lunes, 30 de noviembre de 2009

Injusticias

Era una de esas amigas de la infancia de mi hermana que, cuando a los quince años casi todas revolucionaban la caja de maquillajes de mi madre en el cuarto de baño de casa antes de ir a la sesión del sábado tarde de la discoteca de moda, prefería quedarse en su habitación, leyendo tranquilamente un libro o viendo alguna película de la televisión. Era más tímida y retraída que las otras. Iba a su aire. No parecía interesarle aquel barullo adolescente. Estudió en la universidad, conoció a un chico, salieron un tiempo y se casaron. Una vida normal, hasta aquí, como la de cualquiera. La última vez que mi hermana la vio, hace casi un año, parecía radiante, feliz y muy ilusionada: estaba a punto de tener una hija. Ayer, de camino a los mercadillos del Fontán, mi hermana y yo nos encontramos con su madre. Tenía la cara desencajada (las grandes gafas de sol no podían ocultar el dolor) y la voz quebrada. Aquella niña que su hija estaba esperando se murió -muerte súbita- quince días antes de nacer. ¿Qué dices ante algo así? ¿Cómo puedes ayudar? Me temo que sobran las palabras. Lo mejor es el silencio y, acaso, el discreto abrazo, la mirada cómplice, que se sepa que estás ahí, a su lado. Dejar que la vida siga su imprevisible curso y que el tiempo apacigüe las cosas. Ante historias así, siempre pienso en la gente que cree en algún Dios. Ahí, de alguna manera, supongo que encuentran algo a lo que agarrarse. Todos mis respetos.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Buenos Aires

Michael Jackson acaba de morir. Con esa triste noticia, recibida de madrugada, inciamos el viaje. Ya en Madrid, en el aeropuerto, las segundas ediciones de los periódicos tratan ampliamente el asunto. La muerte de Farrah Fawcett, ese ángel caído de los calendarios, rostro inevitablemente asociado a aquellas míticas series de nuestra infancia, queda relegada a un segundo plano. Llegamos, después de trece interminables horas de avión, a Buenos Aires. Allí, recién comenzado el día, el recuerdo del cantante también está muy presente: en la radio del taxi, en las televisiones, en las calles. Las tiendas de música colocan sus discos y vídeos en los escapates; y algunas de las otras, librerías en su mayoría, exhiben fotos y pósters de las diferentes épocas de la vida del cantante. Blanco o negro, qué más da: genio indiscutible, icono inmortal, página esencial de la historia de la música. Una de las cosas más importantes que uno aprende viajando es esa: que, pese a las lógicas diferencias, todos somos iguales. Todos, en todas partes, deseamos lo mismo, nos reímos y nos emocionamos con lo mismo, tenemos las mismas aspiraciones, veneramos a los mismos mitos y lamentamos las mismas desgracias. Los genios, esos privilegiados, aquí y allá, siempre hacen la vida más fácil, más interesante, más llevadera.Lo más impactante, ya en la calle, la mítica calle Corrientes, es el número de librerías. A cada paso, una. Abiertas desde el amanecer hasta altas horas de la madrugada. Llenas de saldos, de libros descatalogados, de ofertas siempre interesantes para el lector apasionado, para todo tipo de lectores. Todos los libros, prácticamente, en la calle, al alcance de la mano. En muchas de ellas, durante esos días, suena insistentemente la música de Jackson. "You are not alone", la canción suya que más nos gusta, también. Entre las librerías, están los teatros. Norma Aleandro, con su inmenso talento, nos deslumbra en un viejo teatro, con ese olor a madera y a humedad de los teatros de entonces, los primeros teatros. Y Darío Grandinetti, al día siguiente, hace lo propio en una pequeña sala con el mismo aroma añejo. La cultura en estado puro. Teatro y libros se funden, unas calles después, en "El Ateneo", teatro convertido ahora en librería. Y en cuyo escenario, transformado en cafetería, te puedes tomar un café hojeando tranquilamente los libros de la tienda. La fama de los argentinos es bien merecida. Cultos, educados, charlatanes, cercanos. Al fondo de la calle Corrientes, majestuoso, impresionante, se erige el Obelisco. Y a sus pies, a cualquier hora del día o de la noche, grupos de niños, de entre nueve y catorce años, al acecho: pidiendo limosna, buscando el despite del transeúnte, sobreviviendo. La picaresca disfrazada de inocencia, de cándidas sonrisas. Un taxista (que se define ferozmente nacionalista) nos advierte de lo peligrosísima que es la ciudad, de día y de noche, de que no hay más que robos, asesinatos, prostitución, descuartizamientos, que la policía, temerosa, mira siempre hacia otro lado. Aunque resulta evidente la ausencia de dinero en la mayor parte de la ciudad, no tenemos ningún problema. Ni siquiera en los barrios más humildes, los que conducen a Caminito, a La Boca, a toda esa zona tan empobrecida y pintoresca, única. Ese día, es día de elecciones. Y, como siempre que se va a votar, todo el mundo tiene prohibido beber alcohol: los que van a votar y los que estamos de visita. Todo Buenos Aires abstemio por un día. Pero como hay almas caritativas en todas partes, un amable camarero de un lujoso restaurante de Puerto Madero, frente al mítico Río de la Plata, coincide con nosotros en que no se puede comer esa deliciosa carne sin una botella de exquisito vino tinto. Y disimuladamente, nos la ofrece. La vista, desde la terraza cubierta de ese restaurante, es ciertamente maravillosa. En ese momento, por unos instantes, pienso que sí, que Buenos Aires puede ser el París sudamericano, como algunos dicen. Aunque París siga siendo mucho París. Cafés, librerías, teatros y tangos, claro, también asistimos a un espectáculo de tango -música y baile- en el emblemático café Tortoni. La noche ya es otro cantar. La fama de la noche argentina es excesiva, desde luego. Quizá, como algunas otras cosas, viva, ahora mismo, de la gloria del pasado, de sus flecos. O tal vez porque, como dice María Elena Walsh, en su espléndido libro "Fantasmas en el parque": "No sé cuándo empecé a no reconocer a Buenos Aires. Es una ciudad en permanente estado de colapso, mugre y precariedad. ¿Siempre fue así? No lo creo, no lo recuerdo. Ahora hay mucha gente que se refugia en su casa y su barrio. Y la multitud que no tiene más refugio que la calle. Crecieron la cantidad de habitantes y sobre todo el miedo. Pero la ciudad quizás es como el tiempo, ni pasa ni cambia, somos nosotros los cambiados, los pocos".Buenos Aires, ciudad de contrastes, de vaivenes y poetas (Borges, Cortázar y Gardel, pero también Haroldo Conti o la propia Walsh), literaria y decadente, antigua y cosmopolita al mismo tiempo, sobrevive, sí, con la misma dignidad que esas mujeres, las de la Plaza de Mayo, algunas de ellas aún bajo sus pañuelos reivindicativos, amarilleados por el paso del tiempo pero nunca silenciados, que vimos ese jueves inolvidable y muy emocionante, y cuyo recuerdo, imborrable, bello y doloroso, habita ya en nosotros como la certeza de que algún día no demasiado lejano volveremos a esas calles, a ese otro lado del mundo.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Mujer en crisis

