 de marzo de 2010

Ricky Martin

Qué importante me parece que personajes públicos -personajes que, nos gusten o no, aportan algo al mundo de la música, del cine, de la literatura, de la política: personajes que hacen algo, no meros famosillos de esos que ahora abundan tanto y que no hacen más que empañar las televisiones con su vulgaridad y su cutrerío vocinglero- declaren públicamente su homosexualidad. Son más bien pocos los que se animan a hacerlo: con clase, con elegancia: diciendo aquí estoy, soy así y no pasa nada. Terenci Moix, Nacho Duato, Jodie Foster, Jesús Vázquez, Ricky Martin. (Las chicas, a este respecto, suelen ser más tímidas). Supongo que las presiones de los dirigentes, de todo el entramado empresarial y publicitario que tienen detrás no se lo debe poner demasiado fácil. Hay siempre importantes cuestiones económicas de por medio. Por eso aplaudo doblemente su actitud. Sigue siendo necesario que la gente de la calle, mucha de esa gente que nos cruzamos cada mañana y que sueña con ver a sus artistas en directo, se dé cuenta de que hay homosexuales en todos los ámbitos de nuestras vidas. Y que no pasa nada, que siguen siendo igual de buenos o de malos artistas, de buenos o malos políticos, de buenas o malas personas, de listos o de tontos; que la homosexualidad es una opción más, la suya y la de muchos otros seres anónimos que están ahí, ocultos, temerosos de decir la verdad, su verdad, de vivir sus vidas plenamente, por miedo al rechazo, al insulto, a la indiferencia. Es triste, pero sigue siendo así. Se ha avanzado mucho, es cierto, en cuestiones de derechos y de respeto a pie de calle, pero aún queda mucho -mucho- camino por recorrer. Aún hay padres que dejan de hablar a sus hijos cuando éstos reconocen su homosexualidad. Qué cansancio. Sólo por eso: por tener una sexualidad diferente a la de la mayoría. Gente mayor y gente joven que aún piensa así, que aún actúa así. Homofobia pura y dura, más o menos encubierta, más o menos declarada. Que pierde a sus hijos o a sus hermanos o a sus amigos por su necedad, por sus mentes cerradas, por su incomprensión, por querer erigir su verdad en absoluta. Y es triste, muy triste. Y muy lamentable. Porque ese tiempo perdido, desgraciadamente, no regresará jamás. Y el daño ya está hecho.

martes, 30 de marzo de 2010

El mundo sigue hablando

Hace unas semanas, en un precioso artículo, hablaba Elvira Lindo de las memorias de Harpo Marx, "Harpo habla", actualmente descatalogadas, pese a estar editadas en nuestro país a finales de los años 80. Me quedé con las ganas de leer ese libro, que no encontré en la biblioteca pública ni en la biblioteca de ningún amigo. Desde siempre ha sido así: cuando leo que una persona a la que admiro está leyendo tal o cual historia, siempre me apetece leerla de inmediato y, en muchos casos, adquirirla. A veces, como siempre, hay decepciones. Las recomendaciones de Elvira son siempre fiables. Ahora, en un mediodía soleado de primavera, estoy sentado en la terraza del café Dindurra, en Gijón, leyendo ese libro, las memorias de Harpo Marx, que acabo de encontrar en una librería de segundo mano a un precio importante. Los hilos del azar son siempre así. Si la felicidad existe -que a ratos sí es verdad que existe, aunque temamos nombrarla- está ahí, en ese momento. Iñigo, enfrente de mí, leyendo el periódico y no sé qué libro de aventuras, los que más le gustan. Y yo, ahí, enfrascado en las peripecias de este hombre que conoció a buena parte de los artistas más relevantes del Nueva York de principios del siglo pasado. De vez en cuando, levanto la vista del libro para darle un sorbo a mi cerveza helada o ver a la gente pasar. Mi debilidad, dice Harpo, es la gente. Y añade: Dado que nunca he seguido la ruta directa de ninguna parte a ninguna parte, he tenido tiempo de conocer y escuchar a mucha gente. Qué diferente -reflexiono- la gente de unos y otros sitios, aunque -en el fondo- todos busquemos lo mismo. Estamos a poco más de veinte kilómetros de nuestra ciudad, Oviedo, y parece un mundo lo que separa a ambas ciudades. Me encanta Gijón, siempre tan abierta: sus calles, sus bares, sus librerías, sus teatros, sus gentes. Y el mar, claro, ese mar que todo lo renueva, ese olor que se respira en todos los rincones. Por eso es la ciudad que elegimos para casarnos. Cuántos buenos momentos vividos ahí. Cuántas noches y cuántos días. Gijón, este mediodía soleado de primavera, me parece más bella que nunca. Y la gente, esa gente de aquí y de allá, que pasa a nuestro alrededor, y que habla, y que ríe, y que está -como nosotros hoy- llena de vida, de ganas, de expectativas. "Mi debilidad es la gente". ¿Cómo sería, por cierto, su voz, la voz de Harpo?

