jueves, 31 de diciembre de 2009

Nochevieja

La Nochevieja es el olor a cordero dorándose en el horno de la cocina de carbón de mis abuelos paternos. La Nochevieja es la tierra mojada y es el frío que corta la cara al abrir la puerta de aquella casa de pueblo a la que un día espero volver y es ese mismo frío, muchos años después, pensando que sí, que esa podía ser otra gran noche. La Nochevieja es la celebración de la amistad en la casa del único amigo que, por entonces, tenía independencia económica y casa propia. La Nochevieja son aquellas risas y aquellas músicas. La Nochevieja es la ilusión de comprarte unos zapatos carísimos y una camiseta nueva para estrenar con el año que empieza luminosamente cosido en la parte delantera con tela muy brillante. La Nochevieja es una fiesta continua en La Santa, pensando que esta ciudad, por esa noche, es Nueva York y que los colores del arco iris son los colores de todos. La Nochevieja es aquella noche, arropado bajo el edredón y no queriendo ver a nadie. La Nochevieja es un libro, un whisky y una película de alguna de mis chicas favoritas. La Nochevieja es Shirley MacLaine corriendo por las calles en busca de Jack Lemmon. La Nochevieja es siempre el comienzo de algo. La Nochevieja es un día importante, sin duda. La Nochevieja, hoy, es una cena en casa de mis padres, con María y con Iñigo. Feliz Año Nuevo para todos.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Familias

Qué cansino el rancio discurso de la familia por parte del sector más reaccionario de la Iglesia. Todos los años, por estas fechas, erre que erre con la misma y anticuada perorata. Y qué equivocados están. Qué necesidad tienen de descender de sus altares y bajar a la calle, al día a día, donde las cosas no son como ellos quieren que sean. La familia de sangre es un núcleo muy importante para la formación y el desarrollo de las personas, y un cálido y confortable refugio en la vida adulta, qué duda cabe, pero no conviene olvidar que hay gente (he conocido algunos casos verdaderamente escalofriantes a lo largo de mi vida) que no ha tenido suerte con ella. Y todo el mundo tiene el derecho -el mismo derecho, quede claro desde ya- a formar la familia que le dé la real gana. Un hombre y una mujer, dos hombres o dos mujeres: todo es válido y respetable. O dos amigos, sean del sexo que sean, que decidan formar una familia, arroparse y apoyarse, reírse y llorar juntos: eso también es un núcleo familiar si ellos así lo deciden. ¿Quiénes son estos tipos para inmiscuirse en los derechos de los demás, erigiéndose, como siempre, en estandartes de la verdad absoluta? ¡Por favor, que estamos en pleno siglo XXI! Un respeto. Que el discurso de Jesucristo no excluía a nadie. Las personas nos necesitamos unas a otras. Y lo que cuenta es el cariño, el respeto, el amor, la comprensión, la complicidad y la buena fe de la gente de bien. Y dejar a cada cual que sea como es y no como algunos quieren que sea, basándose en los modelos que mejor les conviene. Las familias, las verdaderas familias, las buenas familias, creyentes o no (cada cual cree en lo que le parece más conveniente), aceptan a sus hijos como son: altos o bajos, rubios o morenos, feos o guapos, listos o tontos, albañiles o presidentes de gobierno, homosexuales o heterosexuales. Y lo demás son tonterías. Peligrosísimas tonterías, eso sí, con las que no se debería jugar. Y con las que no deberíamos consentir que, a estas alturas, nadie jugase.

martes, 29 de diciembre de 2009

Cuento de Navidad

La mujer estaba ahí, delante de la papelera que hay al lado del portal de la casa de mis padres, revolviendo con ahínco en una bolsa de basura que había en su interior. Tendría unos cincuenta años e iba vestida y peinada con sencillez y pulcritud. En su rostro, de piel muy blanca y poblada de numerosas y diminutas arrugas, había cansancio y en su actitud, abundante ansiedad. Esa ansiedad que se apodera de nosotros, alrededor del mediodía, tras una de esas mañanas muy agitadas en las que no hemos tenido tiempo de parar ni para tomar un café, y al llegar a casa abrimos la nevera y nos comemos lo primero que encontramos en ella, sea dulce o salado, no importa. La nevera de aquella mujer era, seguramente, aquella papelera y todas las que se encontraría de camino a casa, ¿a qué casa? Aquella tarde, precisamente, la de Nochebuena, cuando de las cocinas de todos los edificios de la calle salían exquisitos olores de diferentes y suculentos guisos: carnes y pescados y sopas y dulces de todo tipo. Esa noche en la que en todas las casas, de manera abrumadora, cenamos dos o tres platos, como si se fuera a terminar el mundo y nuestras ansias de devorar masivamente con él. Como en una especie de aquella gran comilona que ideara Marco Ferreri allá por los setenta.
Nochebuena de 2009, ya digo, en un país europeo, moderno y avanzado, en la ciudad donde las entradas de cine son las más caras de ese país (pese a que ya no hay más cines que los de los centros comerciales de las afueras, con su pestazo a palomitas), en una calle de la zona alta de esa ciudad. Cuando (casi) todos estamos deseando que pasen estos días para retomar la dieta y, si acaso, apuntarnos a un gimnasio o retornar a las caminatas recomendadas para después de comer. ¿No se nos debería caer la cara de vergüenza? Lo peor es eso, que miramos alegremente hacia otro lado y no se nos cae, descuida. ¿Otro mazapán?