La mujer estaba sentada a mi lado, en la sala de espera del ambulatorio, planta cuarta, la planta cuyas paredes están pintadas de un azul claro y relajante, sección de cardiología. Tendría en torno a los cuarenta años, aunque, por su atuendo y su peinado, demasiado clásicos para su edad, parecía mayor. Una de esas mujeres -me pareció- con una educación rigurosmente tradicional, siguiendo a rajatabla los consejos de una madre en exceso autoritaria y religiosa. Ella ya había hecho varias pruebas y esperaba los resultados del médico. Aparentaba ser (al margen de aquellas lecciones recibidas de autoritarismo) una mujer normal: correcta, educada, discreta, a su aire. De pronto, la enfermera salió por la puerta y se dirigió a ella con un montón de papeles en la mano. Habló con ella, casi en susurros, le dijo que todo estaba bien, que se relajara, que no tenía que preocuparse por nada. Entonces, aquella mujer más bien menuda, se encolerizó. Una pantera salió de su interior. Tienen que ingresarme en el hospital, tienen que ingresarme hoy mismo, ¿no ven que estoy muy mal?, ¿no lo dicen esos análisis? La enfermera, con dulzura, comprensión y paciencia, trató de calmarla, no se preocupe, no le pasa nada, repetiremos las pruebas en breve, pero estos análisis indican que no tiene motivo para alarmarse ni mucho menos para ingresar en ningún sitio. La mujer, completamente airada, fuera de sí, arrebató los papeles de la mano de la enfermera, soltó un seco adiós y se dirigió, a grandes pasos, hacia el ascensor. ¿Por qué querría aquella mujer ingresar en el hospital? ¿Qué motivos tendría para actuar así? ¿Sólo se trataba de una crisis nerviosa, de un caso de hipocondría excesiva? Quién sabe. Cuando la enfermera me indicó que pasara a la consulta, que ya había llegado mi turno, aún pude escuchar cómo la mujer aporreaba con fuerza el botón de llamada del ascensor y repetía sin cesar aquellas palabras: tengo que ingresar hoy, tengo que ingresar hoy...

jueves, 26 de noviembre de 2009

Otra mujer maltratada

Rosa, en la facultad, tenía quince años más que nosotros. Era maestra, trabajaba por las mañanas y había decidido ampliar sus estudios en los ratos libres. Poseía una preciosa voz ronca, los ojos y los cabellos negros, y el aire decidido de las mujeres que no se amedrantan ante cualquier cosa. O eso, al menos, era lo que, desde fuera, parecía. Me enamoró desde el principio: por su inteligencia, por su rapidez en las respuestas, por su sarcasmo y por su risa. Sus carcajadas cazalleras, salvajes y contagiosas. Enseguida conectamos. Ella, quizá por la edad, no mantenía demasiado contacto con el resto de los alumnos de aquella clase. Conmigo, desde el principio, hizo una excepción. Le debía de hacer gracia aquel chico que se las sabía (casi) todas de cine, que estaba allí un poco por estar, soñando con escribir un guión, dirigir una película y convertirla a ella en su musa particular. Ahí es nada para no haber cumplido aún los veinte, debía de pensar. Un café dio paso a otro café, y ese otro café, a unos vinos, una cena y una salida nocturna. En la calle, aquella primera vez que nos vimos fuera de la facultad, Rosa no se comportaba del mismo modo. Cuando quedamos, hacia las ocho de la tarde, llegó impaciente y nerviosa, mirando a uno y a otro lado de la calle, ya bastante achispada por el coñac que, según confesó después, se había tomado antes de salir. Era primavera y la estaba esperando en una terraza, aprovechando el buen tiempo, los días cada vez más largos, esa luz alegre que a finales de marzo cambia el paisaje. Nada más acercarse a mí, me suplicó encarecidamente que entrásemos en el interior del bar. Después de la cena, ya consumidas dos botellas de vino, empezó a contarme la historia. Necesitaba salir siempre colocada de casa: habitualmente con alcoholes fuertes. El miedo a la calle era tan grande que necesitaba del alcohol para enfrentarse a él. Rosa, aquella mujer que aparentaba fuerza y seguridad en sí misma, aquella mujer inteligente y culta y divertida, había sido maltratada durante los tres años que había durado su matrimonio. No una bofetada, ni dos, ni tres: contundentes palizas, palizas de las que dejan marcas, huellas, secuelas de varios tipos. Y ella no sabía cómo dejar atrás a aquel hombre. No podía. Le costó mucho trabajo, mucho esfuerzo, con ayudas, con recaídas, con más recaídas, pero el miedo seguía. El miedo a que él apareciese, aunque vivía en otra ciudad, a casi quinientos kilómetros, estaba ahí, muy vivo, siempre presente, siempre al acecho. No podía desprenderse de él. Así me lo confesó, con lágrimas en los ojos y la voz rota, con el corazón en un puño y el alma encogida. Aquel ser decidido y fuerte paracía ahora un animalillo indefenso al que le hubiesen dado veinte patadas. Soy una estúpida, una cretina, decía, pero no puedo evitarlo. A veces, añadió, aún me acuerdo de él, de los buenos momentos, que también los hubo. No digas nada, sentenció recuperando el aire firme de sus horas en la facultad, no me juzgues y llévame a bailar. La llevé a bailar aquella noche y muchas otras noches más. Siempre lo pasaba bien con ella, hasta que había un momento en el que, ya bien entrada la madrugada, se alejaba, siempre en busca del tipo más macarra del local. Siempre el mismo prototipo de canalla. No digo que aquellos hombres que conocía en aquellas noches desenfrenadas fuesen unos maltratadores (no los conocíamos de nada, ni ella ni yo), pero el aire, ese aire del hombre rudo, malencarado, con cierto toque violento y que no es demasiado de fiar, estaba ahí. Y a ella era el prototipo que le arrebataba. Y se dejaba llevar. Un día, cosas de la vida, despareció así, sin más ni más. No hubo despedidas, ni llamadas telefónicas, ni nada por el estilo. Simplemente, huyó. Se fue de esta ciudad. Años más tarde, creí verla, también a altas horas de la madrugada, saliendo de uno de aquellos pubs que frecuentábamos entonces, muy borracha y envejecida, con los ojos enrojecidos, apoyada en el hombro de uno de aquellos tipos con cara de pocos amigos que tanto le gustaban, pero tal vez fuese sólo un espejismo. ¿Dónde andarás, Rosa?