lunes, 29 de marzo de 2010

Woody Allen y mi padre

Mi padre, desde que se jubiló, se dedica a hacer teatro. Fue, la suya, una jubilación un tanto forzada, a los cincuenta y pocos años, por parte de la empresa, y él, como es una persona muy activa e inquieta, enseguida buscó quehaceres. Cualquier cosa antes de quedarse en casa apoltronado, viendo pasar las horas tontamente delante del televisor, y tampoco es cuestión de estar callejeando todo el día por mucho que te guste (que, como a mí, le encanta). Consideró, muy acertadamente, que era bueno seguir teniendo una obligación. Al menos, dos o tres días por semana. Así que se apuntó a un grupo de teatro del centro social de su zona. Al principio, representaban sainetes, obras sencillas y cómicas, muy cercanas, donde él, que nunca había tenido familiaridad alguna con las tablas, se movía con cierta soltura. En ocasiones, recitaba más que interpretaba. Hablaba y hablaba sin meterse en el personaje, por así decir. Normal. El caso era estar entretenido, aprender aquellos textos para ejercitar la memoria, no apoltronarse bajo ningún concepto. Hizo una obra y otra, y aquello le enganchó. Grupos de afcionados empezaron a solicitarle para unos y otros papeles. Las experiencias le fueron dando tablas, como es lógico. Ayer, después de unos cuantos meses de duros ensayos, debutó en el teatro de la casa de cultura de Mieres con una obra de Woody Allen, "Adulterios". Woody Allen no es un autor fácil y, menos aún, para actores que no son profesionales. La obra es un enredo, de varias parejas, donde, amablemente y sin parar de hablar, van surgiendo los múltiples problemas de esas relaciones. Infidelidades, dudas existenciales, constantes diálogos y guiños intelectuales, inteligente sarcasmo y fino sentido del humor, la creación literaria y sus problemas. Muy Woody Allen todo, vaya. Mi padre, que lleva el peso de la obra, se mueve como pez en el agua por esos mundos sofisticados, tan alejados del suyo propio. (Mi padre, como la mayoría de los padres de mi generación, fue educado en el franquismo, donde el miedo era el sentimiento predonimante, la sombra que acechaba, y ese miedo, por mucho que se evolucione, como él ha evolucinado y se ha modernizado, siempre está ahí). Le han puesto unas gafas como las de Woody (aunque mi padre es mucho más atractivo que él) y ha conseguido imitar fantásticamente esa manera un poco torpe y nerviosa al hablar, tan característica del genio americano. Ahora sí, ahora se funde perfectamente en el personaje, y acopla su personaje con el de los demás actores. Y, como el resto de la compañía -Odisea Teatro-, lo hace muy bien. Todos han aprendido mucho en estos años. El duro trabajo que hay detrás se nota: el esfuerzo ha merecido la pena. Se mueven con soltura por el escenario, proyectan perfectamente la voz, van y vienen (hay mucho movimiento en la obra) y jamás se equivocan: son ya auténticos profesionales. Me quito el sombrero ante todos ellos. Pero, si me permiten, muy especialmente ante mi padre, del que hoy me siento tan orgulloso.