lunes, 28 de diciembre de 2009

Cenas navideñas

La Navidad, seas creyente o no, siempre es tiempo de alegría, de celebración, de botellas descorchadas y de múltiples festejos y variados excesos. Con crisis o sin ella, todos tiramos un poco la casa por la ventana. Otra cosa será la mítica cuesta de enero, que este año se antoja -me temo- más peliaguda que la de noviembre pero no importa. Estamos aquí y ahora. Y hay que brindar por ello. Como brindamos el sábado, en la cena en el Club de Tenis, como todos los años por estas fechas. El sitio tiene un cierto aire antiguo y una posición política muy clara (en la mesa de los periódicos: El Mundo, Abc, La Razón y La Nueva España), pero posee su encanto. Sin duda, Agatha Christie idearía una buena novela policíaca entre sus paredes y la señorita Fletcher uno de los mejores capítulos de la serie "Se ha escrito un crimen". Luces navideñas, ambiente agradable y varias señoras de esas que me encantan: mujeres en torno a los sesenta años, vestidas a la última, apretados y generosos escotes y cabellos despuntados, alzando sus voces aguardentosas sobre la conversación, como queriendo hacer saber que aún están ahí, dando cuerda al mundo y por mucho tiempo, faltaría más. Hablando de chicas, ahí estaban ellas, cada una en su estilo, todas estupendas: Teresa (fiel seguidora de este blog), Laura, Marina, Cristina y Belén. Faltaba Mónica (un beso desde aquí, chica), a puntito de ser madre -¡qué nervios!- por partida doble. Charlas, risas y algún que otro cotilleo, como debe ser. Celebrando eso, que estamos aquí y que ya está a punto de terminar el año. Uno más. Una década más. Qué vértigo.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

La maleta

La maleta estaba encima del armario de la habitación pequeña de la casa de los abuelos. Era una maleta grande, oscura, sencilla, que evidenciaba los vaivenes del tiempo. Era la maleta del tío Serafín, que, después de jubilarse, se instaló allí, en la casa de su hermana y su cuñado, hasta que se murió. ¿Qué contenía aquella maleta?, me preguntaba entonces, con seis o siete años, mientras leía tumbado sobre la cama alguna nueva andanza de Zipi y Zape. Muchas veces sentí la tentación de subirme a una silla y abrirla. Pero el tío Serafín casi nunca salía de casa y podía descubrirme en cualquier momento. ¿Cartas, dinero, fotografías, una pistola? Un halo de misterio rodeaba aquel enigma que se me planteaba cada sábado, cuando íbamos a visitarlos. Intuía que algún secreto escondía la vida de aquel hombre menudo, discreto y reservado, al que le gustaba más leer el periódico en la cocina mientras las mujeres hablaban que salir con los hombres a tomar un vino por los bares de los alrededores. De su Galicia natal se había trasladado a Barcelona, donde trabajó como conserje en un colegio hasta la jubilación. ¿Por qué se había quedado soltero?, me preguntaba entonces. A veces planteaba esa misma cuestión a los mayores, pero nadie decía nada que sonara demasiado convincente. Así es la vida, susurraba la abuela, mientras le daba al pedal de su máquina de coser y las telas se deslizaban rítmicamente. Sabía que aquella frase era la que siempre utilizaban los mayores cuando no tenían respuesta para las cosas o no querían dar demasiadas explicaciones. Ya entonces, dejando a un lado las historietas de aquellos dos traviesos hermanos, me gustaba dejar volar la imaginación, fantasear con lo que podía haber dentro de aquella maleta, hilvanar numerosas historias, sin saber aún que en eso, precisamente, consiste la literatura.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Ferias de libros

El domingo por la mañana, por razones laborales, nos vamos al II Salón del Libro Asturiano que se celebra estos días en Grado. Luce un sol tímido y hace muchísimo frío. Me gustan, como ya he dicho en alguna ocasión, estas ferias de los pueblos. Durante los días que tienen lugar, suponen todo un acontecimiento para estos sitios pequeños y para sus habitantes. La gente celebra la llegada de los libros y se acerca a la carpa con la emoción propia de ese acontecimiento extraordinario que tiene lugar una vez al año. Me agrada hablar con las libreras -casi siempre son mujeres- de cada lugar. Además, al ser domingo, están colocados los puestos del mercado y todo parece más festivo. A un lado, quesos, morcillas, jamones, chorizos, verduras, frutas, hortalizas, bizcochos, mermeladas, miel y demás delicias culinarias; al otro, bolsos de imitación, gafas de sol, gorras, pañuelos, calcetines, calzoncillos, películas, cedés piratas y un sinfin de variados complementos. Después de la presentación del libro de la editorial Septem, paseamos entre los puestos, deteniéndonos aquí y allá, hojeando esto y lo otro. Donde no luce el raquítico sol, el frío es espantoso, pero no importa. Me acuerdo entonces de esos mismos paseos, hace más de veinte años, con mi tío Jose, cuando, por los veranos, venía de Bruselas, donde vivía, y me llevaba en su fabuloso coche de color naranja a tomar allí el aperitivo. Aquello me hacía realmente feliz: mi tío -mucho más cosmopolita que el resto de los hombres que había por aquí entonces- me dejaba tomar varias Coca-Colas, bolsas de patatas, aceitunas y hasta calamares, mientras me hablaba de lo maravillosa que era París, ciudad a la que iba muy a menudo. Algún día la conocerás y te encantará, señalaba. No hay nada comparable a París, repetía con cierta nostalgia mientras se tomaba su segundo vermú y se fumaba su décimo Winston americano. Ese recuerdo me emociona especialmente en esta mañana de domingo.
Después del paseo, nos vamos a comer con Marta Magadán, que de un modo tan brillante y efectivo preside el Gremio de Editores Asturianos (aparte de su editorial, Septem), y con Jesús, su marido. La charla es animada, ingeniosa y muy entretenida, y la sobremesa se prolonga hasta bien entrada la tarde, como deben ser las sobremesas después de una magnífica comida y una conversación cómplice. Alrededor de las seis, dejamos atrás Grado, que a esas horas debe estar a menos cero grados. Y en mi cabeza siguen fluyendo los recuerdos agradables -¡tantos recuerdos!- con la misma naturalidad con la que el humo de las chimeneas que vamos dejando atrás se pierde en el aire, en ese cielo que ya ha empezado a cambiar de color.