miércoles, 25 de noviembre de 2009

La crisis y el surrealismo

Hay veces en que uno tiene la sensación de que en épocas de crisis la gente anda medio desquiciada. Y de que esos desquicies pueden originar situaciones verdaderamente surrealistas, casi grotescas. Ayer, a media mañana, entró en la librería una señora de unos sesenta años, delgada, enjuta, muy acelerada, con una especie de tic nervioso en una parte de la cara, la derecha, y unas gafas más grandes que el rostro. Quería un libro que tengo en el escaparate para una niña, uno de esos vistosos troquelados que, al abrirse, se transforman en castillos, en el castillo de la Princesa, en este caso. Se lo muestro. Le parece precioso. Me pregunta el precio. 20 con 60, le digo. Qué caro, si me lo rebajara un poco, susurra, es que ustedes ponen los precios de los libros muy caros. Señora, discúlpeme, pero nosotros, los libreros, no somos los encargados de poner los precios a los libros, ya vienen así de las editoriales. Rebájemelo, insistió con un tono firme, dictatorial, de monja mala. No puedo (y no quiero, me faltó por añadir: seguro que este tipo de clienta, si se presenta en unos grandes almacenes, no se atreve a pedirles descuentos a las dependientas de allí; además, basta que me hablen en ese tono, para que me niegue en redondo), afirmé con rotundidad, al tiempo que le mostraba otro troquelado, la casa de Papá Noel, que iba en la misma onda, al interesante precio de 5,95. Ah, no es lo mismo, sentenció. Le digo (y es cierto): el año pasado este mismo libro costaba 12 euros, pero para estas navidades lo han rebajado. No, no y no. No me está usted vendiendo ninguna ganga, me espeta, casi enfadada, que lo sepa. Aquí, sinceramente, me apetecía mandar a la buena señora a la mierda, pero como uno tiene que tener en el trabajo la paciencia que no posee en su vida privada, le repliqué: en serio se lo digo, señora, es una buena compra. Muy buena. ¡Es que lo tengo que enviar por correo al extranjero y allí me van a cobrar lo mismo que cuesta el libro por los gastos de envío! Aquí dejé la mente en blanco, la llevé lejos, muy lejos, a una playa del otro lado del Atlántico como mínimo, y me centré en ese estupendo puente de cuatro días que tenemos dentro de una semana y media. Vale, vale, lo llevaré, exclamó, como si supiera que mi paciencia estaba llegando ya al límite de lo permitido por los 5,95 euros de marras. Al menos, dijo, deme el papel de regalo para envolverlo, que lo quiero empaquetar en mi casa. Se lo di, claro. El caso era que se marchara ya de una vez antes de que la tensión arterial me reventara la cabeza en mil pedazos. Supongo que la persona de la ventanilla de Correos podrá contar la segunda parte de la historia.

martes, 24 de noviembre de 2009

Ellos y nosotros

Ese hombre que nos mira a los ojos, acurrucado entre cartones en cualquier portal, suplicando silenciosamente que la generosidad se apodere de nosotros. Esa mujer que, a primerísima hora de la mañana, recoge las frutas y las verduras que las dependientas de los puestos del mercado han rechazado. Esa misma mujer (u otra parecida) que hace lo propio, a última hora de la noche, también entre las cajas sobrantes de la carnicería y de la pescadería, antes de que pase el camión de la basura con su ruido estridente. Esas familias que, al oscurecer, husmean y revuelven todos los cubos de la calle, sin importarles su color ecológico, a la caza de algo útil. Una lámpara, una manta, un pijama, unos zapatos. Ese niño con cara de pillo que juega con una navaja y que nunca irá a la universidad. Esa niña que acompaña a su madre y a sus tías a la esquina donde aguardan, con mayor o menor disimulo, a los clientes. Esas mujeres que apenas saben leer y que, sin trabajo ni dinero, no se atreven a dejar atrás al causante de sus humillaciones. Ese hombre completamente alcoholizado que, en un cajero automático, te pide un cigarrillo y al que descubres un punto alto de lucidez en sus ojos vidriosos. Ese enfermo de sida que pide a la puerta de unos grandes almacenes antes de que un guarda jurado le obligue a marcharse para que no dañe la vista de sus clientas. Esas clientas, señoras muy encopetadas que viven de las rentas (ya inexistentes) de sus antepasados y que, algunas de ellas, robarán una crema, un pañuelo o un queso, en esos mismos grandes almacenes, sin que el guarda jurado, dado su encopetamiento y rancio abolengo, se atreva a decirles nada. Ese inmigrante que deja sobre el mostrador los cedés piratas que ya nadie le compra y que juega su último euro en una máquina tragaperras. Toda esa gente, gente en verdadera crisis, que quizá seamos nosotros mañana mismo.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Tres mujeres