jueves, 25 de marzo de 2010

Las chicas de oro

Volvía a casa pasadas las seis y media de la tarde, después de una larga e interminable jornada en aquel siniestro colegio de curas en el que pasé -desgraciadamente- los primeros años de mi vida. Sólo pensaba en llegar a tiempo para ver el nuevo capítulo de aquella serie rompedora, original, abierta, inteligente, muy moderna, convertida hoy en un clásico de la televisión. Me encantaban las historias de aquellas cuatro mujeres, ya maduras, alegres, divertidas, sarcásticas, ingeniosas, parlanchinas, que habían decidido vivir juntas, después de quedarse solas -tras divorciarse o quedarse viudas-, y que se reunían en la cocina para comer tarta de queso cada vez que el insomnio se apoderaba de ellas. Cada una, soberbia y sin quitarle protagonismo a las otras, en su estilo. El humor no tenía desperdicio. Cuatro actrices de primera fila, con un importante bagaje teatral y televisivo a sus espaldas, y unos guiones insuperables. Eran los comienzos de los años 80. El gobierno de Reagan. Los primeros casos de sida. El fin de la fiesta. Aquellas mujeres estaban por encima de todo, podían con todo. Se apoyaban, se ayudaban, se necesitaban. Y se reían. La risa, que siempre libera y abre la mente, era su arma contra los problemas. Dorothy, Blanche, Rose y Sofía: ¡qué espléndidas mujeres! Las actrices que daban vida a Sofía y a Dorothy, madre e hija en la ficción, ya no están en este mundo. Las otras, afortunadamente, sí. Qué placer haber encontrado a Rue McClanahan, la que interpretaba a la sureña y ardiente Blanche, en el mítico bar Stonewall de Nueva York, hace un par de años, presentando un libro escrito por ella misma. Los actores americanos saben como nadie que se deben a su público. Y a él se entregan: con energía, con esmero, con cierta teatralidad y un divismo cercano, en la mayoría de los casos. Allí estaba, un poco más envejecida, claro (¡habían pasado más de veinte años!), aquella mujer que tanto me había hecho reír con sus ademanes, con su excesiva personalidad, con su talento. Aquella mujer que, junto con sus compañeras de reparto, hacía que aquel día sólo pensase en la hora de salir de aquel colegio y ver el nuevo capítulo. Allí estaba, en el piso de arriba del Stonewall, una parte de los primeros años de mi vida. Cuando todo estaba por descubrir y aquella serie, memorable, era una ventana de luz en aquel paisaje tan gris, tan reaccionario que veía desde el pupitre de aquel maldito colegio.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Paisaje

Son las seis de la tarde y acaba de llover. Me asomo a la puerta de la librería y el aire huele a la tierra mojada de aquellas tardes de primavera que pasábamos en el campo, en la casa de la abuela Luisa y el abuelo Pepe, cuando ya podíamos andar en camiseta y pantalón corto, con los brazos y las piernas al aire, con aquella piel excesivamente blanca después de los interminables meses de invierno protegida por algún bronceador con olor a Nivea, y los días eran ya bastante más largos. También huele a las manzanas que la abuela ponía en aquel frutero de tres pisos que le habíamos regalado por algún cumpleaños, encima de la mesa del comedor de arriba, aquella enorme mesa de gruesa y oscura madera que casi nunca se usaba. Manzanas verdes o rojas que se iban quedando amarillas con el paso de los días. Y cuyo olor, que también se extendía por todas las habitaciones de aquella casa de dos plantas pintada de color vainilla, ya podía percibirse desde los primeros peldaños de la escalera. El sonido del péndulo de aquel viejo reloj que siempre atrasaba era el único que rompía la solemnidad del ambiente. Pasaban, entonces, como hoy, lentas, muy lentas, las horas, la tarde. Las tardes de primavera y verano de aquellos años, tantos años atrás ya. Los hombres dormían la siesta. Las mujeres, cansadas ya de hablar, de contarse sus cosas, recogían la cocina, cosían ensimismadas bajo la higuera o leían revistas atrasadas. A mí, silencioso, me gustaba recorrer la casa, la parte de arriba, donde no había nadie. Las fotos que estaban colgadas en las paredes (en una de ellas, a medio camino entre el blanco y negro y el sepia, estaba la del abuelo Pepe, el día de su boda con nuestra verdadera abuela, María, bellísima mujer, cuyos rasgos, los que mostraba aquella fotografía, veo ahora en los de mi hermana, también María, en memoria de aquella abuela que no conocimos), los cajones donde la abuela guardaba recortes de periódicos completamente amarilleados por el paso del tiempo, los imponentes aparadores donde lucían las piezas de aquella vajilla de porcelana que sólo se usaba por Navidad o en ocasiones muy especiales. También me gustaba tumbarme en una de aquellas camas antiguas y sentir aquel silencio, aquella extraña paz, aquella serena luz que lo invadía todo. Los rayos de sol sobre la madera del suelo, la humedad, el olor de la lluvia, el zumbido de las moscas, el pesado tic-tac del reloj, el lejano ladrido de dos perros que se peleban, las gatas en celo reclamando atenciones. Años más tarde, en el feliz año que viví en el campo, en Sariego, recordé, casi cada día, todas esas sensaciones. Y me prometí a mí mismo que no sería la última vez que lo haría. Vivir en el campo, esa otra meta por alcanzar. La vida, después de todo, me ha enseñado eso: que nada, nada es imposible. Sólo es cuestión de tiempo.