domingo, 20 de diciembre de 2009

La mujer sin memoria

La mujer tiene en torno a los setenta años. Lleva las uñas impecablemente pintadas de rosa suave y el pelo rubio, alto, siempre muy arreglado. Las ropas y los complementos fueron, en su momento, valiosos: ahora está todo bastante arrasado por el paso del tiempo. El pelo del abrigo de visón se fue cayendo y se pueden ver claramente muchas zonas en blanco, completamente desgastadas. Y los zapatos de piel, con un leve tacón grueso, están por completo dados de sí. Hace unos días, con su tranquilo perro de lanas negro, entró en la librería para pedirme un calendario muy grande, donde se pudieran ver bien las fechas. Le dije que no lo tenía, pero que intentaría localizarle alguno. Antes de que llegaran los calendarios, ella volvió. Me lo pidió de nuevo. Le dije que no los había recibido y que no sabía muy bien decirle cuándo llegarían, ya se sabe cómo son estas cosas de las distribuidoras. Me rogó encarecidamente que le consiguiese uno porque sin él no podía vivir. No tengo memoria, confesó, echándose a llorar con ese llanto terrible que siempre produce la impotencia más absoluta. Me conmovió extremadamente. Qué difícil debe ser vivir así: sin memoria. La mujer confesó sus múltiples problemas al respecto, pese a los ejercicios que hacía para ralentizar la devastación: desde saber el día que tenía que ir al médico o a la peluquería hasta qué día era el de Navidad o la víspera de Reyes. En fin, lo que, a los demás, nos parece de lo más normal, rutina a la que nuestro cuerpo y nuestra mente están acostumbrados, para ella se trataba del mayor esfuerzo. De repente, recordé que el Ayuntamiento de Gijón nos había regalado días atrás unos cuantos calendarios de diversas formas y tamaños y le regalé uno de los más grandes. 2010: Añu Internacional de la diversidá biolóxica: así decía sobre los meses del año. Un calendario muy vistoso y simpático, con algunos dibujitos y las fechas bien recalcadas. La mujer, aún con aquellas lágrimas en los ojos, no sabía cómo agradecerme el detalle. No se preocupe, cuídese, le dije. Y así se fue, con aquel calendario bajo el brazo y el paso lento de aquel pequeño perro negro a sus pies, dejando en la tarde del sábado un rastro de dignidad y de angustia difícil de superar. Y con esa pregunta: ¿qué será de ella, de esa mujer, en el próximo año? ¿Qué será de todos nosotros?

sábado, 19 de diciembre de 2009

Impotencia

Que la operación de cirugía estética de una chica que sólo es conocida por sus dimes y diretes de amor-odio con un torero ocupe más espacio en los periódicos que la muerte de Jennifer Jones, racial y destacada actriz de los años dorados de Hollywood que ha dejado para la historia del cine un puñado de importantes interpretaciones en otras tantas memorables películas, me parece triste, muy triste, y peligroso. ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué tipo de sociedad estamos creando para los jóvenes del futuro, para los jóvenes de hoy en día, para nosotros mismos? No me gusta anclarme en el pasado, refugiarme en esa célebre frase de "antes esto no pasaba", sin embargo, pienso que si nos remontásemos a diez o quince años atrás, creo que algo así resultaría menos probable. ¿Cuál es la aportación de esa chica a la sociedad, a la cultura? Me parece muy bien que se opere lo que dé la real gana, faltaría más, ¿pero a cuento de qué tiene que aparecer esa noticia en los periódicos más destacados? ¿Qué pretenden señalar? ¿El triunfo de una chica de barrio que, gracias a su relación con un famoso (nos guste o no su oficio, él al menos posee uno), consigue altos niveles de audiencia y de ventas cada vez que aparece en un programa de televisión o en una revista? Francamente, no lo entiendo. Y, aparte de infinita tristeza, me produce una sensación de impotencia muy grande.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Mercados navideños