Sara Montiel, en el último vídeo de Fangoria, aparece como lo que es: una estrella. Una auténtica estrella. La única que, aquí, en nuestro país, se puede codear con Elizabeth Taylor o Ava Gardner. Las tres mujeres más guapas de la historia del cine, con permiso de todas esas mujeres guapas que habitan nuestra memoria. Sara, moderna, libre, única, siempre avanzada a su tiempo, haciendo lo que le da la gana, demuestra, a los ochenta y pico años, bajo los focos azulados de la pista de baile, que sigue poniéndose el mundo por montera. Absolutamente.
Otra diosa del cine, Lauren Bacall, guapa entre las guapas también, inteligente y sarcástica, acaba de recibir un Oscar honorífico, ese premio de consuelo que se suele dar a todas aquellas personas que lo merecen y que no lo recibieron en su momento. Algo es algo. Lauren, elegante, distinguida, muy señora como es, evocando a Bogart con su voz aguardentosa, parece realmente emocionada al recibir al tío Oscar. En sus ojos felinos está buena parte de la historia del cine.
Ángela Molina, en Gijón, toda de negro, labios rojos, melena larga y oscura, recibiendo el "Premio de Cinematografía Nacho Martínez", luce espectacular. Ángela es una mujer fascinante. Una gran actriz con un mundo propio, muy particular. Su voz, sus gestos, su modo de interpretar: todo, en ella, es diferente. Dejó, en tierras asturianas, su magnetismo inmarchitable y una frase estupenda: "Hay que aprender a valorar lo que te dan y aprender también a perder".
Creo que Sara y Lauren también suscribirían estas palabras.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Gloria Rodríguez, fotógrafa

Madrid, 2009. La mujer está sentada en el vestíbulo de un restaurante. La decoración del local tiene un punto decadente -las paredes de madera, el sofá de botones blancos, el desnudo pie de una lámpara antigua, el frío espejo-, con ese aire que caracteriza a los sitios que tuvieron su apogeo años atrás y que ahora viven de aquel prestigio. Al fondo, en una mesa con mantel blanco, comen varias personas. La mujer, con gafas oscuras y un ligero toque a Gena Rowlands, está fumando. ¿Qué hace ahí esa mujer? ¿Qué espera? No parece estar de muy buen humor. Sobre su ropa negra, lleva un abrigo marrón, el mismo color de las gafas que no se ha quitado; el bolso, que tiró de mala gana en la silla de al lado junto a una bolsa de plástico (¿quizá de FNAC?) y un pañuelo de seda, también es marrón. ¿Por qué lleva el abrigo puesto? ¿A quién espera? No lo sabemos ¿Esperará por una habitación? El restaurante puede que sea el de un hotel. ¿Estará su marido en el baño, como en aquella novela de Rosa Montero cuya protagonista aguardaba a un marido que desaparecía en los baños del aeropuerto de Madrid? No, no parece que esté acompañada. Parece una mujer solitaria. Quizá sea viuda. Tiene clase, en todo caso. Como el sobrio anillo de su mano izquierda. Una de esas mujeres que ha vivido mucho, que no espera ya demasiado de la vida, que fuma incansablemente un cigarrillo detrás de otro y que ya no viaja al extranjero, ella que tanto viajó, simplemente por los múltiples impedimentos que la ley muestra con los fumadores. Aquí, aún, puede fumar en casi todos los sitios. Es lo que más le importa. Una mujer con un pasado, sin duda. Eso es lo que transmite la foto. La fotógrafa, Gloria Rodríguez. De todo el inmenso y fascinante catálogo de fotos que posee (de ciudades, de artistas, de gente anónima que viene y va), quiero rescatar hoy ésta, precisamente, por ese misterio que está ahí, que ha sabido plasmar con absoluta maestría, porque una foto debe decir cosas, muchas cosas, y otras, quizá la mayoría, debe dejarlas en el aire, darle trabajo a la imaginación del que las observa. Gloria Rodríguez capta el momento, atrapa la luz y los detalles, ofrece una pincelada de vida. Esa vida que está ahí y que, a veces, se nos escapa. Talento grande.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Polémicas

Estaba en la charcutería del supermercado. A mi lado, muy exaltado, un hombre de unos cincuenta años mal llevados despotricaba contra los cursos de iniciación sexual para los jóvenes. Esto es una vergüenza, vociferaba. La charcutera, ajena a mi presencia, asentía y bramaba a su vez sobre lo mismo. No sé dónde vamos a ir a parar, exclamaba indignada, antes de dirigirse a mí para preguntarme de mala gana qué era lo que quería.
A raíz de un sensato artículo, escrito la semana pasada con moderación y criterio, donde expresaba una opinión que es la de muchos, unos radicales comienzan a insultar a una escritora, Elvira Lindo, que siempre defiende sus opiniones desde el respeto y la pluralidad más absoluta.
En la barra de un bar, dos hombres polemizan sobre el rescate pagado a los piratas para liberar a los españoles apresados. Increíble, sentencia uno de ellos. Y añade: Al pobre Miguel Angel Blanco, que en paz descanse, lo mataron sin remisión porque el gobierno de entonces no quiso negociar (esto lo recalcan con orgullo) con los etarras y ahora se paga un rescate a esos tipos. Este argumento, como compruebo más tarde, está muy extendido en multitud de foros y tertulias.
Son tres ejemplos, tres polémicas muy actuales. Uno, que lleva ya unos cuantos años trabajando cara al público y ve todo tipo de situaciones cada día (¿verdad, Misántropa?), quiere creer que estos casos son sólo una minoría, que este país, el nuestro, no es ese puñado de tópicos resabiados y groseros. Creo, como decía ayer la propia Elvira Lindo en un artículo magistral por el que deberían darle el premio Francisco Cerecedo, que la inmensa mayoría queremos vivir en paz. Respetar la diferencia. Mirar hacia adelante. Aunque a algunos les cueste.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Manos de mujeres