martes, 23 de marzo de 2010

Amigas

Tengo amigas de muchos tipos. Amigas con las que tengo relaciones profundas, y otras, con las que la relación es más superficial. Me río mucho con todas ellas, eso sí. Incluso con las más cerradas e introvertidas, termino riéndome. Adoro a las mujeres, a casi todas. Las mujeres, en la mayoría de los casos, hacen las cosas más fáciles. Son rápidas, ingeniosas, da la impresión de que se crecen ante las dificultades, de que pueden con todo. Y, de hecho, muchas de ellas, pueden. Trabajando, sin ir más lejos, me encuentro muy a gusto con las chicas. A lo largo de los diferentes trabajos que he tenido, siempre tuve mejor relación con mis compañeras que con mis compañeros (siempre hay pequeñas excepciones, claro), sin tener ningún problema con ninguno de ellos. Si llego a una fiesta donde no conozco a nadie, a los cinco minutos ya tengo a mi alrededor a unas cuantas chicas -chicas de todo tipo y edad-, copa en mano, contándome sus cosas, haciéndome confidencias, riéndose conmigo. Y, al final de la fiesta, terminaré bailando con todas ellas, eso seguro. Ahora, desde que escribo en este blog, estoy descubriendo que tengo muchas seguidoras (gracias, chicas), lo que me enorgullece sobremanera. Las mujeres son mucho más lectoras que los hombres. Y casi que me atrevería a decir que mejores lectoras, aunque no quiero generalizar, que generalizar siempre es algo malo y algún amigo acaba enfadándose conmigo. Pero las estadísticas están ahí, es un hecho, hablan por sí mismas. Las mujeres, mayoritariamente, son las encargadas de que sus hijos lean, de que se familiaricen con los libros, de que los lleguen a necesitar realmente. Amigas de todo tipo, ya digo. Algunas se fueron quedando por el camino, así es la vida. Pero de todas conservo los buenos momentos compartidos, las risas cómplices, las botellas de vino que descorchamos juntos, las noches en las que bailamos hasta bien entrado el amanecer, los amores y desamores (ridículos, vistos ahora, con la sabia perspectiva del tiempo) por los que sufrimos uno en el hombro del otro, el recuerdo de ese momento de la vida que hicimos juntos, ese trozo del camino. Mis compañeras de viaje.