Me encantan los mercados. Y más aún, por estas fechas. La manera en la que están colocadas las frutas, las verduras, los diferentes tipos de panes, la carne, el pescado, los embutidos y los dulces. Ahora, en Navidad, los dulces son la estrella. Turrones, mazapanes, uvas pasas, higos, polvorones, almendrados y demás exquisiteces. Todo rodeado de los adornos típicos de estas fiestas: cintas de vistoso espumillón, grandes bolas de colores intensos, estrellas plateadas y muy luminosas en todo lo alto. Esos escenarios que te recuerdan las verdaderas Navidades, las de la infancia, cuando el mundo parecía mucho más sencillo y todo estaba en su sitio. Quedarte de vacaciones el día de la lotería, escuchar a esos niños cantar la suerte, las caras de felicidad de la gente, las botellas de sidra achampanada derramándose a la entrada de la administraciones, la cena de Nochebuena en casa de los abuelos, las lecturas en casa, las Nocheviejas viendo la televisión casi hasta el amanecer, la víspera de Reyes, con toda esa emoción, el propio día de Reyes, abriendo regalos y devorando con ansia las últimas horas antes de regresar al colegio. Con los años, todo cambia. Las ilusiones se van perdiendo y, aunque haya muchas cosas que celebrar y gente con quien compartirlas, nada es lo mismo. Hay un rastro inevitable de melancolía que está ahi, en esta mañana de mercados como en muchas otras mañanas navideñas. Quizá sea que nos estamos haciendo viejos, que no se han cumplido la mayor parte de nuestras expectativas o, simplemente, que hay días en que es mejor quedarse en la cama, al lado de la ventana, viendo llover o nevar, y dejar pasar tranquilamente la vida.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Amistad

Los seres humanos somos complejos e imprevisibles. A veces piensas que conoces a ese puñado de personas que te rodean desde tiempos inmemoriales mejor que a ti mismo, y no sabes cuánto te equivocas. De repente, así por las buenas, surgen las polémicas. Polémicas que no llegan a ninguna parte -espero-, pero que sirven para enturbiar los momentos de amistad y de celebración. Nadie dijo que las cosas fueran perfectas. Quizá sea eso lo hermoso de vivir, no lo sé. Lo cierto es que las polémicas, vengan de donde vengan y aunque su sangre no llegue al río, cada vez me cansan más. No tengo fuerzas ya (ni la tensión arterial adecuada) para perder el tiempo en discusiones ni con gente que no me aporta nada o que me pone de los nervios por su actitud. No sé si es una posición radical, pero la vida me ha enseñado que el mundo, junto a todo lo negativo que tiene, está llena de magníficas sorpresas (esta mañana, sin ir más lejos, una señora a la que admiro profundamente por su manera de escribir y por su posición vital me ha felicitado por mi artículo de Buenos Aires, y eso ha servido para animarme y cambiar la manera un poco torcida con la que había puesto los pies en el suelo), de cosas maravillosas y de personas estupendas como para perderla a lo bobo. De ahí, precisamente, viene la polémica. Un amigo cercano se ha encaprichado de un tío (amistosamente hablando, me refiero) que le cae mal -por méritos propios, ojo- a (casi) todo el mundo. Nadie le ve la gracia, si es que la tiene. Ni el hilo de la conversación, si es que lo posee. Ni el don de la generosidad, que definitivamente no es el suyo. Sólo él, mi amigo, y su pareja. Y lo curioso del asunto es que pueden llegar muy lejos defendiendo a ese otro tipo que no es del agrado de ninguno de los demás amigos. Cosas molestas que pasan, sí. No estamos hablando de nada nuevo. Lo único inquietante, ya digo, es la capacidad que tiene el ser humano de sorprenderte (para bien y para mal, claro, como en este caso). Somos un pozo sin fondo. Un enigma. Un misterio sin resolver. Tupida red de contradicciones.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Cosas de monjas

El niño tiene cinco años. Es inquieto, travieso, juguetón y guapo como sus padres. Le gusta curiosearlo todo, analizarlo todo, preguntarlo todo: como debe ser. Ahora, con más picardia en los ojos que en la voz, le ha dado por decir esas palabras que sabe que no debe decir. Culo, teta, polla y demás. En nuestra época, empezábamos con esa retahíla un poco más adelante, pero, como bien sabemos, los tiempos -afortunadamente- avanzan que es una barbaridad en todos los sentidos. La cuestión es que el otro día la monja del colegio en el que estudia llamó, muy alarmada, a sus padres. Tengo que hablar inmediatamente con ustedes acerca de su hijo pequeño. La madre, asustada, le preguntó que de qué se trataba. La monja, un tanto airada, dijo que no podía especificar aquel tema por teléfono. La madre pidió permiso en su trabajo y se fue al colegio para hablar con ella. ¿Qué tipo de películas ven usted y su marido en su casa?, le espeta la monja con cierta brusquedad. ¿A qué se refiere?, pregunta la madre, una chica joven, normal y corriente, de hoy en día. A que su hijo está todo el tiempo con estas palabras en la boca. ¡Cómo si para oír esas palabras fuese necesario estar viendo películas porno todo el día! Hay que ser antiguos y mezquinos. Y estar ociosos y fuera de lo que es el mundo real de hoy, una vez más. No defiendo, como es lógico, que un niño de cinco años vaya todo el día diciendo esas palabras por ahí. Pero, ¡por favor!, hay que darle menos importancia y tenerle menos miedo a las palabras y a sus significados. Además, cuanta menos importancia se le de, primero pasará el crío del asunto. De lo que se trata es de explicarles a los niños las cosas como son para no hacerlos tontos o confundirlos absurdamente. De un modo natural, como es la propia vida. Y no con ese oscurantismo y misterio gratuito que, curas y monjas, le ponen siempre a las cosas relacionadas con el sexo. Que, avanzando el siglo XXI, la palabra polla no asuste más que la palabra mano.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Grand Central Station