A última hora del domingo, refugiado en la lectura después de un intenso fin de semana de vida social, me emocionó la fotografía que mi amiga Yolanda Lobo colgó en el facebook. Las manos de una abuela y las de una nieta. Hermosas manos. Diferentes manos. Manos de mujeres de distintas generaciones. Las dos trabajan la masa de unas rosquillas o de unas casadielles: algo rico, muy apropiado para la tarde fría del domingo. Rosquillas o casadielles, con una buena taza de chocolate caliente y abundante azúcar. Amasan sobre una vistosa mesa, de azulejos azules, blancos y amarillos. La vieja cuchara de la buena cocinera y el tazón con el aceite de oliva, siempre cerca. Las manos de la abuela, embadurnadas de harina y masa, son manos joviales de mujer mayor. Manos que danzan ajenas al paso del tiempo. Apostaría a que no saben estar quietas, a que les gusta la actividad constante. Las manos de la nieta, jóvenes e inexpertas, inocentes aún, arañadas por los juegos, quieren seguir el paso de las otras, las de la abuela. Palabras mayores, ya digo. Todo se andará. Más allá de la foto (muy bonita), a la nieta, dentro de veinte años, le quedará el recuerdo, el recuerdo de la abuela, aquella tarde de domingo, enseñándole a hacer rosquillas o casadielles, a extender perfectamente la masa, a preparar el chocolate en su punto justo, ni demasiado ligero ni demasiado espeso, mientras le contaba historias, muchas historias, de su madre, de sus tías, de ella misma, o de la vida en general: siempre tan generosa, tan complicada. Ese poderoso recuerdo será para ella más valioso que cualquier otra cosa en el mundo. Puedo asegurarlo.

martes, 17 de noviembre de 2009

Una triste historia

La mujer entró a última hora, casi cuando estaba a punto de cerrar la librería. Me preguntó por una agenda de Mario Benedetti que tenía en el escaparate y, a raíz de ahí, me contó toda su vida. Tendría unos cuarenta y pico años, el pelo (cubierto por un estrafalario gorrito de lana rosa) y la piel muy claros, el aspecto de quien toma algún tratamiento para la ansiedad, y esos ojos tristes, muy tristes, que tiene la gente que pasa demasiado tiempo sola. Así dijo que estaba, muy sola, desde que, en este mismo año, se había muerto su madre y, poco después, su único hermano, con el que vivía. Por eso, decía, se refugiaba en la literatura. Le encantaban los libros, aseguraba. Evocaba, al ver la biografía de Audrey Hepburn, a su madre, en la cocina, preparando exquisitas comidas. Decía que era una mujer muy elegante, casi como aquella Audrey de mediana edad que nos sonreía desde su magnífica portada, que con una sencilla camisa blanca parecía una reina. Y al recordar el olor de su madre (olía siempre como los ángeles, recalcaba), se echó a llorar. Hablaba de la mala suerte de su hermano, de que nunca se había recuperado de su divorcio, y de que eso -aquella separación y los disgustos surgidos desde entonces, de los que nunca llegó a reponerse- le había provocado la muerte. Se llevó la agenda de Benedetti, con fotos, poemas y canciones del escritor y me dio las gracias, repetidas veces, por haberla escuchado. Me quedé pensando en que pocas cosas hay peores que la soledad no escogida. Esa soledad que recorre los días y las noches de muchas personas. Esa soledad con la que no saben ni quieren vivir. Y mientras recordaba aquellos versos del genial Benedetti ("Con tu puedo y con mi quiero/ vamos juntos compañero"), la mujer apareció de nuevo en la puerta para agradecerme el marcapáginas que le había metido en el interior de la agenda.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Madres e hijas

Todas las tardes de este verano, después de la siesta, nos sentamos a la sombra más fresca del patio y charlamos. Mi madre, aunque ya está jubilada, conserva bastante bien la vista y continúa recibiendo encargos de algunas mujeres del pueblo, de sus hijas y de sus nietas. Cose más lentamente que antes, pero esa vieja Singer que algún día heredaré sigue sin tener secretos para ella. Mientras ultima alguna prenda, le gusta hablarme de los cambios acaecidos en el pueblo en estos últimos años, los que ha durado mi matrimonio y en los que sólo nos vimos en las Navidades. Nunca me pregunta los motivos de mi separación. Pero yo sé que ella los conoce desde aquella reciente tarde en la que me dijo que la mirada triste y asustada que hay ahora en mis ojos es la de las mujeres que guardan silencio.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Viejas damas

La veo todas las tardes, cuando regreso del trabajo, entrando en el bingo que hay al lado de nuestra casa. Es una mujer de unos setenta y pico años bien llevados. Se da un ligero aire a aquella Bette Davis octogenaria que visitó el festival de cine de San Sebastián, veinte días antes de morir, para recibir el Premio Donostia. Va siempre impecablemente peinada (cabello rubio claro, media melena ahuecada, perfectamente teñida) y vestida, con su abrigo de espiga gris ribeteado en el cuello por algún tipo de piel oscura, con su collar de gruesas perlas, sus zapatos de medio tacón y sus grandes bolsos, como manda la moda, un tanto atrevidos en ocasiones -rojos, morados, amarillos- y bastante caros. Se nota que tiene dinero, pero no muestra ostentación en su estilo, ese estilo con un toque altivo y algo antiguo. Tiene clase. Entra, siempre muy erguida, en la sala de bingo. Desde la calle (me detengo, con disimulo, a observarla), la veo caminar por la moqueta roja, bajo las poderosas luces que hay a la entrada. A veces, en esa entrada, me recuerda a Dottie, aquella otra octogenaria que llevaba una vida normal y corriente durante el día y, por las noches, se iba a Studio 54 a mover el cuerpo y tomar todo tipo de sustancias hasta la llegada del amanecer. Aquella Dottie se murió, dándolo todo, en la pista de baile de la famosa discoteca neoyorquina, una noche en la que los excesos ya no tuvieron más cabida en su frágil cuerpo de hierro. Quizá esta otra Dottie binguera (he decidido llamarla así, Dottie, a partir de ahora), encuentre la muerta ahí, en esa sala de bingo a la que acude todas las tardes, depués de las ocho. Quizá cantando algún bingo o super bingo, evadiéndose de su vida cotidiana (¿qué vida habrá detrás?) o, simplemente, divirtiéndose como más le apetece. Qué muerte más dulce sería, en todo caso: morir haciendo lo que a uno le da la real gana.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Cocinas