viernes, 19 de marzo de 2010

Con mi madre

Es un día soleado de primavera, alrededor de la una del mediodía. Estoy tomando una cerveza, sentado en la terraza que hay enfrente de casa, esperando a mi madre que, como cada jueves, baja a comer con nosotros. Me gustan estos primeros días de calor que me incitan a eso, a sentarme en alguna terraza y no hacer nada más que charlar con los amigos y contemplar cómo pasa la vida. Mi madre: ahí viene. Después de lo mala que estuvo a causa de esa extraña enfermedad reumática que la dejó prácticamente inmóvil durante un tiempo, está estupenda. Con ganas de hacer cosas, de venir a vernos, de comer fuera, de sentarse en las terrazas, de una a otra, de contarnos sus historias. Habla y habla: la veo feliz, risueña, contenta. Mi madre. Qué difícil es hablar de la propia madre sin caer en los tópicos, en los sentimentalismos, sin emocionarse. Tiene sesenta años y ha dedicado prácticamente su vida a nosotros, a mi padre, a mi hermana y a mí. Fue su decisión personal, elegida libremente. Ella no lo dice pero yo sé que, ahora que han pasado los años y cada uno tenemos nuestras vidas, echa de menos aquellos momentos en los que pasábamos más tiempo juntos. Aquellas tardes, en casa, hablando, cocinando, viendo películas o series de televisión (en los tiempos en los que la televisión emitía series decentes). Mi madre no hace falta que diga una sola palabra para que sepa cómo está, arriba o abajo. Lo mismo que ella sabe, sólo a través de los silencios propios de una conversación telefónica, si estoy triste o alegre o eufórico o de mal humor, o si estoy viviendo todos esos sentimientos a la vez, que también puede ser, cosas del carácter. Las madres, algunas madres, lo saben todo. Los hijos, algunos hijos, también. Hay madres que no quieren saber, que prefieren ocultar la realidad y mirar para otro lado. Mi madre, no. Mi madre nos quiere y nos acepta como somos, ni más ni menos, con toda nuestra gama de complejidades. Respeta todas nuestras opciones, nuestras opiniones, aunque a veces no esté de acuerdo con ellas. Eso, más que ninguna otra cosa, la convierte en una gran madre. Recuerdo muchas noches, en la cocina de casa, hablando con nosotros y con los amigos que venían a cenar. Mi madre siempre quería que les diese lo mejor que tenía en la nevera, el mejor guiso, la mejor botella de vino, el mejor postre. Las cosas son para disfrutarlas, decía. Con Alberto, mi amigo de la infancia, sobretodo. A los dos les encantaba hablar de sus cosas entre ellos. Que si esto, que si lo otro... Risas y lamentos, que de todo había, como siempre. Mi madre todo lo veía bien, las decisiones de cada uno eran respetadas, algo casi sagrado. Lo importante, para ella, era, ya entonces, que fuésemos felices el mayor tiempo posible. Si nos equivocábamos de pareja o de trabajo, debíamos cambiar y tratar de buscar la paz con la nueva decisión. Así de sencillo. Con mi madre, todo es sencillo. Sabe convertir lo difícil en eso, en sencillo. Todos mis amigos se quitan el sombrero ante mi madre. No es que lo diga yo, lo dicen ellos. Y se lo dicen a ella, y eso es lo que más me gusta. Mi madre, ya digo, viene ahí, tan guapa como siempre, cojeando levemente (maldita enfermedad), cada vez más parecida a la abuela Virginia, su madre. Las manos, el pelo, los ojos, los andares, los gestos, la risa... Como los de la abuela. A veces las veo a las dos cuando me reflejan los espejos. La imagino el día de nuestra boda, feliz por vernos a nosotros felices, seguros de nuestra decisión, haciendo lo que nos da la gana. Le doy un beso largo (miles de besos largos y sonoros) y se sienta a mi lado y empezamos a hablar mientras esperamos a Iñigo, al que adora (el sentimiento es mutuo). Como aquellas noches, en la cocina de casa, hablando, hablando de todo, todo el rato, alegres o tristes, riéndonos o lamentándonos, ella siempre escuchando, animándonos, riéndose con nosotros. Mi madre, sí. Una de las mejores.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Librero con alma de cómico

Trabajar en una librería es un poco como trabajar en el teatro. Cuando entra un cliente, es como salir a escena. En muchos casos, tienes que desplegar todo tu talento actoral, echar toda la carne en el asador, aprovechar todos los recursos posibles. Hay que ver cómo está la gente, alguna gente, con crisis o sin ella, ay. Esos clientes (clientas, mayormente) de los que hablo, te dan vueltas y más vueltas, rebuscan, descolocan, esto sí, aquello no, tenía yo un libro en casa y quiero ése, exactamente ése, es para un regalo, ¿sabes?, ¡huy!, no, no sé la editorial, el título y el autor tampoco, es que se casa una sobrina de mi marido, hace la Primera Comunión un nieto o voy a visitar a la hija de la hermana de una amiga que acaba de tener unos gemelos monísimos, y así te empiezan a contar sus vidas, anécdotas propias -divertidas, tristes, aburridas, excesivas, absurdas, surrealistas, patéticas-, cosas y más cosas, un blablabá continuo, asuntos muy personales en algunos casos, de todo hay. No digo que no sea divertido (a veces), pero hay que tener el día para ello, ciertamente. Hay mucha soledad en el mundo, mucha necesidad de hablar, de expresarse, de compartir, de soltar por soltar el rollo. El oficio de librero, además de al oficio del cómico, está ligado al de psicólogo. Tienes que escuchar pacientemente (¡cada cosa algunas veces, sobretodo si se meten en berenjenales políticos, que de esos casi mejor no hablar hoy!), asentir, sonreír, ayudar, aconsejar... Qué paciencia. Y el aplauso te lo llevas si, después de todo, te compran el libro que les recomendaste. Y si, días después, vuelven y te dan las gracias por la recomendación y se llevan otro, es como si directamente recibieras un Premio Max.