Volviendo a leer a la semiolvidada Elizabeth Smart -cuyo libro más emblemático, "En Grand Central Station me senté y lloré", acaba de reeditar la editorial Periférica en una preciosa y muy cuidada edición a cargo de la estupenda Laura Freixas-, me acordé de aquella cálida mañana de septiembre en la que también nos sentamos en Grand Central Station, aunque, a diferencia de la escritora canadiense, no lloramos. Tantos años después de haber leído por primera vez aquel libro tan deslumbrante y poético (cuya fuerza e intensidad siguen plenamente vigentes), la visita a aquella estación era una obligación más. Un día antes del 11 de septiembre, siete años más tarde de la tragedia, había policías armados, con cara de pocos amigos y grandes perros a sus pies por todas partes. Lo que no impedía que la gente -todo tipo de gente, como se puede ver en el resto de Nueva York: de la ejecutiva impecablemente trajeada, con gruesos playeros en los pies y elegantes zapatos de tacón asomando por su gran bolso, a la negra más oronda y desgreñada que arrastra un carrito con no se sabe muy bien qué cosas, acaso todas sus pertenencias, y habla sola como si estuviese dentro de su propio mundo- caminase acelerada de un lado a otro, siempre con la prisa agarrada a los talones. También había otra gente allí sentada, esperando a alguien que -posiblemente- jamás llegará. Como ese personaje de "El secreto de sus ojos" que aguarda, en otra estación, el paso del asesino de su mujer. O esa otra gente que camina con algún miedo en los ojos, con una historia y un secreto detrás -miles de historias y miles de secretos en los ojos de cada viajero-, como el protagonista de la última novela de Antonio Muñoz Molina, Ignacio Abel, avanza por la estación de Pennsylvania, con la mano fuertemente agarrada al asa de su maleta y a su billete.
En Grand Central Station nos sentamos y no lloramos. O acaso lo hicimos de emoción, ya no lo recuerdo. De la emoción que nos producía estar allí, aquella mañana de septiembre, en aquel escenario tan literario, con la luz clara del final del verano filtrándose por donde podía. Con el aniversario de la tragedia mascándose en cada rincón. Allí mismo, en otra esquina, un grupo de negros con sus voces prodigiosas cantaba canciones y entonaba salmos mientras, a sus pies, ardían las luces de numerosas velas. En Grand Central Station, sentados en el suelo o en aquellos butacones desgastados, tomando un té con leche y viendo a toda aquella gente que veía a la otra gente pasar. Esa fotografía, tan viva en nuestro recuerdo.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Gijón

Pocas cosas me hacen más feliz que pasar el fin de semana en Gijón. A pesar de los pocos kilómetros que nos separan, nada más entrar en la ciudad, sientes que un aire diferente recorre sus calles. Todo parece menos encorsetado, más natural y cosmopolita. Además, para nuestro alivio, no te vas encontrando estatuas absurdamente desperdigadas por las aceras cada dos por tres, como sucede aquí. Esas pobres mujeres de piedra que, cual la Penélope de la canción, esperan a la entrada de un teatro, delante de una iglesia o en medio de un banco la llegada de no se sabe muy bien qué o a quién. En Gijón, toquemos madera, aún quedan cines en el centro de la ciudad. Y eso, para los que amamos el séptimo arte de verdad, es maravilloso. Esa cadena de cines en la que pasé más de la mitad de mi vida. La intimidad de esas pequeñas salas no tiene precio. El recuerdo de tantas tardes y tantas noches (a veces una sesión iba detrás de otra en el mismo día) soñando que otros mundos pueden ser posibles durante un par de horas. Gijón, hace muchos años, sin un duro en los bolsillos, cuando mi mejor amigo y yo nos escapábamos para contarnos nuestras cosas, soñar parecidos sueños y descubrir nuevos sitios, lugares alternativos, antes de que él se convirtiera en un empresario demasiado ocupado y yo perdiese puñados de ilusiones. O, con mis amigos de allí, comprobando que es una ciudad mucho más abierta en todos los sentidos, que acepta las diferencias al modo de las grandes ciudades. Y Gijón, hoy mismo, este fin de semana, cuando todos hemos cambiado tanto, repleto de sensaciones recuperadas. Los paseos cerca del mar, con ese olor y esa bravura que todo lo pueden. El callejeo por Cimadevilla y el recorrido por los puestos de ese mercadillo que se instala habitualmente delante del ayuntamiento. Las visitas a las librerías, con especial detenimiento en Paradiso: esa formidable librería que podría estar perfectamente ubicada en una esquina del Soho de Londres o de Malasaña, o los momentos silenciosos en los cafés, en cualquiera de los cientos de cafés que te encuentras a cada paso, hojeando los periódicos y ese libro -otro- inencontrable que acabas de hallar a un precio irrenunciable. Gijón, de madrugada, de regreso al hotel, a ese hotel desde el que percibimos el rumor del mar y su olor, después de cenar exquisito pescado, de tomar un Gin-Fizz y de escuchar la misma música que una noche también escuchamos en el Village de Nueva York.
Hay ciudades en las que siempre estaremos de paso, deseando dejarlas atrás. Otras, en cambio, irán siempre con nosotros y, como esos amigos a los que hace mucho tiempo que no vemos pero que a los dos segundos del encuentro se recupera mágicamente el hilo de la amistad como si nos hubiésemos visto el día anterior, tendrán un lugar privilegiado en nuestros corazones. Gijón es una de ellas.