La otra tarde, antes de ir a trabajar, estuve viendo la cocina que mi mejor amigo acaba de reformar (le ha quedado espléndida, por cierto), y, al salir de su casa, pensaba en lo importante que han sido las cocinas en mi vida. Esa misma cocina, la de mi amigo, antes de la reforma, donde tantas veces cociné y donde tantas charlas y risas tuvimos, siempre al lado de una buena botella de vino, una tortilla de patatas bien gorda o un balsámico arroz para la resaca. La cocina de la casa de mis padres, también antes de la reforma (cocina Cuéntame, la llamábamos, por su inconfundible estilo añejo y setentero), donde tantas complicidades pasamos ese mismo amigo, mi hermana y yo. Allí, por entonces, los sándwiches triples eran la estrella. La cocina de la casa de los abuelos, claro, con su magnífica cocina de carbón, donde, gracias a la abuela Virginia, aprendí a cocinar. Cocina de carbón también la había en la casa de Sariego, el -feliz- año que pasé en ella. Y en cuya inmensa mesa de madera evocamos en más de una ocasión aquel célebre momento de "El cartero siempre llama dos veces", versión Jessica-Jack. Ahora, tengo una cocina muy socialista, de dos por dos, tipo Barriguitas, pero estoy encantado, porque, con la edad, uno va aprendiendo que lo importante no son los escenarios sino con quién los compartes. Y, francamente, no es por presumir, pero tengo la mejor pareja de baile para ello.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Barrio Sésamo

Cuarenta años de Barrio Sésamo, qué recuerdos. Llegar a casa alrededor de las seis de la tarde, poner el pijama y las zapatillas, y merender un bocadillo de chorizo Revilla viendo aquellas entrañables historietas, después de haber dejado atrás -hasta el día siguiente, claro- aquel siniestro y oscuro colegio de curas en el que estudiabas, era uno de los momentos más esperados y placenteros del día. A lo mejor, llegabas a casa con la cara caliente por los tortazos que te había dado el profesor de matemáticas -un completo amargado que no había llegado ni a cura- por no haber entendido alguna de sus (nefastas) explicaciones. O con el corazón encogido por las burlas de tus compañeros, inicialmente promovidas por el profesor de Manualidades, que no sé quién lo tenga en su gloria, por no saber hacer aquellas estúpidas figuritas de cartulina de color sepia, que, con toda probabilidad, él tampoco sabía montar. (Eso ocurría, sí, a finales de los años 70, en este país, en un colegio religioso y no, como pudiese parecer, en un cuartel militar). A lo mejor, por temor, no decías nada a tus padres, callabas aquel dolor, aquella rabia, aquella impotencia, silenciabas las burlas y la angustia que para un niño supone eso, y te distraías viendo las aventuras de Epi y Blas, de Espinete y Don Pimpón, de Coco y del Monstruo de las Galletas, de la dicharachera rana Gustavo... Todas aquellas historias creadas con talento, inspiración e inteligencia: para los niños y para los no tan niños. El calor de la cara se iba calmando, el dolor de las burlas se iba difuminando con las risas y las sonrisas que te provocaban aquellos personajes, con la comicidad que, de modo natural, establecían con nosotros. Empezabas a camuflar aquel corazón encogido con la magia de otros mundos.

martes, 10 de noviembre de 2009

Veinte años

Cuando se conmemora una fecha especial, como ocurre ahora con la caída del muro de Berlín, siempre surge la misma pregunta: ¿qué hacías tú entonces? Veinte años, pese a lo que dice el célebre tango, son muchos años. Lo más importante, sin duda, es no olvidar que estamos aquí para contarlo. Es más de lo que algunos, desgraciadamente, pueden decir: no lo ignoremos. Veinte años atrás enterraba a mi abuela Virginia, escribía mis primeros relatos adultos hasta bien entrada la madrugada y soñaba -¡cómo no!- con comerme el mundo. ("Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde/ como todos los jóvenes, yo vine/ a llevarme la vida por delante": Gil de Biedma, que estás en los más altos cielos, qué razón tenías). Veinte años atrás, pocos días antes de la caída del muro, cumplía dieciocho años, esa edad en la que te hacías absolutamente responsable de tus actos, como te recalcaban insistentemente los mayores. Veníamos de un tiempo muy gris, y eso, en pequeñas ciudades de provincias, aún seguía notándose (todavía recuerdo a mucha gente saliendo escandalizada de la proyección de "La ley del deseo", en aquellos tristemente desaparecidos cines Brooklyn que eran como mi segunda casa, un par de años atrás). Madrid era un sueño, la ciudad ideal donde la gente hablaba un lenguaje parecido al tuyo. Sin embargo, por ésta o aquella razón (o por todas a la vez), opté por quedarme aquí. Descubrí que algunas personas hablaban el mismo lenguaje que yo: y estaban aquí. Muchas de ellas, en La Santa Sebe (gracias, una vez más, Yolanda), bailando, riendo, divirtiéndose, reivindicando mil cosas y descubriendo que, algunas noches, la vida realmente sí es un cabaret, como cantaba Liza Minnelli -con voz aguardentosa, uñas pintadas de verde y pestañas imposibles: otra criatura en busca de sus sueños, otra de las nuestras- en aquella película (tan moderna, tan rabiosamente libre) que veíamos una y otra vez. A vueltas con Berlín. La Santa Sebe era nuestro Studio 54 particular, aquel lugar al que venían algunos de los artistas a los que admirábamos y en el que nadie te miraba mal si llevabas el pelo largo, una boa de plumas o te besabas en los labios con un atractivo desconocido de tu mismo sexo. En sus paredes vintage (cuando sólo en Londres se conocía el verdadero significado de esa palabra), están muchos de mis mejores recuerdos nocturnos. La Santa Sebe: por muchos más años.
Veinte años que han pasado en un soplo. Veinte años llenos de cosas, de lecturas, de músicas, de viajes, de experiencias, de cientos de tropezones, de algún que otro acierto, de risas y llantos, de intensos e imborrables momentos de amor, amistad y camaradería. Veinte años en los que cambiaría veinte mil cosas para hacerlas -seguramente- del mismo modo. Veinte años, sí, sin muro. Sin muros. Con las arrugas que conforman este rostro, del que, según dicen, cerca de los cuarenta, uno es el único y absoluto responsable.