viernes, 12 de marzo de 2010

Miguel Delibes

Ha muerto Miguel Delibes, uno de los grandes. A él, en buena medida, le debo mi amor por el teatro. Tenía quince años y entraba por primera vez en uno, el Campoamor, para ver la adaptación de su novela "Cinco horas con Mario". El impacto fue brutal, absolutamente deslumbrante. Una mujer sola en un escenario desnudo, vestida de riguroso luto, delante de un ataúd, hablando y hablando con su marido muerto, recriminándole cosas, riñéndole por esto y por lo otro, recordando el tiempo vivido juntos. La mujer -durante casi dos horas- habla, ríe, llora, grita, evoca, se desespera, sigue adelante, se mantiene en pie. La mujer era Lola Herrera. Palabras mayores de la interpretación. Aquella mujer, en aquel momento, ya no era Lola Herrera: era Carmen Sotillo, víctima o verdugo o, simplemente, el fruto de una época gris y triste, muy triste. Pocas veces he visto un acoplamiento, una fusión tan salvaje entre una actriz y su personaje. El recital era conmovedor, abrasaba por dentro, escocía aquellas heridas aún sin cerrar del todo de un pasado demasiado cercano. Una obra riquísima en matices, en la que muchas mujeres podían verse reflejadas. Y también, desde luego, muchos hombres. Lola Herrera continuó su brillante carrera con otras obras (no me perdí ninguna), pero siempre, en unas épocas y otras, en otra vuelta de tuerca, regresaba a la de Miguel Delibes. Volví a ver la obra dos veces más y, en cada nueva visión, encontré una lectura distinta que complementaba a la anterior. Es lo que pasa con los clásicos. Hoy ha muerto Miguel Delibes. Es, sí, un día tan triste como frío, pese a la cercanía de la primavera. Por eso, con sumo agradecimiento, quiero recordar aquella noche inolvidable, el feliz deslumbramiento de aquel muchacho de quince años por el autor de aquella obra y por la actriz que la protagonizaba. Ese deslumbramiento que era el principio de todo y que sigue vivo -muy vivo- cada vez que entro en un teatro.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Charo López

Me arrodillé a sus pies como los creyentes lo hacen delante de la imagen de un Cristo. Estábamos en Gijón, a principios de julio. Hacía una noche calurosa, muy agradable. El olor del mar se extendía por todas las calles. El rumor de las olas, también. Acabábamos de cenar en un restaurante italiano cerca del puerto. Y, cuando salimos, alrededor de la una de la madrugada, la descubrí de inmediato, sí, era ella, no había ninguna clase de duda, caminando -poderosa, decidida, toda vestida de negro, de la cabeza a los pies, camiseta de tirantes y falda larga con una abertura infinita a un lado, que dejaba al descubierto su espléndida pierna, sandalias sin tacón y enorme bolso, como una auténtica diosa griega: de cerca, cara a cara, aún se parece más a Ava Gardner- por la acera de enfrente. La llamé por su nombre y crucé la calle. Se dió la vuelta -la melena oscura librándose de un moño mal hecho, los ojos muy brillantes, bellísimos, la carcajada, su carcajada, dominándolo todo, absolutamente todo: Charo López, auténtica señora, en carne y hueso- y me saludó. Le cogí las manos, le dije que la habíamos visto por la tarde en el teatro, que la veía en todas las funciones que hacía, en todas las películas, que era su admirador número uno. Sí, el primero de la lista. De la larga lista. Y me arrodillé ante la mujer más guapa de este país, como la definió Umbral. Una mujer muy inteligente, que sigue siendo deslumbrante, traspasados los sesenta años. Una de nuestras mejores actrices, que domina la escena con clase, estilo y talento, mucho talento. Ella reía y reía. Nadie se ríe como ella. Y menos aún en la noche, aquella noche. La risa profunda de Charo y la noche. En la acera de enfrente, Iñigo, Félix, Alberto, Isaac y Yoli, reían también, perplejos al ver mis rodillas clavadas en el suelo gijonés. Me incorporé y le presenté a Iñigo y a todos los demás. Le dije, como si de una amiga de toda la vida a la que hacía tiempo que no veía se tratase: ¿no te parece guapo mi chico? Y ella le cogió la barbilla, le hizo ponerse de perfil y afirmó, muy seria y rotunda, sí, es muy guapo, y tiene un perfil estupendo. Ella, que tiene el mejor perfil de nuestro cine. Aquella noche, en Madrid, nos recordó, se estaba celebrando la fiesta del Orgullo Gay. Qué hacéis que no estáis allí, exclamó. Ninguna fiesta, para mí, le dije, es comparable a verte en el teatro. No hay alegría mayor para mí. Y volvió a reír, con esa carcajada alegre, sonora, un poco melancólica y muy contundente que tiene. ¿Cómo era eso que hiciste antes?, preguntó con su voz maravillosa, una de esas voces que brotan del fondo del alma, refiriéndose a mi manera de arrodillarme. Así, le dije, volviendo a ponerme de rodillas ante ella. Mis ojos a la altura de su cintura, los pechos grandes y hermosos apretados en aquella camiseta negra, el olor de su perfume, la potente carcajada y los ojos relucientes, pícaros, juguetones, un punto tristes. Nunca olvidaré aquellos ojos. Tampoco aquella mágica noche de julio.