martes, 8 de diciembre de 2009

Paseos

Me encanta pasear. Salir de casa despreocupadamente, sin tener que estar pendiente del reloj, y dejarme llevar por el ansia de callejear. Las mañanas de descanso de los lunes suelen ser ideales para ello. Esos días, puedo observar la cara de pocos amigos de la mayoría de la gente (el comienzo de la semana es duro para todo el mundo), el ir y venir con prisas, la falta de sueño, el regreso a la cruda realidad. Sólo los viejos, sentados en los bancos de los parques o haciendo corrillos en alguna plaza, parecen, como yo, tomarse la mañana con calma. Algunos, están en las colas de los supermercados (los descansos, llevan implícitas estas imprescindibles paradas); muchos de ellos, bastante acelerados, intentando -sin una gota de disimulo- colarse. ¿Para qué tienen tanta prisa? ¿Para sentarse con los colegas en sus bancos y criticar a diestro y siniestro, siempre con especial preferencia al gobierno? Ellas, las mujeres mayores, suelen mostrar una actitud diferente (siempre hay algunas con mucha prisa también, alegando que tienen que ir a misa de doce o a recoger al nieto a la parada del autobús, pero son minoría): su actitud va más por el camino de la charla, de iniciar conversación, buenos días, ¿es usted el último?, el jamón york que tienen hoy de oferta es muy bueno, si uno lleva trescientos gramos le regalan media docena de huevos, y a partir de ahí, pueden contarte tranquilamente sus vidas en los minutos que tarda la charcutera en darte la vez. Siempre hay historias interesantes. Radiografías exactas de la realidad. Muchas viudas que se quejan de sus miserables pensiones. Muchas ecuatorianas que vigilan constantemente al bebé de la casa en la que trabajan y que duerme plácidamente en su cochecito. Muchas trabajadoras de oficinas, de tiendas, buscando un hueco en su hora del café para llenar las neveras, habitualmente arrasadas después de los fines de semana. Muchas abuelas explotadas por sus propios hijos, que tienen que sacar adelante a sus nietos como primero hicieron con esos hijos. En fin, una amplia variedad de historias. La vida en estado puro. Me gusta observarla.
Prosigo el paseo. Entro en alguna librería de viejo a la caza de ese libro descatalogado -siempre hay uno: a veces pienso que podría definir las etapas de mi vida según el libro que anduve buscando en cada momento. Alrededor del mediodía las caras de la gente se van suavizando. Algunos niños regresan del colegio para comer. Los bares que hay enfrente de casa, en estos días cercanos a la Navidad, se llenan ya desde el lunes para celebrar lo mucho que la gente se quiere en estas fechas. Hojeo el libro de segunda mano que me acabo de comprar. ¡Siempre encuentras uno!, exclamará Iñigo cuando llegue. La camarera esquiva, como mejor puede, las tonterías que le dicen un grupo de hombres trajeados y engominados, con abundante sidra achampanada ya en sus cuerpos. Pido un vino y me sumerjo en el libro, ajeno a ese reloj que indica que la jornada de descanso se va terminando. Si realmente existe la felicidad, no cabe duda de que está ahí, en ese fugaz instante.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Tortilla de patatas

Una vieja conocida con la que comparto complicidades acaba de quedarse, a sus cincuenta y pocos años, viuda. Otra mujer, muy cercana a mí, pasados los treinta, ha roto una relación después de siete años de convivencia. Las dos, como es lógico, están un poco perdidas y desorientadas. (Las dos, después de años y esfuerzos por dejarlo, han vuelto a fumar como carreteras). ¿Quién no se ha sentido así alguna vez? Sé que hacen grandes esfuerzos por salir adelante, por reponerse de esas pérdidas, cada una de la suya, pero es muy complicado. Todos buscamos el refugio, el amparo, la protección y el cariño de otra persona. Necesitamos sentirnos queridos. Buscar una mano o una mirada, y saber que están ahí, a cualquier hora del día o de la noche, si se las necesita. Nos cuesta aceptar la soledad, habitar en ella, por mucha palabrería que le pongamos al asunto de la autosuficiencia. Está bien pasar unas horas solo, refugiados en nuestras cosas y en nuestros quehaceres, pero luego reclamamos que alguien esté pendiente de nosotros y nosotros estar pendientes de ese alguien. Compartir la vida. La soledad es muy dura. Los amigos y la famlia estamos ahí, claro, pero no es lo mismo. Nunca es lo mismo. Siempre llega un momento en el que cierras la puerta de tu casa y tienes que enfrentarte con la realidad. Cada uno busca la definición amorosa que mejor le viene. Creo que una de las más bonitas que he oído recientemente está en una pequeña sorpresa, de apariencia insignificante, que le dieron ayer a otra amiga. Después de pasar dos días fuera por asuntos laborales, mi amiga llegó a casa y se encontró con una tortilla de patatas recién hecha por su chico encima de la mesa. ¿Se puede definir mejor el amor? En ese pequeño detalle de la vida cotidiana está todo: la complicidad de saber que es uno de sus platos preferidos, el cariño que demuestra el hecho de estar pendiente uno de la vida de la otra y el esfuerzo que supone hacer una tortilla de patatas, que no siempre apetece arremangarse a pelar patatas y demás. Como bien sabemos los tortilleros de verdad.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Crucifijos