lunes, 9 de noviembre de 2009

La chica del perrito

La chica del perrito vivía en el edificio de enfrente. Cada mañana, mientras preparaba el primer café, Toni la veía entrar en su apartamento, quitarse aquellos vistosos zapatos de altísimo tacón y jugar -pese al evidente cansancio de su rostro- con aquel caniche, blanco e inquieto, que siempre la recibía alborozado. Nunca echaba las cortinas. Una calurosa noche de agosto, después del tercer gin-tonic, se atrevió a hacerlo por primera vez: Toni llamó a aquel anuncio del periódico que había recortado en otro momento en el que también se sentía muy solo. No te arrepentirás, decía. A la media hora, deslumbrante, la chica apareció en la puerta. Se quitó la ropa y le dijo que dejara los cien euros al lado de su bolso. Ahora, aquel blanco e inquieto caniche juega a los pies de Toni mientras prepara una pasta con salsa boloñesa para la cena y ella, Elena, su dueña, le ha dicho que sí, que nada más que encuentre un trabajo se casará con él.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Toli Morilla

Un grupo de amigos nos reunimos en la librería Trabe para presentar el nuevo trabajo de Toli Morilla, "Diez cantares de Bob Dylan n´asturianu", su particular homenaje al maestro por excelencia. Me gusta el ambiente festivo que se crea en la librería en días de presentaciones: colocar los trabajos del invitado sobre el mostrador, la preparación de las botellas de vino que vamos a tomar, las charlas con mis compañeros, Esther y Samuel, en la parte de atrás. Con una puntualidad exquisita, llega Toli, muy abrigado, con su guitarra y con la ilusión de quien acaba de crear algo de lo que se siente realmente satisfecho. Tiene motivos para ello: el disco es muy bueno. Una apuesta arriesgada, sin duda, pero que él ha sabido llevar a buen puerto. Dylan, en cualquier idioma, siempre es mucho Dylan. Toli se muestra cercano y comunicativo, y, entre canción y canción, nos va contando anécdotas sobre la elaboración del disco. Todos participamos con nuestras preguntas y comentarios. El ambiente se va caldeando. Toli tiene tablas para ello. Como ya demostró en su espléndido espectáculo "Nueche d´insomniu", donde la poesía y la música iban de la mano. Ahora, rasgando la guitarra, dice estar más rockero. En cualquier caso, rockero o acústico, esperemos que este disco tenga también su espectáculo en directo. Se lo merece: por su indiscutible calidad y por ofrecerle a la lengua asturiana una importante (y siempre necesaria) amplitud de miras. Casi dos horas más tarde, se bajan las luces de la librería. En la calle, llovizna. Pero dentro, aún quedan los acordes de esa obra maestra, "Don´t think twice, it´s all right", que sigue estremeciendo como entonces. Gracias, Toli.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Operaciones

Siempre que estoy esperando para entrar en la consulta de un médico, aunque sea para una revisión rutinaria como la de hoy, no puedo evitar recordar la única intervención quirúrgica que, hasta la fecha y toco madera, tuve. Tenía seis años y continuas infecciones de garganta cada pocas semanas, por lo que mis padres, aconsejados por varios médicos, decidieron que debían quitarme las anginas. No recuerdo el mes, pero sí que era un día claro y soleado, posiblemente un día de primavera. Mi madre me vistió impecablemente, como solía hacer, y nos fuimos los tres a la consulta de aquel médico privado, que, al parecer, era toda una eminencia en su ramo. A los pocos minutos, ya en aquella sala que al recordarla ahora me evoca más a una de esas frías habitaciones donde diseccionan a los cadáveres en las series de televisión americanas que a una consulta normal y corriente, estaba sentado en el cuello de una enfermera vestida de blanco de la cabeza a los pies, con un ridículo gorrito a modo de cofia incluído. El propio médico ató mi cuerpo al de la enfermera. Literalmente. Y comenzó la operación. Recuerdo vivamente aquella especie de cuchara helada entrando por mi boca, las manos del médico -grandes y huesudas- en mi cara, la presencia de mis padres, que estaban allí también, los ojos de mi madre apoyándome, y ya no recuerdo más. Quizá me quedé dormido. Pero el pavor a los médicos, el rechazo absoluto a pisar una consulta, que duró bastantes años, comenzó, sin duda, ahí, atado al cuerpo de aquella chica rubia, vestida toda de blanco, como una especie de liturgia sadomasoquista. Lo único positivo de aquella terrible experiencia, si es que alguna hubo, fue el hecho de que, para curarme, debía de tomar todas las tardes un helado de vainilla para merendar. Y el hecho, claro, de que durante unos cuantos días me podía quedar en casa, con mi madre y mi hermana recién nacida, como era mi deseo, leyendo todos los libros que me regalaban por haber sido tan valiente en aquella impresionante carnicería.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Terele Pávez

Si hay algo que destaca poderosamente en Terele Pávez, más allá incluso de esa voz maravillosa e inconfundible de la que tanto se ha escrito y que nos sigue emocionando como la primera vez que la escuchamos, es la transparencia de sus ojos. Terele tiene la mirada limpia y transparente de la buena gente, de la gente que no juzga, que comprende, que escucha. Unos ojos que están llenos de vida y de vidas, de penas y de alegrías, de experiencias, propias y ajenas, sublimes y dolorosas, que le ayudan a crear los matices necesarios para dar credibilidad a unos personajes -a veces tremendos, a veces de una vulnerabilidad infinita: siempre imborrables de nuestra memoria por breve que sea su aparición en pantalla- a los que ha prestado cuerpo y alma. Así, aquella pobre mujer, víctima de sí misma y de la sociedad que le tocó en suerte, que envenenaba a las señoras de las casas en las que trabajaba. (Mi homenaje aquí también para Pedro Olea, director de largo recorrido y gran oficio, ahora metido en el mundo del teatro). Es uno de sus grandes personajes. Sólo una actriz inmensa como ella es capaz de un prodigio semejante. Las miradas de aquella mujer, a través de los ojos de Terele, asustaban, conmovían, abrasaban. No hay premios suficientes para un trabajo así.
A Álex de la Iglesia -ese hombre al que le debemos unos cuantos momentos de buen cine y una película, "La comunidad", que pasará a la historia de nuestra cinematografía- corresponde el mérito de acercar a Terele a las nuevas generaciones. Álex y Terele, ese tándem (que aumenta, si cabe, en talento, si se une a él la Maura, doña Carmen) que aún no ha dicho la última palabra.
Terele, rubia o morena, guapa o fea, rica o pobre, actriz soberbia en todo caso, cómica de raza, a estas alturas, si fuese americana, tendría un Oscar, dos Tonys, varios Emmys, y un teatro en pleno corazón de Broadway con su nombre en letras bien grandes y doradas. Y ríete tú de Ethel Barrymore.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Los primeros viajes