lunes, 8 de marzo de 2010

Otra mujer trabajadora

Nati tiene la voz de las mujeres que han vivido mucho y fumado mucho (tabaco negro, para ser exactos). El pelo de oscuro color ceniza, los ojos inquietos, la mano dispuesta siempre a hacer algo, cualquier cosa, la que sea. Nati es de esas mujeres que no puede parar, que no sabe estar quieta: la mente en constante ebullición, el cuerpo siguiendo los dictados de esos pensamientos, puro nervio en continuo movimiento. Nati viene dos tardes a la semana a limpiar la librería, lunes y jueves. El resto de la semana, desde antes del amanecer, se ocupa de oficinas, naves, cárceles, lo que toque ese día. Me gusta hablar con ella. Detrás de ese trabajo, de su voz bronca, de su parecido físico a Marisa Paredes antes de que Almodóvar la rescatase de los teatros más underground y la aupase al estrellato que merecía, hay una mujer realmente interesante. No cabe duda: toda mujer con un pasado revuelto es una mujer interesante. Y está un poco loca, que es como hay que estar para no volverse loco de remate. Nati es mucho más que ese trabajo que, por esas cosas del destino, viene ejerciendo en los últimos tiempos. Ha estado en muchos sitios, arriba y abajo; ha conocido a mucha gente, gente de todo pelaje y condición. Sabe lo que cuestan las cosas. Y valora ese precio. Valora, sí, cada minuto de la vida porque ella, la vida, es lo único que tenemos. Así de simple. Y no merece la pena complicársela con malos rollos ni tonterías. Eso, Nati, lo tiene muy claro. A veces, ya casi a última hora de la tarde, con las luces ya bajadas, le pongo la canción de Celia Cruz que más le gusta, La vida es un carnaval, y salimos bailando -¡le encanta bailar!: y además lo hace muy bien, su cuerpo fibroso es ideal para ello- de la librería. Nati es mucha Nati. Todo un carácter. Una buena persona. Una amiga. Por eso, en este día internacional de la mujer trabajadora, le dedico estas palabras, mientras, a mis espaldas, casi puedo escuchar sus sonoras carcajadas. Esas carcajadas -tan necesarias siempre- con las que enfrenta los días. Y la vida, que, como bien sabemos, no siempre es un carnaval.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Ciertas izquierdas