Pienso en este viernes un poco triste y un poco soleado de este frío invierno en muchos de aquellos viernes, ya tan lejanos, de la infancia. Todos los viernes del año, hiciese frío o calor, a primera hora de la mañana, después de haber rezado como hacíamos habitualmente al entrar en clase, los curas del colegio en el que estudiábamos nos llevaban a la pequeña iglesia que había en el último piso de aquel siniestro y gigantesco edificio. La otra, la iglesia grande, estaba reservada para eventos importantes: comuniones, confirmaciones, inicios o finales de curso, celebraciones del mes de mayo, etc. Después de recorrer aquellos largos y oscuros pasillos, en silencio y en rigurosa fila india, llegábamos a aquel recinto que olía a cera, a humedad, a flores muertas y a rancio. Allí nos obligaban a confesarnos: de uno en uno, muy modositos, íbamos pasando al confesionario para contarle al cura lo primero que se nos ocurriese, ¡toda esa larga lista de pecados que un niño de siete años puede cometer! El miedo agudizaba el ingenio. Mentiras piadosas, algún problemilla con tu hermana, algún escaqueo a la hora de hacer los deberes, qué sé yo: todas esas tonterías que te venían a la cabeza para salir del paso... ¿Y te tocas?, solía preguntar al final aquel cura gordo y lascivo. ¿Tocarse el qué?, te preguntabas con aquellos siete años. No, no, respondías de inmediato, porque intuías que eso era lo que tenías que decir para que no te castigaran. Bueno, hijo, bueno, reza tres avemarías y un padrenuestro, que Dios te perdonará, ¡y no te toques!, remataba aquel hombre con respiración pesada y aliento a vinazo dulce y tabaco negro. Regresabas a aquel helado banco de madera, te arrodillabas para rezar de principio a fin lo que te habían ordenado y tratabas de ahogar la risa -aquella risa que actuaba como una especie de escape para ahuyentar el miedo- para que no te dieran un par de tortazos o llamaran a tus padres para decirles que te estabas riendo en aquel sagrado recinto. Y te seguías preguntando qué era aquello que no debías tocarte. Y los motivos por los que no debías hacerlo.
Ahora, con toda esta polémica sobre los crucifijos, algún representante de la iglesia ha lanzado la pregunta al aire, con esa cara de prepotencia y bondad que suelen poner cuando alguien les lleva la contraria, ¿a quién puede molestar un crucifijo? Pues a mí, señor, a mí y a muchísima gente que, como yo, al verlos, recordamos aquella represión, aquel oscurantismo, aquel miedo que tardó muchos años en desaparecer de nuestras mentes.

Ana María Matute

La vida es una continua espera. Nos pasamos la vida esperando: una oportunidad, un golpe de suerte, un instante de tregua. Algo nuevo, algo diferente, algo que nos saque de la rutina, aunque sea por unas horas, por unos días o por unas semanas. A veces, con templanza, paciencia y resignación; otras, sin rastro de ellas. No sé si Ana María Matute espera ya que le concedan el premio Cervantes. El caso es que, año tras año, se queda a sus insignes puertas. Sus muchos seguidores sí esperamos que se lo otorguen antes de que sea demasiado tarde. (Ángeles Caso así lo repite, y hace bien, casi en cada entrevista que le hacen). Antes de que se vaya sin él, como les ocurrió a Rosa Chacel y a Carmen Martín Gaite, bien merecedoras ambas del prestigioso galardón. No es por tocar las narices, pero yo creo que algo de machismo, de ese viejo y ancestral machismo que aún pulula tan ricamente por ahí, hay en la cosa. Sólo dos mujeres, a día de hoy, tienen el prestigioso premio, no lo olvidemos. Matute es una escritora soberbia, con un mundo propio, mágico y personal, muy diferente a la mayoría. Además -no conviene olvidarlo- sus libros para niños son extraordinarios. Más puntos a su favor en su largo recorrido. Un recorrido, como ella misma confesó en diversas ocasiones, con dificultades, con trabas, con sus malos momentos, que no todo son facilidades y parabienes en la vida de los escritores y, menos aún, en la de las escritoras. Y que merece ser recompensado de inmediato.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Insomnio

El tic-tac del reloj antiguo de la vecina de arriba. Los pasos que, silenciosos, se deslizan por el pasillo después de abrirse el ascensor. La luz amarillenta que se filtra por debajo de la puerta. El gorgoteo de la cafetera del vecino del tercero que llega o que se va a trabajar, nunca se sabe. El último camión de la basura. Los cubos que se caen violentamente en el suelo mojado. El murmullo de una conversación lejana. Las voces de un par de borrachos que mean en el portal de enfrente. Uno de los bebés del edificio que se despierta y reclama comida y atenciones. La cálida voz de una mujer en la radio. Todas las imágenes, buenas y malas, que pasan por la cabeza en esos momentos. Oscuridad. Vértigo. Incertidumbre. Y mañana, ¿qué? Y, también, todo lo contrario. Hubo tiempos peores, sin duda. Dormir acompañado, como dice mi amiga Chirli, es muy gratificante. Un gato que maúlla en el patio y hace que Francesca, en su cesta, se sobresalte por un instante. Los tacones de la vecina de al lado marcando estilo en el decansillo. Sus llaves tintineando, sus risas ahogadas, las de su novio. Y ahora, como tres de cada cinco madrugadas, sus gemidos de placer, sus alaridos nada disimulados, ahí, en la habitación de al lado, pared con pared, que casi parece que estén en la misma habitación. La apoteosis final, nada prudente tampoco. La discreta perplejidad de Francesca, ya en mi almohada, indicándome que es la hora de su desayuno, de mi primer café, de escribir un rato. En la cocina, mientras la gata devora sus galletitas y el olor a café recién hecho se extiende por toda la casa, recuerdo ese verso del mexicano José Emilio Pacheco, reciente premio Cervantes: "La noche huele a luz carbonizada". Y pienso que aúna genialmente todos los pensamientos de una noche de insomnio.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Miedo a los animales