Cuando éramos pequeños, durante todo el mes de julio, mis padres nos llevaban de vacaciones a San Juan, un pequeño y tranquilo pueblo situado a cinco kilómetros de Alicante, que entonces aún conservaba la magia de los paraísos sin masas ni poderosas edificaciones. Como viajábamos de noche, en aquel Seat 127 blanco (el primer coche que tuvimos), mi padre se pasaba las horas previas durmiendo. Mi madre, ultimando el equipaje, nos mandaba callar para no molestarle. Tarea imposible, claro. Ya entonces, la emoción ante los preparativos y la propia idea del viaje, estaba muy presente en mí: qué libros llevar, qué juegos, qué cassetes, qué camisetas... La casa era una algarabía. Mi hermana (como hace ahora Iñigo), siempre más pacífica, reclamaba un poco de tregua. No había tregua que valiese. Ni siquiera luego, en el coche, la había: ¡cómo se podía uno dormir atravesando los campos de Castilla, contemplando aquel cielo estrellado, sintiendo el aire fresco de la noche entrando por las ventanillas!, me preguntaba cuando ella se empezaba a acurrucar bajo aquella manta de cuadros rojos y negros. El viaje era en sí mismo toda una celebración. Y no se podía perder un solo detalle, aunque, año tras año, el trayecto fuese, lógicamente, el mismo. Cantábamos canciones y comíamos los bocadillos que nuestra madre nos había preparado (¡cómo nos gustaba el pan reblandecido por el papel Albal!). Hacíamos paradas en gasolineras y en aquellos bares de carretera, llenos de extranjeros y camioneros (ya barruntaba todo tipo de historias, a cada cual más pintoresca, detrás de cada ser vivo). Y cuando llegábamos, con las primeras luces del día, sabía que comenzaba una nueva aventura, la de las vacaciones, un año más, pero aquélla, la del viaje, era, sin duda, tan importante como la otra.

martes, 3 de noviembre de 2009

Cómicos

Regresamos de Llanes al anochecer, con el cuerpo cansado y el maletero del coche algo más ligero de cajas. Siempre que volvemos de este tipo de ferias, me siento un poco como aquellos viejos cómicos que iban de pueblo en pueblo, hacían sus funciones, dormían en hoteles de tercera categoría y retornaban satisfechos a sus casas. (Un recuerdo aquí para José Luis López Vázquez, grande entre los grandes, uno de esos actores siempre impecables, capaces de convencerte en cualquier papel). Se vendan libros o no se vendan (mejor si se venden, claro), lo interesante de acudir a estos sitios pequeños es comprobar cómo se transforma el pueblo durante esos días, cómo ese acontecimiento supone toda una novedad, casi una fiesta: motivo indiscutible para arreglarse, salir de casa y acercarse a la carpa antes de tomar el vermú en alguna terraza. La gente, compre o no compre, se acerca al puesto, hojea, toquetea, pregunta tímidamente, comenta la portada de ese libro, la cercanía de aquel autor. Los libros de cocina y los infantiles, nunca fallan. Si para los mayores estos encuentros suponen casi una algarabía, para los niños resulta todo un festín. Los niños, como las mujeres, son un público fiel. El mejor. (Algún día habría que preguntarse por qué las mujeres, entre otros libros, son, básicamente, las que compran los de cocina y las que animan a sus hijos a la lectura). Y si encima de libros, hay algún espectáculo, teatral o musical, mejor que mejor. (No quiero pasar por alto, a este respecto, la bonita representación en directo de Mestura, que tanto gustó a los más pequeños, siempre tan exigentes, tan difíciles de convencer). Allí, el día de difuntos, después del templado sol de días anteriores, nos sorprendió la entrada real del otoño. Lluvia y el primer frío. La estación ideal para seguir leyendo.

domingo, 1 de noviembre de 2009

La abuela Virginia

En este lluvioso día de difuntos, refugiado en esta casa junto al mar que invita ya a sacar las chaquetas más gruesas del armario, me acuerdo de mi abuela materna, Virginia, cuya muerte, ocurrida veinte años atrás, fue la primera realmente importante a la que tuve que enfrentarme. Mi abuela, de porte elegante y distinguido, cabellos canosos y siempre impecablemente peinados, y gestos suaves y pausados, se pasó la vida delante de una máquina de coser. Cosía para fuera, como se decía antes. Cosía y cantaba, siempre cantaba (no lo hacía nada mal), como la mujer feliz que, pese a los duros avatares de la vida, era. Se había casado a escondidas con Tomás, el chico más guapo del pueblo, debido a que la familia adinerada del abuelo no aceptaba que la suya no lo fuese. Toda una historia de amor. Tuvieron cuatro hijos (uno de ellos, el segundo, murió a las pocas semanas de vida), numerosos problemas, pero ese amor sobrevivió y duró hasta el final. Era impresionante ver cómo el abuelo cuidaba de ella en sus últimos años de vida, ya con el corazón debilitado: cómo le preparaba las comidas, cómo la ayudaba a acostarse, cómo calentaba la casa para que no tuviese frío, cómo la mimaba. El misterio del amor.
La abuela Virginia me daba dinero para comprar mis primeros libros, aquellos libros que me encantaba leer en su cama cuando los sábados íbamos a visitarlos; me llevaba de paseo por el mercado (¡aquella Plaza de Mieres, llena de puestos de vistosas frutas y verduras, de mujeres parlanchinas que te regalaban una manzana y te decían lo guapo que eras, lo mucho que te parecías a tu madre!); me enseñó a cocinar (era una espléndida cocinera), pese a las críticas de todos los hombres de la familia, sin excepción, que consideraban -¡cómo no!- que eso de andar entre cacerolas y sartenes era algo exclusivamente de mujeres. Hoy, en este lluvioso día de difuntos, la recuerdo. Como la recuerdo cada vez que veo a mi madre, en cuyo rostro y en cuyas manos están cada vez más presentes los rasgos de mi abuela. La abuela Virginia. Güelita.