Fuimos amigos durante unos cuantos años. Muy buenos amigos. Era, la nuestra, ese clase de amistad que surge entre dos personas cuando se encuentran muy solas, se sienten diferentes del resto de los habitantes de una ciudad pequeña y reman del mismo lado del barco. Ella tenía seis años más que yo, que, por entonces, aún no había cumplido los dieciocho. Me enseñó muchas cosas: de la vida, de la literatura, del sexo, de la política, de los hombres y de las mujeres. Era la abanderada de todas las causas perdidas, la defensora de todos los derechos, la más roja entre las rojas. Feminista, revolucionaria, de izquierdas. Con Cuba mantenía una posición ambigua y no le gustaba hablar mucho del tema. Era mi amiga y la admiraba. Tenía detrás una vida dura, muy dura, y salía adelante como podía: en aquellos momentos, limpiando casas, oficinas, lo que fuese, mientras preparaba oposiciones. Le daba igual una oposición que otra: se presentaba a todas aquellas a las que, por edad y estudios, tenía acceso. Aprobó una plaza y se marchó de esta ciudad. La amistad siguió, pese a la distancia, pero, cuando tuvo oportunidad de regresar y regresó, por esas cosas de la vida, nos fuimos distanciando. Ya no veíamos todas las cosas del mismo modo. Y cierto resentimiento se había apoderado de ella. Dejamos de vernos definitivamente una tarde revuelta de otoño, hace ya más de quince años. Este pasado verano, una persona muy cercana a mí trabajó, durante mes y pico, a su lado. Aquella mujer, mi amiga de entonces, que abanderaba todas las causas y defendía todos los derechos, sobretodo los de los trabajadores, se había convertido ahora en una déspota salvaje con sus compañeros, en una alimaña con cierto poder y mando, en una despiadada jefezuela que se cebaba con los más débiles, ¡con las mujeres, sobretodo! ¿Dónde se había quedado aquella mujer que tantas cosas me enseñó y a la que tanto admiraba por su coraje, su fuerza y su adecuada -Cuba, al margen- posición de las cosas? Pienso en ella estos días, a raíz de las impresentables declaraciones del actor Guillermo Toledo. Hay una izquierda en este país que está haciendo mucho daño a la izquierda en la que algunos creemos fervientemente: democrática, decente, defensora de los derechos humanos sobre todas las demás cosas. Esa izquierda que un día suelta perlas como ésta y que otro insulta ferozmente a una de nuestras mejores escritoras. Y que sólo sirve para avivar el fuego absurdamente, para dar pábulo al contrario, para que la mayoría desprecie a nuestros cómicos, y para que la gente confunda unas cosas con otras, a unos con otros.

lunes, 1 de marzo de 2010

Lolita Flores

Lleva el arte en las venas como los auténticos genios llevan el talento y los demás llevamos la sangre, más o menos espesa. Tuvo una madre así, genial y poderosa, un padre muy señor y un poeta extraordinario como hermano, al que seguimos añorando. Tiene los ojos bellos y profundos, la melena como distintivo inequívoco de su personalidad y la voz macerada de risas y lágrimas, de carcajadas luminosas y dolores profundos, de whisky y tabaco rubio. Una voz oscura y preciosa, que duele cuando canta, que estremece cuando evoca. Pocas veces nos hemos emocionado tanto como con su particular versión de "Mediterráneo": simplemente brutal. A estas alturas de la vida, cuando la oyes hablar (siempre es un placer hacerlo), se desliza un profundo sentimiento de paz, de que tiene las cosas bastante claras, de que le ha costado mucho estar ahí, en todos los aspectos, y así, con sencillez y humildad, lo agradece. Después de todo, la lucha ha merecido la pena. Alcanzar ese momento es verdadermante importante. Demuestra que los años sirven para algo, desde luego, no sólo para las despedidas. La vi cantar varias veces aquí, en Oviedo, donde, por esas cosas del norte, siempre estaba lloviendo, pero a ninguno de los asistentes al espectáculo nos importaba lo más mínimo. Disfrutábamos de las evocaciones tan hermosas que hace del repertorio de su madre, evocaciones traspasadas por el jazz, que es una de las mejores cosas que le sientan a la copla y a su voz. También la vi, en Madrid, hace unos pocos años, actuar en la única obra de teatro que ha hecho hasta la fecha. Un pedazo de actriz que, como tantas otras actrices de este país lleno de actrices maravillosas, está pidiendo a voces un papel a la altura de su importante talento. Aún no es demasiado tarde. Talento heredado y talento propio, que aquí nadie regala nada, bien lo sabe ella y bien lo sabemos nosotros. Como también sabemos que el talento, propio o heredado, hay que trabajarlo, cultivarlo, con muchas horas de esfuerzo detrás, para que el asunto no se desequilibre. Lolita es una gran artista. Aún le queda cuerda para rato. Talento que regalarnos. Música, teatro, cine, televisión: todo nos vale con tenerla ahí. Esperamos sus trabajos con verdadera ansia. Con auténtica devoción. Con lluvia, por esas cosas del norte, o con sol.