Hubo un tiempo en el que tenía miedo a los animales, a todos sin excepción. Sobretodo, a los perros. Daba igual que se tratase de un enorme dóberman que de un insignificante caniche. Algo dentro de mí hacía que me apartarse inmediatemente de su lado. Mucha gente se tomaba a guasa este miedo, sin saber -me temo- que el miedo es irracional y tú no puedes controlarlo, ¡qué más quisieras! El miedo es lo peor de todo: te aisla, te inmoviliza, te golpea duramente. Las tontas o maliciosas risas que ese miedo provoca, vengan de donde vengan, no hacen más que empeorar las cosas. Si veía venir a lo lejos a un perro podía tirarme a la carretera para cruzar de acera, sin mirar siquiera si pasaban coches o no. Lo importante era que aquel perro no se me acercara. Había todo tipo de dueños de animales. Se pueden resumir entre los que respetaban el miedo ajeno y los que no. La célebre frase "pero si no hace nada" me sacaba de mis casillas. Ya sé que no hace nada, me apetecía responder, pero aleje a ese animal de mí, por favor. Había gente que, dentro de su propia familia o círculo de amistades, tenían a personas con el mismo problema. E inmediatamente, con total educación, hacían que el perro se alejase de ti. Otras, en cambio... Y lo peor es que no podía entrar en discusiones, polémicas o razonamientos porque el perro empezaba a ladrar y a gruñirme de un modo furioso. Era una fobia espantosa. Un buen día, cosas de la vida y del amor, me fui a vivir a una granja donde había de todo: perros, gatos, ocas, patos, gallinas, conejos, ovejas, cabras... Entonces, méritos de la supervivencia, me decidí a afrontar de la manera más directa el asunto. Una botella de vino en ayunas y a coger animales. El primero, fue un gato diminuto, precioso, casi con los ojos cerrados aún, con más miedo en el cuerpo del que yo tenía en el mío. La experiencia resultó estupenda. Así, cada día con cada uno de aquellos animales, con paciencia y dedicación. El segundo día, también tuve que recurrir al vino para llevar a cabo mi propósito. Después, ya sólo lo bebía, como siempre, por placer. El miedo estaba superado. Dos meses más tarde, estaba encantado con todos aquellos animales, y ellos conmigo. Mis preferidos, sin duda, resultaron ser los gatos. Era asombroso verme rodeado de diecisiete gatos cuando, semanas atrás, huía despavorido de ellos. A todos les puse un nombre -de escritores, cineastas, tanguistas, artistas y demás mitos de mal vivir- y muchos de ellos, la mayoría, atendían por él cuando los llamabas. Casi todos se quedaban dormidos en mi regazo mientras leía o escribía o me dejaba llevar por el sonido del viento meciendo las hojas de los árboles o el murmullo del río que pasaba por delante de la casa. Sobre todo, ellas, las gatas, tan zalameras y cariñosas. Meses más tarde, dejé aquella granja y volví a la ciudad. Todo pasa y todo queda, como dijo el poeta. Ahora, muchas mañanas, cuando me despierto y encuentro a Francesca adormilada en mi almohada, ronroneando suavemente, su respiración muy cerca de la mía, recuerdo esta historia, la del verano del 2005. El año que perdí el miedo a los animales.

martes, 1 de diciembre de 2009

Una triste historia

Era el segundo hijo de una familia de cuatro hermanos. Tenía la voz de un locutor de radio y el atrevimiento que, a veces, otorga la ignorancia. El típico gallito de barrio que no tenía ni idea de nada y creía sabérselas todas. Era el novio de Jorge (llamémosle así), un buen amigo, diez años mayor que nosotros. No aceptaba su sexualidad, y eso lo convertía en un ser atormentado y difícil. Cuando se tomaba demasiadas copas (muy a menudo), podía resultar muy desagradable, celoso hasta límites absurdos e insospechados y bastante violento. A la mañana siguiente, aparecían los arrepentimientos y las lágrimas. Lo de siempre: el prototipo exacto de cualquier maltratador. Le hizo la vida imposible a Jorge durante casi dos años. Después, tras varias semanas de desconcierto, mi amigo se largó de esta ciudad y comenzó una nueva vida. No ha vuelto por aquí. El otro, a los pocos días de ser abandonado y organizar varias pataletas, inició una relación con un tipo con el que, según se sabe, monta las mismas escenas: discusiones, peleas, celos, altercados y arrepentimientos de culebrón de cuarta. Varios meses más tarde de su huida, ya instalado en Madrid, Jorge recibió un montón de llamadas en el móvil de su ex pareja. Contestó a la última de ellas, casi sin pensarlo. Le llamaba para comunicarle que era seropositivo. De alguna manera, en aquella confidencia, iban implícitos ciertos reproches. Estaba convencido de que había sido él quien le había contagiado. Jorge se hizo las pruebas. Estaba limpio. Se las hace todos los años y siempre son buenos los resultados. No ha vuelto a saber nada más de él. Pero yo sé que todos los años, tal día como hoy, Jorge se acuerda de esta historia y se pone un poco triste.